21. Las Tumbas de las Lágrimas Blancas


Mientras Sonea se alejaba caminando de la universidad, se imaginaba que podía sentir el enorme edificio encogiéndose detrás de ella. Le picaba la espalda con un persistente calor, y el frío aguijoneaba su cara. Más adelante se erguía imponente una oscura forma, que crecía a medida que se aproximaba.

La residencia del Gran Lord. La casa de Akkarin.

Había prolongado su cena tanto como le fue posible, y luego, incapaz de abandonar la universidad por ella misma, había ido a la biblioteca de los aprendices. Ahora, con esta cerrada y el resto de la universidad vacío y silencioso, no le quedaba más alternativa que regresar a su nueva habitación.

Su corazón latía demasiado rápido cuando llegó a la puerta. Se detuvo, tragó saliva y alargó la mano hacia el pomo. Nada más tocarlo, la puerta se abrió hacia dentro.

La sala estaba iluminada por un único globo de luz. Había una figura sentada en una de las lujosas sillas, sosteniendo un libro con unos dedos largos y pálidos. Levantó la mirada y Sonea sintió que algo le oprimía el estómago.

—Entra, Sonea.

Obligó a sus piernas a moverse. Una vez dentro, la puerta se cerró tras ella, emitiendo un suave pero firme chasquido.

—¿Te fue bien hoy en los exámenes?

Ella abrió la boca para responder, pero como no confiaba en su voz, decidió asentir con la cabeza.

—Eso es bueno. ¿Has cenado?

Volvió a asentir.

—Entonces deberías retirarte a descansar para mañana. Ve.

Aliviada, hizo una reverencia y franqueó apresuradamente la puerta a su izquierda. Creó un globo de luz y lo envió delante de ella mientras ascendía la escalera curva. Bajo la luz mágica, le recordaba la que conducía a la habitación subterránea donde había visto a Akkrain practicando magia negra. Aquella escalera estaba tras la puerta al otro lado de la sala de invitados, supuso. De este lado, la escalera solo subía.

Arriba, salió a un largo pasillo. Su dormitorio estaba tras la primera puerta. No había visto nada más de la residencia del Gran Lord.

Mientras giraba el pomo de la puerta, oyó pasos procedentes del otro extremo del pasillo. Al levantar la mirada, vio una pared iluminada por una luz paulatinamente más brillante, y la parte superior de la otra escalera.

Su voluntad ordenó a su propia luz que se apagara; Sonea abrió rápidamente la puerta de su habitación y se deslizó adentro. Entornó la puerta, dejando una rendija abierta, pero al escudriñar a través de ella masculló una maldición. Solo era visible la pared de enfrente. Para verle, tendría que abrir más la puerta, y seguro que lo notaba.

La luz se reflejó en la pared del pasillo. Los pasos se detuvieron y un leve chasquido llegó a sus oídos. La luz se movió de nuevo, y entonces el eco de una puerta al cerrarse resonó en el pasillo y todo desapareció en la oscuridad.

«Conque ese es su dormitorio —caviló Sonea—. A solo unos veinte pasos.»

Saber que estaba tan cerca no era reconfortante, pero no habría sido mucho mejor de haberse hallado al otro lado de la residencia. Solo saber que ella estaba en el mismo edificio ya era suficientemente perturbador.

Sonea cerró la puerta con sigilo, se volvió e inspeccionó su habitación. La luz de la luna se derramaba a través de dos pequeñas ventanas, arrojando rectángulos pálidos sobre el suelo. El dormitorio parecía casi acogedor bajo aquella luz etérea.

Era muy distinta de su sencilla habitación en el alojamiento de los aprendices. Los muebles estaban fabricados con madera de color rojo oscuro, lustrada para darle brillo. Había un gran armario situado contra una pared, y junto a este una mesa para estudiar. Entre las dos ventanas había una cama. Algo reposaba en ella.

Sonea se dirigió a la cama y su voluntad proyectó un globo de luz. Un fardo de un género sencillo, atado con una cuerda, yacía sobre las mantas. Cuando desató el nudo, el fardo se abrió y una tela de color verde se desparramó hacia fuera.

Su vestido para la Ceremonia de Aceptación.

Lo levantó y unos objetos más pesados cayeron de entre los pliegues: su espejo y su cepillo de plata, y dos libros de poesía que Rothen le había dado. Sintió que las lágrimas le inundaban los ojos.

«No. No voy a ponerme a lloriquear como una niñita perdida», se dijo a sí misma.

