Sonea apretó sus libros contra el pecho. Había sido otro día de constantes pullas e insultos. La semana ante ella se avecinaba amenazante, como un juicio interminable. Solo era la quinta semana, se recordó a sí misma. Quedaban cinco largos años hasta la graduación.
Cada día era agotador. Cuando no estaba aguantando a Regin y los demás aprendices, daba rodeos para evitarles. Si el profesor salía del aula, siquiera por un minuto, Regin empleaba ese tiempo para hostigarla. Había aprendido a mantener los apuntes fuera de su alcance y a tomar precauciones cada vez que lanzaba el aula o mientras o se sentaba en su silla.
Durante un tiempo se las arregló para escapar del muchacho durante una hora al día; volvía a las habitaciones de Rothen durante el descanso de enmedio para comer con Tania, pero Regin empezó a emboscarla en su camino hacia y desde la universidad. Había intentado quedarse en el aula durante esa hora unas cuantas veces, pero en cuanto Regin se enteró de que lo hacía, esperaba a que el profesor se hubiera marchado y regresaba para acosarla.
Al final había acordado encontrarse con Rothen en su aula durante aquel descanso. Le ayudaba a instalar o a desmontar los componentes de los viales de cristal y los tubos que utilizaba en sus clases. Tania les llevaba cajitas lacadas llenas de sabrosos bocaditos.
Siempre sentía un nudo en el estómago cuando sonaba el gong llamando a clase a los aprendices. Tanto Rothen como Tania se habían ofrecido a escoltarla hasta el aula y después a la salida, pero sabía que eso solo confirmaría a Regin y a sus amigos que la situación le estaba afectando. Se esforzaba continuamente en ignorar las jugarretas y los comentarios insidiosos, pues sabía que reaccionar ante ellos solo los motivaría más.
El último gong siempre traía consigo alivio. Cualesquiera que fuesen los juegos sociales en que los aprendices se recrearan tras las clases, debían de ser más interesantes que mofarse de ella, porque el grupo entero salía apresuradamente en cuanto el profesor les despedía. Sonea esperaba hasta que se iban, y entonces recorría con tranquilidad el camino hasta el alojamiento de los magos. Pero, solo por si acaso cambiaban de idea, siempre tomaba la ruta larga atravesando los jardines, eligiendo un sendero diferente cada vez y manteniéndose cerca de otros magos y aprendices.
Aquel día, como todos, al acercarse al final del pasillo sintió que se le relajaban los hombros, al tiempo que el nudo del estómago empezaba a aflojarse. En silencio agradeció a Rothen que le permitiera quedarse en sus aposentos. Se estremecía al pensar en los tormentos que Regin habría concebido para ella si tuviera que regresar a los alojamientos de los aprendices todos los días.
—¡Aquí está!
Sintió que el frío la asaltaba al reconocer la voz. El pasillo rebosaba de voces procedentes de las clases superiores, pero eso nunca había sido un elemento de disuasión. Alargó el paso, con la esperanza de alcanzar el bullicioso vestíbulo de la universidad, donde seguro que hallaría a uno o dos magos, antes de que Regin y sus amigos pudieran pillarla.
El sonido de pies que corrían llenó el pasillo a su espalda.
—¡Sonea! ¡Soooneeeaaa!
Los aprendices mayores que se hallaban en las inmediaciones se volvieron en dirección al ruido. Sonea supo por sus miradas que Regin y su banda ya se encontraban justo detrás de ella. Respiró hondo, dispuesta a encararse con Regin sin vacilación.
Una mano la agarró por el brazo y tiró bruscamente de ella. Sonea se zafó y fulminó a Kano con la mirada.
—¿Nos estabas ignorando, pordiosera? —preguntó Regin—. Eso es muy descortés, pero supongo que no podemos esperar buenos modales por tu parte, ¿verdad?
La rodearon, y Sonea lanzó miradas de desafío a los sonrientes rostros. Apretó aún más sus libros contra el pecho e intentó pasar entre Issle y Alend, empujando con el hombro para romper el círculo de cuerpos. Varias manos se estiraron, la asieron por los hombros y tiraron de ella hacia atrás. Sorprendida, sintió un creciente temor. Hasta ese momento no habían tratado de abusar físicamente de ella, aparte de algún tirón en el brazo para hacerla tropezar, o caer sobre algo desagradable.
