33. La advertencia del Gran Lord


El gorjeo de los pájaros y el sonido del viento saludó a Dannyl al despertar. Abrió los ojos y parpadeó, momentáneamente confundido por el entorno. Muros de piedra se erigían alrededor, pero no había tejado por encima. Yacía en un grueso lecho de hierba. El aire tenía el aroma de la mañana.

Armje. Estaba en las ruinas de Armje.

Entonces recordó la cámara, y el techo abovedado, y los ataques de este.

«He sobrevivido, pues.»

Se inspeccionó a sí mismo. El bajo de la túnica estaba carbonizado. Tenía roja la piel de las pantorrillas por encima de donde habían estado sus botas, y le ardía de escozor. Al levantar la mirada, halló las botas perfectamente alineadas a unos pasos de distancia. Estaban carbonizadas.

Había estado a punto de morir, comprendió.

Tayend debía de haberle sacado de la caverna y llevado hasta ese lugar. Dannyl miró a su alrededor, pero no vio ni rastro de él. Captando una mancha de color en el terreno cercano, reconoció la chaqueta azul de Tayend, doblada junto a otro lecho de hierba.

Se planteó levantarse y buscar a su amigo, pero permaneció en su lecho de hierba. Tayend no estaría lejos, y sentía una abrumadora resistencia a moverse. Necesitaba reposo, y no porque su cuerpo lo requisiera, sino porque tenía que recuperar sus poderes mágicos.

Se concentró en la fuente de su poder, y descubrió que casi no le quedaba magia que invocar. Por lo general, habría dormido hasta recobrarse al menos parcialmente. Quizá el persistente recuerdo del peligro le había despertado tan pronto como recuperó la fuerza suficiente para arrancarle de su letargo. Saber que carecía de magia debería haberle causado sensaciones de vulnerabilidad e inquietud, pero en cambio se sintió más libre, como eximido de algo.

Se apoyó sobre un codo al oír pasos. Tayend entró en el recinto y sonrió cuando vio que Dannyl estaba despierto. El académico tenía el pelo un poco alborotado, pero por lo demás aún conseguía parecer acicalado a pesar de haber dormido en un lecho de hierba.

—Por fin estás despierto. Acabo de rellenar las petacas. ¿Sediento?

Dándose cuenta de que lo estaba, Dannyl asintió. Aceptó la petaca y la apuró. Tayend se puso en cuclillas a su lado.

—¿Estás bien?

—Sí. Los tobillos un poco chamuscados, pero nada más.

—¿Qué ha sucedido?

Dannyl meneó la cabeza.

—Estaba a punto de hacerte la misma pregunta.

—Tu parte primero.

—Muy bien.

Dannyl describió la cámara, y cómo le había atacado. Tayend abría los ojos cada vez más a medida que escuchaba.

—Cuando entraste, yo continué leyendo los jeroglíficos —dijo el académico—. La escritura decía que la puerta conducía a un lugar llamado la Cámara del Castigo Último, y un poco después averigüé que fue construida para ejecutar a magos. Intenté llamarte, avisarte, pero entonces oí que tú me llamabas, y creaste las luces. Antes de poder alcanzar el final del pasillo, se apagaron.

Tayend tembló.

—Seguí avanzando. Cuando llegué a la caverna, estabas apretado contra algo invisible. Entonces caíste hacia delante, pero no te movías. Vi más de esas cosas relámpago en las paredes. Corrí y te agarré por los brazos, y te saqué de la plataforma. El rayo la tocó, y después todo fue oscuridad. No veía nada, pero seguí tirando de ti, hasta el pasillo y luego fuera. Después te traje aquí. —Hizo una pausa, y su boca se curvó en una media sonrisa—. Pesas mucho, por cierto.

—¿Sí?

—Es por la altura, estoy seguro.

Dannyl sonrió, y repentinamente se sintió abrumado por el afecto y la gratitud.

—Me has salvado la vida, Tayend. Te lo agradezco.

El académico parpadeó, luego sonrió semiconscientemente.

—Supongo que sí. Parece que te he devuelto el favor. Y bien, ¿crees que el Gremio conoce la existencia de esta Cámara del Castigo Último?

—Sí. No. Tal vez.

Dannyl sacudió la cabeza. No quería hablar del Gremio, ni de la caverna.