Parpadeó para desprenderse de aquella humedad y depositó los objetos sobre la mesa de estudio. Luego llevó el vestido al armario ropero.

Un tenue olor a madera impregnó el aire mientras colgaba el vestido en una percha. El aroma le trajo recuerdos del Salón Gremial. La imagen de Rothen pronunciando las palabras ceremoniales de un tutor centelleó en su mente. Recordaba la euforia que la había invadido mientras permanecía de pie a su lado, con sus túnicas nuevas en las manos.

«Pero él ya no es mi tutor.»

Tras un suspiro, cerró la puerta del armario.

Volvió hasta la cama y divisó un objeto más pequeño sobre el cobertor. Al cogerlo, reconoció la tosca figura de un reber que Dorrien había dado a Rothen poco después de su llegada. A ella le había fascinado cómo algo podía estar tallado de un modo tan rudimentario y aun así contener toda la esencia del animal que representaba.

Dorrien. No había pensado en él desde su partida. Daba la impresión de haber sido hacía semanas, pero solo habían pasado dos días desde que subieron al manantial y la besó.

¿Qué iba a pensar cuando se enterara del cambio repentino de tutor? Lanzó un suspiro. Como el resto de los magos, se maravillaría de su «buena fortuna»; pero estaba segura de que, de haberse encontrado él todavía allí, habría detectado que algo no iba bien. Habría notado su miedo, al igual que la angustia y la ira de Rothen.

Pero él no estaba allí. Estaba lejos, en su pequeña aldea de montaña.

Tarde o temprano Dorrien volvería a visitar el Gremio. Cuando lo hiciera, él desearía verla. ¿Se lo permitiría Akkarin? Sonea sonrió. Incluso si Akkarin lo prohibía, Dorrien encontraría un modo. Aparte, si Akkarin impedía a Dorrien verla, eso levantaría sospechas.

Pero ¿sería así? A Akkarin le bastaba con afirmar que Dorrien la estaba distrayendo de los estudios, y aunque Dorrien pudiera encontrarlo un poco sobreprotector, nadie más lo cuestionaría. Frunció el ceño. ¿Y si Dorrien se percataba de que algo iba mal? ¿Qué haría? ¿Qué haría Akkarin? Se estremeció. A diferencia de Rothen y de ella misma, Dorrien vivía lejos, fuera de la vista del Gremio. ¿Quién haría preguntas si un sanador que trabajaba en una aldea distante moría en un «accidente»?

Apretó la talla con fuerza. No debía dar a Akkarin motivos para que se fijara en Dorrien. Cuando este regresara al Gremio, tendría que decirle que no albergaba sentimientos hacia él. El propio Dorrien había dicho que ella podría encontrar a alguien más en los años que faltaban hasta la graduación. Le dejaría pensar que así había sido.

Pero nunca podría haber nadie más. No mientras fuera la rehén de Akkarin. Hacer un amigo era poner a alguien en peligro. ¿Y qué pasaba con su tía y su tío y su primito? Por ahora, Akkarin no haría daño a Rothen, pues eso le daría vía libre a ella para revelar su secreto. Si el Gran Lord supiera dónde estaba su familia, podría utilizarlos en su contra, también.

Dejó escapar un suspiro y se tumbó en la cama. ¿Cuándo había empezado todo a ir mal? Sus pensamientos volvieron a la plaza Norte. Desde aquel día su destino había estado en las manos de otros: primero Cery y Harrin, luego los ladrones, después Rothen, y ahora Akkarin. Antes de aquel episodio, no había sido más que una chiquilla, protegida por su tío y su tía. ¿Alguna vez recuperaría el control de su vida?

«Pero estoy viva —se recordó a sí misma—. Lo único que puedo hacer ahora es tener paciencia y esperar que pase algo que arregle todo esto… y asegurarme de estar lista para ayudar cuando pase.»

Se levantó y fue hasta la mesa de estudio. Si pasaba algo, probablemente recurriría a la magia, así que cuanto más preparada estuviera, mejor. Los exámenes de sanación eran al día siguiente, y se obligó a repasar sus apuntes una vez más.

Rothen volvió a acercarse a la ventana y se quedó mirando la residencia del Gran Lord. Dos pequeños cuadrados de luz habían aparecido junto a la torre septentrional en las dos últimas noches. Cuanto más los miraba, más convencido estaba de que Sonea se hallaba tras aquellas ventanas.

«Qué asustada debe de estar. Qué atrapada. Debe de estar deseando no haber accedido jamás a unirse al Gremio.»