—¿Adónde vas, Sonea? —preguntó Kano. Alguien le propinó otro empujón por la espalda—. Queremos hablar contigo.
—Bueno, pero yo no quiero hablar con vosotros —gruñó. Se giró e intentó nuevamente abrirse camino, pero fue zarandeada y empujada otra vez al interior del círculo. Sintió un ramalazo de miedo—. Dejadme pasar.
—¿Por qué no nos lo suplicas, pordiosera? —preguntó burlón Regin.
—Sí, vamos, suplícalo. Debes de ser buena en eso.
—Tuviste mucha práctica en las barriadas —se burló Alend—. No puedes haberlo olvidado tan rápido. Apuesto a que eras uno de esos mocosos que merodean por la parte trasera de las casas de nuestros padres suplicando comida.
—Por favor, deme algo para comer. ¡Por favooor! —gimoteó Vallon—. ¡Tengo haaambre! —Los otros se echaron a reír y se le unieron.
—O a lo mejor tenía algo en venta —sugirió Issle—. Buenas noches, milord. —Su voz adquirió un sugestivo tono adulador—. ¿Necesita algo de compañía?
Vallon ahogó una carcajada.
—Piensa en la cantidad de hombres que habrá tenido.
Las risitas llenaron el pasillo, y entonces Alend retrocedió.
—Seguro que tiene alguna enfermedad.
—Ya no. —Regin dirigió a Alend una mirada de complicidad—. Nos contaron que los sanadores la examinaron cuando la encontraron, ¿te acuerdas? La habrán curado. —Se volvió hacia Sonea y la miró de arriba a abajo, con los labios fruncidos.
—Bueno… Sonea —dijo con un sedoso tono de voz—. ¿Cuánto cobrabas? —Se acercó un poco más, y cuando Sonea se echó hacia atrás, unas manos presionaron su espalda y la empujaron nuevamente hacia él—. ¿Sabes? Tal vez estaba equivocado —dijo arrastrando las palabras—. Puede que quizá llegues a gustarme. Eres un poco delgaducha, pero puedo pasarlo por alto. Dime, ¿te especializabas en algún tipo concreto de… hum… favores?
Sonea intentó desprenderse de las manos que la sujetaban, pero los aprendices la agarraron más fuerte. Regin movió la cabeza fingiendo compasión.
—Supongo que los magos te dijeron que lo dejaras. Menuda frustración para ti. Pero no tienen por qué saberlo. No se lo diremos. —Inclinó la cabeza a un lado—. Podrías ganar mucho dinero aquí. Muchos clientes ricos.
Sonea le miró fijamente. No daba crédito a que estuviera fingiendo que le interesaba llevársela a la cama. Por un momento estuvo tentada de seguirle el juego, pero sabía que, de hacerlo, iría pregonando que ella le había tomado en serio. Mirando por encima de los hombros del muchacho, reparó en que los demás aprendices del pasillo se habían detenido y observaban la escena con interés.
Regin se arrimó a ella aún más. Pudo notar su aliento en la cara.
—Lo llamaremos un acuerdo de negocios —susurró. Solo intentaba intimidarla, y comprobar cuánto aguantaba. Bien, Sonea ya había tratado con ese tipo de acoso anteriormente.
—Tienes razón, Regin —dijo, y el muchacho abrió los ojos atónito—. He conocido a muchos hombres como tú. Y sé exactamente qué hacer con ellos.
Levantó una mano, y con la velocidad de una serpiente, apresó firmemente la garganta de Regin. Las manos de este volaron a su cuello, pero antes de que pudiera asirla por las muñecas, Sonea deslizó una pierna por detrás del muchacho y le empujó con toda su fuerza. Notó que se le doblaba la rodilla y disfrutó de la sensación de triunfo cuando Regin se tambaleó hacia atrás, moviendo los brazos en el aire como aspas de molino, y cayó estrepitosamente al suelo.
El silencio invadió el pasillo mientras todos los aprendices, jóvenes y mayores, la miraban con atención.
