7«Un proceso desacostumbrado»

Escasamente doce horas después de haberse establecido el primer contacto conocido con el microbio «Andrómeda», en Piedmont, llegaban al pueblo Burton y Stone. Semanas más tarde, en las sesiones de información, ambos recordaban la escena vívidamente y la describieron con detalle.

El sol de la mañana estaba todavía muy cerca del horizonte; brillaba frío e ingrato, proyectando largas sombras sobre el suelo, cubierto de una delgada costra de nieve. Desde donde se hallaban, podían contemplar la calle de un extremo a otro, con sus edificios de madera, grises y maltratados por el tiempo; pero lo primero que advirtieron fue el silencio. Salvo por un airecillo que gemía levemente por las casas vacías, reinaba un silencio de muerte. Por todas partes se veían cadáveres, amontonados y tirados por el suelo en actitudes de paralizada sorpresa.

Pero no se oía sonido alguno…, ni el runruneo tranquilizador de un coche, ni el ladrido de un perro, ni el llorar de un niño.

Silencio.

Los dos hombres se miraron. Se daban cuenta, con dolorosa percepción, de lo mucho que había que aprender, que hacer. Aquel pueblo había sido herido por una catástrofe terrible, y ellos habían de descubrir todo lo que pudieran a su respecto. Pero prácticamente no contaban con ninguna pista, ningún punto de partida.

En realidad, sólo sabían dos cosas. Primero, que al parecer la calamidad había empezado con el aterrizaje del «Scoop VII». Y segundo, que la muerte se había extendido por el pueblo con una rapidez pasmosa. Si era una enfermedad traída por el satélite, no tenía igual en toda la historia de la medicina.

Ambos permanecieron largo rato sin decir nada, mirando a su alrededor, notando el tirón del aire en sus voluminosos trajes. Finalmente, Stone comentó:

—¿Por qué están todos fuera de casa, en la calle? Si fue una enfermedad que llegó de noche, la mayoría tenían que estar en sus casas.

—No es esto solamente —añadió Burton—, sino que la mayoría llevan pijama. Anoche hizo bastante frío. Uno pensaría que habían de pararse un momento para ponerse una chaqueta, o un impermeable. Algo que mantuviese el calor.

—Quizá tuvieran mucha prisa.

—¿Para qué? —replicó Burton.

—Para ver algo —aventuró Stone, con un desamparado levantamiento de hombros.

Burton se inclinó sobre el primer cadáver que hallaron a su paso.

—Es raro —dijo—. Fíjese en cómo se agarra el pecho este hombre. Son bastantes lo que tienen ese mismo gesto.

Mirando los cadáveres, Stone vio que muchos se apretaban el pecho con las manos; unos teniéndolas abiertas, otros como queriendo clavarse las uñas.

—No dan la impresión de haber sufrido —comentó—. Sus rostros tienen una expresión pacífica.

—Como asombrados, en realidad —asintió Burlón—. Se diría que les abatieron de repente, en mitad de un paso. Pero oprimiéndose el pecho con las manos.

—¿Cosa de la coronaria? —aventuró Stone.

—Lo dudo. Deberían hacer una mueca…, la coronaria es dolorosa. Lo mismo sucede con una embolia pulmonar.

—Si el microbio actuó con suficiente rapidez, no habrán tenido tiempo.

—Acaso. Pero, no sé por qué, opino que esta gente expiró sin sufrir. Lo cual significa que se llevaban las manos al pecho porque…

—No podían respirar —concluyó Stone.

Burton hizo un gesto de asentimiento.

—Es posible que estemos contemplando una serie de asfixias. Una asfixia rápida, sin dolor, casi instantánea. Pero lo dudo. Si una persona no puede respirar, lo primero que hace es aflojarse la ropa, particularmente en el cuello y el pecho. Fíjese en aquel hombre de allá…, lleva corbata y no la ha tocado siquiera. Y aquella mujer con el cuello del vestido bien abotonado.

Burton recobraba paulatinamente la compostura, después de la primera impresión sufrida al ver el pueblo. Y empezaba a pensar con claridad. Entonces se encaminaron hacia la furgoneta, parada en el centro de la calle, con los faros todavía despidiendo una luz débil. Stone metió la mano dentro del vehículo para apagarlos. Luego apartó el envarado cuerpo inclinado sobre el volante y leyó el nombre bordado en el bolsillo superior de la chaqueta esquimal.

