20Rutina

Poco a poco, la instalación Wildfire se acomodó a una marcha regular, a un ritmo de trabajo en las salas subterráneas de un laboratorio en el que no había noche ni día, mañana ni tarde. Los hombres dormían cuando estaban cansados, se despertaban cuando habían reposado, y llevaban adelante sus tareas en cierto número de áreas diversas.

La mayoría de este trabajo no conduciría a ninguna parte. Lo sabían y lo aceptaban de antemano. Según le gustaba a Stone decir, la investigación científica se parecía mucho a una prospección: uno salía a la caza armado con sus planos y sus instrumentos, pero al final la preparación y hasta la intuición que tuviera importaban poco. Se necesitaba suerte, y junto con ella los beneficios que suelen conquistar los diligentes mediante un trabajo duro, incesante, denodado.

Burton se hallaba en la sala que albergaba el espectrómetro y otros varios instrumentos para ensayos sobre radiactividad, fotometría de proporciones y densidades, análisis termoacoplado y preparaciones para estudios cristalográficos con los rayos X.

El espectrómetro que empleaban en el Nivel V era el «Whittington» modelo K-5 corriente. Esencialmente, se componía de un vaporizador, un prisma y una pantalla registradora. La sustancia que hubiera que analizar la ponían en el vaporizador y la quemaban. La luz que desprendía al arder pasaba por el prisma, que la descomponía en un espectro que iba a proyectarse en una pantalla registradora. Como los diferentes elementos producían distintas longitudes de onda de luz, era posible analizar la composición química de una sustancia analizando el espectro de luz que producía.

En teoría, el procedimiento era muy sencillo, pero en la práctica la interpretación de espectrogramas resultaba compleja y difícil. En el laboratorio del Wildfire no había nadie que estuviera entrenado para llevarla a cabo a la perfección. Por ello, introducían directamente los resultados en una computadora, que se encargaba de efectuar los análisis. Gracias a la sensibilidad de la computadora, podía determinarse también el porcentaje aproximado de los componentes.

Burton colocó el primer pedacito de piedra negra en el vaporizador y apretó el botón. Hubo un solo chorro de luz intensamente cálida, y Burton se volvió un momento para evitar el brillo. Luego puso el segundo trozo en la lámpara. Sabía que la computadora estaba analizando ya el espectro del primer pedacito.

Repitió el proceso con la motita verde, y luego comprobó la hora. La computadora estaba observando en estos instantes las placas fotográficas, que se revelaban automáticamente y quedaban listas para ser inspeccionadas en unos segundos. En cambio la inspección visual propiamente dicha duraría dos horas: el ojo eléctrico era muy lento.

Completada la inspección, la computadora analizaría los resultados e imprimiría los datos en cinco segundos. El reloj de la pared le dijo que eran las 15.00 horas, o sea las tres de la tarde. Burton se dio cuenta repentinamente de que estaba cansado. En consecuencia, dio orden a la computadora de que le despertase cuando hubiera terminado el análisis. Y acto seguido se acostó en la cama.

En otro cuarto, Leavitt estaba metiendo con mucho cuidado unos trocitos similares en otro aparato distinto, un analizador de aminoácidos. Mientras realizaba esta maniobra, sonreía para sí mismo, recordando las fatigas que pasaban en los viejos tiempos antes de que el análisis de aminoácidos se efectuase de un modo automático.

En los primeros cincuenta años, el análisis de los aminoácidos de una proteína podía exigir semanas e incluso meses. En ocasiones duraba años enteros. Actualmente se hacía en unas horas —o, en el peor de los casos, en un día— y era completamente automático.

Los aminoácidos constituían los bloques con los que se edificaban las proteínas. Se conocían veinticuatro aminoácidos y cada uno constaba de media docena de moléculas de carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno. Las proteínas se componían combinando estos aminoácidos en una hilera, como un tren de carga. El orden de colocación determinaba la naturaleza de la proteína…, decidía si ésta sería insulina, hemoglobina u hormona del crecimiento. Todas las proteínas se componían de los mismos vagones de carga, de las mismas unidades. Pero unas tenían más abundancia de determinado tipo de vagones, o los tenían colocados en un orden diferente. Esta era la única diferencia. Los mismos aminoácidos, los mismos vagones de carga, se hallaban en las proteínas humanas y en las de las pulgas.