—Vaya ejemplo de elegancia eres, Regin —declaró Sonea con desdén—. Si así es como se comportan los hombres de la Casa Paren, entonces no tienen mejores modales que cualquier patán de una casa de bol.
Regin se puso tenso, con los ojos convertidos en rendijas. Ella le volvió la espalda y miró desafiante a los demás aprendices, retándoles a que se atrevieran a tocarla otra vez. Ellos retrocedieron, y cuando el círculo se rompió, Sonea lo atravesó con aire resuelto.
Había dado unos pasos cuando la voz de Regin resonó en el pasillo.
—Es evidente que estás bien cualificada para realizar tales comparaciones —gritó—. ¿Cómo es Rothen? Debe de ser un hombre muy feliz, teniéndote viviendo en sus habitaciones. Oh, ahora todo cobra sentido. Siempre me he preguntado cómo conseguiste convencerle para que fuera tu tutor.
Sonea sintió un escalofrío, y a continuación su cuerpo ardió de ira. Apretó los puños, resistiendo la tentación de volverse. ¿Qué haría? ¿Darle un puñetazo? Incluso si se atrevía a pegar al hijo de una Casa, Regin la vería venir y se protegería. Y entonces sabría lo mucho que le estaban afectando sus ataques.
El murmullo apagado de los aprendices más veteranos la siguió por el pasillo. Se obligó a mantener los ojos fijos en la escalinata para no ver la especulación reflejada en sus rostros. No creerían lo que Regin había sugerido. No podían. Incluso aunque pensaran de ella lo peor a causa de sus orígenes, nadie creería algo como eso de Rothen.
¿Verdad?
—¡Administrador!
Lorlen se detuvo en la entrada de la universidad y se volvió para mirar al rector Jerrik.
—¿Sí?
El rector se aproximó a Lorlen y le tendió un trozo de papel.
—Ayer recibí esta petición de lord Rothen. Quiere trasladar a Sonea a la clase de invierno de los aprendices de primer año.
—¿De verdad? —Lorlen estudió la página, leyendo por encima las explicaciones y convicciones de Rothen—. ¿Cree que es apta?
Jerrik frunció los labios en un gesto pensativo.
—Posiblemente. He preguntado a los profesores de primer año, y todos creen que podría lograrlo si estudiara duro.
—¿Y Sonea?
—Ciertamente, parece dispuesta a intentarlo.
—Entonces ¿le concederá el permiso?
Jerrik frunció el ceño y bajó la voz.
—Probablemente. Lo que no me gusta de esto es la verdadera motivación para el cambio.
—Ah, ¿cuál es?
Lorlen resistió la tentación de sonreír. Jerrik siempre había mantenido que los aprendices nunca accedían por sí solos a trabajar más duro cuando la única finalidad era aprender. Estaban motivados por la necesidad de impresionar, de ser los mejores, de agradar a sus padres, o de estar en compañía de amigos o de alguien a quien admiraban.
—Como esperábamos, no se ha mezclado con los demás aprendices. En tales circunstancias, el aprendiz rechazado a menudo se convierte en objeto de escarnio para los otros. Creo que solo quiere alejarse de ellos. —Jerrik lanzó un suspiro—. A pesar de que admiro su determinación, mi preocupación es que si la clase de invierno tampoco la acepta, su esfuerzo habrá sido en vano.
—Ya veo. —Lorlen asintió, mientras consideraba las palabras de Jerrik—. Sonea es unos años mayor que el resto de su clase, y es madura para su edad, al menos según nuestros estándares. La mayoría de los aprendices son poco más que niños cuando llegan aquí, pero pierden casi todos sus hábitos infantiles durante el primer año. Los aprendices de invierno quizá sean menos problemáticos.
—Cierto, son un grupo sensato —convino Jerrik—. El entrenamiento mágico no puede acelerarse, sin embargo. Puede llenar su mente de conocimientos, pero si no ha adquirido la destreza necesaria para emplear bien sus poderes, es probable que cometa errores peligrosos en el futuro.
—Lleva usando sus poderes desde hace seis meses —le recordó Lorlen—. Aunque Rothen pasó ese tiempo impartiéndole la educación básica que necesitaba para entrar en la universidad, ella ya se habrá familiarizado con sus propios poderes, y debe de ser frustrante ver a los otros aprendices.
