CAPÍTULO 6

Conocemos al dios de las dos caras

Apenas habíamos caminado treinta metros y ya estábamos totalmente perdidos.

El túnel no se parecía en nada al pasadizo con que Annabeth y yo nos habíamos tropezado. Ahora era redondo como una alcantarilla, tenía paredes de ladrillo rojo y ojos de buey con barrotes de hierro cada tres metros. Por curiosidad, enfoqué uno de aquellos ojos de buey con la linterna, pero no vi nada. Se abría a una oscuridad infinita. Creí oír voces al otro lado, pero tal vez fuese sólo el viento.

Annabeth hizo todo lo que pudo para guiarnos. Pensaba que debíamos pegarnos a la pared de la izquierda.

—Si ponemos todo el rato la mano en el muro de la izquierda y lo seguimos —dijo—, deberíamos encontrar la salida haciendo el trayecto inverso.

Por desgracia, apenas lo hubo dicho la pared izquierda desapareció y, sin saber cómo, nos encontramos en medio de una cámara circular de la que salían ocho túneles.

—Hummm… ¿por dónde hemos venido? —preguntó Grover, nervioso.

—Sólo hay que dar la vuelta —respondió Annabeth.

Cada uno se volvió hacia un túnel distinto. Era absurdo. Ninguno de nosotros era capaz de decir por dónde se regresaba al campamento.

—Las paredes de la izquierda son malas —dijo Tyson—. ¿Ahora por dónde?

Con el haz de luz de su linterna, Annabeth barrió los arcos de los ocho túneles. A mi modo de ver, eran idénticos.

—Por allí —decidió.

—¿Cómo lo sabes? —pregunté.

—Razonamiento deductivo.

—O sea… te lo imaginas.

—Tú sígueme —replicó ella.

El túnel que había elegido se estrechaba rápidamente. Los muros se volvieron de cemento gris y el techo se hizo tan bajo que enseguida tuvimos que avanzar encorvados. Tyson se vio obligado a arrastrarse.

Lo único que se oía era la respiración agitada de Grover.

—No lo soporto más —murmuró éste—. ¿Ya hemos llegado?

—Llevamos aquí cinco minutos —le dijo Annabeth.

—Ha sido más tiempo —insistió Grover—. ¿Y por qué habría de estar Pan aquí abajo? ¡Esto es justo lo contrario de la naturaleza silvestre!

Seguimos arrastrándonos. Cuando ya creía que el túnel iba a volverse tan estrecho que acabaría aplastándonos, se abrió bruscamente a una sala enorme. Enfoqué las paredes con mi linterna y solté una exclamación.

—¡Hala!

Toda la estancia estaba cubierta de mosaicos. Los dibujos se veían mugrientos y descoloridos, pero aún era posible identificar los colores: rojo, azul, verde, dorado. El friso mostraba a los dioses olímpicos en un festín. Mi padre, Poseidón, con su tridente, le daba unas uvas a Dioniso para que las convirtiera en vino. Zeus se divertía con los sátiros y Hermes volaba por los aires con sus sandalias aladas. Eran imágenes bonitas, pero no demasiado fieles. Yo había visto a los dioses. Dioniso no eran tan apuesto y Hermes no tenía la nariz tan grande.

En medio de la estancia se alzaba una fuente con tres gradas. Daba la impresión de que llevaba seca mucho tiempo.

—¿Qué es esto? —musité—. Parece…

—Romano —concluyó Annabeth—. Estos mosaicos deben de tener unos dos mil años de antigüedad.

—Pero ¿cómo pueden ser romanos? —No es que supiera mucho de historia antigua, pero estaba casi seguro de que el Imperio romano nunca llegó a Long Island.

—El laberinto es un conjunto de retazos —explicó Annabeth—. Ya te lo dije. Continuamente se expande e incorpora nuevas piezas. Es la única obra arquitectónica que crece por sí misma.

—Lo dices como si estuviera viva.

Por el túnel que teníamos delante nos llegó el eco de una especie de lamento.

—No hablemos de si está vivo —gimoteó Grover—. Por favor.

—Vale —accedió Annabeth—. Adelante.

—¿Por el pasadizo con ruidos feos? —dijo Tyson. Incluso él parecía nervioso.

—Sí —respondió ella—. El estilo arquitectónico se va volviendo más antiguo. Eso es buena señal. El taller de Dédalo debería estar en la zona más vieja.

