Me llaman desde el inframundo a cobro revertido
No hay nada mejor para rematar una mañana perfecta que un largo trayecto en taxi con una chica furiosa.
Intenté hablar con Annabeth, pero ella se comportaba como si yo acabase de darle un puñetazo a su abuela. Lo único que logré arrancarle fue que en San Francisco habían tenido una primavera plagada de monstruos. Había vuelto al campamento dos veces desde las Navidades, aunque no quiso contarme por qué (lo cual me molestó, porque ni siquiera me había avisado de que estaba en Nueva York); y no había averiguado nada sobre el paradero de Nico di Angelo (es una larga historia).
—¿Alguna noticia de Luke? —pregunté.
Negó con la cabeza. Yo sabía que era un tema delicado para ella. Annabeth siempre había admirado a Luke, el antiguo líder de la cabaña de Hermes que nos había traicionado para unirse a Cronos, el malvado señor de los titanes. Y aunque ella lo habría negado, yo estaba seguro de que aún le gustaba. Habíamos luchado con Luke el invierno anterior en el monte Tamalpais; increíblemente, él había logrado sobrevivir a una caída por un precipicio de quince metros. Ahora, por lo que yo sabía, seguía navegando en su crucero cargado de monstruos, mientras su señor Cronos, hecho pedazos durante siglos, se volvía a formar poco a poco en el interior de un sarcófago de oro y aguardaba a reunir fuerzas suficientes para desafiar a los dioses del Olimpo. En la jerga de los semidioses, a esto lo llamamos un «problema».
—El monte Tamalpais todavía está infestado de monstruos —dijo Annabeth—. No me atreví a acercarme, pero no creo que Luke siga allá arriba. Si estuviera, ya me habría enterado.
A mí eso no me tranquilizaba demasiado.
—¿Y Grover?
—En el campamento —contestó—. Hoy mismo lo veremos.
—¿Ha tenido suerte? En su búsqueda de Pan, quiero decir.
Annabeth jugueteó con su collar de cuentas, como suele hacer cuando está preocupada.
—Ya lo verás —dijo. No quiso explicarme más.
Mientras cruzábamos Brooklyn, le pedí el móvil para llamar a mamá. Los mestizos procuramos no usar teléfonos móviles si podemos evitarlo, porque difundir nuestra voz por ese medio es como mandar a los monstruos una señal luminosa: «¡Eh, estoy aquí! ¡Venid a devorarme!» Pero consideré que aquella llamada era importante. Dejé un mensaje en el contestador de casa, tratando de explicar lo ocurrido en Goode. Seguramente no me salió demasiado bien. La idea era transmitir a mi madre que me encontraba perfectamente, que no se preocupase y que me quedaría en el campamento hasta que las cosas se calmaran. También le pedí que le dijera a Paul Blofis que lo sentía.
Luego continuamos el trayecto en silencio. Dejamos atrás la ciudad, entramos en la autopista y empezamos a recorrer los campos del norte de Long Island, donde abundaban huertos, bodegas y tenderetes de productos frescos.
Miré el número que Rachel Elizabeth Dare me había garabateado en la mano. Ya sé que era una locura, pero sentí la tentación de llamarla. A lo mejor me ayudaba a comprender lo que había dicho la empusa: lo del campamento en llamas y mis amigos apresados. Y también por qué había estallado Kelli.
Sabía muy bien que los monstruos nunca morían del todo. Al cabo de un tiempo —unas semanas, unos meses o unos años—, Kelli volvería a formarse a partir de la asquerosa materia primordial que burbujeaba en el inframundo. De todos modos, los monstruos no se dejaban destruir tan fácilmente… Habría que ver si había sido destruida.
El taxi salió por la carretera 25A. Cruzamos los bosques que bordean North Shore hasta que una cadena de colinas bajas apareció a nuestra izquierda. Annabeth indicó al taxista que se detuviera en el número 3141 de la avenida Farm, al pie de la Colina Mestiza.
El hombre frunció el ceño.
—Aquí no hay nada, señorita. ¿Seguro que quiere bajar?
—Sí, por favor. —Annabeth le tendió unos cuantos billetes de dinero mortal y el taxista no discutió.
Subimos a pie hasta la cima de la colina. El joven dragón que hacía la guardia dormitaba enroscado alrededor del pino, pero alzó la cabeza cobriza cuando nos acercamos y dejó que Annabeth le rascara bajo la quijada. Enseguida soltó un sibilante chorro de humo por las narices, como un calentador de agua, y bizqueó de placer.
—Hola, Peleo —dijo Annabeth—. ¿Todo bajo control?
La última vez que había visto al dragón medía dos metros de largo. Ahora tendría por lo menos el doble y el grosor del pino. Por encima de su cabeza, en la rama más baja del árbol, relucía el Vellocino de Oro, cuya magia protegía los límites del campamento de cualquier invasión. El dragón parecía tranquilo, como si todo estuviera en orden. A nuestros pies, el Campamento Mestizo, con sus campos verdes, su bosque y sus relucientes edificios blancos de estilo griego, tenía un aire la mar de pacífico. La granja de cuatro pisos que llamábamos la Casa Grande se erguía orgullosamente en mitad de los campos de fresas. Al norte, más allá de la playa, las aguas de Long Island Sound refulgían al sol.
Y no obstante… había algo raro. Se percibía cierta tensión en el aire, como si la colina misma estuviera conteniendo el aliento y esperando que sucediera algo malo.