Se había tardado unos veinte años en descubrir este hecho.

Pero ¿qué era lo que dirigía el orden de los aminoácidos en la proteína? Como respuesta aparecía el DNA[10], la sustancia poseedora de la clave genética que actuaba como un guardagujas en una estación de ferrocarril.

Este hecho particular había tardado otros veinte años en ser descubierto.

Mas luego, una vez colocados, ordenados, los aminoácidos empezaban a retorcerse, a enroscarse sobre sí mismos, y entonces tenían más analogía con una serpiente que con un tren. La manera de enroscarse la determinaba el orden de los ácidos y era perfectamente específica: una proteína había de quedar enroscada de un determinado modo y no de otro, y si no dejaba de funcionar.

Otros diez años.

«Bastante raro eso», pensaba Leavitt. Centenares de laboratorios, miles de investigadores por todo el mundo, todos empeñados en descubrir unos hechos tan esencialmente sencillos. Todo ello había requerido años y años, lustros y más lustros de esfuerzo paciente.

Y ahora existía esta máquina. Por supuesto, la máquina no daría el orden concreto de los aminoácidos. Pero sí establecería una composición centesimal aproximada: tanta valina, tanta cistina, y tantas prolina y leucina. Lo cual, a su vez, proporcionaría muchísimos datos interesantes.

Sin embargo, emplear ahora esta máquina representaba disparar un tiro a ciegas. Porque no tenía motivo alguno para creer que ni la piedra ni el microorganismo verde estuvieran compuestos, ni siquiera parcialmente, de proteínas. Cierto, todos los seres vivientes del mundo poseían unas cuantas proteínas, al menos…, pero esto no significaba que los organismos vivos de otras partes hubieran de tenerlas.

Por un momento trató de imaginarse la vida sin proteínas. Era casi imposible: en la Tierra, las proteínas formaban parte de la pared celular, y entraban en todas las enzimas conocidas por el hombre. ¿Y la vida sin enzimas? ¿Era posible?

Recordaba el comentario de Georges Thompson, el bioquímico inglés, que llamaba a las enzimas «las casamenteras de la vida». Era cierto; las enzimas actuaban de catalizadores en todas las reacciones químicas, proporcionando una superficie en la que dos moléculas pueden reunirse y reaccionar. Había centenares de miles, quizá millones de enzimas, y cada una existía, exclusivamente, para favorecer una sola reacción química. Sin enzimas no habría reacciones químicas.

Sin reacciones químicas no habría vida.

¿O podría haberla?

He ahí un problema que se había debatido mucho. Ya en los primeros tiempos de planear el Wildfire se había planteado la cuestión: ¿Cómo debe uno estudiar una forma de vida que desconoce por completo? ¿Cómo puede saber uno siquiera que aquello está vivo?

No se trataba de una cuestión académica. La biología, como había dicho George Wald, era una ciencia singular puesto que no podía definir el objeto de sus estudios. Nadie daba una definición satisfactoria de la vida. Nadie sabía qué era la vida en realidad. Las antiguas definiciones (un organismo en el que se apreciaban los proceso de ingestión, expresión, metabolismo, reproducción, etc.) no tenían valor alguno. Porque siempre se podían encontrar excepciones.

El grupo concluyó por fin que la transmutación de energía constituía la piedra de toque de la vida. Todos los organismos vivos toman alguna forma de energía, que aprovechan para sus fines. (Los virus eran la excepción a esta regla, pero el grupo estaba dispuesto a sentenciar que los virus no eran seres vivos.)

Leavitt había quedado encargado de preparar una refutación de este aserto para la próxima reunión. Leavitt meditó el encargo durante una semana y se presentó ante sus colegas con tres objetos: un trozo de tela negra, un reloj y un trozo de granito. Y depositándolos delante del grupo, dijo:

—Caballeros, les entrego tres seres vivientes.

A continuación les retó a que demostraran que no lo eran. Colocó la tela negra a la luz del sol, y ésta se calentó. Leavitt anunció que aquello era un ejemplo de transmutación de energía: la energía radiante se convertía en calor. Se objetó que la conversión, si se la podía llamar tal, no obedecía a una finalidad. No servía a ninguna función.