Parecía lógico. Pero muy pronto el laberinto empezó a jugar con nosotros. Avanzamos quince metros y el túnel volvió a ser de cemento, con las paredes llenas de tuberías y cubiertas de graffitis hechos con espray.

—Me parece que esto no es romano —dije con amabilidad.

Annabeth respiró hondo y siguió avanzando.

Cada pocos metros, los túneles se curvaban, giraban y se ramificaban. El suelo bajo nuestros pies pasaba del cemento al ladrillo y al barro desnudo, y vuelta a empezar. No había ninguna lógica. Nos tropezamos con una bodega provista de infinidad de botellas polvorientas alineadas en estantes de madera. Como si estuviéramos cruzando el sótano de una casa, con la única diferencia de que no había salida al exterior, sólo más túneles que seguían adelante.

Luego el techo se convirtió en una serie de planchas de madera y oí voces por encima de nuestras cabezas y un crujido de pisadas, como si camináramos por debajo de un bar o algo parecido. Era tranquilizador oír gente, pero —una vez más— no podíamos llegar a ellos. Estábamos atrapados allá abajo sin ninguna salida. Entonces encontramos el primer esqueleto.

Estaba vestido con ropas blancas, como una especie de uniforme. Al lado, había una caja de madera con botellas de vidrio.

—Un lechero —dijo Annabeth.

—¿Qué? —pregunté.

—Repartían la leche de casa en casa.

—Ya, pero… eso debía de ser cuando mi madre era pequeña, hará un millón de años. ¿Qué hace éste aquí?

—Algunas personas entraron por error —dijo Annabeth—. Otras vinieron decididas a explorar y no lograron salir. Hace mucho, los cretenses incluso enviaban gente aquí abajo como si se tratara de un sacrificio humano.

Grover tragó saliva.

—Este lleva aquí mucho tiempo. —Señaló las botellas, cubiertas de polvo. Los dedos del esqueleto habían quedado aferrados a la pared de ladrillo, se diría que arañándola: como si el hombre hubiese muerto mientras trataba de hallar una salida.

—Sólo huesos —dijo Tyson—. No te preocupes, niño cabra. El lechero está muerto.

—El lechero me tiene sin cuidado —replicó Grover—. Es el olor. A monstruos. ¿No lo notas?

Tyson asintió.

—Montones de monstruos. Pero los subterráneos huelen así. A monstruo y a lechero muerto.

—Ah, genial —gimió Grover—. Creía que tal vez me equivocaba.

—Hemos de internarnos más en el laberinto —dijo Annabeth—. Tiene que haber un camino para llegar al centro.

Nos guió hacia la derecha y luego hacia la izquierda a través de un pasadizo de acero inoxidable, como una especie de respiradero, y llegamos otra vez a la estancia romana con el mosaico y la fuente.

Pero esta vez no estábamos solos.

* * *

Lo primero que me llamó la atención de él fueron sus caras. Las dos. Le sobresalían a uno y otro lado de la cabeza y cada una miraba por encima de un hombro, o sea que tenía una cabeza mucho más ancha de lo normal, como una especie de tiburón martillo. De frente, lo único que se veía eran dos orejas superpuestas y dos patillas que parecían un reflejo exacto la una de la otra.

Iba vestido como un conserje de Nueva York, es decir, con un largo abrigo negro, zapatos relucientes y un sombrero de copa negro que lograba sostenerse no sé cómo encima de su ancha cabeza.

—¿Annabeth? —dijo su cara izquierda—. ¡Deprisa!

—No le haga ni caso —intervino la cara derecha—. Es muy grosero. Venga por este lado, señorita.

Annabeth se quedó boquiabierta.

—Eh… yo…

Tyson frunció el ceño.

—Ese tipejo tiene dos caras.

—El tipejo también tiene oídos, ¿sabes? —lo reprendió la cara izquierda—. Venga, señorita.

—No, no —insistió la cara derecha—. Por aquí, señorita. Hable conmigo, por favor.

El hombre de las dos caras observó a Annabeth lo mejor que pudo, o sea, con el rabillo de los ojos. Era imposible mirarlo de frente a menos que te centraras en uno u otro lado. Y de repente comprendí que eso era lo que estaba pidiendo: que Annabeth eligiera.

Detrás de él, había dos salidas con grandes puertas de madera y gruesos cerrojos de hierro. La primera vez que habíamos cruzado la estancia no había ninguna puerta. El conserje de las dos caras sostenía una llave plateada que se iba pasando de la mano izquierda a la derecha, y viceversa. Me pregunté si sería una sala distinta, pero el friso de los dioses parecía idéntico.