Se dio cuenta de que tenía los puños cerrados. Se forzó a sí mismo a retornar a su silla en la sala de invitados y, tras sentarse, contempló los restos de su cena a medio comer.

«¿Qué puedo hacer? Tiene que haber algo que pueda hacer.»

Se había formulado a sí mismo esa pregunta una y otra vez. Y la respuesta siempre era la misma.

«Tanto como te atrevas a hacer.»

Todo dependía de la seguridad de Sonea. Quería salir al pasillo y contar a gritos la verdad a todos los magos que habían aceptado tan ciegamente la decisión de Akkarin, pero sabía que, si lo hacía, la chica sería la primera de las víctimas de Akkarin. El poder de Sonea sería empleado para luchar contra el Gremio; su muerte ayudaría a Akkarin a derrotarlos.

Quería desesperadamente hablar con Lorlen. Aunque ansiaba una garantía de que Lorlen no sacrificaría la vida de Sonea en un intento de derrotar a Akkarin, también quería saber que el administrador no había abandonado los planes para enfrentarse al Gran Lord.

Akkarin había prohibido cualquier contacto entre ellos, pero incluso aunque se atreviera a correr el riesgo de hablar con Lorlen, no podía hacerlo. El administrador se había retirado a sus habitaciones y estaba descansando. Desde que se enteró de aquello, a Rothen le había preocupado que Lorlen hubiera sido herido en su confrontación con Akkarin. La posibilidad era aterradora. Si Akkarin era capaz de hacer daño a su amigo más íntimo, ¿qué no haría con aquellos que le importaban menos?

Pero era posible que el Gran Lord estuviera acostumbrado a matar y a extraer poder de otros. Era posible que lo hubiera estado haciendo durante años. Rothen frunció el ceño. ¿Cuánto tiempo llevaba Akkarin practicando magia negra? ¿Desde que fue nombrado Gran Lord? ¿Más?

Desde que Sonea le había contado el secreto de Akkarin, Rothen había reflexionado muchas veces sobre cómo habría descubierto la magia negra. Era generalmente aceptado que el Gremio había destruido cualquier conocimiento de ella hacía siglos. A los magos superiores se les había enseñado a reconocerla, pero eso era todo. No obstante, cabía la posibilidad de que Akkarin tuviera acceso a información y preceptos de documentos olvidados en algún lugar del Gremio.

O podría haber aprendido magia negra años atrás, antes de emprender su viaje. Acaso la búsqueda de conocimiento de poder ancestral no había sido sino una excusa para descubrir más, o simplemente para ganar tiempo y libertad para practicar. O tal vez fue durante los viajes de Akkarin cuando había descubierto la magia negra. ¿Se había tropezado Akkarin con ese conocimiento y lo había utilizado para fortalecerse a sí mismo?

Donde existía un conocimiento de poder, a menudo también podía hallarse un medio para derrotar a ese poder. Si Akkarin había descubierto la magia negra durante sus viajes, entonces otro podría encontrarla de nuevo. Rothen lanzó un suspiro. Si tan solo tuviera la posibilidad de dejar el Gremio, pasaría cada momento del día en busca de ese conocimiento. Pero no podía marcharse. Akkarin probablemente le estaría vigilando de cerca. No querría que Rothen recorriera las Tierras Aliadas, lejos de su vista.

«Algún otro deberá hacerlo, entonces —asintió Rothen para sí mismo—. Alguien con libertad para viajar. Alguien que lo haga sin formular demasiadas preguntas. Alguien en quien pueda confiar…»

Lentamente, Rothen empezó a sonreír. Conocía exactamente a la persona adecuada.

Dannyl.

Cientos de antorchas titilaban en la fría brisa nocturna. Más adelante, varios centenares más formaban un largo zigzag que serpenteaba de un lado a otro en dirección ascendente, hacia el cielo. La superficie rocosa de un acantilado estaba iluminada por ellas, y, a intervalos, las bocas de las cuevas aparecían bordeadas por las llamas.

Los remeros tiraban de los remos al compás del lento tamtam del tambor en la proa. La balada era devuelta por el eco en los acantilados mientras los cantantes se movían en una pausada harmonía que a Dannyl le produjo escalofríos. Echó un vistazo a Tayend, que miraba con asombro las demás canoas alrededor. Tras unas semanas de descanso, el cortesano ofrecía una aspecto más saludable.

—¿Te sientes bien? —murmuró Dannyl.