Descendimos al valle y vimos que la temporada de verano estaba en su apogeo. La mayoría de los campistas habían llegado el viernes anterior, lo cual me hizo sentir un tanto desplazado. Los sátiros tocaban la flauta en los campos de fresas, haciendo que las plantas crecieran con la magia de los bosques. Los campistas recibían clases de equitación aérea y descendían en picado sobre los bosques a lomos de sus pegasos. Salían columnas de humo de las fraguas y nos llegaba el martilleo de los chavales que fabricaban sus propias armas en la clase de artes y oficios. Los equipos de Atenea y Deméter estaban haciendo una carrera de carros alrededor de la pista y, en el lago de las canoas, un grupo de chicos combatían en un trirreme griego con una enorme serpiente marina de color naranja. En fin, un día típico en el campamento.
—Tengo que hablar con Clarisse —anunció Annabeth.
La miré como si acabase de decir: «Tengo que comerme una enorme bota apestosa.»
—¿Para qué?
Clarisse, de la cabaña de Ares, era una de las personas que peor me caían. Era una abusona ingrata y malvada. Su padre, el dios de la guerra, quería matarme. Y ella trataba de machacarme continuamente. Aparte de eso, una chica estupenda.
—Hemos estado trabajando en una cosa —explicó Annabeth—. Nos vemos luego.
—¿Trabajando en qué?
Annabeth volvió la vista hacia el bosque.
—Voy a comunicarle a Quirón que has llegado —dijo—. Querrá hablar contigo antes de la audiencia.
—¿Qué audiencia?
Ella ya había echado a correr hacia el campo de tiro al arco sin mirar atrás.
—Vale —murmuré—. A mí también me ha encantado hablar contigo.
* * *
Mientras cruzaba el campamento, fui saludando a algunos de mis amigos. En el sendero de la Casa Grande, Connor y Travis Stoll, de la cabaña de Hermes, estaban haciéndole el puente al coche del campamento. Silena Beauregard, la líder de Afrodita, me saludó desde su pegaso mientras pasaba de largo. Busqué a Grover, pero no lo encontré. Finalmente, me di una vuelta por el ruedo de arena, adonde suelo ir cuando estoy de mal humor. Practicar con la espada siempre me ayuda a serenarme. Será porque la esgrima es una de las cosas que sí comprendo.
Al entrar en el anfiteatro por poco se me para el corazón del susto. En mitad del ruedo se alzaba el perro del infierno más grande con el que me había tropezado en mi vida. Y conste que he visto algunos bastante grandes. Uno del tamaño de un rinoceronte intentó matarme cuando tenía doce años. Pero ése era incluso mayor que un tanque. No tenía ni idea de cómo habría atravesado los límites mágicos del campamento. Parecía muy a sus anchas allí echado sobre la arena, gruñendo satisfecho mientras le arrancaba la cabeza a un maniquí de combate. Aún no había captado mi presencia, pero el más mínimo ruido bastaría para alertarlo. No había tiempo de pedir ayuda. Saqué a Contracorriente e inicié el ataque.
—¡Yaaaaaaa!
Lancé un tajo al lomo del enorme monstruo, pero otra espada surgió como de la nada y detuvo el golpe.
¡CLONC!.
El perro del infierno alzó las orejas.
—¡¡¡Guau!!!
Retrocedí de un salto y le asesté instintivamente un mandoble al dueño de la espada, un hombre de cabello gris con armadura griega. El lo esquivó sin problemas.
—¡Quieto ahí! —dijo—. Hagamos una tregua.
—¡¡Guau!!
El ladrido de la fiera volvió a sacudir la arena.
—¡Es un perro del infierno! —grité.
—Es inofensiva —aseguró el hombre—. Es la Señorita O'Leary.
Parpadeé, incrédulo.
—¿La Señorita O'Leary?
Nada más decirlo, el animal ladró de nuevo. Me di cuenta de que no estaba enfadada, sólo excitada. Con suavidad, empujó el maniquí mordido y empapado de babas hacia el hombre de la espada.
—¡Buena chica! —dijo él. Con la mano libre, agarró por el cuello el maniquí, que llevaba una armadura, y lo lanzó con esfuerzo hacia las gradas—. ¡Atrapa al griego! ¡Atrapa al griego!
La Señorita O'Leary dio un par de saltos, se abalanzó sobre el maniquí, aplastándole la armadura, y empezó a masticar el casco.
El hombre sonrió torvamente. Andaría por los cincuenta, supuse, a juzgar por el pelo y la barba grises, ambos muy cortos. Parecía en buena forma para su edad. Llevaba unos pantalones negros de alpinismo y un peto de bronce sujeto con correas sobre la camiseta naranja del campamento. En la base del cuello tenía una marca extraña, una mancha morada que quizá fuera parte de un tatuaje o una marca de nacimiento. Pero, antes de que pudiera averiguarlo, el hombre se ajustó las correas de la armadura y la mancha desapareció de mi vista.
—La Señorita O'Leary es mi mascota —me explicó—. No podía permitir que le clavases una espada en el trasero, ¿entiendes? Tal vez se habría asustado.
—¿Quién es usted?
—¿Prometes no matarme si bajo la espada?
—Supongo que sí.
Envainó el arma y me tendió la mano.
—Quintus —se presentó.
Le estreché la mano, áspera como papel de lija.
—Percy Jackson —dije—. Lo siento… ¿Cómo consiguió…?