—¿Cómo saben que no obedece a una finalidad? —preguntó Leavitt.

Luego se volvió hacia el reloj y señaló la esfera fosforescente, que brillaba en la oscuridad. Estaba ocurriendo una consunción, con lo cual se producía luz.

Los otros arguyeron que aquello consistía meramente en una liberación de energía contenida en niveles de electrones inestables. Pero la confusión iba en aumento; Leavitt conseguía su objetivo.

Por fin llegaron al granito.

—Esto tiene vida —dijo Leavitt—. Vive, respira, anda y habla. Sólo que no podemos notarlo, porque lo hace demasiado despacio. La piedra tiene un período vital de tres mil millones de años. Nosotros tenemos un período vital de sesenta o setenta años No podemos ver lo que le sucede a esta piedra, del mismo modo que no podemos distinguir la melodía de un disco que gire a razón de una vuelta por siglo. Y la roca, por su parte, no se da cuenta siquiera de nuestra existencia porque sólo existimos un breve instante de su período vital. Para ella, nosotros somos como chispas de luz en la oscuridad.

Y levantó en alto el reloj.

La tesis que sostenía quedaba suficientemente clara, y los demás repasaron sus ideas sobre una cuestión importante, reconociendo que quizá no estuvieran en condiciones de analizar ciertas formas de vida. Era posible que no lograsen adelantar ni un paso siquiera, ni abrir el menor camino en semejante análisis.

Pero las inquietudes de Leavitt iban más allá, hasta el problema general de la acción a emprender en la incertidumbre. Recordaba haber leído Planning the Unplanned, de Talbert Gregson con gran atención entreteniéndose en repasar los complejos modelos matemáticos que el autor había ideado para analizar el problema. Gregson estaba convencido de que:

«Todas las decisiones que implican una incertidumbre caen dentro de dos categorías distintas: las acompañadas de contingencias y las que no lo están. Estas últimas son mucho más difíciles de manejar.

»La mayoría de decisiones y casi toda la interacción humana, se pueden incorporar a un modelo de contingencias. Por ejemplo, un presidente puede iniciar una guerra, un hombre puede vender su negocio, o divorciarse de su esposa. Una acción así producirá una reacción; el número de reacciones es infinito, pero el número de reacciones probables es manejablemente reducido. Antes de tomar una decisión, un individuo puede predecir varias reacciones, y puede evaluar más eficazmente su primera decisión.

»Pero existe también una categoría que no se puede analizar por sus contingencias. Esta categoría comprende acontecimientos y situaciones que son absolutamente imprevisibles, no meramente desastres de todas clases, sino aquellas que también incluyen raros momentos de descubrimientos y penetración, tales como las que produjeron el láser, o la penicilina. Dado que estos momentos son imprevisibles, no podemos trazar planes respecto a ellos de ninguna manera lógica. Las matemáticas resultan completamente insatisfactorias.

»Sólo puede reconfortarnos el hecho de que tales situaciones, para bien o para mal, son extraordinariamente raras».

Jeremy Stone, trabajando con paciencia infinita, tomó una motita de la sustancia verde y la dejó caer sobre plástico molido, que tenía la forma y el tamaño de una cápsula medicamentosa. Aguardó a que la particulita quedara bien incrustada y luego echó más plástico encima. Luego trasladó la píldora de plástico al cuarto de curado.

Stone envidiaba a los otros, por contar con procedimientos habituales y mecanizados. La preparación de muestras para el microscopio electrónico seguía siendo una tarea delicada que requería unas manos humanas muy expertas; la preparación de una buena muestra requería una habilidad tan depurada como la que hubiera de tener el artesano más pulcro… y se necesitaba casi tanto tiempo para adquirirla. Stone trabajó cinco años antes de llegar a poseer una habilidad satisfactoria.

El plástico era curado en una unidad especial de elaboración a grandes velocidades, pero se necesitarían cinco horas más para que se endureciese hasta alcanzar la consistencia conveniente. El cuarto de curado permanecería a una temperatura constante de 61° centígrados, con una humedad relativa de un diez por ciento.