—Entonces ¿asumo que está a favor? —Señaló la petición de Rothen.
—Sí. —Lorlen le devolvió la nota—. Dele una oportunidad. Creo que descubrirá que posee más recursos de los que supone.
Jerrik se encogió de hombros.
—En ese caso le concederé el permiso. Será examinada dentro de cinco semanas. Gracias, administrador.
Lorlen sonrió.
—Me interesará saber cómo lo hace. ¿Me mantendrá informado?
El anciano asintió con la cabeza.
—Si así lo desea.
—Gracias, rector.
Lorlen se dio media vuelta y empezó a descender la escalera de la universidad hacia el carruaje que le esperaba. Subió a él, golpeó el techo para avisar al conductor y se inclinó hacia atrás cuando el vehículo se puso en marcha con una sacudida. Atravesó las Puertas del Gremio y continuó en dirección a la ciudad, pero Lorlen estaba demasiado sumido en sus pensamientos para fijarse.
Había recibido la invitación para cenar en casa de Derril el día anterior. Aunque Lorlen a menudo declinaba tales invitaciones, para aquella visita había reorganizado sus tareas. Si Derril tenía más noticias acerca de los asesinatos, Lorlen quería oírlas.
La historia de Derril del asesino había causado escalofríos a Lorlen. Los cortes en la víctima, el extraño ritual, la creencia de la testigo de que la víctima ya estaba muerta antes de que le rajaran la garganta… Tal vez esas muertes le parecían tan sospechosas solo porque ya tenía en su mente la idea de la magia negra.
Pero si eran obra de un mago negro, eso significaría una de dos: que un mago descarriado capaz de practicar magia negra estaba alimentándose de la gente de la ciudad, o que el asesino era Akkarin. Lorlen se estremeció al considerar las implicaciones de estas dos posibilidades.
Cuando el carruaje se detuvo, descubrió con sorpresa que habían llegado a su destino. El conductor bajó y abrió la puerta, revelando una elegante mansión con balcones en la fachada.
Lorlen salió del carruaje y fue recibido en la puerta por uno de los sirvientes de Derril. El hombre condujo a Lorlen por una galería interior de la casa con vistas sobre el jardín. Lorlen puso las manos sobre la barandilla y miró hacia abajo, hacia el pequeño oasis mustio de vegetación; las plantas parecían tristes y chamuscadas en los bordes.
—Me temo que el verano ha sido demasiado duro para la mayoría de mis plantas —dijo Derril con tristeza cuando salió de la casa para unirse al administrador—. Mis arbustos gan-gan no sobrevivirán. Tendré que disponer que me envíen unos nuevos desde las montañas de Lan.
—Deberías arrancarlas ahora, antes de que las raíces se pudran —sugirió Lorlen—. La raíz del gan-gan posee notables propiedades antisépticas, y si se añade al sumi, es un buen tratamiento para los desórdenes digestivos.
Derril soltó una risita entre dientes.
—Todavía no has olvidado todo tu entrenamiento como sanador, ¿verdad?
—No —contestó Lorlen sonriendo—. Quizá me convierta en un viejo administrador malhumorado, pero seré uno sano. Tengo que usar todo ese conocimiento de medicina de algún modo.
—Hummm. —Derril entrecerró los ojos—. Ojalá la Guardia tuviera a alguien con tus conocimientos en sus filas. Barran tiene otro misterio en las manos.
—¿Otro asesinato?
—Sí y no. —Derril suspiró—. Piensan que esta vez ha sido un suicidio. Por lo menos eso es lo que parece.
—¿Y él cree que han hecho que parezca uno?
—Tal vez. —Derril levantó una ceja—. Barran ha venido a cenar. ¿Por qué no entramos y le pides que te cuente más sobre ello?
Lorlen asintió y siguió al anciano al interior de la casa. Entraron en una amplia sala de invitados, cuyas ventanas estaban cubiertas por mamparas de papel decoradas con dibujos de flores y plantas. Un hombre joven de veintitantos años estaba sentado en una de las lujosas sillas. Sus hombros amplios y su nariz ligeramente aguileña le recordaron instantáneamente al hermano del hombre, Walin.
