Recojo caca a toneladas
Cuando vi los dientes de los caballos abandoné toda esperanza.
Al aproximarme a la cerca me tapé la nariz con la camisa para tratar de evitar aquella fetidez. Un semental avanzó entre el estiércol, soltó un relincho agresivo y me mostró unos dientes afilados como los de un oso.
Intenté hablarle mentalmente. Con la mayoría de los caballos puedo hacerlo.
«Hola —saludé—. Vengo a limpiar vuestros establos. ¿No te parece genial?»
«¡Sí! —dijo el caballo—. ¡Ven, que te como! ¡Sabroso mestizo!»
«Pero ¡si soy hijo de Poseidón! —protesté—. Él creó a los caballos.»
Esta declaración suele granjearme un trato de preferencia en el mundo equino, pero esta vez no funcionó.
«¡Sí! —respondió el caballo, entusiasmado—. ¡Que venga Poseidón también! ¡Os comeremos a los dos! ¡Marisco rico!»
«¡Marisco!», repitieron los demás caballos, mientras vadeaban por el estiércol.
Había moscas zumbando por todas partes y el calor exacerbaba el hedor. Tenía una idea aproximada de cómo superar aquel reto porque me había acordado de cómo lo había hecho Hércules. Él había canalizado un río hacia los establos y de ese modo había conseguido limpiarlos. Yo me veía capaz de controlar el agua, pero si no podía acercarme a los caballos sin ser devorado, no iba a resultarme tan fácil. El río discurría, además, por un punto de la colina más bajo y bastante más alejado de lo que yo creía: casi a un kilómetro. En fin, el problema de la caca parecía mucho más serio visto de cerca. Agarré una pala oxidada y recogí un poco desde el borde de la cerca, sólo para probar. Fantástico. Ya sólo me faltaban cuatro mil millones de paletadas.
El sol empezaba a descender. Me quedaban apenas unas horas. Llegué a la conclusión de que el río era mi única esperanza. Al menos, me resultaría más fácil pensar a la orilla del río que al borde de aquel estanque apestoso. Empecé a bajar por la ladera.
* * *
Cuando llegué al río, me encontré a una chica esperándome. Llevaba téjanos y una camiseta verde, y el largo pelo castaño trenzado con hierbas. Tenía los brazos cruzados y una expresión muy ceñuda.
—¡Ah, no!, ¡ni hablar! —exclamó.
Me quedé mirándola.
—¿Eres una náyade?
Ella puso los ojos en blanco.
—¡Pues claro!
—Pero hablas inglés. Y estás fuera del agua.
—¿Qué creías? ¿Que no podemos comportarnos como los humanos si queremos?
Nunca se me había ocurrido pensarlo. Me sentí estúpido, sin embargo, porque había visto muchas náyades por el campamento y ellas nunca pasaban de soltar risitas y de saludarme desde el fondo del lago de las canoas.
—Mira —le dije—, venía a pedir…
—Sé quién eres y lo que quieres. ¡Y la respuesta es no! No voy a permitir que se utilice otra vez mi río para limpiar ese establo asqueroso.
—Pero…
—Ahórrate las explicaciones, niño del mar. Las divinidades del océano siempre os creéis mucho más importantes que un río insignificante, ¿no? Bueno, pues permíteme que te diga que esta náyade no se va a dejar mangonear sólo porque tu papaíto sea Poseidón. Esto es territorio de agua dulce, señor mío. El último tipo que me pidió este favor (era mucho más atractivo que tú, por cierto) consiguió convencerme y… ¡fue el peor error de mi vida! ¿Tienes idea del daño que le causa a mi ecosistema todo ese estiércol de caballo? ¿Me has tomado por una depuradora? Mis peces morirán. Nunca lograré limpiar la caca de mis plantas. Me quedaré enferma durante años. ¡¡No, gracias!!
Su modo de hablar me recordó a mi amiga mortal, Rachel Elizabeth Dare. Era como si estuviera aporreándome con palabras. No podía culpar a aquella náyade. Bien mirado, yo también me pondría furioso si alguien descargase doscientas mil toneladas de estiércol en mi casa. Sin embargo…
—Mis amigos están en peligro —alegué.
—Vaya, ¡qué mala suerte! No es problema mío. Y tú no vas a emporcar mi río.
Parecía dispuesta a pelear. Tenía los puños apretados, aunque me pareció detectar un ligero temblor en su voz. De repente comprendí que, a pesar de su actitud, me tenía miedo. Seguramente pensaba que iba a luchar con ella para hacerme con el control del río y le preocupaba la posibilidad de perder.
