23Topeka

La estancia era grandiosa, tenía las dimensiones de un campo de fútbol. Estaba amueblada parcamente, sólo unas tablas dispersas por ella. Dentro de la sala, las voces de los técnicos llamándose unos a otros, situando los pedazos del aparato caído. El equipo del puesto estaba reconstruyendo el accidente en esta sala, colocando los trozos de metal retorcido del «Phantom» en las mismas posiciones en que los habían encontrado sobre la mesa.

Sólo entonces empezaría el examen intensivo.

El mayor Manchek, cansado, con los ojos enrojecidos y con una taza de café en la mano, se había plantado en un ángulo y observaba. Para él la escena tenía algo de surrealista: una docena de hombres en una larga estancia enjalbegada de Topeka, reconstruyendo un accidente.

Uno de los biofísicos se le acercó, trayendo una bolsa transparente de plástico y meciendo su contenido debajo de la nariz de Manchek.

—Lo acabo de traer del laboratorio —dijo.

—¿Qué es?

—No lo adivinaría nunca. —Los ojos del hombre brillaban de animación.

«De acuerdo —pensó Manchek, irritado—, no lo adivinaría nunca».

—¿Qué es?

—Un polímero despolimerizado —respondió el bioquímico, chasqueando los labios de satisfacción—. Acaba de salir del laboratorio.

—¿Qué clase de polímero?

Un polímero es una molécula compuesta, formada por millares de unidades iguales, lo mismo que una pila de fichas de dominó. La mayoría de plásticos, el nylon, el rayón, la celulosa de las plantas, y hasta el glucógeno del cuerpo humano, son polímeros.

—Un polímero de plástico utilizado en el tubo de aire del reactor «Phantom». La máscara del piloto. Nos lo figurábamos.

Manchek arrugó el ceño y bajó la vista lentamente hacia el dividido polvo de la bolsa.

—¿Plástico?

—Sí. Un polímero despolimerizado. Se descompuso. Ahora bien, esto no fue por efecto de ninguna vibración. Ha sido por un efecto biológico, puramente orgánico.

Manchek empezaba a comprender, poco a poco.

—¿Quiere decir que hubo algo que deshizo el plástico?

—Sí, así podríamos decirlo —replicó el bioquímico—. Es una simplificación de los hechos, por supuesto, pero…

—¿Qué fue lo que lo descompuso?

El bioquímico encogió los hombros.

—Una reacción química de la clase que fuere. Un ácido habrá podido producirla, o un calor intenso, o…

—¿O…?

—Un microorganismo, supongo. Si existiera alguno que pudiera devorar plástico. Si entiende lo que quiero decir.

—Creo entender lo que quiere decir —replicó Manchek, quien salió de la sala y fue a la oficina de cablegramas, situada en otra parte del edificio. Allí redactó su mensaje al grupo Wildfire y lo entregó al técnico, para que lo transmitiese. Mientras aguardaba, preguntó—: ¿No se ha recibido ninguna respuesta todavía?

—¿Una respuesta, señor? —inquirió el técnico.

—Del Wildfire —respondió Manchek. Le parecía increíble que la noticia del desastre del «Phantom» no hubiera suscitado ninguna reacción de nadie. El accidente estuvo tan obviamente relacionado con…

—¿El Wildfire, señor? —preguntó el técnico.

Manchek se frotó los ojos. Estaba cansado: tendría que acordarse de mantener cerrada aquella enorme bocaza suya.

—Olvídelo —dijo.

Después de su conversación con Peter Jackson, Hall fue a ver a Burton, quien se hallaba en el cuarto de autopsias, ocupado en los cortes del día anterior.

—¿Ha encontrado algo? —preguntó Hall.

Burton se apartó del microscopio para contestar:

—No. Nada.

—Yo no he dejado de pensar en aquello de la demencia —comentó Hall—. La conversación con Jackson me la ha recordado. En aquel pueblo, un buen número de personas perdieron el juicio…, al menos se volvieron extraños y con manías suicidas… durante la noche. La mayoría de tales personas eran de edad.

—¿Y qué? —preguntó Burton.

—La mayoría de personas ancianas son como Jackson —explicó Hall—. Tienen muchas cosas en mal estado. Sus organismos se derrumbaban por diversas partes. Los pulmones son deficientes. El corazón lo tienen malo. El hígado está hecho polvo. Los vasos, escleróticos.

—¿Y esto altera el proceso de la enfermedad?

—Acaso. Lo estaba pensando. ¿Qué factor puede volver loca rápidamente a una persona?

Burton meneó la cabeza.

—Otra cosa todavía —continuó Hall—. Jackson recuerda haber oído a una víctima exclamando, momentos antes de morir: «¡Oh, mi cabeza!».

Burton fijó la mirada en el vacío.

—¿Momentos antes de morir?

—Sí, momentos antes.

—¿Piensa, acaso, en una hemorragia?

—Sería lógico —contestó Hall, con un signo afirmativo—. Al menos sería bueno comprobarlo.

Si el microbio «Andrómeda» provocaba hemorragia cerebral, por la causa que fuese, podía producir aberraciones mentales inmediatas, inusitadas.

—Pero nosotros sabemos ya que el microorganismo actúa coagulando…

—Sí —le interrumpió Hall—, en la mayoría de personas. No todas. Algunas sobreviven, y otras se vuelven locas.

