CAPÍTULO 5

Nico sirve a los muertos el menú infantil

Al menos me merecía dormir bien una noche antes de emprender la búsqueda, ¿verdad?

Pues no.

Aquella noche me encontré en mi sueño en el camarote principal del Princesa Andrómeda. Las ventanas estaba abiertas y se veía el mar iluminado por la luna. Un viento frío agitaba las cortinas de terciopelo.

Luke se hallaba sentado sobre una alfombra persa frente al sarcófago de oro de Cronos. El resplandor de la luna teñía de blanco su pelo rubio. Iba con una antigua túnica griega llamada chiton y con un himation, una especie de capa que le caía por la espalda. Esas vestiduras blancas le daban un aire intemporal, casi irreal, como si fuese uno de los dioses menores del monte Olimpo. La última vez que lo había visto, tras su pavorosa caída desde el monte Tamalpais, estaba descoyuntado e inconsciente. Ahora parecía en perfectas condiciones. Incluso demasiado sano.

—Según informan nuestros espías, hemos tenido éxito, mi señor —decía—. El Campamento Mestizo está a punto de enviar un grupo de búsqueda, tal como habíais previsto. Y nosotros casi hemos cumplido nuestra parte del trato.

«Excelente. —La voz de Cronos, más que sonar, me taladraba el cerebro como una daga. Me dejaba helado con su crueldad—. Una vez que tengamos los medios para orientarnos por el laberinto, yo mismo guiaré a la vanguardia del ejército.»

Luke cerraba los ojos como si estuviera ordenando sus ideas.

—Mi señor, quizá sea demasiado pronto. Tal vez Crios o Hiperión debieran encabezar la marcha…

«No. —Aunque tranquila, la voz mostraba gran firmeza—. Yo guiaré al ejército. Un corazón más se unirá a nuestra causa y con eso bastará. Por fin me alzaré completo del Tártaro.»

—Pero la forma, mi señor… —A Luke empezaba a temblarle la voz.

«Muéstrame tu espada, Luke Castellan.»

Con un repentino sobresalto, me percaté de que hasta ese momento no sabía el apellido de Luke. Ni siquiera se me había ocurrido preguntarlo.

Luke sacaba su espada. El doble filo de Backbiter —la mitad de acero, la mitad de bronce celestial— tenía un fulgor malvado. Había estado muchas veces a punto de sucumbir ante aquella espada. Era un arma perversa, capaz de matar por igual a monstruos y humanos; su hoja era la única que me daba miedo de verdad.

«Te entregaste a mí por entero —le recordaba Cronos—. Tomaste esa espada en prueba de tu juramento.»

—Sí, mi señor. Es sólo…

«Querías poder. Te lo di. Ahora estás más allá de todo daño. Muy pronto gobernarás el mundo de los dioses y los mortales. ¿No deseas vengarte? ¿No quieres ver destruido el Olimpo?»

Un escalofrío recorría el cuerpo de Luke.

—Sí.

El ataúd emitía un resplandor y su luz dorada inundaba la habitación.

«Entonces prepara la fuerza de asalto. En cuanto se cierre el trato, nos pondremos en marcha. Primero reduciremos a cenizas el Campamento Mestizo. Y una vez eliminados esos héroes engorrosos, marcharemos hacia el Olimpo.»

Alguien llamaba a las puertas del camarote principal. El resplandor del ataúd se desvanecía. Luke se incorporaba, envainaba su espada, se arreglaba sus blancos ropajes y respiraba hondo.

—Adelante.

Las puertas se abrían de golpe. Dos dracaenae —mujeres-reptil con doble cola de serpiente en lugar de piernas— se deslizaban en el interior del camarote. Entre ambas iba Kelli, la empusa y animadora de la escuela Goode.

—Hola, Luke. —Kelli sonreía. Iba con un vestido rojo y tenía un aspecto impresionante, pero yo había visto su forma real y sabía lo que ocultaba: piernas desiguales, ojos rojos, aguzados colmillos y un pelo llameante.

—¿Qué quieres, demonio? —preguntaba Luke fríamente—. Te he dicho que no me molestaras.

Kelli hacía un mohín.

—Qué poco amable. Pareces muy tenso. ¿Qué te parecería un buen masaje en los hombros?

Luke retrocedía.

—Si tienes que informar de algo, suéltalo ya. ¡Y si no, fuera!