«Shawn».

El hombre sentado, muy tieso, en la trasera de la furgoneta era un soldado llamado Crane. Ambos estaban agarrotados por el rigor mortis. Stone indicó con la cabeza el equipo de la trasera de la furgoneta.

—¿Funcionará eso todavía?

—Yo creo que sí —dijo Burton.

—Entonces busquemos el satélite. Es nuestra primera tarea. Luego podremos pensar en… —Aquí se interrumpió. Contemplaba la faz de Shawn, quien por lo visto se había caído sobre el volante en el momento de expirar y se había producido un largo corte arqueado en la cara, rompiéndose el arco de la nariz y desgarrándose la piel—. No lo entiendo —dijo.

—¿Qué no entiende? —inquirió Burton.

—Esa herida. Mírela bien.

—Muy limpia —dijo Burton—. Notablemente limpia en verdad. Prácticamente no ha sangrado nada… —Y en esto se dio cuenta y quiso rascarse la cabeza, pasmado, pero el casco de plástico le detuvo la mano—. Un corte así —dijo— en la cara. Capilares rotos, hueso roto, venas del cráneo desgarradas…, hubiera tenido que sangrar a mares.

—Sí —convino Stone—. Hubiera debido. Y mire los otros cadáveres. Hasta allí donde los buitres han picoteado la carne: ninguno sangra.

Burton abrió mucho los ojos con asombro creciente. Ningún cadáver había perdido ni una sola gota de sangre. El patólogo se preguntó cómo no lo había advertido antes.

—Quizá el mecanismo de acción de esta enfermedad…

—Sí —dijo Stone—, pienso que quizá tenga usted razón. —Profirió un sonido gutural y sacó a Shawn fuera de la furgoneta, trabajando denodadamente para deslizar el cuerpo de detrás del volante—. Vayamos en busca del condenado satélite —dijo—. Esto empieza a inquietarme de veras.

Burton pasó a la parte de atrás y sacó a Crane por las portezuelas traseras; luego volvió a subir al vehículo mientras Stone hacía girar la llave de ignición. El arranque giró perezosamente, pero el motor no se puso en marcha.

Stone pasó varios segundos intentado arrancar; luego dijo:

—No lo entiendo. La batería está baja, pero debería haber todavía suficiente…

—¿Cómo andamos de carburante? —preguntó Burton.

Después de unos momentos de silencio, Stone soltó una palabrota. Burton sonrió y saltó del coche. Los dos científicos se fueron andando a la estación de servicio, buscaron un cubo y lo llenaron de gasolina del surtidor, luego de haber pasado un par de minutos tratando de decidir cómo funcionaba. Cuando tuvieron la gasolina regresaron a la furgoneta, llenaron el depósito, y Stone volvió a probar.

El motor arrancó.

—En marcha —dijo Stone, sonriendo.

Burton trepó a la trasera, abrió el interruptor del equipo electrónico y puso en movimiento la antena rotatoria. Enseguida se oyó el leve pitido intermitente del satélite.

—La señal es débil, pero todavía se nota. Suena por allá, a nuestra izquierda.

Stone entró una marcha y arrancaron, sorteando los cadáveres de la calle. El pitido aumentó de intensidad. Continuaron por la calle mayor, dejando atrás la estación de servicio y la tienda. El pitido se debilitó de pronto.

—Hemos corrido demasiado. Dé la vuelta.

A Stone le costó un rato el encontrar la marcha atrás; luego retrocedieron, siguiendo la intensidad del sonido. Transcurrieron otros quince minutos antes de que pudieran localizar el origen de los pitidos hacia el norte, en las afueras de la aldea.

Por fin pararon ante una casita de madera de un solo piso. Azotado por el viento, gemía un rótulo que decía: «Doctor Alan Benedict».

—Debíamos figurárnoslo —dijo Stone—. Llevaron el aparato al médico.

Ambos bajaron de la furgoneta y subieron al porche de la casa. La puerta de la fachada estaba abierta, dando golpes, empujada por la brisa. La sala de estar la hallaron desierta. Doblando hacia la derecha, toparon con el despacho del doctor.

Allí estaba Benedict, regordete y con el cabello blanco, sentado detrás de su mesa, sobre la cual había varios libros de texto abiertos. Unos estantes arrimados a una pared sostenían frascos, jeringas, retratos de su familia y varias otras fotografías mostrando hombres con uniforme de combatientes. Una, en la que se veía un grupo de soldados muy risueños, tenía garabateadas estas palabras: «Para Benny, de los muchachos del 87, Anzio».