Barran miró al administrador, luego se levantó precipitadamente e hizo una reverencia.
—Saludos, administrador Lorlen. ¿Cómo está?
—Bien, gracias —respondió Lorlen.
—Barran —dijo Derril, señalando una silla para que Lorlen se sentara—, a Lorlen le interesa el suicidio que has estado investigando. ¿Puedes contarle los detalles?
Barran se encogió de hombros.
—No es ningún secreto, tan solo un misterio. —Se giró para mirar a Lorlen, con ojos llenos de preocupación—. Una mujer se acercó a un guardia en su calle y le dijo que había descubierto a su vecina muerta. Este investigó y encontró a una mujer con las muñecas cortadas. —Barran se detuvo y entrecerró los ojos—. El misterio es que aún no había perdido demasiada sangre y todavía estaba caliente. De hecho, las heridas eran superficiales. Debería haber sobrevivido.
Lorlen meditó absorto.
—La hoja podría haber estado envenenada.
—Hemos estado barajando esa posibilidad, pero si ese fuera el caso, entonces debe de tratarse de un veneno imperceptible no conocido. Todos los venenos dejan rastro, incluso aunque el daño sea solo visible en los órganos internos. No encontramos ningún arma, que podría haber retenido algún residuo, y eso ya es de por sí extraño. Si alguien se corta las muñecas, el instrumento empleado está por lo general cerca. Registramos la casa y no encontramos nada salvo unos cuantos cuchillos de cocina, limpios y en su cajón. Tampoco fue estrangulada, podemos decir. Pero hay otros detalles que me hacen sospechar.
»Encontré huellas de pisadas que no coincidían con el calzado de ningún criado, pariente o amigo. Los zapatos del intruso eran viejos y con una forma extraña, por lo que dejó marcas distintivas. En la habitación donde fue hallada la mujer, la ventana no tenía echado el pestillo y no estaba del todo cerrada. Encontré huellas dactilares y manchas de lo que parecía sangre seca en el alféizar, así que eché otro vistazo al cadáver y descubrí las mismas huellas en las muñecas.
—¿Las de ella?
—No, las huellas eran grandes. De un hombre.
—¿Quizá de alguien que trató de detener la hemorragia… y luego huyó por la ventana cuando oyó que otros se acercaban?
—Tal vez. Pero la ventana está en un tercer piso, y la pared es lisa y tiene pocos asideros. Creo que ni siquiera un ladrón experto podría haber descendido por ella.
—¿Había alguna huella de pisada abajo?
El joven vaciló antes de contestar.
—Cuando salí a inspeccionar el terreno encontré algo muy extraño. —Barran trazó un arco en el aire—. Era como si alguien hubiera allanado la tierra formando un círculo perfecto. En el centro había dos pisadas, iguales que las de la habitación, y otras que se alejaban. Las seguí, pero conducían al pavimento.
A Lorlen el corazón le dio un vuelco, y entonces sus latidos empezaron a acelerarse. ¿Un círculo perfecto en la tierra y una caída de tres pisos? Para levitar, un mago debía crear un disco de poder bajo sus pies, capaz de dejar una impresión circular en el suelo blando o en la arena.
—Quizá la marca ya se encontraba allí —sugirió Lorlen.
Barran se encogió de hombros.
—O utilizó algún tipo de escalerilla con una base redonda. Es un caso raro. No había, sin embargo, ningún corte en los hombros de la mujer, así que no creo que sea víctima del asesino en serie que andamos buscando. No, ese no ha golpeado desde hace un tiempo, a no ser que simplemente no nos hayamos enterado…
Un tañido los interrumpió, y Velia apareció en el umbral, sosteniendo un diminuto gong y una baqueta.
—La cena está lista —anunció. Lorlen y Barran se levantaron y se encaminaron hacia la puerta. Ella dirigió a su hijo una dura mirada—. ¡Y nada de hablar de asesinatos ni de suicidios en mi mesa!
Dannyl observaba por las ventanillas del carruaje, mientras los majestuosos edificios de piedra amarilla de Capia aparecían y desaparecían de la vista. El sol estaba bajo en el cielo y la ciudad entera parecía relucir emitiendo una cálida luz. Las calles se encontraban atestadas de gente y carruajes.