Tayend asintió y señaló el casco de la embarcación.

—Apenas se balancea.

Les llegó el sonido desde el fondo de un suave roce. Los remeros desembarcaron ágilmente de un salto y tiraron de la canoa hacia la playa. Tayend se puso en pie y, tras calcular cuidadosamente la cadencia de las olas que se arremolinaban alrededor de la embarcación, saltó afuera cuando el agua se retiró. Maldijo al hundirse con sus elegantes zapatos en la arena mojada.

Riendo entre dientes, Dannyl bajó de la canoa y echó a andar por la playa hacia el sendero flanqueado de antorchas. Se detuvo cuando un grupo grande de dolientes iniciaron su procesión por la escalera esculpida en la cara del acantilado. Dannyl y Tayend les siguieron, dejando un respetuoso hueco entre el grupo y ellos.

La gente de Vin visitaba esas cuevas todos los meses, con la luna llena. En ellas estaban las tumbas de los muertos. Se despositaban ofrendas junto a los restos de los ancestros, y se hacían peticiones a sus espíritus. Algunas tumbas eran tan antiguas que no quedaban descendientes que las visitaran, y era una de esas la que Dannyl y Tayend habían ido a ver.

Recordando las costumbres de las que les habían hablado, guardaron silencio mientras subían. Pasaron junto a varias cuevas, avanzando a un ritmo constante. Tayend respiraba con dificultad cuando el grupo de dolientes por delante de ellos giró hacia la entrada de una cueva. Tras un descanso breve, él y Dannyl continuaron el ascenso por la angosta escalera.

—Espera. Mira esto.

Al oír el susurro, Dannyl se volvió y encontró a Tayend apuntando con el dedo la entrada de una cueva que había pasado de largo sin darse cuenta. Un ligero pliegue en el acantilado había ocultado una estrecha hendidura que apenas era lo suficientemente ancha para que un hombre se deslizara por ella de lado. Sobre ella había un símbolo esculpido.

Dannyl, que había reconocido el símbolo, se acercó a la grieta y escudriñó el interior. Solo pudo ver oscuridad. Dio un paso atrás, creó un globo de luz y lo mandó adentro.

Tayend soltó un gritito medio ahogado cuando la luz reveló un rostro que los observaba fijamente. El hombre miró a Dannyl con los ojos entrecerrados y dijo algo en vindeano. Comprendiendo que era un guardián de tumbas, Dannyl recitó el saludo ritual que le habían enseñado.

El hombre dio la réplica apropiada, luego retrocedió e hizo una seña. Mientras Dannyl se deslizaba al interior, su globo de luz extrajo destellos de la bruñida armadura ceremonial y la espada corta del guardián. Este efectuó una rígida reverencia.

Estaban en un pequeño recinto. Un pasillo bajo se internaba en las profundidades del acantilado. Las paredes estaban cubiertas de pinturas. Tayend las examinó de cerca, con exclamaciones susurrantes de admiración.

—Necesitar vigilante —dijo el guardián—. Para no perderse. No llevarse nada, ni solo piedra. —Sacó una pequeña flauta y sopló una única nota. Un momento después, un chico con una sencilla prenda de vestir larga ceñida con un cinturón apareció en la entrada.

Les hizo una seña, y cuando Dannyl y Tayend atravesaron la puerta, les indicó que deberían ir delante. Cuando echaron a andar por un estrecho túnel, el chico les siguió en silencio.

Tayend marcaba el paso, caminando lentamente mientras examinaba las pinturas de las paredes.

—¿Algo interesante? —preguntó Dannyl cuando el académico se detuvo por tercera vez.

—Oh, sí —musitó Tayend. Miró a Dannyl y luego sonrió con aire de disculpa—. Solo que no tiene relación con lo que buscas.

Se enderezó y continuó acelerando el paso, con la atención aún puesta en las paredes pero con expresión menos distraída. Con el transcurso del tiempo, Dannyl fue cada vez más consciente del peso de la tierra por encima, y de la proximidad de las paredes. Si el túnel se derrumbara, estaba seguro de que podría evitar ser aplastados levantando un escudo de una barrera. Había hecho algo parecido un año antes cuando, para impedir que capturara a Sonea, los ladrones habían derrumbado uno de sus túneles.

Pero esta vez era distinto. Había muchas más rocas y tierra sobre él. Era probable que pudiera evitar que fueran aplastados, pero no estaba seguro de lo que haría después. ¿Podría desplazar la tierra alrededor de la barrera, y así abrir un túnel para salir? ¿Tendría tiempo antes de que se agotara el aire en el interior? ¿Poseía la fuerza mágica para llevarlo a cabo? En caso contrario, se iría debilitando lentamente hasta que el peso de la tierra le venciera.