Benedict había fallecido mirando inexpresivamente hacia un rincón del cuarto, muy abiertos los ojos, tranquila la expresión del rostro.

—Vaya —comentó Burton—, lo cierto es que Benedict no salió de su casa…

Y entonces vieron el satélite.

Estaba en posición vertical; era un liso, pulido cono de tres pies (915 mm) de altura. El calor de la entrada en la atmósfera había agrietado y chamuscado sus bordes. Lo habían abierto a lo bruto, al parecer mediante el auxilio de unas tenazas y un escoplo que había en el suelo junto a la cápsula.

—El granuja lo abrió —comentó Stone—. Vaya canalla estúpido.

—¿Qué podía saber él?

—Hubiera podido preguntarlo —replicó Stone. Y exhaló un suspiro—. Sea como fuere, ahora ya lo sabe. Y también lo saben cuarenta y nueve personas más. —Con esto se inclinó sobre el satélite y cerró la abierta escotilla triangular—. ¿Trae el recipiente?

Burton sacó el doblado saco de plástico y lo abrió. Entre los dos pasaron por encima y alrededor del satélite, y luego lo cerraron.

—Deseo con ansia que quede algo —murmuró Burton.

—En cierto modo —musitó Stone— yo deseo que no.

Ahora fijaron su atención en Benedict. Stone se acercó al cadáver y lo zarandeó. El hombre se desplomó rígidamente de su silla para el suelo.

Burton se fijó en los codos y una viva excitación le dominó de pronto. Inclinado sobre el cadáver, le pidió a Stone:

—Venga. Ayúdeme.

—¿A qué?

—A desnudarle.

—¿Para qué?

—Quiero observar la lividez.

—¿Para qué?

—Espere un poco —respondió Burton.

Y empezó a desabotonar la camisa del médico difunto y a bajarle los pantalones. Los dos científicos trabajaron en silencio unos momentos hasta que el cadáver del doctor quedó desnudo sobre el suelo.

—Ahí tiene —dijo Burton, levantándose y retrocediendo un paso.

—¡Que me cuelguen! —exclamó Stone.

No se apreciaba amoratamiento alguno en los puntos bajos. Normalmente, cuando una persona había fallecido, la sangre se iba filtrando hacia los puntos bajos, arrastrada por la gravedad. El que moría en la cama tenía la espalda cárdena por la sangre acumulada. Pero Benedict, que había fallecido sentado, no tenía nada de sangre en los tejidos de las nalgas ni de los muslos.

Ni en los codos, que descansaron en los brazos del sillón.

—Un hallazgo bastante singular —dijo Burton. Paseó una mirada por la pieza y descubrió un pequeño autoclave para esterilizar instrumentos. Lo abrió y sacó un mango de bisturí, insertándole a continuación una hoja con mucho cuidado, a fin de no perforar el traje cerrado herméticamente al aire—, y luego regresó a donde estaba el cadáver.

—Elegiremos la arteria y las venas más superficiales —anunció.

—¿Cuáles son?

—Las radiales. En las muñecas.

Manejando el bisturí con mucha cautela, Burton clavó la hoja y la hizo correr por la piel de la cara interior de la muñeca, hasta la base del pulgar. La piel de la herida se abrió, pero no manó sangre por ninguna parte. Burton puso al descubierto tejido graso subcutáneo. No sangró nada.

—Pasmoso.

Burton profundizó más. La incisión continuó sin sangrar. De súbito, bruscamente, dio con un vaso. Al suelo cayó una materia negro rojiza que se desmenuzaba por sí sola.

—¡Que me cuelguen! —volvió a exclamar Stone.

—Coagulada en estado sólido —dijo Burton.

—No es raro que la gente no sangrase.

—Ayúdeme a volverle del otro lado —dijo Burton.

Entre los dos colocaron el cadáver boca arriba, y Burton hizo una profunda incisión en la parte media del muslo, cortando hasta la vena y la arteria femorales. Tampoco ahora salió nada de sangre; la arteria, gruesa como el dedo de un hombre, estaba llena de una masa rojiza sólidamente coagulada.

—Increíble.