«Estoy vivo», pensó.

Miró a su alrededor, a los árboles, al cielo; después a Tayend.

«Realmente es un hombre muy guapo», pensó de repente, recordando la fuerte impresión que le había causado la refinada belleza del académico aquel primera día, en los muelles de Capia.

Percibió algo justo en el límite de sus pensamientos, como un recuerdo fuera de su alcance. Se hacía más intenso cuanto más se concentraba en ello, y una familiar sensación de inquietud se abatió sobre él. Trató de quitársela de encima.

De repente fue plenamente consciente de su carencia de fuerza mágica. Frunció el ceño, preguntándose por qué había intentado alcanzar sus poderes inconscientemente. Entonces lo comprendio. Había estado a punto de emplear sus poderes de sanación para desprenderse de aquel desasosiego, o al menos de la reacción física que lo había provocado.

«Como hago siempre, sin darme cuenta.»

—¿Algo va mal? —preguntó Tayend.

Dannyl negó con la cabeza.

—Nada.

Pero era mentira. Todos aquellos años había estado haciendo lo mismo: desviar su atención de los pensamientos que le habían causado tantos problemas y suplicios, y emplear su poder de sanación para impedir que su cuerpo reaccionara en primer lugar.

Los recuerdos regresaron en avalancha. Recuerdos de ser objeto de escándalos y rumores. Había decidido que si sus sentimientos eran tan inaceptables, entonces sería mejor no sentir nada en absoluto. Y quizá, con el tiempo, empezaría a desear lo que era correcto y apropiado.

Pero nada había cambiado. En el mismo momento en que perdió su capacidad para sanar, allí estaba otra vez. Había fracasado.

—¿Dannyl?

Mirando a Tayend, Dannyl notó que le daba un vuelco el corazón. ¿Cómo podía mirar a su amigo, y considerar que ser como él era un fracaso?

No podía. Recordó algo que Tayend había dicho: «Existe una… una convicción en mi fuero interno sobre lo que considero natural y correcto que es tan fuerte como su propia convicción sobre lo que es natural y correcto».

¿Qué era lo natural y correcto? ¿Quién lo sabía realmente? El mundo nunca fue tan simple para que una sola persona pudiera poseer todas las respuestas. Había luchado contra aquello durante mucho tiempo. ¿A qué se asemejaría dejar de luchar? A aceptar lo que era.

—Tienes una expresión en la cara de lo más extraña. ¿En qué estás pensando?

Dannyl dirigió a Tayend una mirada calculadora. El académico era su amigo más íntimo. Incluso más que Rothen. Nunca había sido capaz de contar a Rothen la verdad, y sabía que podía confiar en Tayend. ¿Acaso no le había protegido el académico de los cotilleos en Elyne?

«Qué gran alivio supondría contárselo a alguien», pensó Dannyl. Respiró hondo, y dejó escapar el aire lentamente.

—Me temo que no he sido del todo sincero contigo, Tayend.

Los ojos del académico se agrandaron ligeramente. Se recostó hacia atrás, apoyado sobre las caderas, y sonrió.

—¿En serio? ¿Cómo es eso?

—Ese aprendiz con el que entablé amistad hace años… era exactamente lo que decían que era.

Los labios de Tayend se curvaron en una media sonrisa.

—Nunca dijiste que no lo fuera.

Dannyl titubeó, luego continuó.

—Y yo también.

Observando el rostro de Tayend, Dannyl se sorprendió al ver que su sonrisa se ensanchaba.

—Lo sé.

Dannyl frunció el ceño.

—¿Cómo podías saberlo? Yo ni siquiera… me acordaba hasta ahora.

—¿Acordarse? —El rostro de Tayend se ensombreció, y ladeó la cabeza—. ¿Cómo se olvida algo como eso?

—Yo… —Dannyl suspiró y le explicó lo referente a la sanación—. Después de un par de años, se convierte en un hábito, supongo. La mente puede ser algo poderoso, especialmente en los magos. Nos adiestran para enfocar nuestras mentes y alcanzar profundos niveles de concentración. Aparté todo pensamiento peligroso. Podría no haber funcionado si no hubiera sido capaz de sofocar mis sentimientos físicos con magia. —Hizo una mueca—. Pero no cambió nada. Me vació de cualquier sentimiento de atracción. No deseaba ni a hombres ni a mujeres.

