Stone estaba sentado con Leavitt en el cuarto principal de control, mirando el cuarto interior, en el que estaba la cápsula. Aunque reducido, el cuarto principal de control era complejo y caro: había costado dos millones de dólares, era la habitación más cara de toda la instalación del Wildfire. Pero tenía una importancia vital para el funcionamiento de todo el laboratorio.
El cuarto principal de control servía de primer paso en el examen científico de la cápsula. La misión fundamental que tenía encomendada era de detección: estaba equipado para detectar y aislar microorganismos. Según el Protocolo del Análisis de la Vida, el programa Wildfire constaba de tres pasos principales: detección, caracterización y control. Primero, había que encontrar el microorganismo. Luego había que estudiarlo y comprenderlo. Y sólo entonces se podían buscar maneras de dominarlo.
El control principal estaba montado para descubrir el microorganismo.
Leavitt y Stone estaban sentados codo a codo delante de los paneles de mandos y esferas indicadoras. Stone manejaba las manos mecánicas, mientras que Leavitt manipulaba el aparato microscópico. Naturalmente, era imposible entrar en el aposento de la cápsula y examinar a ésta directamente. Unos microscopios gobernados a distancia, con pantallas visuales en el cuarto de control facilitarían la tarea de examinar el satélite. Uno de los primeros problemas que se habían planteado fue el de si empleaban la televisión o alguna forma de enlace visual directo. La televisión resultaba más barata y se montaba con mayor facilidad; para microscopios electrónicos, aparatos de rayos X y otros ingenios existían ya amplificadores de la imagen televisivos. No obstante, el grupo Wildfire acabó por decidir que la pantalla de televisión resultaba demasiado imprecisa para lo que ellos necesitaban; hasta una cámara de doble inspección que transmitía doble número de líneas que la televisión habitual, y proporcionaba una mejor resolución de la imagen, sería insuficiente. Al final, el grupo eligió un sistema de fibras ópticas en el que una imagen lumínica era transmitida directamente a través de una especie de madeja de fibras de cristal y luego se presentaba en los visores. Así se conseguía una imagen clara, bien dibujada.
Stone colocó la cápsula en posición y movió los controles indicados. Del techo descendió una caja negra y empezó a inspeccionar la superficie de la cápsula. Los dos hombres contemplaban las pantallas de los visores.
—Empiece con cinco aumentos —dijo Stone.
Leavitt dispuso los controles. Ambos miraron atentamente mientras el visor se movía automáticamente alrededor de la cápsula, enfocando la superficie del metal. Después de ver un recorrido completo, pasaron a veinte aumentos. Una inspección a veinte aumentos exigía mucho más tiempo, puesto que el campo visual era mucho menor. Seguían sin ver nada en la superficie: ni punteados, ni muescas, nada que tuviera aspecto de una pequeña excrescencia de ninguna clase.
—Pasemos a cien —dijo Stone. Leavitt ajustó los controles y volvió a sentarse. Iniciaban una indagación que sabían larga y tediosa.
Lo más probable era que no encontrasen nada. Pronto examinarían el interior de la cápsula; acaso encontraran algo allí. O quizá no. En ambos casos cogerían muestras para analizarlas, repartiendo porciones de raspaduras y laminillas por diversos medios de cultivo.
Leavitt apartó la vista de las pantallas para fijarla en la habitación. El tomavistas, suspendido del techo por un complejo entretejido de varillas y cables, se movía automáticamente en círculos alrededor de la cápsula. Luego volvió a contemplar las pantallas.
Eran tres las que había en el control principal, y todas mostraban exactamente el mismo campo de visión. En teoría, podían utilizar tres tomavistas y hacer que cada uno proyectase en una pantalla distinta, con lo cual habrían recorrido la cápsula en un tercio del tiempo. Mas no querían hacerlo así, al menos por el momento. Ambos sabían que su interés y su atención se fatigarían con el transcurso del día. Por mucho que se esforzasen, no podrían mantenerse completamente alerta en todo momento. Y si ambos miraban la misma imagen, había menos probabilidades de que se les escapara algo.
La superficie de la cápsula, que tenía forma cónica y medía treinta y siete pulgadas de longitud y un pie de diámetro en la base, sobrepasaba apenas las 650 pulgadas cuadradas. Tres inspecciones, a cinco, veinte y cien aumentos, les exigieron poco más de dos horas. Al final de la tercera inspección, Stone dijo:
—Supongo que tendríamos que seguir asimismo con una inspección a 440.