Todavía empezó otra incisión; esta vez en el pecho. Después de dejar las costillas al descubierto, revolvió el consultorio del doctor Benedict en busca de un cuchillo bien cortante. Quería un osteotomo, pero al no hallar ninguno se decidió por el escoplo que había servido para abrir la cápsula. Con él cortó varias costillas para dejar los pulmones y el corazón al descubierto. Tampoco ahora hubo ni el menor derramamiento de sangre.

Burton inspiró profundamente; luego abrió el corazón, inclinando el corte hacia el ventrículo izquierdo.

El interior estaba lleno de una materia encarnada, esponjosa. No contenía ni una gotita de sangre líquida.

—Coagulada y sólida —repitió—. No cabe duda.

—¿Tiene alguna idea de qué sustancia puede coagular la sangre de este modo?

—¿Todo el sistema vascular? ¿Cinco cuartos de galón de sangre? No. —Burton se sentó con gesto fatigado en el sillón del médico local, fija la mirada en el cadáver que acababa de abrir—. Jamás tuve noticia de nada semejante. Existe una cosa que llaman coagulación intra-vascular diseminada, pero es muy rara y requiere todo un conjunto de circunstancias especiales para iniciarse.

—¿Podría producirla una sola toxina?

—En teoría, supongo que sí. Pero en la práctica no hay ni una sola toxina en el mundo capaz…

Y se interrumpió.

—Sí —dijo Stone—. Supongo que tiene razón.

Cogió el satélite designado con el nombre de «Scoop VII» y lo llevó a la furgoneta. Al regresar dijo:

—Será mejor que registremos las casas.

—¿Empezando por ésta?

—Lo mismo da —respondió Stone.

Fue Burton el que encontró a mistress Benedict. Era una mujer de mediana edad y aspecto agradable, sentada en una silla y con un libro en el regazo; parecía a punto de volver una hoja. Burton la examinó brevemente y luego oyó que Stone le llamaba.

Enseguida se fue hacia el otro extremo de la casa. Stone estaba en un dormitorio pequeño, inclinado sobre el cadáver de un joven adolescente tendido en la cama. Era, evidentemente, su habitación: carteles psicodélicos en las paredes, modelos de aeroplanos en un estante de la izquierda.

El muchacho yacía de espaldas, abiertos los ojos, fija la mirada en el techo. Tenía la boca abierta. Una mano crispada oprimía un tubo, vacío, de cemento para modelos de aeroplanos; la cama aparecía sembrada de botellas vacías de grasa de aeroplano, disolventes de pintura, aguarrás.

Stone retrocedió un paso.

—Eche una mirada.

Burton se inclinó para mirar el interior de la boca, metió un dedo dentro de ella y tocó la masa, que se había endurecido.

—¡Buen Dios! —exclamó. Stone arrugaba la frente.

—Esto requirió un tiempo —dijo—. Fuese lo que fuere lo que le indujo a dar un paso tan terrible, el paso en sí requirió un tiempo. Indiscutiblemente, nosotros simplificábamos las cosas en exceso. No todo el mundo pereció instantáneamente. Algunas personas murieron dentro de sus casas; otras salieron a la calle. Y ese muchacho… —Dejó la frase en el aire y meneó la cabeza—. Veamos las otras casas.

Al salir, Burton regresó al despacho del médico, sorteando el cadáver de éste. Le causaba una extraña impresión el ver la muñeca y el muslo hendidos, el pecho al descubierto…, y sin embargo, no divisar ni una gota de sangre. El cuadro tenía un no sé qué de extravagante, de inhumano. Como si el sangrar fuese un signo de humanidad.

«Bien —pensó—, quizá lo sea. Tal vez el hecho de que podamos morir desangrados nos hace humanos».

Para Stone, Piedmont era un rompecabezas desafiándole a que descubriese el secreto. Estaba convencido de que la aldea podía explicarle hasta el último detalle de la naturaleza de aquella enfermedad, de su curso y sus efectos. Se trataba únicamente de reunir los datos y colocarlos en un orden acertado.

Pero a medida que continuaban las pesquisas, tuvo que reconocer que los datos movían a confusión.

Una casa en la que había un hombre, su esposa y una muchacha joven, sin duda hija de los anteriores, sentados alrededor de la mesa. Por lo visto habían comido y se sentían tranquilos y dichosos; ninguno de los tres tuvo tiempo para apartar la silla de la mesa tan siquiera. Continuaban petrificados en actitudes de buena convivencia, sonriéndose unos a otros, con los platos delante, llenos de una comida que ya se estaba corrompiendo y se cubría de moscas. Stone se fijó en las moscas que zumbaban mansamente por la habitación, y se dijo que convenía que las recordase.