—¿Domesticar a un perro del infierno? Es una larga historia: con muchos lances a vida o muerte y una buena provisión de juguetes para perro de tamaño extragrande. Soy el nuevo instructor de combate a espada, por cierto. Le echo una mano a Quirón mientras el señor D está fuera.
—Ah. —La vista se me iba hacia la Señorita O'Leary, que le había arrancado al maniquí el escudo, con brazo incluido, y lo zarandeaba como si fuese un Frisbee—. Un momento… ¿el señor D está fuera?
—Sí, bueno… son tiempos difíciles; incluso Dioniso tiene que ayudar un poco. Ha ido a visitar a unos viejos amigos para asegurarse de que se mantienen en el lado correcto. Me parece que no debo añadir más.
Que Dioniso se hubiera ido era la mejor noticia que había recibido en todo el día. Sólo era director de nuestro campamento porque Zeus lo había destinado allí en castigo por perseguir a una ninfa de los bosques más allá de los límites permitidos. Él odiaba a los campistas y procuraba hacernos la vida imposible. Si no estaba en el campamento, el verano quizá resultara una delicia. Aunque, por otro lado, el hecho de que Dioniso se hubiera visto obligado a mover el trasero para ayudar a los dioses a reclutar fuerzas contra la amenaza de los titanes significaba que las cosas pintaban bastante mal.
De repente sonó un estrépito a mi izquierda. Me fijé en seis cajones de madera, cada uno del tamaño de una mesa de picnic, apilados allí cerca. Se estremecían y traqueteaban unos sobre otros. La Señorita O'Leary ladeó un poco la cabeza y dio un par de saltos hacia ellos.
—¡Eh, amiga! —dijo Quintus—. Ésos no son para ti. —Intentó distraerla con el escudo de bronce convertido en un Frisbee.
Los cajones se sacudían y daban golpetazos. Tenían un rótulo impreso pegado a los lados, pero debido a mi dislexia tardé varios minutos en descifrarlo.
RANCHO TRIPLE G
FRÁGIL
ESTE LADO ARRIBA
En la base, en letra más pequeña, ponía:
«ABRIR CON PRECAUCIÓN. EL RANCHO TRIPLE G NO SE HACE RESPONSABLE DE LOS DESPERFECTOS MATERIALES, DE LAS MUTILACIONES NI DE LAS MUERTES EXTREMADAMENTE DOLOROSAS QUE PUEDAN PRODUCIRSE.»
—¿Qué hay en esas cajas? —pregunté.
—Una sorpresita —respondió Quintus—. Para los ejercicios de entrenamiento de mañana por la noche. Te van a encantar.
—Ah, vale —dije, aunque no me quedaba muy claro lo de las «muertes extremadamente dolorosas».
Quintus lanzó el escudo de bronce y la Señorita O'Leary avanzó pesadamente hacia él.
—A los jóvenes os hacen falta más desafíos. No había campamentos como éste cuando yo era chico.
—¿Usted… es un mestizo? —No era mi intención demostrar tanta sorpresa, pero nunca había visto a un semidiós tan viejo.
Quintus rió entre dientes.
—Algunos sobrevivimos y llegamos a la edad adulta, ¿sabes? No todos nos hallamos sometidos a terribles profecías.
—¿Está enterado de lo de mi profecía?
—Algo he oído.
Quería preguntarle a qué parte se refería, pero justo entonces apareció Quirón, pisando la arena con sus cascos.
—¡Percy!, ¡conque estás aquí!
Supuse que acababa de dar la clase de tiro, porque llevaba un arco y un carcaj colgados sobre su camiseta de «YO, CENTAURO». Se había recortado la barba y también su rizado pelo castaño para la temporada de verano. La mitad inferior de su cuerpo, que era el de un semental blanco, estaba salpicada de hierba y barro.
—Veo que ya has conocido a nuestro nuevo instructor —me dijo en tono informal, aunque con una expresión inquieta en la mirada—. Quintus, ¿te importa si me llevo un rato a Percy?
—En absoluto, maestro Quirón.
—No hace falta que me llames «maestro» —repuso, aunque daba la impresión de sentirse complacido—. Vamos, Percy, tenemos mucho de que hablar.
Le eché un último vistazo a la Señorita O'Leary, que ahora arrancaba a bocados las piernas del maniquí.
—Bueno, ya nos veremos —le dije a Quintus.
Mientras nos alejábamos, me acerqué a Quirón.
—Parece algo…
—¿Misterioso? —sugirió él—. ¿Indescifrable?
—Eso.
Asintió.
—Un mestizo muy dotado. Y excelente con la espada. Ojalá pudiera entender…
Ignoro qué iba a decir. Fuese lo que fuese, cambió de idea.
—Lo primero es lo primero, Percy. Annabeth me ha dicho que te has encontrado con unas empusas.
—Así es. —Le conté la pelea en Goode y la forma en que Kelli había estallado en llamas.
—Hummm… —murmuró—. Eso pueden hacerlo las más poderosas. No ha muerto, Percy. Simplemente, se ha escapado. No es buena señal que las mujeres demonio anden por ahí.
—¿Y qué hacían en la escuela? —pregunté—. ¿Estaban esperándome?
—Seguramente —confirmó, frunciendo el ceño—. Es asombroso que hayas sobrevivido. Su capacidad para engañar… Cualquier otro héroe varón habría sucumbido a su hechizo y habría sido devorado.
—Yo también —reconocí—, de no ser por Rachel.
Quirón asintió.