—¿Pero…?
—Siento la tentación de pasar inmediatamente a examinar el interior. Si no encontramos nada, podemos volver al exterior y proceder con el aumento de 440.
—De acuerdo.
—Muy bien —respondió Stone—. Empiece con el de cinco. Por el interior.
Leavitt maniobró los controles. Esta vez no se podía hacer automáticamente; el visor estaba preparado para seguir el contorno de todo objeto de forma regular, tal como un cubo, una esfera o un cono. Pero no podía sondear el interior de la cápsula sin que alguien lo dirigiera. Leavitt colocó las lentes a cinco diámetros y conmutó el visor remoto al control manual. Luego lo dirigió hacia la abertura de la cápsula.
Stone, que contemplaba la pantalla, pidió:
—Más luz.
Leavitt realizó los ajustes. Cinco lámparas remotas adicionales descendieron del techo y se encendieron, mandando su claridad al interior de la cápsula.
—¿Se ve mejor?
—Perfectamente.
Mirando su propia pantalla, Leavitt empezó a mover el visor remoto. Pasaron varios minutos antes de que supiera hacerlo con soltura; resultaba difícil coordinar los movimientos, lo mismo que si uno quiere escribir mirando al mismo tiempo a un espejo. Pero pronto logró reseguir la superficie interior sin tropiezos.
La inspección a cinco aumentos requirió veinte minutos. No encontraron nada, salvo por una pequeña mella, del tamaño de un punto de lápiz. A propuesta de Stone, cuando procedieron al examen a veinte aumentos, empezaron por aquella pequeña muesca.
Y descubrieron inmediatamente lo que buscaban: una motita negra de una materia irregular, angulosa, no mayor que un grano de arena. Con el negro, aparecían mezclados unos puntitos verdes.
Ninguno de ambos reaccionó, aunque más tarde Leavitt recordaba que «temblaba» de excitación. No dejaba de pensar: «Si es esto, si es realmente una cosa nueva de verdad, una forma absolutamente nueva de vida…» No obstante, a la sazón se limitó a sentenciar:
—Interesante.
—Será mejor que terminemos la inspección a veinte aumentos —comentó Stone. Se esforzaba en dar un tono tranquilo a su voz, pero se notaba claramente que también estaba excitado.
Leavitt quería examinar la motita a mayor aumento inmediatamente, pero comprendía la sensatez de las palabras de Stone. No podían permitirse el lujo de sacar conclusiones precipitadas… de ninguna especie. La única esperanza que podían tener radicaba en que fuesen meticulosos, machacones, interminablemente completos. Tenían que proceder de manera metódica, para asegurarse en todos los aspectos de no haber pasado nada por alto.
En otro caso, se exponían a seguir una tanda de investigaciones durante horas y hasta días enteros, sólo para descubrir que sus esfuerzos no conducían a ninguna parte, que se habían equivocado, que habían interpretado mal las pruebas y habían perdido el tiempo.
Por ello Leavitt procedió a un examen completo del interior a veinte aumentos. Se detuvo un par de veces, cuando les pareció ver otras manchitas verdes, y anotaron las coordenadas, a fin de poder encontrar los sectores aquellos más tarde, bajo aumentos mayores. Media hora transcurrió, antes de que Stone anunciara que se daba por satisfecho respecto a la inspección a veinte aumentos.
Los dos científicos hicieron una pausa para tomar cafeína, engullendo dos píldoras, con un sorbito de agua. Anteriormente, el equipo entero había decidido que no había que tomar anfetaminas, sino en caso de una emergencia grave; las tenían guardadas en la farmacia del Nivel V, mas, para cuestiones corrientes preferían la cafeína.
Leavitt tenía todavía el regusto desagradable de la píldora de cafeína en la boca cuando introdujo las lentes de cien aumentos e inició la tercera inspección. Como antes, empezaron por la muesca y por la motita negra que hallaron primero.
Una desilusión: a mayor aumento no aparecía distinta de los enfoques anteriores, sino únicamente más extensa. Pudieron ver, de todos modos, que era un pedazo de sustancia irregular, opaca, con aspecto de piedra. Y pudieron comprobar que había unas manchitas verdes bien marcadas en la aserrada superficie de aquel material.
—¿Qué opina de eso? —preguntó Stone.