A nuestras espaldas, había desaparecido la entrada por la que acabábamos de llegar. Ahora sólo había mosaico. No podíamos volver sobre nuestros pasos.

—Las salidas están cerradas —observó Annabeth.

—¡Todo un descubrimiento! —dijo, burlona, la cara izquierda.

—¿Adonde conducen? —preguntó ella.

—Una lleva probablemente adonde usted quiere ir —dijo la cara derecha de forma alentadora—. La otra, a una muerte segura.

—Ya… ya sé quién es usted —balbuceó Annabeth.

—¡Ah, qué lista! —replicó con desdén la cara izquierda—. Pero ¿sabe qué puerta debe escoger? No tengo todo el día.

—¿Por qué tratan de confundirme? —preguntó Annabeth.

La cara derecha sonrió.

—Ahora usted está al mando, querida. Todas las decisiones recaen sobre sus hombros. Es lo que quería, ¿no?

—Yo…

—La conocemos, Annabeth —dijo la cara izquierda—. Sabemos con qué dilema se debate un día tras otro. Conocemos su indecisión. Tendrá que elegir tarde o temprano. Y la elección quizá acabe matándola.

No entendía de qué hablaban, pero sonaba como si se tratara de elegir entre algo más que dos simples puertas.

Annabeth palideció.

—No… yo no…

—Déjenla tranquila —intervine—. ¿Quiénes son ustedes, al fin y al cabo?

—Soy su mejor amigo —respondió la cara derecha.

—Soy su peor enemigo —aseguró la izquierda.

—Soy Jano —dijeron las dos caras a la vez—. Dios de las puertas. De los comienzos, de los finales. De las elecciones.

—Pronto nos veremos las caras, Perseus Jackson —sentenció la cara derecha—. Pero ahora es el turno de Annabeth. —Se echó a reír con aire frívolo—. ¡Qué divertido!

—¡Cierra el pico! —exigió la cara izquierda—. Esto es muy serio. Una elección equivocada podría arruinar su vida entera. Puede matarla a usted y a todos sus amigos. Pero no se agobie, Annabeth. ¡Escoja!

Con un escalofrío repentino, recordé las palabras de la profecía: «El último refugio de la criatura de Atenea.»

—¡No lo hagas! —rogué.

—Me temo que ha de hacerlo —dijo alegremente la cara derecha.

Annabeth se humedeció los labios.

—Escojo…

Antes de que pudiera señalar una puerta, una luz deslumbrante iluminó la estancia.

Jano alzó las manos a uno y otro lado para protegerse los ojos. Cuando la luz se extinguió, había una mujer junto a la fuente.

Era alta y esbelta, con una cabellera de color chocolate recogida en trenzas y entrelazada con cintas doradas. Llevaba un sencillo vestido blanco, pero la tela temblaba y cambiaba de color al moverse, como la gasolina sobre el agua.

—Jano —dijo—, ¿ya estamos otra vez causando problemas?

—¡N-no, mi señora! —tartamudeó la cara derecha.

—¡Sí! —admitió la izquierda.

—¡Cierra el pico! —masculló la derecha.

—¿Cómo? —preguntó la mujer.

—¡No me refería a vos, mi señora! ¡Hablaba conmigo!

—Ya veo —dijo la dama—. Sabes que tu visita es prematura. La hora de la muchacha no ha llegado. Así que soy yo la que te plantea una elección: déjame estos héroes a mí o te convertiré en una puerta y luego te echaré abajo.

—¿Qué clase de puerta? —quiso saber la cara izquierda.

—¡Cierra el pico! —dijo la derecha.

—Porque las puertas acristaladas son bonitas —adujo la izquierda, pensativa—. Un montón de luz natural.

—¡Cierra el pico! —aulló la derecha—. ¡Vos no, mi señora! Claro que me iré. Sólo estaba divirtiéndome un poco. Es mi trabajo: plantear elecciones.

—Provocar indecisión —corrigió ella—. ¡Ahora, desaparece!

La cara izquierda murmuró «Aguafiestas», alzó la llave plateada, la insertó en el aire y desapareció.

La mujer se volvió hacia nosotros y sentí que se me encogía el corazón. Sus ojos relucían de poder. «Déjame estos héroes a mí.» Aquello tenía muy mala pinta. Por un instante, pensé que casi habría sido preferible correr el riesgo con Jano. Pero entonces la mujer sonrió.

—Debéis de tener hambre —dijo—. Sentaos conmigo y hablemos.