—No entiendo por qué estás tan enfurruñado últimamente. Antes eras más divertido.

—Eso fue antes de ver lo que le hiciste a ese chico en Seattle.

—Pero él no significaba nada para mí —aducía Kelli—. Sólo era un aperitivo. Tú ya sabes que mi corazón te pertenece, Luke.

—Gracias, pero no. Muchas gracias. Ahora, informa o lárgate.

Kelli se encogía de hombros.

—Muy bien. La avanzadilla está lista, tal como ordenaste. Ya podemos partir… —Frunció el ceño.

—¿Qué pasa? —preguntaba Luke.

—Una presencia —decía ella—. Se te han embotado los sentidos, Luke. Nos están observando.

La empusa recorría el camarote con la vista. Sus ojos me enfocaban; su cara se arrugaba hasta convertirse en la de una bruja. Mostraba sus colmillos y se abalanzaba sobre mí.

* * *

Desperté de golpe con el corazón palpitante. Habría jurado que tenía los colmillos de la empusa a unos centímetros de la garganta.

Tyson roncaba en la litera de al lado. Ese sonido me calmó un poco.

No entendía cómo podía haber percibido Kelli mi presencia en un sueño, pero ya había oído más de lo que deseaba saber. Habían preparado un ejército que encabezaría el mismísimo Cronos. Lo único que les faltaba para poder invadir y destruir el Campamento Mestizo era un sistema de orientación en el laberinto y, al parecer, Luke creía que dispondrían de él muy pronto.

Me sentí tentado de ir a despertar a Annabeth para contárselo, aunque fuese en plena noche. Entonces reparé en que había en la habitación más luz de la que tendría que haber a esa hora. De la fuente de agua salada se elevaba un fulgor verde azulado que parecía más intenso y acuciante que la noche anterior. Casi como si el agua estuviera hirviendo.

Me levanté de la cama y me acerqué.

Esta vez no salió del agua ninguna voz pidiéndome una moneda. Me dio la sensación de que la fuente esperaba que yo diese el primer paso.

Tendría que haberme vuelto a la cama, pero me quedé pensando en lo que había visto la noche anterior: aquella extraña imagen de Nico en la orilla del río Estigio.

—Estás tratando de decirme algo —dije.

No salió ninguna respuesta de la fuente.

—Muy bien. Muéstrame a Nico di Angelo.

Ni siquiera arrojé una moneda, pero esta vez no fue necesario. Era como si, aparte de Iris, la diosa mensajera, hubiera otra fuerza que dominase la fuente. El agua tembló y enseguida surgió la imagen de Nico. Ya no estaba en el inframundo, sino en un cementerio bajo el cielo estrellado. Unos sauces gigantescos se alzaban a su alrededor.

Nico miraba trabajar a unos sepultureros. Oí el ruido de las palas y vi la tierra que salía despedida de una fosa. Él iba con una capa negra. La noche era brumosa, húmeda y cálida; las ranas croaban sin parar. A los pies de Nico reposaba una bolsa enorme de Wal-Mart.

—¿Ya es bastante hondo? —quiso saber. Parecía irritado.

—Casi, mi señor. —Era el mismo fantasma que había visto con él la otra vez: la imagen tenue y temblorosa de un hombre—. Pero os digo que esto no es necesario, mi señor. Ya me tenéis a mí para buscar consejo.

—¡Quiero una segunda opinión! —Nico chasqueó los dedos y el ruido de las palas se detuvo. Dos figuras emergieron de la fosa. No eran personas, sino esqueletos vestidos con harapos—. Retiraos —ordenó Nico—. Y gracias.

Los esqueletos se desmoronaron y quedaron convertidos en una pila de huesos.

—Sería lo mismo darles las gracias a las palas —comentó el fantasma—. No tienen más juicio unos que otras.

Nico hizo caso omiso. Hurgó en la bolsa de Wal-Mart y sacó un paquete de doce latas de Coca-Cola. Entonces abrió una con un chasquido y, en lugar de bebérsela, la vertió en la fosa.

—Que los muertos sientan otra vez el sabor de la vida —musitó—. Que se alcen y acepten esta ofrenda. Que recuerden de nuevo.

Vertió el contenido de las demás latas en la tumba y sacó una bolsa blanca de papel adornada con tiras cómicas. No la había visto desde hacía años, pero la reconocí: un menú infantil de McDonald's.