Una anciana; cabello blanco, cara arrugada. Sonreía dulcemente, columpiándose colgada de una soga atada a una viga, la soga crepitaba.

A sus pies había un sobre. Con una caligrafía esmerada, pulcra, sin prisas: «A quien pueda interesar».

Stone abrió el sobre y leyó la carta:

«El día del juicio está al llegar. La tierra y las aguas se abrirán y el género humano será exterminado. Que Dios se apiade de mi alma y de las personas que se apiadaron de mí. Los demás que se vayan al diablo. Amén».

Burton escuchó la lectura.

—Una vieja loca —dijo—. Demencia senil. Vio que a su alrededor perecían todos y perdió el juicio.

—¿Y se suicidó?

—Sí, eso creo.

—Una manera extraña de matarse, ¿no le parece?

—Aquel muchacho también escogió una manera extraña —dijo Burton.

Y Stone movió la cabeza, asintiendo.

Roy O. Thompson, que vivía solo. Por el grasiento mono que vestía dedujeron que era el encargado de la estación de servicio. Por lo visto, Roy había llenado la bañera de agua, luego se había arrodillado, había hundido la cabeza en el líquido y había permanecido así hasta que expiró. Cuando le encontraron, su cuerpo estaba rígido; continuaba con la cabeza sumergida en el agua. No había nadie más allí; no se notaban señales de lucha.

—Imposible —dijo Stone—. Nadie es capaz de suicidarse de este modo.

Lydia Everett, una costurera de la aldea que había salido sosegadamente al patio trasero de su casa, se había sentado en una silla, se había regado con gasolina y había encendido una cerilla. Cerca de los restos de su cuerpo, encontraron el reventado bote de combustible.

William Arnold, de unos sesenta años, sentado muy tieso en una silla, vistiendo uniforme de la Primera Guerra Mundial. En aquella contienda fue capitán, y había vuelto a considerarse como tal por unos instantes, antes de perforarse la sien derecha con un «Colt» del 45. Cuando le encontraron, no descubrieron ni rastro de sangre en el cuerpo; tenía un aire casi risible, sentado allí, con un agujero limpio, seco, en la cabeza.

A su lado había un magnetófono; su mano izquierda reposaba sobre la caja. Burton miró interrogativamente a Stone; luego, puso el aparato en marcha.

Una voz temblorosa e irritada empezó a decirles:

«Se han tomado ustedes todo el tiempo que les ha apetecido, ¿no? De todos modos, me alegro de que hayan venido por fin. Necesitamos refuerzos. Se lo digo, ha sido una batalla infernal contra los hunos. Anoche perdimos el cuarenta por ciento tramontando la cumbre y dos oficiales nuestros se están pudriendo por ahí. Esto no marcha bien, ni mucho menos. ¡Ojalá estuviera aquí Gary Cooper! Necesitamos hombres así, los hombres que hicieron fuerte a América. No sabría decirles cuánto significa ello para mí, con todos esos gigantes volando por ahí en los platillos volantes. Ahora nos están quemando, y viene el gas. Se ve morir a la gente, y no tenemos máscaras antigás. Ninguna en absoluto. Pero yo no aguardaré. Haré ahora mismo lo que hay que hacer. Lamento no tener más que una vida que sacrificar por mi país».

La cinta continuó rodando, pero en silencio. Burton la paró.

—Estaba demente —dijo—. Loco de atar.

Stone asintió con el gesto.

—Unos murieron al instante, y los otros… perdieron el juicio sin mucho alboroto.

—Parece que revertimos siempre al mismo problema. ¿Por qué? ¿Cuál era la diferencia?

—Acaso exista un cierto grado de inmunidad contra este microbio —dijo Burton—. Unas personas acaso sean más susceptibles que otras. Algunas personas cuentan con defensas, al menos por un tiempo.

—Ya sabe —adujo Stone—, tenemos aquel informe de los aviadores y aquellas vistas con un hombre vivo aquí abajo. Un hombre con bata blanca.

—¿Cree usted que todavía vive?