Me entristecí sólo de pensarlo. Me sentí como un abusón: un hijo de Poseidón dándose importancia.
Me senté en un tronco.
—Está bien, tú ganas.
La náyade me miró, sorprendida.
—¿De veras?
—No voy a luchar contigo. Es tu río.
Noté que sus hombros se relajaban.
—Ah, qué bien. Quiero decir… ¡de buena te has librado!
—Pero mis amigos y yo seremos vendidos a los titanes si no consigo limpiar esos establos antes de que se ponga el sol. Y no sé cómo hacerlo.
El río discurría gorgoteando alegremente. Una serpiente se deslizó por el agua y sumergió la cabeza. La náyade suspiró.
—Voy a revelarte un secreto, hijo del dios del mar. Recoge un poco de tierra.
—¿Qué?
—Ya me has oído.
Me agaché y recogí un puñado de tierra tejana. Era tierra negra y seca, salpicada con grumos diminutos de roca blanca… No, de otra cosa que no era roca.
—Son caparazones de molusco —dijo la náyade—. Caparazones petrificados. Hace millones de años, incluso antes de la era de los dioses, cuando sólo reinaban Gea y Urano, esta tierra se encontraba bajo el agua. Formaba parte del mar.
De pronto comprendí a qué se refería. Tenía en mi mano diminutos fragmentos de erizos de mar y de caparazones marinos de enorme antigüedad. Incluso en las rocas de piedra caliza se veían las marcas de las valvas de molusco que habían quedado incrustadas en su interior.
—Vale —dije—. ¿Y de qué me sirve saberlo?
—Tú no eres tan diferente de mí, semidiós. Incluso cuando estoy fuera del agua, el agua se halla en mi interior. Es mi fuente de vida. —Retrocedió, metió los pies en el agua y sonrió—. Espero que encuentres el modo de rescatar a tus amigos.
Y, sin más, se convirtió en líquido y se disolvió en el río.
* * *
El sol rozaba las colinas cuando regresé a los establos. Alguien debía de haber venido a dar de comer a los caballos, porque estaban desgarrando a dentelladas la carroña de unos animales de enorme tamaño. No habría sabido decir de qué tipo de animal se trataba; de hecho, casi prefería no saberlo. Si aún era posible que los establos resultaran un poquito más repugnantes, aquellos caballos devorando carne cruda lo habían conseguido.
«¡Marisco! —pensó uno al verme—. ¡Entra! Aún tenemos hambre.»
¿Qué se suponía que debía hacer? No podía usar el río. Y el hecho de que aquel lugar hubiera estado bajo el mar un millón de años antes no me servía de mucho en ese momento. Miré los trocitos de caparazón calcificado que tenía aún en la palma de la mano y luego la montaña de excrementos. Frustrado, los tiré al suelo. Iba a dar la espalda a los caballos cuando oí un ruido.
¡Pffft!.
Como un globo pinchado.
Bajé la vista hacia donde había tirado los restos del caparazón. Un chorrito de agua brotaba entre la bosta.
—No puede ser —murmuré.
Indeciso, me aproximé a la cerca.
—¡Crece! —le dije al chorro de agua.
¡PLASH!.
El chorro ascendió casi un metro, como un surtidor, y continuó burbujeando. Era imposible, no podía ser. Sin embargo, allí estaba. Un par de caballos se acercaron a mirar. Uno de ellos puso la boca en el surtidor y retrocedió, asqueado.
«¡Argg! —dijo—. ¡Es salada!»
¡Agua de mar en mitad de un rancho de Texas! Recogí otro puñado de tierra y separé los fragmentos fósiles. No sabía muy bien lo que hacía, pero corrí alrededor del establo, arrojando trocitos de caparazón a aquellas montañas de excrementos. Allí donde aterrizaba el fósil, brotaba un chorro de agua.
«¡Basta! —clamaban los caballos—. ¡Carne buena! ¡Baños malos!»
Entonces me di cuenta de que el agua no se desbordaba: no salía de los establos ni fluía colina abajo, como habría ocurrido en circunstancias normales. Se limitaba a borbotear alrededor de cada surtidor y se filtraba otra vez en la tierra, arrastrando de paso el estiércol. La caca de caballo parecía disolverse en el agua salada y en su lugar reaparecía la tierra humedecida.
—¡Más! —grité.