Le dio la vuelta y la sacudió hasta que las patatas fritas y la hamburguesa cayeron en la fosa.

—En mis tiempos usábamos sangre animal —murmuró el fantasma—. Pero con esto es más que suficiente. Tampoco notan la diferencia.

—Voy a tratarlos con respeto —dijo Nico.

—Al menos dejad que me quede el muñeco —rogó el fantasma.

—¡Silencio! —exigió Nico. Vació otro paquete de doce latas de soda y tres menús infantiles más, y luego empezó a cantar en griego antiguo. Sólo capté alguna que otra palabra sobre los muertos, la memoria y volver de la tumba. En fin, un rollo de lo más alegre.

La fosa empezó a borbotear. Un líquido pardusco y espumoso asomó por los bordes como si el agujero entero se hubiese llenado de soda. La espuma se espesó y las ranas dejaron de croar. Entre las tumbas empezaron a aparecer docenas de figuras: formas azuladas vagamente humanas. Nico había invocado a los muertos con Coca-Cola y hamburguesas con queso.

—Hay demasiados —observó el fantasma con nerviosismo—. No eres consciente de tus propios poderes.

—Lo tengo controlado —declaró Nico, aunque con voz insegura. Sacó su espada: una hoja corta de metal negro macizo. Nunca había visto nada igual. No era acero ni bronce celestial. ¿Hierro, tal vez? La multitud de sombras retrocedió al verla.

—De uno en uno —ordenó Nico.

Una figura avanzó flotando, se arrodilló junto a la fosa y se puso a beber, sorbiendo ruidosamente. Sus manos fantasmales tomaban patatas fritas de aquel estanque de soda. Cuando se incorporó de nuevo, lo vi con más claridad. Era un adolescente con armadura griega. Tenía los ojos verdes y el pelo rizado. Lucía en su capa un broche en forma de caparazón marino.

—¿Quién eres? —dijo Nico—. Habla.

El joven frunció el ceño como haciendo un esfuerzo para recordar. Luego habló con una voz tan áspera como papel de lija.

—Soy Teseo.

Ni hablar, pensé. Aquél no podía ser el auténtico Teseo. No era más que un crío. Yo había crecido oyendo historias sobre su lucha con el minotauro y demás, pero siempre me lo había imaginado como un tipo enorme y vigoroso. El fantasma que tenía ante mí no era fuerte ni alto. Y tampoco mayor que yo.

—¿Cómo podría recuperar a mi hermana? —preguntó Nico.

Los ojos de Teseo estaban tan desprovistos de vida como un cristal.

—Ni lo intentes. Es una locura.

—¡Dímelo!

—Mi padrastro murió —recordó Teseo—. Se arrojó al mar porque pensaba que yo había muerto en el laberinto. Intenté traerlo de vuelta, pero no lo logré.

El fantasma que acompañaba a Nico soltó un silbido.

—¡El intercambio de almas, mi señor! ¡Preguntadle!

Teseo frunció el ceño.

—Esa voz. Conozco esa voz.

—¡No la conoces, idiota! —se apresuró a replicar el fantasma—. ¡Limítate a responder a las preguntas de mi señor y nada más!

—Te conozco —insistió Teseo, como tratando de recordar.

—Quiero que me hables de mi hermana —pidió Nico—. ¿Esa búsqueda por el laberinto me ayudará a recuperarla?

Teseo buscaba al fantasma, pero al parecer no lograba verlo. Lentamente, volvió la mirada hacia Nico.

—El laberinto es traicionero. Sólo una cosa me ayudó: el amor de una joven mortal. El hilo no fue más que una parte de la solución. Era la princesa quien me guiaba.

—No necesitamos nada de eso —dijo el fantasma—. Yo os guiaré, mi señor. Preguntadle si es cierto lo del intercambio de almas. É os lo contará.

—Un alma por otra alma —dijo Nico—. ¿Es posible?

—Yo… debo decir que sí. Pero el espectro…

—¡Limítate a contestar, bribón! —intervino el fantasma.

De repente, los demás muertos empezaron a agitarse en torno al estanque. Se removían y murmuraban con nerviosismo.

—¡Quiero ver a mi hermana! —exigió Nico—. ¿Dónde está?

