19Caída

Para Arthur Manchek aquella conversación telefónica encerró una especie de horror. La recibió en casa, cuando acababa de comer y se sentaba en la sala de estar para leer los periódicos. No había visto ni uno solo durante los dos días últimos, puesto que el asunto de Piedmont le había tenido demasiado ocupado.

Cuando sonó el teléfono, supuso que sería para su esposa, pero un momento después entraba ésta y decía:

—Es para ti. De la base.

Sintiéndose desazonado, cogió el receptor.

—El mayor Manchek al habla.

—Mayor, soy el coronel Burns, de la Unidad Ocho.

La Unidad Ocho era la encargada del control de personal en la base. Al entrar y salir, el personal pasaba por la Unidad Ocho, y las llamadas telefónicas pasaban también por ella.

—Diga, coronel.

—Señor, le hemos llamado para notificarle ciertas contingencias. —Hablaba en tono reservado; sabía que utilizaba una línea pública y escogía las palabras con mucho cuidado—. Le informo de un desastre del RTM[9] habido hace cuarenta y dos minutos en Big Head (Utah).

Manchek arrugó el ceño. ¿Por qué le informaban de un contratiempo en la misión normal de entrenamiento? Apenas correspondía a su demarcación.

—¿Qué ha sido?

—Un «Phantom», señor. En ruta de San Francisco a Topeka.

—Entiendo —respondió Manchek, aunque en realidad no comprendía nada.

—Señor, Goddard ha querido que le informásemos del caso para que pueda reunirse con el equipo del puesto.

—¿Goddard? ¿Por qué Goddard?

Por un momento, sentado allí en la sala de estar y mirando distraídamente los titulares del periódico —SE TEME UNA NUEVA CRISIS EN BERLÍN—, pensó que el coronel se refería a Lewis Goddard, jefe de la sección de claves de Vandenberg. Luego se dio cuenta de que aludía al Centro Goddard de Vuelos Espaciales de las afueras de Washington. Entre otras cosas, Goddard actuaba de centro de compulsación para ciertos proyectos especiales que caían entre la demarcación de Houston y las dependencias gubernamentales de Washington.

—Señor —dijo el coronel Burns—, el «Phantom» se ha apartado de su plan de vuelo a los cuarenta minutos de haber salido de San Francisco y ha cruzado el área WF.

Manchek experimentó una especie de amortiguamiento, una especie de somnolencia que se extendía por todo su ser.

—¿El área WF?

—En efecto, señor.

—¿Cuándo?

—Veinte minutos antes de estrellarse, señor.

—¿Cuándo sale el equipo del puesto?

—Dentro de media hora, señor; de la base.

—Está bien —respondió Manchek—. Allí estaré.

Colgó y se quedó mirando el teléfono perezosamente. «Área WF» era el nombre con que designaban el radio acordonado alrededor de Piedmont (Arizona).

«Tenían que haber dejado caer la bomba —pensó—. Tenían que haberla soltado hace dos días».

En el momento de aplazar la Disposición 7-12, Manchek se sintió inquieto. Pero oficialmente no podía expresar su opinión, y había esperado en vano que el equipo del Wildfire, actualmente encerrado en el laboratorio subterráneo, se quejase a Washington. Sabía que el Wildfire había sido informado, había visto el cablegrama que enviaron a todas las unidades de seguridad; era bastante explícito.

No obstante, por el motivo que fuere, el Wildfire no se había quejado. Lo cierto era que no habían hecho el menor caso.

Rarísimo.

Y ahora se había producido un accidente. Manchek encendió la pipa y se puso a chuparla, considerando las probabilidades. Resultaba abrumadora la posibilidad de que un alumno inexperto hubiera empezado a soñar despierto, separándose del plan de vuelo, llenándose de pánico y perdiendo el control del aparato. Había ocurrido antes centenares de veces. El equipo del puesto, un grupo de especialistas que se desplazaba al lugar del desastre para investigar todas las caídas, solía regresar con un veredicto de «Fracaso Agnogénico de los Aparatos», que, era la velada expresión militar para un accidente debido a causas desconocidas y que no distinguía entre fracaso del piloto o fracaso de los mecanismos; aunque se sabía que en la mayor parte de ocasiones la culpa la tuvo el piloto. Uno no podía permitirse el lujo de soñar ni divagar cuando guiaba una máquina complicada a dos mil millas por hora. La prueba la daban las estadísticas: aunque sólo eran un nueve por ciento los vuelos pilotados por hombres que retornaban de permiso o de gozar de una salida de fin de semana, a estos vuelos les correspondía el 27 por ciento de las bajas.

A Manchek se le apagó la pipa. Entonces se puso en pie, dejando caer el periódico de la noche, y entró en la cocina a decirle a su mujer que se marchaba.

—Esto es un paisaje de película —dijo alguno, contemplando los riscos de piedra arenisca, los brillantes tonos rojizos resaltando sobre el azul cada vez más profundo del cielo. Y era cierto, muchas películas habían sido rodadas en aquel sector de Utah. Pero ahora Manchek no podía pensar en películas. Sentado en el asiento trasero del coche, mientras se alejaba del aeropuerto de Utah, iba meditando lo que le habían dicho.