Entonces sentí una especie de tirón en las tripas y los chorros de agua empezaron a explotar por todas partes, como en el mayor túnel de lavado del mundo. El agua marina se elevaba propulsada a más de seis metros. Los caballos, enloquecidos de pavor, corrían de un lado para otro, mientras aquellos géiseres los rociaban desde todas direcciones. A su vez, las montañas de bosta iban disolviéndose como si fuesen de hielo.
Noté el tirón en las tripas con más intensidad, casi de un modo doloroso, pero al mismo tiempo me sentía eufórico viendo toda aquella agua salada. Aquello era obra mía. Había traído el océano hasta la colina.
«¡Basta, señor! —gritó un caballo—. ¡Basta, por favor!»
Ahora el agua lo encharcaba todo. Los caballos estaban empapados y algunos enloquecían de pánico y resbalaban por el barro. El estiércol había desaparecido: toneladas enteras habían quedado disueltas y se las había tragado la tierra. El agua empezaba a empantanarse y a rebosar del establo, creando infinidad de torrentes que bajaban hacia el río.
—Detente —ordené al agua.
No ocurrió nada. El dolor en mis entrañas iba en aumento. Si no cortaba los géiseres enseguida, el agua salada llegaría al río y envenenaría las plantas.
—¡Detente! —repetí, concentrando toda mi energía en interrumpir la fuerza del mar.
Los géiseres cesaron de golpe y yo caí de rodillas, exhausto. Ante mis ojos tenía unos establos impolutos, un cercado de lodo húmedo y salado, y cincuenta caballos lavados tan a fondo que brillaban. Incluso los pedazos de carne que seguían comiendo habían quedado inmaculados.
«¡No te comeremos! —clamaban los caballos—. ¡Por favor, señor! ¡Basta de baños salados!»
—Con una condición —dije—: que sólo comáis lo que os den vuestros cuidadores. Nada de personas. ¡De lo contrario, volveré con más surtidores!
Los caballos relincharon y me hicieron un montón de promesas, asegurándome que en adelante se portarían como unos buenos caballitos carnívoros. Pero no me entretuve charlando. El sol se estaba poniendo. Di media vuelta y me dirigí a toda prisa al rancho.
* * *
Olí a barbacoa bastante antes de llegar, lo cual me hizo correr todavía más, porque a mí me encanta la barbacoa.
El patio estaba listo para celebrar una fiesta. Globos y serpentinas adornaban la verja. Gerión preparaba las hamburguesas en una barbacoa gigante hecha con un bidón de gasolina. Euritión ganduleaba junto a una mesa de picnic y se limpiaba las uñas con un cuchillo. El perro de dos cabezas husmeaba las costillas y las hamburguesas de la parrilla.
Entonces vi a mis amigos: Tyson, Grover, Annabeth y Nico estaban tirados en un rincón, atados como animales, con las muñecas y los tobillos juntos y una mordaza en la boca.
—¡Suéltelos! —grité, jadeando aún—. ¡He limpiado los establos!
Gerión se volvió. Llevaba un delantal en cada pecho con una palabra en cada uno, de manera que el conjunto decía: «BESA - AL - CHEF.»
—¿Ah, sí? ¿Cómo lo ha logrado, señor Jackson?
Estaba perdiendo la paciencia, pero se lo expliqué.
El asintió, admirado.
—Muy ingenioso. Habría sido mejor que hubiese envenenado a esa náyade latosa, pero no importa.
—Suelte a mis amigos —exigí—. Hemos hecho un trato.
—He estado pensando en ello. El problema es que, si los suelto, no me pagarán.
—¡Lo prometió!
Gerión chasqueó los labios.
—¿Acaso me lo hizo jurar por el río Estigio? ¿Verdad que no? Entonces aquí no ha pasado nada. Cuando se hacen negocios, hijo, es imprescindible un juramento de obligado cumplimiento.
Saqué la espada. Ortos gruñó. Una de sus cabezas se inclinó junto a la oreja de Grover y mostró los colmillos.
—Euritión —dijo Gerión—, este chico está empezando a molestarme. Mátalo.
Euritión me observó. No tenía muy claras mis posibilidades contra él y su enorme garrote.
—Mátelo usted mismo —replicó Euritión.
Gerión alzó las cejas.
—¿Cómo dices?
—Ya me ha oído —refunfuñó Euritión—. Usted me manda continuamente que le haga el trabajo sucio. No para de meterse en peleas sin motivo. Y ya me he cansado de morir por usted. Si quiere combatir con el chico, hágalo usted mismo.
Aquello era lo más impropio de Ares que le había oído decir a un hijo de Ares.
Gerión arrojó la espátula al suelo.