—Él viene —dijo Teseo, atemorizado—. Ha percibido tus invocaciones. Viene hacia aquí.

—¿Quién? —preguntó Nico.

—Viene para descubrir la fuente de este poder —prosiguió Teseo—. ¡Has de liberarnos!

El agua de mi fuente se puso a temblar y burbujear con fuerza. Noté que la cabaña entera vibraba. El ruido aumentó de volumen. La imagen de Nico en el cementerio se fue iluminando con un intenso resplandor que me deslumbraba.

—¡Basta! —grité—. ¡Basta!

La fuente empezó a resquebrajarse. Tyson murmuró en sueños y se dio la vuelta. Una luz morada proyectaba sombras fantasmales sobre las paredes de la cabaña, como si los espectros estuvieran escapando a través de la fuente.

Desesperado, saqué mi espada y le di a la fuente un gran cintarazo, partiéndola en dos. El agua salada se derramó por todas partes y la fuente de piedra se desmoronó. Tyson resopló y murmuró otra vez, pero siguió durmiendo.

Me dejé caer en el suelo, temblando aún por lo que había visto. Tyson me encontró allí por la mañana, todavía contemplando los restos de la fuente de agua salada.

* * *

Al romper el alba, los integrantes del grupo de búsqueda nos reunimos en el Puño de Zeus. Había preparado una mochila con un termo de néctar, una bolsita de ambrosía, un petate, cuerda, ropa, linternas y un montón de pilas de repuesto. Llevaba en el bolsillo a Contracorriente y en la muñeca el reloj-escudo mágico que me había hecho Tyson.

Hacía una mañana despejada. La niebla había desaparecido y el cielo estaba azul. Los campistas seguirían asistiendo a clases, volando en pegaso, practicando el arco y escalando la pared de lava. Nosotros, entretanto, nos sumiríamos bajo tierra.

Enebro y Grover se habían apartado un poco del grupo. Ella había estado llorando, pero ahora procuraba dominarse para no entristecer a Grover. No paraba de arreglarle la ropa, de colocarle bien el gorro rasta y sacudirle los pelos de cabra de la camisa. Como no sabíamos con qué íbamos a encontrarnos se había vestido como un humano, o sea, con la gorra para ocultar sus cuernos, con unos vaqueros y unas zapatillas con relleno para esconder sus pezuñas de cabra.

Quirón, Quintus y la Señorita O'Leary permanecían junto a los campistas que habían acudido a desearnos buena suerte, pero reinaba demasiado ajetreo para que resultase una despedida feliz. Habían levantado un par de tiendas junto a las rocas para hacer turnos de vigilancia. Beckendorf y sus hermanos estaban construyendo una línea defensiva de estacas y trincheras. Quirón había decidido que era necesario vigilar la entrada del laberinto las veinticuatro horas. Por si acaso.

Annabeth estaba revisando su mochila por última vez. Cuando Tyson y yo fuimos a su encuentro, frunció el ceño.

—Tienes una pinta horrible, Percy.

—Ha matado la fuente esta noche —le susurró Tyson en tono confidencial.

—¿Qué? —dijo ella.

Antes de que pudiera explicárselo, Quirón se acercó al trote.

—Bueno, parece que ya estáis preparados.

Procuraba parecer optimista, aunque noté que estaba muy preocupado. No quería asustarlo más, pero recordé el sueño de esa noche y, antes de que pudiera echarme atrás, le dije:

—Quirón, ¿podrías hacerme un favor mientras estoy fuera?

—Claro, muchacho.

—Enseguida vuelvo, chicos.

Le indiqué el bosque con un gesto. El arqueó una ceja, pero me siguió hasta un rincón discreto.

—Ayer noche —le conté— soñé con Luke y Cronos.

Le referí mi sueño en detalle. Oír todo aquello pareció ponerle un peso encima.

—Me lo temía —murmuró—. Contra mi padre, Cronos, no tendríamos la menor posibilidad en una batalla.

Quirón raramente se refería a Cronos como su padre. Quiero decir, todo el mundo sabía que lo era. Al fin y al cabo, todos los que formaban parte del mundo griego —dioses, monstruos o titanes— estaban emparentados de un modo u otro. Pero aun así aquel parentesco no era precisamente un detalle del que le gustara alardear. En plan: «Oh, sí, mi padre es el todopoderoso señor de los titanes que quiere destruir la civilización occidental. ¡De mayor me gustaría ser como él!»

