5Las primeras horas

Los aparatos estaban allí. Los cables, las claves, los teletipos, todo había aguardado, durmiendo, durante dos años. Sólo se precisaba la llamada de Manchek para ponerlos en movimiento.

Apenas hubo terminado de marcar, oyó una serie de «clics» metálicos, seguidos de un zumbido bajo que, según sabía, indicaba que la llamada circulaba por una de las líneas principales de larga distancia con las comunicaciones enmascaradas. Al cabo de un momento, el zumbido cesó y una voz dijo:

«Contesta una cinta. Pronuncie su nombre y el mensaje que desea transmitir y cuelgue».

—Mayor Arthur Manchek, Base de la Fuerza Aérea de Vandenberg, Control de Misión «Scoop». Creo que es necesario declarar una Alerta Wildfire. Tengo datos visuales confirmándolo en este puesto, que hemos cerrado por motivos de seguridad.

Mientras hablaba se le ocurrió que todo aquello era más bien improbable. Hasta la cinta magnetofónica pondría en duda sus afirmaciones. Y continuó con el receptor en la mano, esperando una respuesta sin saber por qué.

Pero no la hubo, solamente un chasquido, al cortarse la comunicación automáticamente. La línea estaba desierta; Manchek colgó, exhalando un suspiro. Todo aquello resultaba muy poco satisfactorio.

Esperaba que dentro de unos minutos le llamarían desde Washington; esperaba recibir muchas llamadas telefónicas en el transcurso de unas pocas horas, y por ello continuó junto al teléfono. Sin embargo, no recibió ninguna llamada, porque no sabía que el proceso que se había iniciado era automático. Una vez puesta en marcha, la Alerta Wildfire seguiría su curso y no se anularía hasta dentro de doce horas al menos.

Antes de los diez minutos de haber llamado Manchek, por las unidades de transmisiones enmascaradas, de secreto máximo, de la nación circulaba el siguiente mensaje:

===UNIDAD===

SECRETO MÁXIMO

LA CLAVE SIGUE

ASÍ

CBW 9/9/234/435/6778/90

PULG COORDENADAS DELTA 8997

EL MENSAJE SIGUE

ASÍ

HA SIDO DECLARADA UNA ALERTA WILDFIRE. REPITO HA SIDO DECLARADA UNA ALERTA WILDFIRE. COORDINA PARA ESCUCHAR NASA/AMC/NSC COMB. DEC. LL-5907 DE LA FECHA.

NOTAS ADICIONALES

ASÍ

SECRETO PARA LA PRENSA DISPOSICIÓN POTENCIAL 7-L2 ESTADO DE ALERTA HASTA NUEVO AVISO

FIN DEL MENSAJE

===DESCONECTE===

Era éste un cable automático. Todo lo que contenía, incluso el anuncio de la reserva con respecto a la prensa y de una posible disposición 7-L2, era automático y venía a consecuencia de la llamada de Manchek.

Cinco minutos después, hubo un segundo cable, nombrando a los hombres del equipo Wildfire:

===UNIDAD===

SECRETO MÁXIMO

LA CLAVE SIGUE

ASÍ

CBW 9/9/234/435/6778/900

EL MENSAJE SIGUE

ASÍ

LOS SIGUIENTES CIUDADANOS VARONES AMERICANOS QUEDAN EN SITUACIÓN ZETA KAPPA. LA DECLARACIÓN PREVIA DE SECRETO MÁXIMO HA SIDO RATIFICADA. LOS NOMBRES SON

STONE, JEREMY ..81

LEAVITT, PETER ..04

BURTON, CHARLES .L51

CHRISTIANSENKRIKE ANULEN ESTA LÍNEA

QUE DEBE DECIR

KIRKE, CHRISTIAN .142

HALL, MARK .L77

CONCEDAN A ESTOS HOMBRES LA SITUACIÓN ZETA KAPPA HASTA NUEVO AVISO

==FIN DE MENSAJE== ==FIN DE MENSAJE==

En teoría, este cable también era pura rutina; su objetivo consistía en nombrar a los cinco miembros, a los que se concedía la situación Zeta Kappa, denominación clave de la situación «Adelante». Pero por desgracia la máquina escribió mal uno de los nombres y no supo leer el mensaje entero. (Normalmente, cuando una unidad de impresión de una línea secreta escribía mal una parte de un mensaje, el mensaje entero se escribía de nuevo, o bien volvía a leerlo la computadora para certificar su forma corregida.)