—Resulta irónico que te haya salvado una mortal, pero estamos en deuda con ella. Lo que te ha dicho la empusa sobre un ataque al campamento… hay que hablarlo más a fondo. Pero, por ahora, ven. Hemos de ir al bosque. Grover querrá que estés presente.
—¿Dónde?
—En la audiencia que está a punto de celebrarse —respondió con aire lúgubre—. El Consejo de los Sabios Ungulados se ha reunido para decidir su destino.
* * *
Quirón dijo que teníamos que apresurarnos, así que accedí a montarme sobre su lomo. Mientras pasábamos al galope frente a las cabañas, eché un vistazo a la zona del comedor: un pabellón al aire libre de estilo griego situado en una colina desde la que se divisaba el mar. No había visto el pabellón desde el verano anterior y me trajo malos recuerdos.
Quirón se internó en el bosque. Las ninfas se asomaron desde los árboles para mirarnos pasar. Entre la maleza se agitaron sombras enormes: los monstruos que se conservaban allí para poner a prueba a los campistas.
Creía conocer muy bien aquel bosque porque en los dos últimos veranos había jugado allí a capturar la bandera, pero Quirón me llevó por un camino que no reconocí, recorrió un túnel de viejos sauces y pasó junto a una cascada hasta llegar a un gran claro alfombrado con flores silvestres.
Había un montón de sátiros sentados en círculo sobre la hierba. Grover permanecía de pie, en el centro, frente a tres sátiros orondos y viejísimos que se habían aposentado en unos tronos confeccionados con rosales recortados. Nunca había visto a aquellos tres sátiros ancianos, pero supuse que serían el Consejo de Sabios Ungulados.
Grover parecía contarles una historia. Se retorcía el borde de la camiseta y desplazaba nerviosamente su peso de una pezuña a otra. No había cambiado mucho desde el invierno anterior, quizá porque los sátiros envejecen sólo la mitad de rápido que los humanos. Se le había reavivado el acné y los cuernos le habían crecido un poco, de manera que asomaban entre su pelo rizado. Advertí con sorpresa que me había vuelto más alto que él.
En un lado, fuera del círculo de sátiros, observaban la escena Annabeth, una desconocida y Clarisse. Quirón me dejó junto a ellas.
Clarisse llevaba su áspero pelo castaño recogido con un pañuelo de camuflaje. Se la veía más corpulenta que nunca, como si hubiese estado entrenando. Me lanzó una mirada asesina y murmuró: «Gamberro», lo cual debía de significar que estaba de buen humor. Su manera de saludarme más habitual consiste en intentar matarme.
Annabeth rodeaba con el brazo a la otra chica, que parecía estar llorando. Era bajita —menuda, supongo que debería decir—, con un pelo lacio color ámbar y una carita muy mona de estilo elfo. Llevaba una túnica verde de lana y sandalias con cordones, y se estaba secando los ojos con un pañuelo.
—Esto va fatal —gimió.
—No, no —dijo Annabeth, dándole palmaditas en el hombro—. No le pasará nada, Enebro, ya lo verás.
Annabeth me miró y me dijo moviendo los labios: «La novia de Grover.»
O al menos eso entendí, aunque no tenía sentido. ¿Grover con novia? Luego examiné a Enebro con más atención y reparé en que tenía las orejas algo puntiagudas. Sus ojos no se veían enrojecidos por el llanto: estaban teñidos de verde, del color de la clorofila. Era una ninfa del bosque, una dríada.
—¡Maestro Underwood! —gritó el miembro del consejo que se hallaba a la derecha, cortando a Grover en seco—. ¿De veras espera que creamos eso?
—Pe… pero, Sileno —tartamudeó Grover—, ¡es la verdad!
El tipo del consejo, Sileno, se volvió hacia sus colegas y dijo algo entre dientes. Quirón se adelantó trotando y se situó junto a ellos. Entonces recordé que era miembro honorario del consejo, aunque yo nunca lo había tenido muy presenté. Los ancianos no causaban una gran impresión. Me recordaban a las cabras de un zoo infantil, con aquellas panzas enormes, su expresión soñolienta y su mirada vidriosa, que no parecía ver más allá del siguiente puñado de manduca. No lograba entender por qué Grover estaba tan nervioso.
Sileno se estiró su polo amarillo para cubrirse la panza y se reacomodó en su trono de rosales.
—Maestro Underwood, durante seis meses, ¡seis!, hemos tenido que oír esas afirmaciones escandalosas según las cuales usted oyó hablar a Pan, el dios salvaje.
—¡Es que lo oí!
—¡Qué insolencia! —protestó el anciano de la izquierda.
—A ver, Marón, un poco de paciencia —intervino Quirón.
—¡Mucha paciencia es lo que hace falta! —replicó Marón—. Ya estoy hasta los mismísimos cuernos de tanto disparate. Como si el dios salvaje fuera a hablar… con ése.
Enebro parecía dispuesta a abalanzarse sobre el anciano y darle una paliza, pero entre Clarisse y Annabeth lograron sujetarla.
—Eso sería un error —murmuró Clarisse—. Espera.
No sé cuál de las dos cosas me sorprendía más: que Clarisse impidiera a alguien meterse en una pelea o que ella y Annabeth, que no se soportaban, estuvieran como quien dice colaborando.
—Durante seis meses —prosiguió Sileno—, le hemos consentido todos sus caprichos, maestro Underwood. Le hemos permitido viajar. Hemos dado nuestra autorización para que conservara su permiso de buscador. Hemos aguardado a que nos trajera pruebas de su absurda afirmación. ¿Y qué ha encontrado?