—¿Te atreves a desafiarme? ¡Debería despedirte ahora mismo!
—¿Y quién se ocuparía de su ganado? Ortos, ven aquí.
El perro dejó de gruñir a Grover en el acto y fue a sentarse a los pies del pastor.
—Muy bien —refunfuñó Gerión—. ¡Me ocuparé de ti cuando haya matado al chico!
Tomó dos cuchillos de trinchar y me los arrojó sin más. Desvié uno con la espada. El otro había ido a clavarse en la mesa de picnic, apenas a tres centímetros de la mano de Euritión.
Pasé enseguida al ataque. Gerión detuvo mi primer mandoble con unas tenazas al rojo vivo y me lanzó una estocada a la cara con un tenedor de barbacoa. Eludí su siguiente golpe y lo traspasé de parte a parte por su pecho central.
—¡Arggg! —Cayó de rodillas. Aguardé a que se desintegrara, tal como hacen todos los monstruos. Pero él me dirigió una mueca y se incorporó otra vez. La herida abierta en su delantal había empezado a cerrarse.
—Buen intento, hijo. La cuestión es que tengo tres corazones. La copia de seguridad perfecta.
Volcó la barbacoa, desparramando las brasas por todas partes. Una aterrizó junto a la cara de Annabeth, que soltó un gemido ahogado. Tyson tironeó de sus ataduras, pero ni siquiera toda su fuerza bastó para romper los nudos. Tenía que dar fin a aquella pelea antes de que mis amigos sufrieran algún daño.
Asesté una estocada a Gerión en el pecho izquierdo, pero él se rió. Le clavé la espada en el estómago derecho. Nada. Por su modo de reaccionar, parecía que no le estuviera dando tajos a él, sino a su osito de peluche.
Tres corazones. La copia de seguridad perfecta. Ensartarlos de uno en uno no servía de nada…
Corrí al interior de la casa.
—¡Cobarde! —gritó—. ¡Vuelve aquí y muere como un hombre!
Las paredes del salón estaban decoradas con espantosos trofeos de caza, como ciervos disecados y cabezas de dragón; también había un armario lleno de rifles, un juego de espadas cruzadas y un arco y un carcaj.
Gerión me había seguido y me lanzó el tenedor de la barbacoa, que se clavó con un chasquido en la pared, a pocos centímetros de mi cabeza. Luego sacó dos espadas de su soporte.
—¡Tu cabeza irá ahí, Jackson! ¡Al lado del oso pardo!
Se me ocurrió una idea disparatada. Solté a Contracorriente y tomé el arco que adornaba el salón.
Yo era el peor arquero del mundo. Nunca daba en el blanco en el campamento, y mucho menos al centro de la diana. Pero no tenía alternativa. No lograría ganar aquel combate con una espada. Recé a Artemisa y a Apolo, los arqueros gemelos, con la esperanza de que por una vez se apiadasen de mí.
«Por favor, chicos. Sólo un tiro. Por favor.»
Lo apunté con una flecha. Gerión se echó a reír.
—¡Idiota! ¡Una flecha no te servirá de nada!
Alzó sus dos espadas y se abalanzó sobre mí. Me eché a un lado y, antes de que pudiera volverse, le disparé al flanco de su pecho derecho. Oí tres impactos seguidos a medida que la flecha fue atravesando cada pecho limpiamente. La saeta salió por su costado izquierdo y fue a incrustarse en la frente del oso disecado.
Gerión soltó sus espadas. Se volvió y me miró.
—Tú no sabes usar el arco. Me dijeron que no…
Su rostro adquirió un tono verdusco; luego cayó de rodillas y empezó a desmoronarse, a deshacerse como si fuera de arena, hasta que sólo quedaron en el suelo tres delantales y un par de botas enormes de cowboy.
* * *
Desaté a mis amigos sin que Euritión intentara detenerme. Luego avivé las brasas de la barbacoa y arrojé la comida a las llamas, en ofrenda a Artemisa y Apolo.
—Gracias, chicos —dije—. Os debo una.
A lo lejos retumbó un trueno, así que supuse que las hamburguesas debían de oler bien.
—¡Bravo, Percy! —me felicitó Tyson.
—¿Ahora podemos atar al pastor? —preguntó Nico.
—¡Sí! —dijo Grover—. ¡Ese perro por poco me mata!
Miré a Euritión, que seguía sentado tan tranquilo junto a la mesa de picnic. Ortos tenía sus dos cabezas apoyadas en las rodillas del pastor.