Todos los días y la mayor parte de las noches durante las últimas tres semanas, había estado ocupado visitando o entreteniendo a personas influyentes, o ayudando a Errend con los asuntos de la embajada. Había conocido a la mayoría de los Dem y las Bel que frecuentaban la corte. Había aprendido la historia personal de cada uno de los magos del Gremio que vivían en Elyne. Había registrado los nombres de los niños elyneos con potencial mágico, contestado las preguntas de los cortesanos o remitido estas al Gremio, negociado la compra de vinos de Elyne y sanado a un sirviente que se había quemado en la cocina de la Casa del Gremio.
Que hubiera transcurrido tanto tiempo sin ocasión de dar comienzo a la investigación de Lorlen le preocuba, así que resolvió que la próxima vez que tuviera unas horas libres visitaría la Gran Biblioteca. El mensajero que envió a Tayend para preguntar si sería posible una visita a última hora de la tarde había regresado y le garantizaba que podría explorar la biblioteca a cualquier hora, así que cuando Dannyl supo que tendría libre esa tarde, ordenó una comida temprana y un carruaje.
A diferencia de Imardin, las calles de Capia serpenteaban de un modo caprichoso. El carruaje zigzagueaba de un lado a otro, ocasionalmente rodeando la ladera de alguna colina empinada. Las mansiones daban paso a casas grandes, y estas eran sustituidas por hileras de pequeños edificios bien cuidados. Una curva alrededor de una elevación condujo a Dannyl por el borde de una zona más deteriorada. Madera y otros materiales, más rudimentarios, reemplazaban la piedra amarilla, y los hombres y mujeres que deambulaban por las calles vestían ropas más ordinarias. Aunque no divisó nada que pudiera competir con las escenas que había contemplado en las barriadas de Imardin mientras buscaba a Sonea, Dannyl se sentía ligeramente consternado. La fachada de la capital de Elyne era tan hermosa que resultaba decepcionante encontrar que tenía, también, su zona pobre.
Tras dejar atrás las casas, el carruaje empezó a rodar por un terreno de colinas. Campos de tenn se mecían en la suave brisa. Las vides de vare, plantadas en hileras, estaban atestadas de frutos esperando a ser cosechados y almacenados, listos para la preparación de vino. Huertos de pachi bien cargados y árboles de piorre aparecían aquí y allá, y algunos frutos estaban siendo recolectados por cuadrillas de vindeanos que viajaban a Elyne cada año para ese trabajo.
A medida que los últimos rayos de sol pasaban del amarillo al naranja y el carruaje continuaba alejándose de la ciudad, la preocupación de Dannyl crecía. ¿Habría malinterpretado el conductor sus instrucciones? Levantó una mano para golpear en el techo y entonces se detuvo, pues el carruaje rodeó los pies de una colina.
Delante, la cinta oscura que era la carretera se curvaba para encontrarse con la base de un alto acantilado. Bajo la luz del sol poniente, la piedra amarilla brillaba como si ardiera fuego en su interior. Las sombras sobresalían severas, remarcando aristas, ventanas y arcos de una fachada alta como una torre que reconoció de los dibujos en libros.
—La Gran Biblioteca —murmuró Dannyl maravillado.
Una enorme entrada había sido excavada en la vertiente del acantilado y tapada con una puerta de madera maciza. Cuando el carruaje se acercó, Dannyl vio que un pequeño rectángulo de oscuridad en el borde inferior era en realidad una entrada del tamaño de un hombre construida en la misma puerta. Una figura aguardaba junto a ella.
Dannyl sonrió al ver la vestimenta de vivos colores del hombre. Tamborileaba impaciente con los dedos en el marco de una ventana mientras el carruaje recorría despacio la distancia hasta la biblioteca. Cuando se detuvo delante de la fachada, Tayend se adelantó para abrir la puerta del carruaje.
—Bienvenido a la Gran Biblioteca, embajador Dannyl —declaró, con una grácil reverencia.
Dannyl alzó la mirada y meneó la cabeza maravillado.
—No recuerdo haber visto ilustraciones de esto en los libros cuando era un aprendiz. Ni de lejos muestran cómo es en realidad. ¿Es muy antigua?