Perturbado por la idea, trató de pensar en otra cosa. Las pisadas del chico que les seguía eran apenas perceptibles. Se preguntó si al muchacho le preocuparía quedar enterrado vivo. Se encontró a sí mismo pensando en otro día, cuando se internó en los túneles bajo la universidad para ver por qué Fergun había estado husmeando allí abajo. Había combatido la sospecha de que alguien le estaba siguiendo, para terminar descubriendo que ese alguien era el Gran Lord.

—¿Estás bien?

Dannyl saltó al oír la pregunta. Tayend le observaba detenidamente.

—Sí. ¿Por qué?

—Respiras un poquito rápido.

—Ah, ¿en serio?

—Sí.

Tras unos cuantos pasos más, Dannyl tomó aire, en silencio, y lo expulsó poco a poco; después empezó a realizar un ejercicio tranquilizante.

Tayend le echó una mirada y sonrió.

—¿Te molesta estar bajo tierra?

—No.

—Mucha gente se siente incómoda en lugares como este. He visto a multitud de personas que les entra pánico en la biblioteca, así que he aprendido a reconocer las señales. Me dirás si vas a dejarte llevar por el pánico, ¿verdad? No me agrada mucho la idea de estar cerca de un mago nervioso.

Dannyl sonrió.

—Estoy bien. Es solo que… me estaba acordando de un par de experiencias desagradables en sitios similares.

—¿Sí? Cuéntame.

De algún modo, relatar las dos experiencias hizo que Dannyl se sintiera mejor. Describir cómo llegaron a enterrarle los ladrones le condujo a la historia sobre la búsqueda de Sonea. Tayend entornó los ojos cuando contó la parte donde se había internado en los túneles bajo la universidad y encontrado al Gran Lord.

—Te asusta, ¿no es cierto?

—No. No me asusta tanto como… Bueno, depende de la situación.

Tayend soltó una risita.

—Bien, si alguien tan aterrador como tú tiene miedo del Gran Lord, entonces definitivamente me mantendré apartado de su camino.

Dannyl se paró en seco.

—¿Yo soy aterrador?

—Oh, sí —asintió Tayend—. Mucho.

—Pero… —Dannyl sacudió la cabeza—. No he hecho nada para… —Calló cuando recordó al atracador—. Bueno, supongo que ahora sí, pero… seguro que no me tenías miedo antes de eso, ¿no?

—Por supuesto que te lo tenía.

—¿Por qué?

—Todos los magos asustan. Todo el mundo ha oído lo que pueden hacer, pero lo que más asusta es lo que no sabes que pueden hacer.

Dannyl torció el gesto.

—Bueno, supongo que ya has visto lo que puedo hacer. Y no tenía intención de matarlo.

Tayend dio unos pasos mientras le observaba en silencio.

—¿Cómo te sientes respecto a eso?

—No muy bien —admitió Dannyl—. ¿Y tú?

—No estoy seguro. Es como si tuviera dos visiones diferentes y opuestas al mismo tiempo. No lamento que lo mataras, pero pienso que matar está mal. Supongo que es la incertidumbre lo que más me molesta. ¿Quién sabe realmente qué está bien o mal? He leído más libros que la mayoría de la gente que conozco, y ninguno de ellos concuerda en nada. Pero hay una cosa que quiero decirte.

Dannyl se obligó a mirar a Tayend a los ojos.

—¿Sí?

—Gracias. —La expresión de Tayend era sombría—. Gracias por salvarme la vida.

Algo en el interior de Dannyl se soltó, como al desatarse un nudo. Se dio cuenta de que había necesitado la gratitud de Tayend. No hacía que fuera más fácil convivir con su conciencia, pero le ayudaba a mantener en perspectiva todo el incidente.

Al mirar hacia delante, notó que su globo de luz no iluminaba como debería las paredes a lo lejos. Frunció el ceño, pero luego se dio cuenta de que se aproximaban a una caverna más grande. Mientras se acercaban, un aroma a mineral captó la atención de Dannyl. El penetrante olor que impregnaba el aire se hizo más definido al llegar a la abertura. Dannyl envió su globo de luz y Tayend jadeó.