Una vez endurecido el plástico, lo rasparía y luego separaría un pedacito de sustancia verde con un microtomo. Esto sería lo que se colocase en el microscopio electrónico. El corte habría de tener el grosor y el diámetro adecuados, habría de ser una fina película redonda de 1.500 angstroms de espesor, no más.

Sólo entonces podría mirar la sustancia verde, fuese lo que fuere, a sesenta mil diámetros de aumento.

«Y eso —pensaba él— sería muy interesante».

Stone creía que, en general, el trabajo marchaba bien. Conseguían progresos apreciables, adelantando en varias prometedoras direcciones de investigación. Y lo más importante de todo, disponían de tiempo. No había precipitaciones, ni pánico, ni motivo alguno de temor.

Habían soltado la bomba sobre Piedmont, medida que destruiría los microorganismos transportados por el aire y neutralizaría la fuente de infección. El centro de Wildfire sería el único lugar desde el que podría propagarse nuevamente la infección, y dicho centro estaba específicamente diseñado para impedirlo. Si en el laboratorio se quebraba el aislamiento, las áreas contaminadas quedarían cerradas automáticamente. En el espacio de medio segundo, unas puertas correderas impenetrables al aire se cerrarían, dibujando una nueva configuración para el laboratorio.

Esto era necesario porque experiencias anteriores en otros laboratorios que trabajaban en atmósferas libres de gérmenes indicaban que en un quince por ciento de casos se producía una contaminación. Los motivos solían ser de tipo estructural: un cierre roto, un guante desgarrado, una costura descosida…, por una u otra causa, se producía la contaminación.

En el Wildfire estaban preparados para tal eventualidad. Pero si no ocurría (y lo más probable era que no) podrían trabajar tranquilos aquí por un período indefinido. Podrían pasar un mes, incluso un año, trabajando en el microorganismo. No había problema, ninguno en absoluto.

Hall recorría el pasillo, contemplando las subestaciones del detonador atómico. Trataba de memorizar sus emplazamientos. Había cinco en el piso, repartidos a intervalos a lo largo del pasillo central. Todos eran iguales: unas cajitas argentinas no mayores que un paquete de cigarrillos. Cada una tenía una cerradura para la llave, una luz verde que estaba encendida, y una luz roja oscura.

Burton le había explicado el mecanismo horas antes.

—Hay sensores en todos los sistemas de conducción de todos los laboratorios. Ellos vigilan el aire de los cuartos por medio de una variedad de ingenios químicos, electrónicos y de bioensayo directo. El bioensayo es ni más ni menos que un ratón cuyos latidos cardíacos se recogen. Si ocurre algo anormal en los sensores, el laboratorio queda cerrado automáticamente. Si se contamina el piso entero, quedará cerrado, y entrará en acción el ingenio atómico. Cuando suceda esto, la luz verde se apagará, y empezará a brillar la luz roja. Lo cual señala el comienzo del intervalo de tres minutos. Y a menos que introduzca usted su llave, la bomba estallará al final de los tres minutos.

—¿Y tengo que hacerlo yo personalmente?

—La llave es de acero. Es conductora. Y la cerradura está dotada de un sistema que mide la capacitancia de la persona que tenga la llave. Reacciona al tamaño general del cuerpo, especialmente al peso, y también al contenido de sal del sudor. O sea, está regulada perfectamente para reaccionar a las características de usted.

—¿De modo que soy genuinamente el único?

—En efecto. Y sólo usted tiene la llave. Pero además hay un problema que viene a complicar la cuestión. No siguieron los planos al pie de la letra, y nosotros no descubrimos el error hasta que el laboratorio estuvo terminado y el ingenio instalado. Pero existe un error: tenemos tres subestimaciones detonadoras menos de las previstas. En vez de ocho sólo hay cinco.

—¿Y esto significa…?

—Significa que si el piso empieza a contaminarse, debe correr usted a situarse junto a una subestación. En otro caso se expone a quedar encerrado en un sector que no tenga ninguna. Y entonces, en caso de un mal funcionamiento de los sensores bacteriológicos, de un mal funcionamiento falso positivo, el laboratorio podría ser destruido innecesariamente.