—Pues, me lo preguntaba —respondió Stone—. Porque si unas personas sobrevivieron más tiempo que otras (el tiempo suficiente para grabar una cinta magnetofónica, o para atar la soga a una viga), uno tiene que preguntarse si no hubo alguno que sobreviviese mucho más. Cabe preguntarse si no habrá en esta ciudad alguien que siga viviendo todavía.

Y en este momento oyeron un llanto.

Al principio semejaba el ruido del viento, tan agudo, delgado y persistente sonaba, pero continuaron escuchando, sintiéndose desconcertados primero y luego atónitos. El llanto persistió, interrumpido por unas tosecillas secas.

Salieron corriendo.

El sonido era débil; costaba localizarlo. Corrieron calle arriba, y pareció que cobraba volumen, lo cual les espoleó a correr más.

Y entonces, el sonido paró bruscamente.

Los dos hombres se detuvieron, jadeando, para recobrar el aliento, el pecho agitado. Ambos permanecían inmóviles en el centro de la calle, cálida, desierta, mirándose uno al otro.

—¿Hemos perdido el seso? —preguntó Burton.

—No —dijo Stone—. Lo hemos oído, no cabe duda.

Aguardaron. Durante varios minutos reinó un silencio total. Burton miraba calle abajo, con la mirada recorría las casas, la furgoneta-jeep, aparcada en la otra punta, delante de la casa del doctor Benedict.

El llanto empezó de nuevo, muy fuerte, verdadero aullido de frustración.

Los dos hombres echaron a correr otra vez.

No estaba lejos, dos casas más arriba, a mano derecha. Delante de la vivienda, en la acera, yacían un hombre y una mujer, con las manos crispadas sobre los respectivos pechos. Burton y Stone entraron en la casa sin detenerse. El llanto sonaba más fuerte todavía, llenando las habitaciones desiertas.

Subieron a la carrera al piso superior y llegaron al dormitorio. Una gran cama doble, sin hacer. Una cómoda, un espejo, un armario.

Y una cunita.

Ambos expedicionarios se inclinaron sobre ella y doblaron las mantas, dejando al descubierto un niño pequeño, con la cara muy encarnada y sobradamente afligido. El bebé dejó de llorar al instante y estuvo callado el rato necesario para examinar sus rostros, encerrados dentro de los trajes de plástico.

Luego, reanudó los berridos.

—Tiene llanto de asustado —dijo Burton—. ¡Pobrecillo!

Lo cogió vivamente y lo meció. El pequeño siguió llorando. Abría de par en par la desdentada boquita, luciendo unos carrillos morados y unos cordoncitos de venas en la frente.

—Seguro que tiene hambre —dijo Burton.

Stone arrugaba el ceño.

—No es muy mayor. No contará más de un par de meses. ¿Qué es: niño o niña?

Burton desenredó las mantas y miró las braguitas.

—Niño. Y necesita que le cambien. Y que le alimenten. —Y paseó la mirada por la habitación—. Seguro que en la cocina habrá algún preparado…

—No —replicó Stone—. No le daremos nada a ese niño.

—¿Por qué no?

—No haremos nada con él hasta que no lo hayamos sacado de esta aldea. Quizá el alimento contribuya al proceso de la enfermedad; quizá las personas menos afectadas o en las que el mal obró más lentamente fueron aquellas que no habían comido recientemente. Acaso la dieta de ese niño contenga algún elemento protector. Quizá… —Y se interrumpió—. Pero, sea lo que fuere, no podemos exponernos. Hemos de esperar y someterle a observación.

Burton suspiró. Sabía que Stone tenía razón; pero también sabía que el pequeño no había ingerido alimento alguno desde doce horas atrás, al menos. No había que extrañarse de que llorase.

Stone dijo:

—La existencia de ese pequeño constituye un detalle valiosísimo. Nos proporciona una oportunidad importante, y debemos protegerla. Creo que deberíamos regresar inmediatamente.

—No hemos acabado de contar las bajas.

Stone meneó la cabeza.

—No importa. Tenemos una cosa mucho más valiosa que todo lo que pudiéramos encontrar todavía. Contamos con un superviviente.

El pequeñín dejó de llorar otra vez, se metió un dedo en la boca y miró interrogativamente a Burton. Después, cuando vio con certeza que no le daría alimento, reanudó el llanto.

—Es una pena que no pueda contarnos lo que ha sucedido —comentó Burton.

—Yo espero que sí podrá —contradijo Stone.