—Debe de haber sido terrible.

—Sí… y no. Tengo pocos amigos. Supongo que era un solitario. Pero era una soledad embotada. No hay tanto dolor en la vida si no te involucras con otros. —Guardó silencio—. Pero ¿eso es vivir, realmente?

Tayend no contestó. Mirando al académico, Dannyl advirtió cierto recelo en su rostro.

—Tú lo sabías —dijo Dannyl lentamente—. Pero no podías decir nada. De lo contrario, habría reaccionado con temor y negándolo.

Tayend se encogió de hombros.

—Era más bien una conjetura. Aunque si acertaba, sabía que existía la posibilidad de que nunca lo afrontaras. Ahora que conozco el esfuerzo que realizaste, es asombroso que lo hayas hecho. —Se interrumpió un instante—. Los hábitos son difíciles de romper.

—Pero lo haré. —Dannyl se quedó paralizado al darse cuenta de sus palabras.

«¿Puedo realmente comprometerme a eso? ¿Puedo aceptar lo que soy, y hacer frente a este miedo al descubrimiento y al rechazo?»

Mientras contemplaba a Tayend, una voz en lo más profundo de su ser le respondió: «¡Sí!».

El sendero que llevaba a la residencia del Gran Lord estaba espolvoreado con fragmentos diminutos de color. El viento susurraba entre los árboles, y hacía revolotear más flores, que se unían a las que ya tapizaban el suelo. Sonea admiró los colores. Un desenfadado humor la había acompañado desde la visita a sus tíos del día anterior. Ni siquiera las miradas de Regin en clase lo habían ensombrecido.

Cuando llegó a la entrada, sin embargo, la embargó un familiar pesimismo. La puerta se abrió hacia dentro a su contacto, y Sonea saludó con una reverencia al mago que aguardaba en la sala de invitados.

—Buenas noches, Sonea —dijo Akkarin. ¿Eran imaginaciones suyas, o había algo distinto en su tono de voz?

—Buenas noches, Gran Lord.

Las cenas de los primerdías se habían convertido en una rutina predecible. Él siempre le preguntaba por las lecciones; ella respondía lo más sucintamente posible. No hablaban sobre mucho más. La noche siguente a su encuentro en los pasadizos, Sonea había supuesto que sacaría el tema a colación, pero, para su alivo, no lo mencionó ni una sola vez. Obviamente, el mago no consideraba necesaria una mayor reprimenda.

Subió laboriosamente la escalera. Takan, como siempre, los esperaba en el salón comedor. Alrededor del sirviente se arremolinaba un delicioso aroma a especias, y notó que su estómago rugía impaciente. Pero cuando Akkarin se sentó frente a ella, recordó la historia de Ranel sobre el asesino, y su apetito se esfumó.

Bajó la vista a la mesa, y a continuación lanzó una mirada furtiva a Akkarin. ¿Estaba sentada frente a un asesino? El mago clavó los ojos en ella, y la chica rápidamente esquivó su mirada.

Ranel había dicho que el asesino llevaba un anillo con una gema roja. Miró las manos de Akkarin, y casi se sintió decepcionada al ver que estaban desnudas. Ni siquiera una marca que insinuara la posibilidad de que se pusiera un anillo de vez en cuando. Sus dedos eran largos y elegantes, aunque masculinos…

Takan entró con una fuente de comida, desviando su atención. Cuando Sonea empezó a comer, Akkarin se enderezó, y Sonea supo que su habitual interrogatorio estaba a punto de iniciarse.

—Bien, ¿cómo se encuentran tu tío y tu tía, y su hijo? ¿Pasaste una tarde agradable con ellos, ayer?

«¡Lo sabe!»

Inspiró sobresaltada, y sintió que algo se le quedaba atascado en la garganta. Cogió una servilleta, se cubrió el rostro y tosió.

«¿Cómo sabe adónde fui? ¿Me siguió? ¿O estaba en las barriadas, a la caza de víctimas, y me vio por casualidad?»

—No irás a morirte en mi presencia, ¿verdad? —preguntó secamente—. Eso sería una inconveniencia.