—Necesito más tiempo —suplicó Grover.
—¡Nada! —lo interrumpió el anciano sentado en medio—. ¡No ha encontrado nada!
—Pero Leneo…
Sileno alzó la mano. Quirón se inclinó y les dijo algo a los sátiros, que no parecían muy contentos: murmuraban y discutían entre ellos. Pero Quirón añadió algo y Sileno, con un suspiro, asintió a regañadientes.
—Maestro Underwood —anunció—, le daremos otra oportunidad.
Grover se animó.
—¡Gracias!
—Una semana más.
—¿Cómo? Pero ¡señor, es imposible!
—Una semana más, maestro Underwood. Si para entonces no ha podido probar sus afirmaciones, será momento de que inicie otra carrera. Algo que se adapte mejor a su talento dramático. Teatro de marionetas, tal vez. O zapateado.
—Pero, señor… no… no puedo perder mi permiso de buscador. Toda mi vida…
—La reunión del consejo queda aplazada temporalmente —declaró Sileno—. ¡Y ahora vamos a disfrutar de nuestro almuerzo!
Los viejos sátiros dieron unas palmadas y un montón de ninfas se desprendieron de los árboles con grandes bandejas llenas de verdura, fruta, latas y otras exquisiteces para el paladar de una cabra. El círculo de sátiros se deshizo y todos se abalanzaron sobre la comida. Grover se acercó a nosotros, desanimado. En su camiseta descolorida se veía el dibujo de un sátiro y un rótulo: «¿TIENES PEZUÑAS?»
—Hola, Percy —dijo, tan deprimido que ni siquiera me tendió la mano—. Me ha ido de maravilla, ¿no os parece?
—¡Esas viejas cabras! —masculló Enebro—. ¡Ay, Grover, ellos no tienen ni idea de cuánto te has esforzado!
—Hay una alternativa —intervino Clarisse con aire sombrío.
—No, no. —Enebro movió enérgicamente la cabeza—. No te lo permitiré, Grover.
Él se puso lívido.
—Tengo… que pensarlo. Pero ni siquiera sabemos dónde buscar.
—¿De qué estáis hablando? —pregunté.
Una caracola sonó a lo lejos.
Annabeth apretó los labios.
—Luego te lo explico, Percy. Ahora será mejor que volvamos a las cabañas. Está empezando la inspección.
* * *
No me parecía justo tener que pasar la inspección cuando acababa de llegar al campamento, pero así funcionaba la cosa. Cada tarde, uno de los líderes veteranos se paseaba por las cabañas con una lista escrita en un rollo de papiro. La mejor cabaña conseguía el primer turno de las duchas, lo cual implicaba agua caliente garantizada. La peor había de ocuparse de la cocina después de la cena.
Lo malo era que yo solía ser el único ocupante de la cabaña de Poseidón, aparte de que no soy lo que se dice una persona muy pulcra. Las arpías de la limpieza se limitaban a hacer un repaso el último día de verano, así que mi cabaña estaría seguramente tal como la había dejado en las vacaciones de invierno. Es decir, con envoltorios de caramelos y bolsas de patatas sobre la litera y con las piezas de mi armadura, la que usaba para capturar la bandera, esparcidas por todas partes.
Corrí a la zona comunitaria, donde las doce cabañas, una por cada dios olímpico, formaban una U alrededor del césped central. Los chicos de Deméter barrían la suya y hacían crecer flores en los tiestos de sus ventanas. Les bastaba con chasquear los dedos para que florecieran madreselvas sobre el dintel de la puerta y para que el tejado quedara cubierto de margaritas. Lo cual era otra injusticia. No creo que hubieran quedado nunca los últimos en una inspección. Los de la cabaña de Hermes corrían despavoridos de acá para allá, tratando de esconder la ropa sucia bajo las camas y acusándose mutuamente de haberse birlado las cosas que echaban en falta. Eran bastante dejados, pero aun así me sacaban ventaja.
Silena Beauregard acaba de salir de la cabaña de Afrodita y estaba marcando en su rollo de papiro los distintos puntos de la inspección. Solté una maldición entre dientes. Silena era estupenda, pero también una obsesiva de la limpieza, o sea, la peor inspectora posible. Le gustaban las cosas «monas», y ésas no eran mi especialidad precisamente. Ya casi podía sentir en mis brazos el peso de la montaña de platos que habría de fregar aquella noche.
La cabaña de Poseidón era la última de la hilera de la derecha, la correspondiente a los «dioses masculinos». Construida con rocas marinas cubiertas de caparazones de molusco, era larga y achaparrada como un bunker, aunque tenía ventanas orientadas al mar y en su interior siempre se disfrutaba de una buena brisa.
Entré corriendo, preguntándome si tendría tiempo de esconderlo todo debajo de la cama, como mis colegas de Hermes, cuando me tropecé con Tyson, mi hermanastro, barriendo el suelo.
—¡Percy! —aulló.
Soltó la escoba y corrió a mi encuentro. Ser asaltado por un cíclope entusiasta, provisto de un delantal floreado y guantes de goma, es un sistema ultrarrápido para espabilarte.
—¡Eh, grandullón! —dije—. ¡Cuidado con mis costillas!