Bastó un ademán suyo para que empezara a manar la fuente romana. Varios chorros de agua clara salieron disparados por el aire. Apareció una mesa de mármol repleta de bandejas de sandwiches y jarras de limonada.

—¿Quién… quién sois? —pregunté.

—Soy Hera. —La mujer sonrió—. La reina de los cielos.

* * *

Había visto una vez a Hera en la Asamblea de los Dioses, pero entonces no le había prestado demasiada atención porque me hallaba rodeado de muchos otros dioses que discutían si debían matarme o no.

No recordaba que tuviese un aspecto tan normal. Claro que los dioses suelen medir seis metros cuando están en el Olimpo, lo cual hace que no parezcan tan normales. Pero la verdad es que Hera parecía ahora una mamá normal y corriente.

Nos sirvió sandwiches y limonada.

—Grover, querido —dijo—, utiliza la servilleta. No te la comas.

—Sí, señora —murmuró él.

—Tyson, te estás consumiendo. ¿No quieres otro sandwich de mantequilla de cacahuete?

El interpelado reprimió un eructo.

—Sí, guapa señora.

—Reina Hera —dijo Annabeth—. No puedo creerlo. ¿Qué hacéis en el laberinto?

Hera sonrió. Dio un golpecito con un dedo y el pelo de Annabeth se peinó por sí solo. Toda la mugre y el polvo desaparecieron de su rostro.

—He venido a veros, desde luego —dijo la diosa.

Grover y yo intercambiamos una mirada de nerviosismo. Normalmente, cuando los dioses te buscan no es a causa de su bondad. Es porque quieren algo.

Lo cual no me impedía seguir zampando bocadillos de pavo con queso y bebiendo limonada. No me había dado cuenta de lo hambriento que estaba. Tyson se tragaba un sandwich de mantequilla de cacahuete tras otro y Grover estaba entusiasmado con la limonada y masticaba los vasos de plástico como si fuesen el cono de un helado.

—No creía… —Annabeth titubeó—. Eh, no creía que os gustasen los héroes.

Hera sonrió con indulgencia.

—¿Por aquella pequeña trifulca con Hércules? ¡Hay que ver la cantidad de mala prensa que he llegado a tener por un solo conflicto!

—¿No intentasteis matarlo, eh… un montón de veces? —preguntó Annabeth.

Hera hizo un gesto desdeñoso.

—Eso ya es agua pasada, querida. Además, él era uno de los hijos que mi amantísimo esposo tuvo con otra mujer. Se me acabó la paciencia, lo reconozco. Pero desde entonces Zeus y yo hemos asistido a unas excelentes sesiones de orientación conyugal. Hemos aireado nuestros sentimientos y llegado a un acuerdo. Sobre todo, después de ese último incidente menor.

—¿Habláis de cuando tuvo a Thalia? —aventuré, pero de inmediato me arrepentí. En cuanto oyó el nombre de nuestra amiga, la hija mestiza de Zeus, los ojos de Hera se volvieron hacia mí con una expresión glacial.

—Percy Jackson, ¿no es eso? Una de las… criaturas de Poseidón. —Tuve la sensación de que tenía otra palabra en la punta de la lengua en lugar de «criaturas»—. Por lo que yo recuerdo, en el solsticio de invierno voté a favor de dejarte vivir. Espero no haberme equivocado.

Se volvió de nuevo hacia Annabeth con una sonrisa radiante.

—A ti, en todo caso, no te guardo ningún rencor, querida muchacha. Comprendo las dificultades de tu búsqueda. Sobre todo cuando tienes que vértelas con alborotadores como Jano.

Annabeth bajó la vista.

—¿Por qué habrá venido aquí? Me estaba volviendo loca.

—Lo intentaba —asintió Hera—. Debes comprenderlo, los dioses menores como él siempre se han sentido frustrados por el papel secundario que desempeñan. Algunos, me temo, no sienten un gran amor por el Olimpo y podrían dejarse influenciar fácilmente y apoyar el ascenso al poder de mi padre.

—¿Vuestro padre? —dije—. Ah, vale.

Había olvidado que Cronos también era el padre de Hera, además de ser el de Zeus, de Poseidón y de los olímpicos más antiguos. Lo cual, supongo, convertía a Cronos en mi abuelo, pero la idea me resultaba tan sumamente extraña que preferí arrinconarla.

—Debemos vigilar a los dioses menores —prosiguió Hera—. Jano, Hécate, Morfeo. Todos ellos defienden el Olimpo de boquilla y no obstante…

—Por eso se ausentó Dioniso —recordé—. Para supervisar a los dioses menores.