—Más antigua que el Gremio —respondió Tayend, con cierto aire de suficiencia—. Unos ocho o nueve siglos, pensamos. Algunas partes son más antiguas, y lo mejor aún está por llegar; así que sígame, milord.
Pasaron a través de la pequeña puerta. Tayend la cerró tras ellos, echó el cerrojo y se internó a continuación en un largo pasillo de techo abovedado. Este se adentraba en la oscuridad, pero antes de que Dannyl pudiera crear un globo de luz, Tayend le dirigó a una empinada escalera, iluminada con antorchas en uno de los lados.
En lo alto Dannyl se encontró en una estancia larga y estrecha. A un lado estaban las ventanas que había divisado desde el carruaje. Eran enormes, y llenas de pequeños cuadrados de cristal insertados en un armazón de hierro. La pared opuesta tenía estampados cuadrados de luz dorada. Había sillas dispuestas en grupos de tres o cuatro, y de pie junto a la más cercana se hallaba un hombre anciano.
—Buenas noches, embajador Dannyl. —El hombre hizo una reverancia con la precavida rigidez de los muy mayores—. Soy Irand, el bibliotecario.
Irand poseía una voz profunda, sorprendentemente fuerte, que encajaba con las dimensiones inhumanas de la biblioteca. El cabello, corto y blanco, apenas le cubría el cráneo, y vestía una simple camisa y unos pantalones hechos de una polvorienta tela grisácea.
—Buenas noches, bibliotecario Irand —respondió Dannyl.
En el rostro del bibliotecario la arruga de una sonrisa creció.
—El administrador Lorlen me ha informado de que teníais que realizar aquí una tarea para él. Dijo que querríais ver todas las referencias que el Gran Lord examinó durante su investigación.
—¿Sabe cuáles fueron sus fuentes?
El anciano negó con la cabeza.
—No, pero Tayend las ha compilado. Fue el asistente de Akkarin, y ha accedido a ayudaros en vuestra investigación. —El viejo asintió hacia el académico—. Encontrará útil su conocimiento de las lenguas antiguas. También mandará a por comida y bebida si lo necesitáis. —Tayend asintió con entusiasmo y el anciano sonrió.
—Gracias —respondió Dannyl.
—Bien, entonces, no les entretengo más. —Los ojos de Irand parecieron relucir durante un instante—. La biblioteca aguarda.
—Por aquí, milord —dijo Tayend, regresando a la escalera.
Dannyl siguió al académico nuevamente hasta el oscuro pasaje inferior. Había una hilera de lámparas sobre una estantería. Tayend alargó una mano en busca de una.
—No te molestes —dijo Dannyl. Enfocó su voluntad y un globo de luz apareció junto a su cabeza y empezó a hincharse proyectando sus sombras por el pasaje. Tayend miró el globo de luz y parpadeó.
—Siempre dejan puntos delante de mis ojos. —Alargó la mano y cogió una lámpara—. Podría necesitarla si le dejo solo en algún momento, así que de todas formas llevaré una conmigo.
Tayend empezó a recorrer el pasaje, con la lámpara balanceándose a un lado.
—Este lugar siempre ha sido un almacén de sabiduría. En una de nuestras salas guardamos papeles que llevan desintegrándose ocho siglos. Contienen referencias a una suerte de biblioteca que incluso entonces ya era vieja. Originalmente solo se utilizaban unas cuantas salas como biblioteca. El resto de este lugar una vez albergó a varios miles de personas. Hemos llenado todas las habitaciones con libros y pergaminos, tablillas y pinturas, y nosotros mismos hemos excavado más estancias en la roca.
Mientras caminaban, Dannyl observaba que la oscuridad se retiraba como una especie de niebla temerosa de la magia. De pronto llegaron a una pared lisa, y la oscuridad huyó por cada lado. Tayend giró y se encaminó por el pasillo de su derecha.
—¿Y qué lenguas conoces? —preguntó Dannyl.
—Todos los dialectos antiguos de Elyne y Kyralia —respondió Tayend—. Nuestras viejas lenguas son muy similares, pero cuanto más atrás te remontas, más diferencias existen. Hablo vindeano moderno, lo aprendí de varios sirvientes en casa, y un poco de laniano. Soy capaz de traducir vindeano antiguo y jeroglíficos tentur, si tengo acceso a mis libros.