—Si ése es el objeto con que chocó la cápsula —respondió Leavitt—, o se movía a gran velocidad, o pesaba muchísimo. Porque no es bastante grande para…
—Para sacar al satélite fuera de su órbita en otras circunstancias. Estoy de acuerdo. Y, sin embargo, no abrió una mella muy profunda.
—¿Lo cual sugiere…?
Stone levantó los hombros.
—Sugiere, o que no fue el causante del cambio de órbita, o que posee propiedades elásticas que todavía no conocemos.
—¿Qué piensa de ese verde?
—No me cogerá en la trampa todavía —respondió Stone, risueño—. Me inspira curiosidad y nada más.
Leavitt soltó una risita y siguió inspeccionando. Ahora ambos estaban alborozados e íntimamente convencidos de que habían descubierto el secreto. Repasaron las otras áreas en que habían visto puntitos verdes y confirmaron la presencia de las manchas a mayor aumento.
Aunque los otros pedacitos tenían un aspecto distinto al verde de la piedra. En primer lugar, eran mayores y, por lo que fuere, parecían más luminosos. En segundo, los bordes de las manchitas parecían muy regulares y redondeados.
—Como gotitas de pintura verde rociada en el interior de la cápsula —dijo Stone.
—Confío que no será eso.
—Podríamos probarlo —insistió Stone.
—Aguardemos a los 440.
Stone se conformó. Hacía ya unas cuatro horas que estaban examinando la cápsula y ninguno de los dos se sentía cansado. Sus miradas se fijaban atentas mientras las pantallas quedaban emborronadas por un momento, con el cambio de lentes. Cuando las nuevas enfocaron bien, ellos se hallaron contemplando otra vez la motila negra con los sectores verdes. Bajo este aumento, las irregularidades de la superficie impresionaban vivamente: aquello era como un planeta en miniatura, con aserrados picos y profundos valles. A Leavitt se le ocurrió que esto era precisamente lo que estaba mirando: un planeta diminuto y completo, con sus formas vitales intactas. Pero sacudió la cabeza, desechando semejante idea de su mente. Imposible.
Stone dijo:
—Si eso es un meteorito, tiene una figura chocante de veras.
—¿Qué le llama la atención?
—Aquel borde izquierdo de allí. —Stone señalaba hacia la pantalla—. La superficie de la piedra (si de piedra se trata) es rugosa por todas partes, excepto en aquel borde izquierdo, donde aparece lisa y más bien recta.
—¿Como una superficie artificial?
—Si sigo mirándola —contestó Stone, con un suspiro—, quizá empiece a pensarlo así. Veamos las otras manchas verdes.
Leavitt estableció las coordenadas y enfocó el visor. En las pantallas apareció una imagen nueva. Esta vez se trataba de un primer plano de una mancha verde. Bajo este aumento mayor, se veían claramente sus bordes, que no eran lisos, sino ligeramente mellados: casi tenían el aspecto de una rueda del mecanismo de un reloj.
—Que me cuelguen —exclamó Leavitt.
—No es pintura. Ese dentado es demasiado regular.
Mientras miraban sucedió el fenómeno: la mancha verde se volvió morada por una fracción de segundo, menos que un abrir y cerrar de ojos. Luego, se puso verde una vez más.
—¿Lo ha visto?
—Lo he visto. ¿No ha cambiado usted la iluminación?
—No. No la he tocado.
Un momento después, volvió a ocurrir: verde, un destello morado, y verde otra vez.
—Pasmoso.
—Esto puede ser…
Y entonces, mientras miraban, la mancha se volvió morada, y así continuó. Los dentados desaparecieron; la mancha había crecido un poquitín, llenando los espacios en V de entre los dientes. Ahora formaba un círculo perfecto. Y se puso verde otra vez.
—Está creciendo —dijo Stone.
Los dos científicos se pusieron a trabajar aceleradamente. Bajaron las cámaras de cine, tomando fotografías desde cinco ángulos, a noventa y seis cuadros por segundo. Otra cámara periódica tomaba vistas a intervalos de medio segundo. Leavitt hizo descender, además, otras dos cámaras remotas y las enfocó formando ángulos distintos que la original.
En el control principal, las tres pantallas exhibían panoramas distintos de la mancha verde.
—¿Podemos lograr más aumento, mayor amplificación? —preguntó Stone.
