26El cierre

En el pasillo vio el rótulo destellante que indicaba el origen del conflicto. AUTOPSIAS. Hall se figuró el problema: fuese por lo que fuere, los cierres se habían roto y se había producido la contaminación. Con ello, sonaba la alarma.

Mientras corría por el pasillo, una voz sosegada, apaciguadora, decía por el altavoz:

«En Autopsias se ha roto el cierre. En Autopsias se ha roto el cierre. Nos hallamos en una emergencia».

Su técnico ayudante salió del laboratorio y le vio.

—¿Qué ha sido?

—Burton, creo. Se ha extendido la infección.

—¿Está bien Burton?

—Lo dudo —contestó Hall, corriendo. La joven corría a su lado.

Leavitt salió del cuarto de Morfología y se unió a ellos, lanzado a la carrera por el pasillo de suaves curvas. Hall iba diciéndose que Leavitt era muy ágil para su edad, cuando, de pronto, éste se paró.

Parecía que había quedado clavado al suelo; tenía los ojos fijos en el rótulo destellante y en la luz de arriba, que se encendía y se apagaba.

Hall miró atrás.

—Vamos —dijo.

—Doctor Hall, a su compañero le pasa algo —advirtió la ayudante.

Leavitt no se movía. Permanecía con los ojos abiertos, pero por lo demás hubiera podido creerse que se había dormido. Los brazos le colgaban abandonadamente sobre los costados.

—¡Doctor Hall!

Hall se paró y retrocedió.

—Peter, muchacho, vamos; necesitamos su…

No dijo nada más; Leavitt no le escuchaba. Continuaba con la vista fija en la luz intermitente. Cuando Hall le pasó la mano por delante del rostro, no reaccionó. Entonces Hall recordó las otras luces parpadeantes, aquellas de las cuales Leavitt se había apartado, disimulando con una broma.

—¡El magnífico granuja! —exclamó Hall—. Ahora, nada menos.

—¿Qué pasa? —inquirió la técnico. De la comisura de los labios de Leavitt manaba un hilillo de saliva. Hall se situó prestamente detrás de él y le dijo a la joven:

—Colóquese delante y cúbrale los ojos. No le deje mirar esa luz intermitente.

—¿Por qué?

—Porque parpadea tres veces por segundo —respondió Hall.

—Quiere decir que…

—Le dará el ataque en cualquier momento. Y le dio.

Con una prontitud aterradora, se le doblaron las rodillas y cayó al suelo. Quedó tendido de espaldas y todo su cuerpo empezó a estremecerse. El temblor le empezó por las manos y los pies, luego afectó los brazos y las piernas en toda su extensión, y finalmente el cuerpo entero. Leavitt cerró los dientes con fuerza y profirió un grito jadeante, fuerte. Como la cabeza se había puesto a golpear el suelo, Hall deslizó el pie debajo para que diera contra sus dedos. Siempre sería mejor que dejar que golpease las baldosas.

—No intente abrirle la boca —dijo Hall—. Es imposible. La tiene cerrada como una trampa.

Mientras miraban, una mancha amarilla empezó a extenderse por la cintura de Leavitt.

—Puede llegar al paroxismo —dijo Hall—. Vaya a la farmacia y tráigame cien miligramos de fenobarbital. Enseguida. Dentro de una jeringa. Más tarde le pondremos dilantín, si es preciso.

Por entre los apretados dientes, Leavitt gemía como un animal. Su cuerpo golpeaba el suelo rápidamente, como una cuerda tensa.

Unos momentos después, la muchacha regresaba con una jeringa. Hall aguardó a que Leavitt se relajara y su cuerpo cesase en su agitación; entonces le inyectó el barbitúrico.

—Quédese con él —le ordenó a la joven—. Si tiene otro ataque, haga lo que hice yo: ponga el pie debajo de su cabeza. Creo que se recuperará pronto. No trate de moverle.

Y corrió hacia el laboratorio de autopsias.

Durante unos segundos, trató de abrir la puerta, hasta que comprendió que estaba herméticamente cerrada. El laboratorio se había contaminado. Hall corrió hacia el control principal, y encontró a Stone mirando a Burton a través de los monitores del circuito cerrado de TV.

Burton estaba aterrorizado. Tenía la cara lívida y respiraba a boqueadas rápidas, superficiales, sin poder articular ni una palabra. Parecía lo que era exactamente: un hombre que espera que la muerte se lo lleve de un zarpazo repentino.

Stone procuraba tranquilizarle.

—Tranquilícese, muchacho. Tranquilícese. No le pasará nada. Tómelo con calma.

«Estoy asustado —confesaba Burton—. ¡Oh, señor, estoy asustado!».

—Tranquilícese —insistía Stone dulcemente—. Sabemos que el «Andrómeda» no se desarrolla bien en el oxígeno. En estos momentos, esto habría de sostenerle.

Stone se volvió hacia Hall:

—Le ha costado lo suyo llegar acá. ¿Dónde está Leavitt?