Durante el vuelo desde Vandenberg a la parte sur de Utah, el equipo del puesto había escuchado transcripciones de la transmisión en vuelo entre el «Phantom» y la Central de Topeka. En su mayor parte, lo cruzado entre el avión y la central era cosa insulsa, excepto en los momentos finales antes de que el aparato se estrellase.

El piloto había dicho:

—Hay algo que marcha mal. —Luego, un momento después—: Mi tubo de aire, que es de goma, se está disolviendo. Será debido a la vibración. Se está desintegrando, volviéndose polvo. —Unos diez segundos después, una voz débil, que se apagaba, dijo—: En la cabina, todo lo que es de goma se desintegra.

Ya no hubo más transmisiones.

Mentalmente, Manchek seguía escuchando esta comunicación una y otra vez. Y cada vez le parecía más extraña y aterradora.

Por la ventanilla, fijó la mirada en las peñas. El sol se ponía, sólo las cumbres seguían iluminadas por una claridad bermeja, mortecina; los valles yacían bajo la oscuridad. Manchek volvió la vista hacia el coche que corría delante, conduciendo al resto del equipo hacia el lugar del accidente.

Alguien dijo:

—A mí me gustaban las películas del Oeste. Las filmaban todas aquí. Hermoso país.

Manchek frunció el ceño. Pasmaba ver que la gente fuese capaz de perder tanto tiempo en cosas que no hacían al caso o quizá se tratara puramente de una negación, de la resistencia a enfrentarse con la realidad.

Una realidad sobradamente fría, esta vez: el «Phantom» se había extraviado, penetrando en el área WF, internándose profundamente en ella durante unos seis minutos, antes de que el piloto se diera cuenta del error y doblase otra vez hacia el norte. Sin embargo, ya dentro de la WF, el aparato había empezado a perder estabilidad. Y por fin se vino al suelo.

—¿Han sido informados los del Wildfire? —preguntó.

Un componente del grupo, un psiquiatra con el cabello cortado en cepillo —todos los equipos de puesto estaban con un psiquiatra al menos— inquirió:

—¿Se refiere a los tíos de los microbios?

—Sí.

—Se lo han comunicado —contestó uno—. Hace una hora ha salido la noticia por la línea reservada.

«Entonces —pensó Manchek— habrá una reacción del Wildfire, sin duda alguna. No pueden permitirse el lujo de pasar por alto este detalle».

A menos que no leyesen los cablegramas. Hasta este momento no se le había ocurrido, pero acaso fuese posible…, acaso no leyeran los cablegramas. Estarían tan ensimismados en su propio trabajo que, simplemente, no pensaban en nada más.

—Allá están los restos del aparato —dijo alguien—. Allá al frente.

Cada vez que veía un avión estrellado, Manchek se quedaba atónito. Fuese por lo que fuere, uno no se habituaba nunca a la idea de la dispersión, el revoltijo…, la fuerza destructora de un objeto metálico grande hiriendo el suelo a miles de millas por hora.

Siempre esperaba encontrar un montoncito de metal bien definido, pulcro, pero nunca sucedía así.

Los restos del «Phantom» aparecían dispersos por dos millas cuadradas de desierto. Plantado junto a los chamuscados restos del ala izquierda, apenas distinguía a sus compañeros, allá en el horizonte, plantados junto al ala derecha. Hacia cualquier parte que volviese los ojos, veía trozos de metal retorcido, ennegrecido, con la pintura desconchándose. Un pedazo conservaba todavía bien claras unas letras NO TO… El resto había desaparecido.

Imposible sacar deducción alguna de aquellos restos. El fuselaje, la cabina, la capota…, todo se había partido en un millón de trozos, y las llamas lo habían desfigurado todo.

Mientras el sol se apagaba, se halló de pie junto a los restos de la sección de la cola, cuyo metal todavía irradiaba calor del rescoldo del fuego. Medio enterrado en la arena había un pedacito de hueso; lo cogió y se dio cuenta horrorizado de que era humano. Largo, roto, chamuscado por un extremo, procedía evidentemente de un brazo o una pierna. Pero aparecía singularmente limpio…, no quedaba nada de carne, sólo hueso pelado.

La oscuridad descendía, y el equipo del puesto sacó sus lámparas eléctricas; la media docena de hombres evolucionaba alrededor del metal humeante, dirigiendo a ésta y la otra parte los chorros de luz amarilla de sus lámparas.

Era ya avanzada la noche cuando un bioquímico cuyo nombre él no conocía se acercó a Manchek.

—¿Sabe una cosa? Es chocante —le dijo—. Me refiero a lo de que la goma de la cabina se disolvía.

—¿Qué quiere decir?

—Pues que en el avión no se había empleado ni una pizca de goma. Todo era un compuesto sintético, de plástico. Recién obtenido por Ancro, los cuales están muy orgullosos de su descubrimiento. Se trata de un polímero que tiene algunas características idénticas a las del tejido humano. Es muy flexible, y sirve para muchas cosas.

Manchek respondió:

—¿Cree que las vibraciones pudieron causar la desintegración?

—No —contestó el otro—. Hay miles de «Phantom» volando por todo el mundo, y todos van equipados con este plástico. A ninguno le ha ocurrido semejante contratiempo.

—¿Y eso significa?

—Significa que no sé qué diablos ha pasado —replicó el bioquímico.