—No. Recordará usted que decidimos que 440 era el tope.
Stone soltó un taco. Para conseguir mayor aumento tendrían que pasar a otra habitación, o emplear microscopios electrónicos. Ambas cosas requerían tiempo.
Leavitt dijo:
—¿Iniciamos ya el cultivo y el aislamiento?
—Sí. Mejor será.
Leavitt volvió a reducir el aumento a veinte. Con lo cual pudieron ver que había cuatro áreas interesantes: tres manchas verdes aisladas, y la piedra con su muesca. Leavitt oprimió un botón de la consola de control rotulado CULTIVO, y en un costado de la habitación se deslizó una bandeja, dejando al descubierto pilas de discos de cristal con tapas de plástico. Dentro de cada uno de esos platitos de cristal había una delgada capa de sustancia de cultivo.
El proyecto Wildfire empleaba casi todos los medios de cultivo conocidos. Tales medios eran compuestos gelatinosos, conteniendo varios elementos nutritivos en los que las bacterias pudieran alimentarse y multiplicarse. Junto con los elementos habituales de los laboratorios —jalea de sangre de caballo y de oveja, jalea de chocolate, simplex, alimento de Sabourad— había treinta medios propios para diagnósticos, conteniendo varios azúcares y minerales. Luego había cuarenta y tres medios de cultivo especializados, incluyendo los de cultivo de bacilos tuberculosos y hongos poco comunes, así como los medios notablemente experimentales, designados por números: ME-997, ME-423, ME-A12, etc.
Con la bandeja de los medios había un paquetito de compresas esterilizadas. Utilizando las manos mecánicas, Stone cogió las pequeñas compresas una por una y las puso en contacto con la superficie de la cápsula, y luego con los medios de cultivo. Enseguida transmitió la información a la computadora, a fin de que luego pudieran saber los contactos establecidos por cada compresa. De esta manera rozaron toda la superficie exterior de la cápsula, y pasaron a la interior. Con mucho cuidado, utilizando gran aumento de los visores, Stone recogió unas raspaduras de las manchas verdes y las repartió por los diferentes terrenos de cultivo.
Finalmente se sirvió de unas pinzas para recoger la piedra y trasladarla, intacta, a un platito limpio de cristal.
El proceso entero requirió más de dos horas. Al final de este tiempo, Leavitt dio a la computadora el programa MAXCULT (cultivo óptimo), el cual instruía automáticamente a la máquina acerca de cómo maniobrar con los centenares de platitos de cristal que habían utilizado. Algunos los guardarían a la temperatura y la presión de la sala, en la atmósfera normal de nuestro planeta. Otros los someterían al calor y al frío, a grandes presiones y al vacío, escasez de oxígeno y superabundancia de este gas; luz y oscuridad. El repartir los platitos por las diversas cajas de cultivo era una tarea que habría consumido toda la jornada de un hombre. La computadora la realizaría en unos segundos.
Cuando el programa estuvo en marcha, Stone colocó las pilas de platitos de cristal en el cinturón de conducción. Los dos científicos observaban el traslado de los platitos hacia las cajas de cultivo.
Ya no podían hacer más que aguardar de veinticuatro a cuarenta y ocho horas, para ver qué crecía en ellos.
—Entretanto —dijo Stone—, podemos empezar el análisis de este trocito de piedra…, si es piedra en realidad. ¿Qué tal se defiende usted con un microscopio electrónico?
—Estoy bastante oxidado —respondió Leavitt—. Hace casi un año que no utilizo ninguno.
—Entonces prepararé la muestra yo. Necesitaremos también una espectrometría total. Todo eso pasa por la computadora. Pero antes deberíamos trabajar un poco con mayores aumentos todavía. ¿Cuál es el mayor que podemos hallar en morfología, valiéndonos de la luz?
—Mil diámetros.
—Entonces, aprovechemos primero ese aumento. Mande la piedra a morfología.
Leavitt bajó la vista hacia la consola y oprimió el botón de MORFOLOGÍA. Las manos mecánicas de Stone colocaron el platito de cristal que contenía la piedra en la cinta transportadora.
Los dos hombres levantaron la vista hacia el reloj de pared que tenían a su espalda. Señalaba las once; hacía once horas que trabajaban sin interrupción.
—Hasta el momento —dijo Stone—, todo va bien.
Leavitt sonrió y cruzó los dedos, deseándose buena suerte.