—Ha sufrido un ataque —respondió Hall.

—¿Qué?

—Las luces lanzan destellos a tres por segundo, y le ha dado una ataque.

—¿Qué?

—Pequeño mal. Luego ha pasado a gran mal: accesos convulsivos, incontinencia de orina…, en fin, todo el cuadro. Le he administrado fenobarbital y he venido tan pronto como me ha sido posible.

—¿Leavitt padece epilepsia?

—En efecto.

—No debía de saberlo —aventuró Stone—. No debía de haberlo advertido. —Pero luego recordó la petición de que repitiese el electroencefalograma.

—Oh —comentó Hall—, ya lo creo que lo sabía. Evitaba las luces destellantes, provocadoras de un ataque. Seguramente lo sabía. Estoy seguro de que sufre ataques en los que, de súbito, no sabe qué le ocurre, en los que pierde unos minutos de su vida y no puede recordar lo que pasó.

—¿Está fuera de peligro?

—Seguiremos administrándole sedantes.

Stone anunció:

—Hemos introducido oxígeno puro en el departamento de Burton. Esto debería ayudarle hasta que sepamos algo más. —Stone cerró el botón del micrófono que comunicaba con Burton—. Lo cierto es que el oxígeno tardará unos minutos todavía en entrar, pero a él le he dicho que ya habíamos empezado. Está cerrado herméticamente ahí dentro, de modo que la infección ha quedado detenida ahí. Al menos, el resto de la base sigue sin novedad.

—¿Cómo ha ocurrido? —preguntó Hall—. Digo la contaminación.

—Debe de haberse roto el aislamiento —respondió Stone. En voz baja, añadió—: Sabíamos que ocurriría, más pronto o más tarde. Todas las unidades de aislamiento se rompen al cabo de un tiempo.

—¿Cree que fue un accidente fortuito? —preguntó Hall.

—Sí —dijo Stone—. Un accidente, nada más. Muchísimos cierres, mucha goma, y de tal y cual espesor. Todos se rompen, a fuerza de tiempo. El azar ha querido que Burton estuviera ahí en el momento en que cedía uno.

Hall no lo veía de un modo tan sencillo. Y volvió la vista hacia Burton, quien respiraba aceleradamente, su pecho subiendo y bajando, sacudido por el terror.

—¿Cuánto rato hace? —preguntó.

Stone levantó la vista hacia un reloj cronometrador. Los relojes cronometradores (stop-cloks, «relojes de parada») eran unos relojes que entraban en funcionamiento automáticamente durante las emergencias. Ahora iban señalando el intervalo desde que se rompió el cierre.

—Cuatro minutos.

—Y Burton vive todavía —murmuró Hall.

—Sí, gracias a Dios. —Y en este punto, Stone arrugó la frente. Se daba cuenta del sentido de las palabras de Hall. Quien se preguntó:

—¿Por qué está vivo todavía?

—El oxígeno…

—Usted mismo ha dicho que no entra aún. ¿Qué es lo que protege a Burton?

En ese mismo instante, Burton decía por el megáfono:

«Oigan. Quiero que hagan una tentativa en mi favor».

Stone abrió la comunicación por el micrófono.

—¿Qué?

«Que prueben la kalocina».

—No. —La reacción de Stone fue inmediata.

«Maldita sea, se trata de mi vida».

—No —repitió Stone.

Hall dijo:

—Quizá deberíamos probar…

—De ningún modo. No nos atrevemos. Ni una sola vez.

La kalocina era, quizá, el secreto americano mejor guardado del último decenio. Se trataba de una droga descubierta por Jensen Pharmaceuticals en la primavera de 1965, producto químico experimental designado como UJ44759W, o, abreviadamente, K-9. Lo habían hallado en el curso de las pruebas habituales a que sometían todos los compuestos nuevos.

Como la mayoría de compañías farmacéuticas, la Jensen ponía a prueba todas sus drogas nuevas desde varios enfoques, sometiendo los compuestos a una batería de test destinados a recoger toda actividad biológica significativa. Tales test se realizaban en animales de laboratorio: ratas, perros y monos. Veinticuatro test en total.

La Jensen descubrió una cosa peculiar en la K-9. Inhibía el crecimiento. Si a un animal joven se le administraba la droga, jamás alcanzaba la talla de un adulto.

Este descubrimiento promovió nuevos test, los cuales dieron resultados todavía más intrigantes. La droga, supo la Jensen, inhibía la metaplasia, el paso de las células orgánicas a una forma nueva y extraña, precursora del cáncer. Los de la Jensen se sintieron muy excitados, y sometieron la droga a programas intensivos de estudio.

Allá por setiembre de 1965, no cabía la menor duda: la kalocina detenía el cáncer. Mediante un mecanismo desconocido, inhibía la reproducción del virus causante de la leucemia mielígena. Los animales que tomaban la droga no contraían la enfermedad, y si se administraba a los que ya la manifestaban, el mal experimentaba en ellos una regresión notable.