Apartó la servilleta, y encontró a Takan de pie a su lado, ofreciéndole un vaso de agua. Lo cogió y se la bebió de un trago.

«¿Qué debería decir? Sabe dónde viven Jonna y Ranel.»

Sintió una punzada de miedo, pero la obvió. Si hubiera querido, podría haberlo averiguado fácilmente sin necesidad de seguirla. Puede que incluso hubiera extraído la información de su mente… o de Rothen.

El mago no dio la impresión de que estuviera esperando una respuesta, ni de que desistiera de recibir una.

—No desapruebo que los visites —dijo—. Sí que espero, sin embargo, que solicites permiso si tienes intención de salir de los terrenos del Gremio, en cualquier momento. La próxima vez… —Miró a Sonea directamente, con ojos duros—. Sin duda recordarás preguntarme primero.

La chica asintió bajando la mirada.

—Sí, Gran Lord.

La puerta se abrió justo en el mismo momento en que Lorlen llegaba a la residencia del Gran Lord. Se detuvo cuando Sonea salió, con la caja en una mano. La chica le miró, pestañeando por la sorpresa, y a continuación saludó con una reverencia.

—Administrador.

—Sonea —respondió él.

Los ojos de ella se posaron en su mano, y se abrieron de par en par. Parpadeó, mirándole a los ojos, con expresión inquisitiva; luego apartó rápidamente la mirada y pasó a toda prisa a su lado, encaminándose hacia la universidad.

Lorlen se miró el anillo que llevaba puesto, y experimentó en sus entrañas una sensación de hundimiento. Claramente, la chica había oído hablar del asesino y del anillo rojo. ¿Qué pensaría ahora de él? Se volvió a mirarla, sintiendo una opresión en el pecho. Día a día pasaba de una inevitable pesadilla a otra. De la sombra de Akkarin a los tormentos impuestos por los aprendices. Era una situación cruel e innecesaria. Apretó los puños, avanzó hasta la puerta y la franqueó. Akkarin estaba sentado en uno de sus lujosos sillones, bebiendo ya de una copa de vino.

—¿Por qué permites que los aprendices la tomen con ella? —inquirió antes de que su ira y coraje desfallecieran.

Akkarin arqueó las cejas.

—Presumo que te refieres a Sonea. Le beneficia.

—¿Le beneficia? —exclamó Lorlen.

—Sí. Tiene que aprender a defenderse por sí misma.

—¿Contra otros aprendices?

—Sonea debería ser capaz de derrotarlos. No están bien coordinados.

Lorlen sacudió la cabeza y empezó a pasearse por la estancia.

—Pero no los está derrotando, y algunos magos se preguntan por qué no intervienes y pones fin al asunto.

Akkarin se encogió de hombros.

—Depende de mí la forma de entrenar a mi aprendiz.

—¡Entrenar! ¡Eso no es un entrenamiento!

—Ya oíste el análisis de lord Yikmo. Es demasiado buena persona. Un conflicto real la enseñará a contraatacar.

—Pero se trata de quince aprendices contra una. ¿Cómo puedes suponer que ella aguantrá contra tantos?

—¿Quince? —Akkarin sonrió—. La última vez que los vi eran casi veinte.

Lorlen dejó de andar y miró fijamente al Gran Lord.

—¿Has estado observándola?

—Siempre que me es posible. —La sonrisa de Akkarin se ensanchó—. Aunque en ocasiones no es fácil seguirles. Me gustaría saber cómo terminó la última vez. Dieciocho, quizá diecinueve, y aun así consiguió librarse.

—¿Escapó? —Repentinamente, Lorlen se sintió mareado. Se acercó a una silla y se dejó caer en ella—. Pero eso significa…

Akkarin rió entre dientes.

—Te aconsejaría que te lo pensaras dos veces si estuvieras planeando enfrentarte a ella en la Arena, Lorlen, aunque su falta de habilidad y confianza te aseguraría una victoria.

Lorlen no contestó. Su mente estaba aún lidiando con la idea de que una aprendiz tan joven como Sonea pudiera ser ya tan poderosa. Akkarin se inclinó hacia él; sus ojos oscuros destellaron.