—¿Cuánto tiempo tardará Gerión en volver a formarse? —le pregunté.
Euritión se encogió de hombros.
—¿Cientos de años, tal vez? Él no es de esos reformistas ultrarrápidos, gracias a los dioses. Me has hecho un favor.
—Antes has dicho que ya habías muerto por él otras veces —recordé—. ¿Cómo es eso?
—Llevo miles de años trabajando para ese mal bicho. Empecé como un mestizo normal, pero escogí la inmortalidad cuando mi padre me la ofreció. El peor error de mi vida. Ahora estoy atrapado en este rancho. No puedo irme ni dimitir. He de cuidar las vacas y enfrentarme a los enemigos de Gerión. Es como si estuviéramos ligados el uno al otro.
—Quizá puedas cambiar las cosas —sugerí.
Euritión me miró entornando los ojos.
—¿Cómo?
—Trata bien a los animales. Cuídalos. Deja de venderlos para ganarte la vida. Y no hagas más tratos con los titanes.
Euritión reflexionó.
—Estaría bien.
—Consigue que los animales se pongan de tu parte y ellos te ayudarán. Y cuando vuelva Gerión, quizá sea él quien tenga que ponerse a trabajar para ti.
Euritión sonrió de oreja a oreja.
—Eso tampoco me molestaría.
—¿No tratarás de impedir que nos vayamos?
—No, qué va.
Annabeth se frotó sus muñecas magulladas. Aún miraba con suspicacia a Euritión.
—Tu jefe ha dicho que alguien había pagado para garantizar nuestro paso sin problemas. Dime quién.
El pastor se encogió de hombros.
—Quizá lo haya dicho para engañaros.
—¿Y los titanes? —le pregunté—. ¿Ya les has enviado un mensaje Iris sobre Nico?
—No. Gerión pensaba hacerlo después de la barbacoa. Ellos no saben nada sobre el chico.
Nico me miraba con odio. No sabía qué hacer con él. Dudaba mucho de que quisiera venir con nosotros. Pero, por otro lado, no podía dejar que siguiera vagando por su cuenta sin rumbo fijo.
—Tal vez podrías quedarte en el rancho hasta que terminemos nuestra búsqueda —propuse—. Aquí estarías a salvo.
—¿A salvo? —gritó Nico—. ¿A ti qué puede importarte? ¡Dejaste que mataran a mi hermana!
—Nico —le dijo Annabeth—, no fue culpa de Percy. Y Gerión no mentía cuando dijo que Cronos desearía capturarte. Si supiera quién eres, haría cualquier cosa para que te pusieras de su lado.
—Yo no estoy del lado de nadie. ¡Y no tengo miedo!
—Deberías —le dijo Annabeth—. Tu hermana no querría…
—¡Si te importara mi hermana, me ayudarías a recuperarla!
—¿Un alma por otra alma? —apunté.
—¡Sí!
—Pero si has dicho que no querías mi alma…
—¡No estoy hablando contigo! —Pestañeó para contener las lágrimas—. ¡Y seré yo quien la haga volver!
—Bianca no querría que la trajesen de vuelta —dije—. No así, por lo menos.
—¡Tú ni siquiera la conocías! —gritó—. ¿Cómo puedes saber lo que habría querido?
Contemplé las llamas de la barbacoa. Pensé en uno de los versos de la profecía: «Te elevarás o caerás de la mano del rey de los fantasmas.» Ese rey tenía que ser Minos. Debía convencer a Nico para que no volviera a hacerle caso.
—Preguntémosle a Bianca —aventuré.
El cielo pareció oscurecerse de golpe.
—Ya lo he intentado —dijo Nico con tristeza—. No responde.
—Pruébalo otra vez. Tengo el presentimiento de que contestará si estoy yo presente.
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Porque no ha parado de enviarme mensajes Iris —declaré, repentinamente convencido de ello—. Ha intentado advertirme sobre lo que te proponías para que pudiera protegerte.
Nico meneó la cabeza.
—Eso es imposible.
—Sólo hay un modo de averiguarlo. Has dicho que no tenías miedo. —Me volví hacia Euritión—. Necesitamos un hoyo, como una tumba. Y comida y bebida.
—Percy —me advirtió Annabeth—, no creo que sea buena…
—De acuerdo —dijo Nico—. Lo intentaré.
Euritión se rascó la barba.
—Podríamos usar un agujero que hemos cavado ahí atrás para el depósito de la fosa séptica. Niño cíclope, trae la nevera portátil de la cocina. Espero que a los muertos les guste la cerveza de raíces.