En la Jensen remaba un entusiasmo incontenible. Pronto se reconoció que la droga constituía un agente viral de amplio espectro. Mataba el virus de la polio, la rabia, la leucemia y la verruga común. Y cosa rara, mataba también las bacterias.

Y los hongos.

Y los parásitos.

Fuese por lo que fuere, la droga actuaba de modo que destruía todos los organismos de estructura unicelular o inferior aún. No tenía efecto alguno en los sistemas organizados…; los grupos de células organizados en unidades mayores. En este aspecto, poseía una tendencia perfectamente selectiva.

En verdad, la kalocina era el antibiótico universal. Lo mataba todo, hasta los gérmenes menores causantes del resfriado común. Naturalmente, había efectos secundarios —destruía las bacterias normales del intestino, de modo que todos los que tomaban la droga sufrían diarrea copiosa—, pero esto parecía un precio pequeño para un remedio contra el cáncer.

En diciembre de 1965 se hizo circular reservadamente la noticia de la existencia de esta droga por los servicios del Gobierno y entre los altos funcionarios de la sanidad. Y entonces, por primera vez, surgió la oposición. Muchos científicos, entre ellos Jeremy Stone, alegaron que había que eliminarla.

Sin embargo, los argumentos en favor de la supresión parecían puramente teóricos, y la Jensen, viendo miles de millones de dólares al alcance de la mano, luchó denodadamente para que se hiciera una prueba clínica. Llegó el momento en que el Gobierno, la HEW, la FDA y otros servicios compartieron la opinión de la Jensen y sancionaron nuevas pruebas clínicas, desoyendo las protestas de Stone y otros.

En febrero de 1966, se emprendió una prueba clínica piloto, comprendiendo a veinte pacientes de cáncer incurable y a veinte voluntarios normales de la penitenciaría del Estado de Alabama. Los cuarenta sujetos tomaron la droga diariamente durante un mes. Los resultados fueron tal como se esperaba: los sujetos normales experimentaban efectos secundarios desagradables, aunque nada grave. Los pacientes de cáncer mostraban remisiones pasmosas de los síntomas, casi equivalentes a una curación.

El día 1 de marzo de 1966 se cortó la administración de la droga a los cuarenta hombres. Antes de las seis horas habían fallecido todos.

Era lo que Stone había predicho desde el primer instante. Había hecho observar que la Humanidad, a través de siglos de exposición, había adquirido una inmunidad cuidadosamente regulada a la mayoría de microorganismos. En la piel, en el aire, en los pulmones, los intestinos y hasta en el torrente sanguíneo tenía centenares de especies distintas de virus y bacterias. Todos potencialmente letales, pero el hombre se había adaptado a ellos en el transcurso de los años, y ya sólo unos pocos podían causarle enfermedades.

Todo esto representaba un estado de cosas cuidadosamente equilibrado. Si se introducía una droga nueva que matase todas las bacterias, se alteraba el equilibrio, deshaciendo el trabajo evolutivo de siglos y siglos. Y se abría el camino a la superinfección, al problema de microbios nuevos, portadores de nuevas enfermedades.

Stone tenía razón: cada uno de los cuarenta voluntarios falleció de enfermedades oscuras y horribles que nadie había visto nunca. Uno sufrió una hinchazón del cuerpo, desde los pies a la cabeza; una hinchazón edematosa hasta que murió asfixiado por el edema pulmonar. Otro fue víctima de un microbio que le devoró el estómago en cuestión de horas. A un tercero le atacó un virus que le disolvió el cerebro, convirtiéndolo en una especie de gelatina.

Y así sucesivamente.

Aunque con renuencia, la Jensen decidió suspender definitivamente los estudios sobre la droga. El Gobierno, comprendiendo que Stone había acertado, adivinando lo que sucedía realmente, aceptó las primeras propuestas del científico y suprimió sin piedad todo conocimiento y todo experimento referentes a la droga kalocina.

Así estaba la cuestión desde hacía dos años.

Ahora Burton quería tomar aquel producto.

—No —dijo Stone—. Ni hablar. Podría curarle por un tiempo, pero luego, cuando le suprimiesen la droga, no sobreviviría.

«Para usted, desde el puesto en que se halla, es muy fácil expresarse así».

—No, no es nada fácil. Créame, no lo es. —Y volvió a poner la mano encima del micrófono. Enseguida, dirigiéndose a Hall—: Sabemos que el oxígeno inhibe el crecimiento del microbio «Andrómeda». Eso es lo que le administraremos a Burton. Le hará bien…; le pondrá un poco aturdido, un poco relajado, y le hará respirar con más pausa. El pobre muchacho tiene un miedo de muerte.

Hall hizo un gesto de asentimiento. La frase de Stone se le había clavado en el cerebro: un miedo de muerte. Se puso a meditarla y vio que Stone había dado con algo importante. Aquella frase daba una pista. Daba la solución.

Hall echó a caminar hacia la puerta.

—¿A dónde va?

—Tengo que pensar un poco.

—¿Sobre qué?

—Sobre el tener un miedo de muerte.