—¿Se te ocurre a qué podía referirse cuando habló de un «trato»? —le pregunté.

—No estoy seguro, aunque me temo que querrán llegar a un acuerdo con Dédalo. Si el viejo inventor está vivo de verdad, si no se ha vuelto loco de remate después de tantos milenios en el laberinto… bueno, Cronos sabe cómo doblegar la voluntad de cualquiera.

—De cualquiera, no —le prometí.

Quirón acertó a sonreír.

—No. Tal vez no de cualquiera. Pero ve con cuidado, Percy. Llevo un tiempo preocupado con la idea de que Cronos puede estar buscando a Dédalo por otro motivo, no solamente para orientarse en el laberinto.

—¿Qué otra cosa podría querer?

—Es algo que Annabeth y yo hemos estado hablando. ¿Te acuerdas de lo que me contaste después de subir por primera vez al Princesa Andrómeda y ver el ataúd dorado?

Asentí.

—Luke hablaba de rescatar a Cronos del fondo del Tártaro y dijo que, cada vez que alguien se unía a su causa, se añadía en el interior del ataúd un trocito de su cuerpo —contesté.

—¿Y qué dijo que harían cuando Cronos se hubiera alzado por completo?

Un escalofrío me recorrió la espalda.

—Que le harían un cuerpo nuevo digno de las fraguas de Hefesto —declaré.

—En efecto —convino Quirón—. Dédalo era el inventor más grande del mundo. Creó el Laberinto, pero también muchas otras cosas. Autómatas, máquinas de pensar… ¿Y si Cronos quiere que Dédalo le construya una nueva forma?

Era una idea muy agradable, desde luego.

—Hemos de encontrar a Dédalo nosotros primero —dije— y convencerlo para que no se preste a los deseos de Cronos.

Quirón desvió la mirada hacia los árboles.

—Otra cosa que no entiendo… es cuando habla de una última alma que se unirá a su causa. Eso no presagia nada bueno.

Mantuve la boca cerrada, pero me sentía culpable. Había tomado la decisión de no contarle a Quirón que Nico era hijo de Hades. Sin embargo, aquella alusión a las almas… ¿Y si Cronos conocía el secreto de Nico? ¿Y si lograba volverlo malvado? Era casi suficiente para sentir la tentación de contárselo a Quirón, pero no lo hice. Para empezar, no estaba seguro de que él pudiera hacer algo al respecto. Tenía que encontrar a Nico por mí mismo. Debía explicarle cuál era la situación y lograr que me escuchara.

—No lo sé —respondí por fin—. Pero, humm… hay una cosa que me ha contado Enebro que quizá debieras saber. —Le expliqué que la ninfa había visto a Quintus merodeando entre las rocas.

Quirón tensó la mandíbula.

—No me sorprende.

—¿No te…? O sea, ¿ya lo sabías?

—Cuando Quintus se presentó en el campamento ofreciendo sus servicios… bueno, había que ser idiota para no sospechar.

—Entonces, ¿por qué dejaste que se quedara?

—Porque a veces es mejor mantener cerca a una persona de la que no te fías. Así puedes vigilarla. Quizá sea quien afirma ser: un mestizo en busca de un hogar. Desde luego, no ha hecho nada que me haga cuestionar su lealtad. Pero, créeme, permaneceré alerta…

Annabeth se acercó despacito. Quizá sentía curiosidad al ver que tardábamos tanto.

—¿Ya estás listo, Percy?

Asentí. Deslicé la mano en el bolsillo, donde llevaba el silbato de hielo que Quintus me había regalado. Eché un vistazo y vi que éste me observaba desde lejos. Levantó una mano en señal de despedida.

«Según informan nuestros espías, hemos tenido éxito», había dicho Luke. El mismo día que habíamos decidido emprender una búsqueda, él se había enterado.

—Cuidaos —recomendó Quirón—. Y buena caza.

—Tú también —le respondí.

Subimos a las rocas, donde Tyson y Grover nos aguardaban ya. Estudié la grieta entre los dos bloques: aquella entrada que estaba a punto de tragarnos.

—Bueno —dijo Grover, nervioso—. Adiós, luz del sol.

—Hola, rocas —asintió Tyson.

Y los cuatro juntos nos sumimos en la oscuridad.