—Cada vez que la atacan, ha de emplearse al máximo —dijo con tranquilidad—. Está aprendiendo a defenderse por sí misma de formas que ni Balkan ni Yikmo podrían enseñarle. No voy a detener a Regin ni a sus cómplices. Son los mejores profesores que tiene.

—Pero… ¿por qué quieres que sea más fuerte? —Lorlen resolló—. ¿No temes que se vuelva contra ti? ¿Qué hará cuando se gradúe?

La sonrisa de Akkarin se desvaneció.

—Ella es la aprendiz predilecta del Gran Lord. El Gremio espera de ella que sobresalga. Pero nunca será lo bastante fuerte para suponer una ameneza para mí. —Apartó la mirada y su expresión se endureció—. En cuanto a la graduación, decidiré cómo tratar el asunto cuando llegue el momento.

Lorlen sintió un escalofrío al percibir una expresión calculadora en los ojos de Akkarin. Retornó un recuerdo de su visita al cuartel de la Guardia. La imagen de los cadáveres del muchacho asesinado y su padre era difícil de olvidar. Aunque más cruenta, la muerte del joven no le había estremecido tanto como la otra. Las muñecas del padre tenían cortes superficiales, y había perdido poca sangre. Y aun así estaba muerto.

Siguiendo las instrucciones de Akkarin, Lorlen había explicado a Barran que no enviaría magos a la caza del descarriado, como había hecho con Sonea. La búsqueda anterior había forzado a la chica a recurrir a la ayuda de los ladrones, y estos habían retrasado la labor del Gremio durante meses. Aunque se rumoreaba que los ladrones también perseguían al asesino, no era imposible que pactaran un trato si acudía a ellos pidiendo ayuda. Por tanto, era mejor que el Gremio no diera motivos al asesino para ocultarse extremando las preocupaciones. La Guardia debía localizarle, después Lorlen se encargaría de proporcionar asistencia mágica para capturarle. Barran había expresado su conformidad; esa sería la medida más sabia.

Pero eso nunca sucedería si el asesino era Akkarin. Lorlen estudió al hombre de la túnica negra. Quería preguntar directamente a Akkarin si tenía relación alguna con los asesinatos, pero temía la respuesta. Y, en cualquier caso, incluso si la respuesta era negativa, ¿podría dar crédito a su negación?

—Ah, Lorlen —dijo Akkarin; su tono de voz sonaba divertido—. Cualquiera pensaría que Sonea es tu aprendiz adoptiva.

Lorlen obligó a su mente a regresar al tema.

—Si un tutor es negligente en sus obligaciones, es mi deber enmendar la situación.

—Y si te digo que no te entrometas en este asunto, ¿lo harás?

Lorlen frunció el ceño.

—Desde luego —dijo de mala gana.

—¿Cómo puedo confiar en ello —empezó Akkarin, tras un suspiro—, cuando no has cumplido lo que te pedí con respecto a Dannyl?

Sorprendido, Lorlen miró a Akkarin arrugando la frente.

—¿Dannyl?

—Ha continuado con su investigación.

Lorlen no pudo evitar sentir un destello de esperanza ante la noticia, pero rápidamente se desvaneció. Si Akkarin lo sabía, cualquier bien que pudiera derivarse de ello ya estaba perdido.

—Le envié órdenes para que abandonara la misión.

—Entonces no las ha acatado.

Lorlen titubeó.

—¿Qué harás?

Akkarin apuró su vaso, luego se levantó y caminó hasta la mesa de la bebidas.

—No lo he decidido. Si va a donde temo, morirá… y no por mi mano.

El corazón de Lorlen casi se detuvo.

—¿Puedes avisarle?

Akkarin dejó la copa en la mesa y suspiró.

—Quizá ya sea demasiado tarde. Tendré que sopesar los riesgos.

—¿Riesgos? —Lorlen frunció el ceño—. ¿Qué riesgos?

Akkarin se volvió y sonrió.

—Estás lleno de interrogantes esta noche. Me pregunto si últimamente no habrá algo en el agua del manantial. Todo el mundo parece ser más atrevido. —Se dio la vuelta y rellenó su copa y otra más—. Eso es lo único que puedo decirte, por ahora. Si fuera libre para contarte lo que sé, lo haría.

Cruzó la habitación y tendió una copa a Lorlen.

—Por ahora, tendrás que confiar en mí.