Logré salir vivo de su abrazo de oso. Me depositó en el suelo, sonriendo como un poseso y con un brillo de excitación en su único ojo castaño. Tenía los dientes tan retorcidos y amarillentos como siempre y su pelo parecía el nido de una rata. Llevaba unos vaqueros XXXL y una camisa andrajosa de franela bajo el delantal floreado. Pero aun así me alegré de verlo. Hacía casi un año que no nos encontrábamos, desde que se había ido a trabajar a las fraguas submarinas de los cíclopes.
—¿Estás bien? —me preguntó—. ¿No te han devorado los monstruos?
—Ni un pedacito. —Le mostré que aún conservaba los dos brazos y las dos piernas, y Tyson aplaudió con júbilo.
—¡Yuju! —exclamó—. ¡Ahora podremos comer bocadillos de mantequilla de cacahuete y montar ponis pez! ¡Y luchar con monstruos y ver a Annabeth y hacer BUUUM con los malos!
Confiaba en que no quisiera hacerlo todo a la vez, pero le dije que sí, por supuesto, que nos lo pasaríamos bomba aquel verano. No pude evitar una sonrisa ante su entusiasmo.
—Pero primero —le advertí— hemos de ocuparnos de la inspección. Tendríamos que…
Eché una ojeada alrededor y descubrí que había trabajado de lo lindo. Había barrido el suelo y hecho las literas. Había fregado a fondo la fuente de agua salada del rincón y los corales se veían relucientes. En los alféizares había colocado floreros llenos de agua con anémonas marinas y con unas extrañas plantas del fondo oceánico que resplandecían y resultaban más bonitas que cualquiera de los ramos improvisados de los chicos de Deméter.
—Tyson, la cabaña… ¡está increíble!
Me dirigió una sonrisa radiante.
—¿Has visto los ponis pez? ¡Los he puesto en el techo!
Había colgado de unos alambres un rebaño en miniatura de hipocampos de bronce. Daban la impresión de nadar por el aire. No podía creer que, con aquellas manazas, Tyson fuese capaz de hacer algo tan delicado. Miré hacia mi litera y vi mi viejo escudo colgado de la pared.
—¡Lo has arreglado!
El escudo había quedado muy dañado el invierno anterior, cuando luché con una mantícora, pero ahora se veía perfecto y sin un solo rasguño. Los relieves en bronce de mis aventuras con Tyson y Annabeth en el Mar de los Monstruos aparecían pulidos y relucientes.
Miré a Tyson fijamente. No sabía cómo darle las gracias.
Entonces alguien dijo a mis espaldas:
—¡Caramba!
Silena Beauregard estaba en el umbral con el papiro de la inspección. Entró, dio una vuelta sobre sí misma y alzó las cejas, con los ojos fijos en mí.
—Bueno, confieso que tenía mis dudas, pero veo que la has dejado preciosa. Lo tendré en cuenta.
Me guiñó un ojo y salió.
* * *
Tyson y yo nos pasamos la tarde poniéndonos al día y dando una vuelta, lo cual resultó agradable después del ataque de las animadoras diabólicas de esa mañana.
Fuimos a la fragua y echamos una mano a Beckendorf, de la cabaña de Hefesto, que estaba fundiendo metales. Tyson nos demostró que había aprendido a forjar armas mágicas: confeccionó un hacha de guerra llameante de doble hoja a tal velocidad que incluso Beckendorf se quedó impresionado.
Mientras trabajaba, nos habló del año que había pasado bajo el océano. Su ojo se iluminó al describir las fraguas de los cíclopes y el palacio de Poseidón, pero también nos contó que el ambiente estaba muy tenso. Los antiguos dioses del mar, que habían gobernado en la época de los titanes, habían iniciado una guerra contra nuestro padre. Cuando Tyson se marchó, había batallas en marcha por todo el Atlántico. Me inquietó oír aquello, porque quizá yo debería estar echando una mano, pero él me aseguró que papá quería que los dos permaneciéramos en el campamento.
—También hay montones de malos por encima del mar —dijo Tyson—. Podemos hacerles BUUUM.
Después de pasar por la fragua, estuvimos un rato en el lago de las canoas con Annabeth, quien se alegró mucho de ver a Tyson, aunque parecía distraída. No paraba de mirar hacia el bosque, como si estuviera pensando en el problema de Grover con el consejo. No podía culparla, la verdad. A Grover no se le veía por ningún lado. Me sentía fatal por él. Encontrar al dios Pan había sido el objetivo de toda su vida. Su padre y su tío habían desaparecido persiguiendo ese mismo sueño. El invierno anterior, Grover había oído una voz en el interior de su cabeza: «Te espero.» Estaba seguro de que era la voz de Pan, pero al parecer su búsqueda no había dado resultado. Si el consejo le retiraba su permiso de buscador, quedaría destrozado.
—¿Cuál es «la alternativa»? —le pregunté a Annabeth—. La que mencionó Clarisse.
Mi amiga tomó una piedra y la lanzó con destreza para que rebotara por la superficie del lago.
—Una cosa que descubrió ella. Yo la ayudé un poco esta primavera. Pero sería muy peligroso. Sobre todo para Grover.
—El niño cabra me da miedo —murmuró Tyson.
Lo miré sin poder creerlo. Tyson se había enfrentado con toros que escupían fuego y con gigantes caníbales.
—¿Por qué te da miedo?
—Pezuñas y cuernos —musitó, nervioso—. Y el pelo de cabra me da picor en la nariz.
Y en eso consistió toda la conversación sobre Grover.