Burton asintió. Y fue presa de repentina excitación. Supongamos que el microorganismo actuara dañando los vasos sanguíneos. Esta lesión iniciaría la coagulación de la sangre. Cada vez que la pared de un vaso se desgarrase, o cortase, o quemase, se iniciaría el proceso de la coagulación. Primero se agolparían las plaquetas alrededor de las heridas, protegiéndola, impidiendo la pérdida de sangre. Luego se acumularían los glóbulos rojos. Luego, una redecilla de fibrina uniría todos estos elementos. Y por fin el coágulo se pondría duro y firme.

Esta sería la secuencia normal.

Pero si la lesión era muy extensa, si empezaba en los pulmones y ascendía hacia…

—Me preguntaba —dijo Hall— si nuestro microorganismo ataca las paredes de los vasos. De ser así, iniciaría la coagulación. Pero si en determinadas personas no se produjera la coagulación, entonces el microorganismo podría perforar los vasos, en esas personas, y causar hemorragias.

—Y demencia —concluyó Burton, rebuscando entre sus preparaciones. Encontró tres del cerebro y las examinó.

No cabía duda.

La patología llamaba la atención. Dentro de la capa interna de los vasos cerebrales había pequeños depósitos verdes. Burton no dudaba ni poco ni mucho que, bajo un aumento mayor, se vería que tenían forma hexagonal.

Con gran presteza, se puso a examinar los otros cortes, en busca de vasos pulmonares, hepáticos y del bazo. En varios casos halló manchas verdes en las paredes vasculares, aunque nunca con la profusión que los encontraba en los vasos cerebrales.

Evidentemente, el microbio «Andrómeda» manifestaba una predilección por los conductos sanguíneos del cerebro. Imposible decir el motivo, pero se sabe que los vasos cerebrales manifiestan varias singularidades. Por ejemplo, en circunstancias en que los vasos normales de las demás partes del cuerpo se dilatan o se contraen —tales como un frío extremado, o el ejercicio—, los vasos del cerebro no cambian, siguen mandando a este órgano un suministro constante, fijo, de sangre.

Con el ejercicio, el suministro a los músculos puede aumentar de cinco a veinte veces. En cambio, el cerebro recibe siempre el mismo chorro: tanto si su dueño está descabezando un sueñecito como si sufre un examen, o corta leña, o está mirando la tele. El cerebro recibe la misma cantidad de sangre todos los minutos, todas las horas, todos los días.

Los científicos no sabían por qué había de ser así, ni cómo, precisamente, se regulan a sí mismos los vasos cerebrales. Pero se sabe que este fenómeno es cierto, y se mira a dichos vasos como un caso especial entre las venas y arterias del cuerpo. Evidentemente, algo tienen distinto a las demás.

Y ahora se daba el caso de un microorganismo que los destruía con preferencia a los otros.

Aunque, al pensar en este fenómeno, a Burton no le pareció tan desacostumbrado el comportamiento del microbio «Andrómeda». Por ejemplo, la sífilis provoca una inflamación de la aorta, una reacción muy específica y singular. La esquistosomiasis, que es una infección parasitaria, manifiesta una preferencia por la vejiga, el intestino y los vasos que van al colon…, según la especie. De modo que la especificidad que estaban observando no era imposible.

—Pero hay otro problema —dijo Burton—. En la mayoría de las personas, la coagulación empieza en los pulmones. Lo sabemos. Es de presumir que la destrucción de vasos también empieza ahí. La diferencia con respecto a…

Y se interrumpió.

Se había acordado de las ratas a las que inyectó anticoagulante. Las que murieron a pesar de todo, pero no les hizo la autopsia.

—¡Dios mío! —exclamó.

Sacó una rata del recinto de baja temperatura y la cortó. Manó sangre. Rápidamente, Burton abrió la cabeza, dejando el cerebro al descubierto. Sobre la superficie gris del gran centro nervioso descubrió una extensa hemorragia.

—Ya lo tiene —dijo Hall.

—Si el animal es normal, muere por coagulación, empezando en los pulmones. Pero si se impide la coagulación, entonces el microorganismo perfora los vasos del cerebro y se produce la hemorragia.

—Y la demencia.

—Sí. —Ahora Burton estaba muy excitado—. Y la coagulación puede evitarla una alteración de la sangre. O la falta de vitamina K. Un síndrome de mala asimilación. Funcionamiento deficiente del hígado. Síntesis anormal de las proteínas. En fin, hay una docena de factores.

—Todos ellos más corrientes en personas de edad —añadió Hall.

—¿Sufría Jackson de alguna de estas cosas?

Hall tardó mucho rato en contestar; por fin, dijo:

—No. Tiene una enfermedad hepática, pero no importante.

—Entonces, volvemos a estar en el comienzo —suspiró Burton.

—No del todo. Porque Jackson y el niño han sobrevivido incólumes. Por lo que sabemos, ni uno ni otro han sufrido ninguna hemorragia. Están intactos.

—Lo cual significa…

—Significa que, fuese como fuere, se libraron del proceso inicial, que consiste en la invasión de las paredes de los vasos del cuerpo por el microorganismo. El microbio «Andrómeda» no penetró en los pulmones, ni en el cerebro. No llegó a ninguna parte.

—¿Por qué?

—Lo sabremos —contestó Hall— cuando sepamos en qué se parece un anciano de sesenta y nueve años, bebedor de «Sterno» y con una úlcera en el estómago, a un bebé de dos meses.

—Parecen hallarse en polos opuestos —dijo Burton.

—¿Verdad que sí? —convino Hall. Pasarían horas hasta que se diera cuenta de que Burton le había dado la solución del rompecabezas…, aunque una solución que no servía para nada.