Aparcaron la furgoneta en el centro de la calle mayor, debajo del helicóptero, que se sostenía casi inmóvil, y le hicieron señal de que bajase la escalera. Burton traía el niño, y Stone llevaba el satélite «Scoop»… «Valiosos trofeos —se decía Stone— de una población muy extraña». Ahora el pequeño callaba; por fin se había cansado de llorar y dormía a pierna suelta, despertándose a intervalos para lloriquear y luego dormirse otra vez.

El helicóptero descendió, levantando espirales de polvo. Burton cubrió la cara del niño con las mantitas, para protegerle. La escalera descendió, y él trepó por ella con dificultad.

Stone aguardó en el suelo, plantado en medio del torbellino de aire, polvo y ruido martilleante del helicóptero, con la cápsula en brazos.

Y de pronto se dio cuenta de que no estaba solo en la calle. Se volvió y vio a un hombre plantado detrás de él.

Era un anciano, con el cabello cano y escaso y una cara arrugada, ajada. Llevaba una bata de noche, larga, manchada y amarillenta por el polvo. Iba descalzo. Su pecho subía y bajaba fatigosamente debajo de la bata de noche.

—¿Quién es usted? —inquirió Stone. Pero ya lo sabía: el hombre de la película. El que había sido fotografiado por el aeroplano.

—Ustedes… —empezó el viejo.

—¿Quién es usted?

—Ustedes… lo hicieron…

—¿Cómo se llama?

—No me maltrate…, no soy como los demás…

Temblaba de miedo, contemplando a Stone dentro del traje de plástico. Stone pensó: «Debemos de parecerle muy raros. Lo mismo que marcianos, seres de otro mundo».

—No me haga daño…

—No se lo haremos —le tranquilizó Stone—. ¿Cómo se llama?

—Jackson. Peter Jackson, señor. Por favor, no me maltraten. —Con el ademán, señaló los cadáveres sembrados por la calle—. Yo no soy como los otros…

—No le haremos ningún mal —reiteró Stone.

—A los otros se lo han hecho…

—No. No hemos sido nosotros.

—Han muerto.

—No tuvimos nada que…

—¡Miente! —gritó el viejo, con los ojos desorbitados—. Miente. No es un ser humano. Sólo lo aparenta. Sabe que conmigo puede fingir. Estoy sangrando. Lo sé. He tenido este…, este…, este…

Tartamudeó, y luego se dobló, llevándose las manos al estómago y haciendo una mueca de dolor.

—¿Le ocurre algo?

El viejo cayó al suelo. Tenía la respiración muy alterada y el cutis pálido. La cara se le había llenado de sudor.

—El estómago —jadeó—. Es el estómago.

Y enseguida empezó a vomitar. El vómito salía espeso, de un rojo oscuro, rico en sangre.

—Mister Jackson…

Pero el pobre hombre no estaba consciente. Había cerrado los ojos y yacía de espaldas. Por un momento, Stone pensó que había fallecido, pero luego vio que su pecho se movía; lenta, muy lentamente, pero se movía.

Burton había vuelto a bajar.

—¿Quién es?

—Nuestro amigo errante. Ayúdeme a subirlo.

—¿Está vivo?

—Hasta el momento.

—¡Que me cuelguen! —soltó Burton.

Utilizaron el torno mecánico para izar el cuerpo inconsciente de Peter Jackson, y luego bajaron la soga de nuevo para subir la cápsula. Después, poco a poco, Burton y Stone treparon por la escalera y se metieron en el vientre del aparato.

No se quitaron los trajes, sino que se colocaron una segunda botella de oxígeno para seguir respirando de este modo un par de horas más. Con ello bastaría para llegar a la instalación Wildfire.

El piloto estableció un enlace radiofónico con Vandenberg para que Stone pudiera hablar con el mayor Manchek.

«¿Qué han encontrado?»., preguntó éste.

—La aldea está muerta. Hemos hallado pruebas de los efectos de un proceso inusitado.

«Tenga cautela —recomendó Manchek—. Hablamos en circuito abierto».

—Me doy cuenta. ¿Quiere ordenar una 7-12?

«Lo intentaré. ¿Le conviene enseguida?».

—Sí, enseguida.

«¿En Piedmont?».

—Sí.

«¿Tienen el satélite?».

—Sí, lo tenemos.

«Muy bien —dijo Manchek—. Transmitiré la orden».