* * *
Antes de cenar, Tyson y yo bajamos al ruedo de arena. Quintus pareció alegrarse de tener compañía. Aún no quería decirme qué había en los cajones de madera, pero me enseñó un par de trucos con la espada. Sabía un montón. Combatía tal como algunas personas juegan al ajedrez: haciendo un movimiento tras otro sin que pudieras prever qué se proponía hasta que daba el último toque y te ponía la espada en la garganta.
—Buen intento —me dijo—, pero tienes la guardia muy baja.
Me lanzó un mandoble y yo lo paré.
—¿Siempre se ha dedicado a la espada?
Desvió el tajo que le había asestado.
—He sido muchas cosas.
Dio una estocada y me eché a un lado. La correa del peto se le escurrió del hombro y volví a verle aquella marca en la base del cuello: la mancha morada. No era aleatoria, porque tenía una forma definida: un pájaro con las alas plegadas, como una codorniz o algo parecido.
—¿Qué es eso que tiene en el cuello? —le pregunté, lo cual constituía seguramente una falta de educación. Échale si quieres la culpa a mi THDA. Tengo tendencia a soltar las cosas sin más ni más.
Quintus perdió la concentración. Le di un golpe en la empuñadura de la espada, que se le escapó y cayó al suelo.
Se frotó los dedos. Luego volvió a subirse la armadura para ocultar la marca. No era un tatuaje, comprendí por fin, sino una antigua quemadura… Como si lo hubiesen marcado con un hierro candente.
—Es un recordatorio. —Recogió la espada y esbozó una sonrisa forzada—. ¿Seguimos?
Me atacó con brío, sin darme tiempo a hacer más preguntas.
Mientras luchábamos, Tyson jugaba con la Señorita O'Leary. La llamaba «perrita» y se lo pasaban en grande forcejeando para agarrar el escudo de bronce y jugando a «atrapa al griego». Al ponerse el sol, Quintus seguía tan fresco; no se le veía ni una gota de sudor, lo cual me pareció algo raro. Tyson y yo estábamos acalorados y pegajosos, de manera que fuimos a ducharnos y prepararnos para la cena.
Me sentía bien. Había sido un día casi normal en el campamento. Llegó la hora de cenar y todos los campistas se alinearon por cabañas y desfilaron hacia el pabellón. La mayoría no hizo caso de la fisura que había en el suelo de mármol de la entrada: una grieta dentada de tres metros de longitud que no estaba el verano pasado. La habían tapado, pero aun así me cuidé de no pisarla.
—Vaya grieta —comentó Tyson cuando llegamos a nuestra mesa—. ¿Un terremoto?
—No. Nada de terremotos. —No sabía si contárselo. Era un secreto que sólo conocíamos Annabeth, Grover y yo. Pero, al mirar el ojo enorme de Tyson, comprendí que a él no podía ocultarle nada—. Nico di Angelo —añadí bajando la voz—. Ese chico mestizo que trajimos al campamento el pasado invierno. Me… me había pedido que vigilara a su hermana durante la búsqueda y le fallé. Ella murió. Y Nico me culpa a mí.
Tyson frunció el ceño.
—¿Y por eso abrió una grieta en el suelo?
—Había unos esqueletos que nos atacaban —expliqué—. Nico les dijo que se fueran y la tierra se abrió y se los tragó. Nico… —eché una mirada alrededor para asegurarme de que nadie nos oía— es hijo de Hades.
Tyson asintió, pensativo.
—El dios de los muertos.
—Eso es.
—¿Y el chico Nico desapareció?
—Me temo que sí. Traté de buscarlo en primavera. Y lo mismo hizo Annabeth. Pero no tuvimos suerte. Todo esto es secreto, Tyson, ¿vale? Si alguien se enterase de que es hijo de Hades, correría un gran peligro. Ni siquiera puedes decírselo a Quirón.
—La mala profecía —asintió Tyson—. Los titanes podrían utilizarlo si lo supieran.
Me quedé mirándolo. A veces se me olvidaba que, por grandullón e infantil que fuera, Tyson era muy listo. Él sabía que el siguiente hijo de los Tres Grandes —Zeus, Poseidón o Hades— que cumpliera los dieciséis años estaba destinado, según la profecía, a salvar o destruir el monte Olimpo. La mayoría daba por supuesto que la profecía se refería a mí, pero, en caso de que yo muriese antes de cumplir los dieciséis, también podía aplicarse perfectamente a Nico.
—Exacto —dije—. O sea que…
—Boca cerrada —me prometió Tyson—. Como esa grieta.
* * *
Esa noche me costó dormirme. Permanecí tumbado en la cama escuchando el rumor de las olas de la playa y los gritos de las lechuzas y los monstruos en el bosque. Me daba miedo tener una pesadilla en cuanto me quedara dormido. Verás, para un mestizo, los sueños casi nunca son simplemente un sueño. Nosotros recibimos mensajes. Vislumbramos cosas que les ocurren a nuestros amigos o enemigos. A veces incluso vislumbramos el pasado o el futuro.
Y en el campamento, yo solía tener sueños frecuentes y muy vividos.
Aún permanecía despierto alrededor de medianoche, con los ojos fijos en el colchón de la litera de arriba, cuando advertí una luz extraña en la habitación. La fuente de agua salada emitía un resplandor.
Aparté la colcha, me levanté y me acerqué con cautela. Una nube de vapor se elevaba del agua marina. Aunque no había luz en la habitación, salvo los rayos de luna que se colaban por las ventanas, los colores del arco iris temblaban entre el vaho. Oí entonces una agradable voz femenina que parecía provenir de su espesor: «Deposite un dracma, por favor.»