—Parece un error de planeamiento bastante grave.

—Se da el caso de que las tres subestaciones nuevas iban a añadirlas el mes que viene. Pero esto no nos sirve de nada ahora. Tenga presente el problema, y todo saldrá bien.

Leavitt se despertó prestamente, saltando de la cama y empezando a vestirse. Estaba excitado: acababa de ocurrírsele una idea. Una idea fascinante, desproporcionada, loca; pero fascinante en grado sumo.

Se la había sugerido un sueño que tuvo.

Había soñado una casa, y luego una ciudad…, una ciudad inmensa, compleja, interconectándose alrededor de la casa. En la casa vivía un hombre con su familia; este hombre vivía y trabajaba en la ciudad, por la cual iba y venía, haciendo gestiones, actuando, reaccionando.

Y luego, en el sueño, la ciudad fue eliminada súbitamente, quedando sólo la casa. ¡Cuán diferentes las cosas entonces! Una sola casa, sin nadie alrededor, sin todo lo que necesitaba…, agua, desagües, electricidad y calles. Y una familia separada de los supermercados, las escuelas, las droguerías. Y el marido, que trabajaba antes en la ciudad, aislado de sus demás conciudadanos, embarrancado súbitamente.

La casa se convertía en un organismo completamente distinto. De éste al que estaba estudiando el equipo del Wildfire no había más que un paso, un solo salto de la imaginación…

Tendría que hablar de su sueño a Stone. Stone se pondría a reír como de costumbre —siempre se reía—, pero le escucharía con atención. Leavitt sabía que, en cierto sentido, él actuaba como proveedor de ideas del equipo. Como el hombre que les presentaría en todo momento las teorías más improbables, que más juego dieran a la mente.

Leavitt echó una mirada al reloj. Las 22.00. Se acercaban a la medianoche. Y se apresuró a vestirse.

Sacó un vestido de papel y metió los pies dentro. El papel tenía un tacto fresco, sobre la piel desnuda.

De pronto, el traje se calentó. Una sensación extraña. Leavitt terminó de vestirse, se puso en pie y subió la cremallera que cerraba aquel traje de una sola pieza. Al salir volvió a consultar el reloj.

Las 22.10.

«¡Dios mío!»., pensó.

Le había ocurrido de nuevo. Y esta vez durante diez minutos. ¿Qué había pasado? No podía recordarlo. Pero habían transcurrido, desaparecido diez minutos mientras se vestía, maniobra que no hubiera debido durar más de treinta segundos.

Volvió a sentarse en la cama, intentando recordar, pero no pudo.

Diez minutos perdidos.

Era aterrador. Porque le sucedía otra vez, aunque confió que no se repetiría. No le había ocurrido durante meses, mas ahora, con la excitación, la alteración del horario, la interrupción de la marcha cotidiana del hospital, aquello empezaba de nuevo.

Por un momento tuvo la idea de comunicárselo a los otros; luego meneó la cabeza. Se encontraría bien.

No sucedería de nuevo. Se encontraría estupendamente bien.

Se puso en pie. Antes de sentarse iba a salir en busca de Stone para hablarle de algo. De una cosa importante.

Se paró.

No lograba recordarlo.

La idea, la imagen, la excitación se habían borrado. Se habían desvanecido, habían desaparecido de su mente.

Entonces comprendió que tenía que decírselo a Stone, confesarlo todo. Pero sabía lo que diría y haría Stone si se enteraba. Y sabía lo que ello significaría para su futuro, para todo el resto de su vida una vez terminado el Proyecto Wildfire. Si la gente se enteraba, todo cambiaría. Ya no volvería a ser jamás un hombre normal; tendría que abandonar su puesto, dedicarse a otras cosas, proceder a reajustes interminables. Ni siquiera podría conducir un coche.

«No», pensó. No diría nada. Y se encontraría bien: con tal que no fijase la vista en luces centelleantes.

Jeremy Stone se sentía cansado, pero comprendía que no estaba en disposición de dormir. Paseaba arriba y abajo por los pasillos del laboratorio pensando en las aves de Piedmont. Repasaba mentalmente todo lo que habían hecho: cómo habían visto las aves, cómo las habían cubierto de gas de clorazina, y cómo las aves murieron. Lo volvía a repasar mentalmente una y mil veces.