—Así es. —Hera contempló los descoloridos mosaicos de los olímpicos—. Verás: en tiempos revueltos hasta los dioses pierden la fe. Y entonces empiezan a depositar su confianza en cosas insignificantes; pierden de vista el cuadro general y se comportan de un modo egoísta. Pero yo soy la diosa del matrimonio, ¿sabes? Conozco las virtudes de la perseverancia. Hay que alzarse por encima de las disputas y el caos, y seguir creyendo. Has de tener siempre presentes tus objetivos.

—¿Cuáles son vuestros objetivos? —preguntó Annabeth.

Ella sonrió.

—Conservar a mi familia unida, naturalmente. A los olímpicos, me refiero. Y por ahora, la mejor manera de hacerlo es ayudaros a vosotros. Zeus no me permite interferir demasiado, la verdad. Pero una vez cada siglo más o menos, siempre que sea en favor de una búsqueda que me importe especialmente, me permite conceder un deseo.

—¿Un deseo?

—Antes de que lo formules, déjame aconsejarte, eso puedo hacerlo gratis. Ya sé que buscas a Dédalo. Su laberinto me resulta tan misterioso a mí como a ti. Pero si quieres conocer su destino, yo en tu lugar iría a ver a mi hijo Hefesto a su fragua. Dédalo fue un gran inventor, un mortal del gusto de Hefesto. No ha habido ningún otro al que haya admirado más. Si alguien se ha mantenido en contacto con Dédalo y conoce su destino, ése tiene que ser Hefesto.

—Pero ¿cómo podemos llegar allí? —preguntó Annabeth—. Eso es lo que deseo. Quiero encontrar el modo de orientarme en el laberinto.

Hera pareció decepcionada.

—Sea. Sin embargo, deseas algo que ya te ha sido concedido.

—No entiendo.

—Ese medio de orientación lo tienes a tu alcance. —Me miró—. Percy conoce la respuesta.

—¿Yo?

—Pero eso no es justo —dijo Annabeth—. ¡No me estáis diciendo qué es!

Hera movió la cabeza.

—Conseguir algo y saber utilizarlo son cosas distintas. Estoy segura de que tu madre, Atenea, coincidiría conmigo.

Algo parecido a un trueno lejano retumbó en la sala. Hera se levantó.

—Debo irme. Zeus empieza a impacientarse. Piensa en lo que te he dicho, Annabeth. Busca a Hefesto. Tendrás que cruzar el rancho, imagino. Pero tú sigue adelante. Y utiliza todos los medios disponibles, por comunes que parezcan.

Señaló las puertas y ambas se disolvieron, mostrando la boca de dos oscuros corredores.

—Una última cosa, Annabeth. Sólo he aplazado el día en que hayas de elegir, no anulado. Pronto, como ha dicho Jano, tendrás que tomar una decisión. ¡Adiós!

Agitó la mano y se transformó en humo blanco. Lo mismo sucedió con la comida, justo cuando Tyson estaba a punto de engullir otro sandwich, que se le esfumó en la boca. La fuente goteó y se detuvo. Los mosaicos de las paredes se difuminaron y se volvieron mugrientos de nuevo. La estancia ya no era un lugar donde te apeteciera celebrar un picnic.

Annabeth pateó el suelo.

—¿Qué clase de ayuda es ésta? «Toma, cómete un sandwich. Pide un deseo. ¡Ah, no puedo ayudarte! ¡Puf!»

—¡Puf! —asintió Tyson con tristeza, mirando su plato vacío.

—Bueno. —Grover respiró hondo—. Ha dicho que Percy conoce la respuesta. Ya es algo.

Todos me miraron.

—Pero no la sé —me lamenté—. No tengo ni idea de qué quería decir.

Annabeth suspiró.

—Muy bien. Entonces vamos a seguir.

—¿Por dónde? —quise saber. Tenía ganas de preguntarle a qué se refería Hera cuando había hablado de la elección que debería hacer. Pero justo entonces Grover y Tyson se pusieron alerta y se levantaron a la vez, como si lo hubiesen ensayado.

—Por la izquierda —dijeron los dos.

Annabeth frunció el ceño.

—¿Cómo estáis tan seguros?

—Porque algo viene por la derecha —contestó Grover.

—Algo grande —asintió Tyson—. Y muy deprisa.

—La izquierda me parece muy bien —decidí.

Y nos zambullimos en el oscuro pasadizo.