La cámara era tan amplia como el Salón Gremial, y estaba llena de refulgentes cortinas y espirales de blanco. El eco del agua goteando resonaba por todo el espacio. Al mirar detenidamente, Dannyl pudo ver que caía de los extremos húmedos de las estalactitas. Entre las estalagmitas como colmillos corría un arroyo poco profundo.

—Las Tumbas de las Lágrimas Blancas —susurró Tayend.

—Formadas por el agua que se filtra por el techo, depositando minerales por dondequiera que fluye —explicó Dannyl.

Tayend puso los ojos en blanco.

—Eso ya lo sé.

Un resbaladizo camino conducía al interior de la cámara. Descendieron con cuidado y avanzaron por el desigual fondo de la caverna. A medida que iban dejando atrás aquellas fabulosas estructuras blancas, más aparecían a la vista. De repente Tayend se detuvo.

—La Boca de la Muerte —dijo con voz apagada.

Más adelante, una hilera de estalagmitas y estalactitas cruzaba la cámara. Algunas se habían fusionado entre sí al crecer, y lentamente se ensanchaban para formar columnas. Los huecos entre otras eran tan pequeños que parecía como si fueran a encontrarse en breves instantes.

Cada una era colosal en el suelo o en el techo, y quedaba rematada por una punta blanca muy fina, de tal modo que la composición entera ofrecía un aspecto similar al de la dentadura de un enorme animal.

—¿Qué te parece si vemos si existe un estómago? —preguntó Tayend. Sin esperar respuesta, pasó agachado entre dos de los dientes y desapareció.

Dannyl fue tras Tayend, y le encontró parado a la entrada de un túnel, haciendo señas con frenesí. Las paredes a cada lado eran cortinas de un blanco refulgente, rotas aquí y allá por nichos horizontales poco profundos. Se arrimó a Tayend y vio un esqueleto que yacía en un pequeño nicho, medio tapado por la nueva cortina de blanco que se había formado.

—Deben de haber cincelado las tumbas sabiendo que las paredes crecerían para recubrirlas —dijo Tayend en voz baja.

Siguieron andando y encontraron otra tumba, y luego otra. Cuando más lejos avanzaban, más numerosos y antiguos eran los sepulcros. Finalmente no quedaron esqueletos a la vista, solo paredes que habían cubierto los nichos por completo.

Dannyl sabía que habían pasado varias horas. Los vindeanos prohibían las visitas a las cuevas durante la luz del día, y empezó a preocuparle que no regresaran a la playa a tiempo para coger su canoa. Cuando llegaron al final del túnel, dejó escapar un suspiro de alivo.

—Aquí no hay nada —dijo Tayend, recorriendo el lugar con la mirada.

A su alrededor las paredes estaban intactas. Dannyl se desplazó hacia la derecha y las examinó cuidadosamente. En algunos puntos casi parecían translúcidas. Imitando su ejemplo, Tayend escudriñó atentamente la superficie de la pared a mano izquierda. Tras varios minutos, pronunció el nombre de Dannyl con excitación.

Al acercarse a su amigo, Dannyl vio que Tayend señalaba un pequeño agujero.

—¿Puedes introducir algo de luz ahí?

—Lo intentaré.

Mientras Tayend se echaba a un lado, Dannyl creó una minúscula chispa y la envió al interior del orificio. La observó atravesar una capa de mineral blanco del ancho de un dedo, para después surgir en la oscuridad.

Hizo brillar la chispa con mayor intensidad para iluminar el espacio de más allá, y sintió que una sonrisa se le extendía por el rostro.

—¿Qué es? —preguntó Tayend con excitación—. ¡Déjame ver!

Dannyl dio un paso a un lado, y observó mientras Tayend se inclinaba para escudriñar por el agujero. Los ojos del académico se abrieron de par en par. Tras la cortina de blanco se abría una pequeña cueva. En el centro reposaba un ataúd esculpido. Las paredes interiores estaban parcialmente cubiertas con sedimentos minerales, pero buena parte de la decoración tallada original seguía siendo visible.

Tayend sacó a toda prisa del abrigo unas hojas de papel y un carboncillo de dibujo, con los ojos irradiando excitación.

—¿Cuánto tiempo tenemos?

Dannyl se encogió de hombros.

—Una hora, probablemente menos.

—Será suficiente por el momento. ¿Podremos volver otra vez?

—No veo por qué no.

Tayend esbozó una sonrisa.

—¡Lo hemos encontrado, Dannyl! Hemos encontrado lo que tu Gran Lord estuvo buscando. ¡Evidencias de magia ancestral!