Porque olvidaba algo. Y ese algo le desazonaba.

Ya al principio, cuando estuvo en el mismo Piedmont, le tuvo inquieto. Luego lo olvidó; pero aquellas dudas atormentadoras se despertaron de nuevo en la conferencia del mediodía, mientras Hall hablaba de los pacientes.

Algo que Hall había dicho, algún hecho que había mencionado, estaba relacionado de una manera accidental con las aves. Pero ¿qué era? ¿Cuál era el pensamiento exacto, cuáles eran las palabras que habían disparado la asociación?

Stone sacudió la cabeza. Sencillamente, no lograba dar con ello. Las pistas, la conexión, las claves estaban allí, pero no conseguía sacarlas a la superficie.

Stone se oprimió la cabeza con las manos maldiciendo a su cerebro por ser tan terco.

Como muchos hombres inteligentes, Stone adoptaba una actitud más bien recelosa con respecto a su propio cerebro, al que miraba como a una máquina precisa y hábil, pero caprichosa. Nunca se sorprendía cuando la máquina dejaba de realizar el trabajo encomendado, aunque temía y aborrecía tales momentos. En sus horas negras, Stone dudaba de la utilidad de todo pensamiento, de toda inteligencia. Había ocasiones en que envidiaba a las ratas de laboratorio que utilizaba para sus experimentos, por lo sencillo que tenían el cerebro. En verdad, no poseían la inteligencia de destruirse a sí misma; esto era peculiar y exclusivo del hombre.

Alegaba a menudo que la inteligencia humana daba más disgustos de lo que valía. Era más destructora que creadora, más desorientadora que reveladora, más descorazonadora que satisfactoria, más odiosa que caritativa.

Había ocasiones en que veía al hombre, con su cerebro gigante, como equivalente al dinosaurio. Cualquier colegial sabía que los dinosaurios habían crecido en exceso, más de lo que les convenía, se habían vuelto demasiado voluminosos y pesados para ser viables. A nadie se le había ocurrido pensar aún si el cerebro humano, la estructura más compleja de todo el universo conocido y que planteaba exigencias fantásticas al organismo en materia de alimento y sangre, no sería una cosa análoga. Acaso el cerebro humano se hubiera convertido en una especie de dinosaurio para el hombre, y quizá al final resultaría el factor que provocaría su derrumbamiento.

El cerebro consumía ya una cuarta parte de todo el suministro de sangre de que disponía el cuerpo. Una cuarta parte de la sangre bombeada por el corazón subía al cerebro, órgano que sólo representaba una pequeña parte de la masa total del cuerpo. Si los cerebros crecían todavía más y trabajaban mejor aún, entonces quizá consumieran más…, acaso llegaran a consumir tanto que, lo mismo que una infección, desbordaran a sus anfitriones y mataran los cuerpos que los transportaban.

O quizá, en su infinita sabiduría, encontrarían la manera de destruirse a sí mismos, y también unos a otros. Había ocasiones en que, cuando tomaba parte en las reuniones del departamento de Estado o del de Defensa y miraba entorno de la mesa, no veía más que una docena de cerebros grises, llenos de circunvoluciones sentados en círculo. Allí no había carne, ni sangre, ni manos, ni ojos, ni dedos. No había bocas, ni órganos sexuales…, todo lo cual parecía superfluo.

Sólo cerebros. Sentados alrededor de la mesa, intentando decidir la manera de aventajar en agudeza y penetración a otros cerebros, reunidos alrededor de otras mesas de conferencia.

Una idiotez.

Stone sacudió la cabeza, diciéndose que se iba volviendo como Leavitt, el que siempre estaba conjurando combinaciones alocadas, improbables.

Y, sin embargo, las ideas de Stone estaban dotadas de una especie de secuencia lógica. Si uno temía y odiaba de veras a su propio cerebro, habría de intentar destruirlo. Habría de querer destruir el suyo propio, y también los de los demás.

—Estoy cansado —dijo en voz alta, y levantó la vista hacia el reloj de pared. Eran las 23.40…, casi la hora de la conferencia de medianoche.