Miré hacia la cama de Tyson; continuaba roncando.
Y es que tiene un sueño más profundo que el de un elefante anestesiado.
No sabía qué pensar. Nunca había recibido un mensaje Iris a cobro revertido. Un dracma dorado relucía al fondo de la fuente. Lo recogí, lo lancé a través del vapor y se desvaneció.
—Oh, diosa del arco iris —susurré—. Muéstrame… eh, lo que tengas que mostrarme.
El vapor tembló. Vi la orilla oscura de un río. Había jirones de niebla desplazándose sobre el agua negra. Los márgenes estaban cubiertos de afiladas rocas volcánicas. Un chico vigilaba en cuclillas una hoguera junto al río. Las llamas ardían con un extraño resplandor azul. Entonces le vi la cara. Era Nico di Angelo. Estaba tirando unos trozos de papel al fuego… Los cromos de Mitomagia que formaban parte del juego con que tan obsesionado había estado el pasado invierno.
Nico sólo tenía diez años, o tal vez fuesen once ahora, pero parecía mucho mayor. El pelo, más largo que antes y muy desgreñado, le llegaba casi al hombro. Sus ojos oscuros brillaban con el reflejo de las llamas. Su piel olivácea se veía más pálida. Llevaba unos téjanos negros desgarrados y una chaqueta de aviador muy estropeada que le venía grande (tres o cuatro tallas, por lo menos). Por la cremallera entreabierta asomaba una camisa negra. Tenía una expresión lúgubre y la mirada algo enloquecida. Parecía uno de esos chicos que viven en la calle.
Aguardé a que me mirase. Se pondría hecho una furia, seguro, y empezaría acusarme de dejar que muriera su hermana. Pero no parecía advertir mi presencia.
Permanecí en silencio; no me atrevía a moverme siquiera. Si él no me había enviado el mensaje Iris, ¿quién habría sido?
Nico echó otro cromo a las llamas azules.
—Inútil —murmuró—. No puedo creer que estas cosas me gustaran.
—Un juego infantiloide, amo —asintió otra voz. Parecía venir de muy cerca, pero no podía ver quién era.
Nico miró al otro lado del río. La orilla opuesta estaba oscura y cubierta con un sudario de niebla. Reconocí el lugar: era el inframundo. Nico había acampado junto al río Estigio.
—He fracasado —dijo entre dientes—. Ya no hay modo de recuperarla.
La otra voz permaneció en silencio.
Nico se volvió hacia ella, indeciso.
—¿O sí lo hay? Habla.
Algo tembló. Creí que era sólo la luz de la lumbre. Luego advertí que era la forma de un hombre: una voluta de humo azul, una sombra. Mirando de frente, no la veías. Pero si mirabas con el rabillo del ojo, identificabas la silueta. Un fantasma.
—Nunca se ha hecho —dijo éste—. Pero tal vez haya un modo.
—Dime cómo —le ordenó Nico. Sus ojos tenían un brillo feroz.
—Un intercambio —dijo el fantasma—. Un alma por otra alma.
—¡Yo me ofrezco!
—La vuestra no. No podéis ofrecerle a vuestro padre un alma que de todos modos acabará siendo suya. Ni creo que esté deseoso de ver muerto a su hijo. Me refiero a un alma que ya debería haber sucumbido. Que ha burlado a la muerte.
El rostro de Nico se ensombreció.
—Otra vez no. Me estás hablando de un asesinato.
—Os hablo de justicia —precisó el fantasma—. De venganza.
—No son lo mismo.
El fantasma soltó una risa irónica.
—Descubriréis otra cosa cuando seáis viejo.
Nico contempló las llamas.
—¿Por qué no puedo al menos convocarla? Quiero hablar con ella. Sé que… que ella me ayudaría.
—Yo os ayudaré —prometió el fantasma—. ¿No os he salvado ya muchas veces? ¿No os he guiado por el laberinto y os he enseñado a utilizar vuestros poderes? ¿Queréis vengar a vuestra hermana, sí o no?
No me gustaba su tono. Me recordaba a un chaval de mi antiguo colegio, un matón que solía convencer a los demás para que hicieran cosas estúpidas, como robar material del laboratorio o destrozar los coches de los profesores. Aquel matón nunca se metía en un aprieto, pero consiguió que un montón de chicos fueran expulsados.
Nico desvió la cara del fuego para que el fantasma no pudiera vérsela. Pero yo sí podía. Una lágrima le caía por la mejilla.
—Muy bien. ¿Tienes un plan?
—Claro —dijo el fantasma—. Tenemos muchos caminos oscuros que recorrer. Hemos de empezar…
La imagen tembló y se desvaneció. La voz de la mujer salió otra vez de la nube de vapor: «Por favor, deposite un dracma para otros cinco minutos.»
No había más monedas en la fuente. Me llevé la mano al pantalón, pero no tenía bolsillo: llevaba el pijama puesto. Corrí a la mesilla para ver si tenía algo suelto, pero el mensaje Iris ya se había extinguido con un parpadeo y la habitación volvió a quedarse a oscuras. Se había cortado la comunicación.
Me quedé en medio de la cabaña, escuchando el gorgoteo del agua de la fuente y el rumor de las olas que venía del exterior.
Nico estaba vivo. Quería recuperar a su hermana de entre los muertos. Y yo tenía la sensación de saber con qué alma pretendía intercambiar la de su hermana. El alma de alguien que había burlado a la muerte. Una venganza.
Nico di Angelo vendría por mí.