Dannyl echó una ojeada a su compañero, impresionado.
—Esas son muchas lenguas.
El académico se encogió de hombros.
—Una vez que aprendes unas cuantas, el resto es más fácil. Algún día completaré mi aprendizaje con lonmariano moderno, y un poco de sus lenguas antiguas. Simplemente, aún no he tenido motivos. Después de eso, bueno, tal vez empiece con los idiomas sachakanos. Sus viejas lenguas son bastante similares a las nuestras.
Tras varios giros y algunos tramos de escalera más, Tayend se detuvo frente a una puerta. Con expresión inusualmente seria, indicó que Dannyl debía entrar antes que él. Dannyl pasó adentro y el asombro le cortó la respiración.
Incontables hileras de estanterías se extendían en la distancia, divididas por un amplio pasillo que había justo delante de él. Aunque el techo de la sala era bajo, la pared del otro extremo estaba tan alejada que no era capaz de verla. Columnas macizas de piedra llenaban el hueco entre el techo y el suelo cada cien pasos. Todo estaba escasamente iluminado por lámparas colocadas sobre pesadas bases de hierro.
De la enorme estancia emanaba una sensación de eternidad que escapaba a toda comprensión. Comparados con la solidez del techo y las columnas de piedra, los libros parecían objetos frágiles, temporales. Dannyl, empequeñecido, sintió que una suerte de melancolía se abatía sobre él. Podría permanecer un año en aquel lugar y sin embargo no dejar más huella en él que el ala de una mariposa barriendo las frías paredes de piedra.
—En comparación con esto, todo lo demás de la biblioteca es reciente —dijo Tayend en un susurro—. Esta es la sala más antigua. Tal vez tenga miles de años.
—¿Quién la construyó? —preguntó Dannyl con un hilo de voz.
—Nadie lo sabe.
Dannyl empezó a recorrer el pasillo, mirando las interminables estanterías de libros.
—¿Cómo voy a encontrar lo que necesito? —preguntó con desesperación.
—Oh, eso no es problema. —La voz de Tayend era repentinamente alegre, un sonido que rompía el pesado silencio de la sala—. Tengo todo esperándole en el mismo estudio que utilizó Akkarin. Sígame.
Tayend echó a andar por el pasillo con pasos ágiles y ligeros. Tras dejar atrás varias estanterías, giró y se internó entre ellas, para llegar a una enorme escalera de piedra que ascendía a través de un hueco en el techo. Subiendo los escalones de dos en dos, condujo a Dannyl hasta el comienzo de un ancho pasillo. De nuevo, el techo era angustiosamente bajo. Había puertas abiertas a cada lado. Tayend se detuvo junto a una y gesticuló para que Dannyl entrara primero.
Dannyl se halló en una sala pequeña, con una mesa grande en el centro, sobre la cual se apilaban varios montones de libros.
—Aquí estamos —dijo Tayend—. Y estos son los libros que leyó Akkarin.
Los volúmenes abarcaban desde libros diminutos, del tamaño de la palma de una mano, hasta un enorme tomo cuyo transporte debía de haber sido todo un desafío. Dannyl los examinó, desapilándolos y reapilándolos a medida que leía los títulos.
—¿Por cuál empiezo? —preguntó en voz alta.
Tayend sacó un polvoriento volumen de la parte media de uno de los montones.
—Este fue el primero que leyó Akkarin.
Dannyl miró a Tayend, impresionado. Los ojos del joven brillaban de entusiasmo.
—¿Recuerdas eso?
El académico sonrió abiertamente.
—Se necesita buena memoria para hacer uso de la biblioteca. ¿Cómo si no podrías encontrar un libro después de haberlo leído?
Dannyl bajó la vista al libro que sostenía en las manos. Prácticas mágicas de las tribus de las montañas Grises. La fecha bajo el título indicaba que el libro tenía al menos cinco siglos de antigüedad, y sabía que ninguna tribu había habitado las montañas entre Elyne y Kyralia desde entonces, como mínimo. Intrigado, lo abrió y comenzó a leer.