Con esto, el mensaje daba lugar a un margen de duda. En Washington y en otra parte llamaron a un experto en computadoras para que confirmase la exactitud del mensaje mediante lo que se denomina «localización regresiva». El experto de Washington expresó grave inquietud acerca de la validez del mensaje, puesto que la máquina imprimía otras equivocaciones menores, tales como «L» cuando quería poner «I».

Resultado de todo ello fue que a los dos nombres primeros de la lista se les otorgó la situación pedida, pero a los demás, no, aguardando una confirmación.

Allison Stone estaba cansada. En su casa de las colinas que dominaban los terrenos de la Universidad de Stanford, ella y su marido, presidente del departamento de bacteriología de la Universidad, habían dado una fiesta a quince parejas, y todo el mundo se había quedado hasta muy tarde. Mistress Stone estaba enojada; se había criado en las esferas oficiales de Washington, donde si a uno le ofrecían una segunda taza de café, olvidándose adrede de acompañarla con coñac, sabía que le invitaban a irse a su casa. Por desgracia, pensaba ella, los académicos no seguían las normas. Hacía horas que había servido la segunda taza de café, y todo el mundo continuaba allí.

Poco antes de la una de la madrugada, sonó el timbre de la puerta. Al abrir, mistress Allison Stone tuvo la sorpresa de ver a dos militares plantados, codo a codo, en la oscuridad de la noche. La dama tuvo la impresión de que estaban cohibidos y nerviosos, y pensó que se habrían extraviado; la gente se extraviaba a menudo, conduciendo por los sectores residenciales, de noche.

—¿Puedo servirles en algo?

—Lamento molestarla, señora —respondió, muy cortés, uno de los dos—. ¿Es éste el domicilio del doctor Jeremy Stone?

—Sí —contestó ella, frunciendo levemente el entrecejo—, lo es.

La dama levantó la vista hacia el paseo de entrada y divisó un sedán azul estacionado en él. Junto al coche había otro hombre, y parecía sostener algo en la mano.

—¿Es que aquel individuo trae un arma? —preguntó.

—Señora —insistió el que había hablado antes—, tenemos que hablar con su marido, inmediatamente, por favor.

Todo aquello le parecía muy extraño; la dama se asustó. Dirigiendo la vista hacia el jardín, descubrió a un cuarto hombre, que se acercaba a la casa y miraba adentro por una ventana. A la pálida luz que se derramaba hacia el jardín, mistress Stone pudo distinguir perfectamente el rifle que llevaba en las manos.

—¿Qué pasa?

—Señora, no queremos aguarle la fiesta. Por favor, pida al doctor Stone que salga a la puerta.

—No sé si…

—En otro caso, tendremos que entrar a buscarle —advirtió el militar.

Ella titubeó un momento; luego, dijo:

—Esperen.

Dio un paso atrás y se disponía a cerrar, pero uno de aquellos hombres se había deslizado ya dentro del vestíbulo. Plantado junto a la puerta, con la gorra en la mano, muy erguido y cortés, le dijo, sonriendo:

—Yo aguardaré aquí, señora.

Mistress Stone regresó a la fiesta, procurando que los invitados no le notaran nada. Todo el mundo seguía charlando y riendo; la sala continuaba llena de voces y de humo espeso. Jeremy se hallaba en un ángulo, enzarzado en una discusión sobre motines. Ella le tocó en el hombro, y él se separó del grupo.

—Ya sé que te parecerá raro —dijo la esposa—, pero en el vestíbulo hay un hombre perteneciente a no sé qué Cuerpo del Ejército, y otro fuera, y otros dos, con armas, por el jardín. Dicen que quieren verte.

Stone pareció sorprendido sólo por un momento; después movió la cabeza afirmativamente.

—Déjalo en mis manos —respondió. Su actitud molestó a la mujer; casi parecía que su marido esperaba aquella visita.

—Pues si estabas enterado de este asunto, hubieras podido…

—No lo estaba —atajó él—. Te lo explicaré más tarde.

Y se fue hacia el pasillo, donde el militar continuaba esperándole. Su esposa le siguió.

—Soy el doctor Stone —se presentó el dueño de la casa.

—Yo, el capitán Morton —respondió el otro, sin tenderle la mano—. Hay un incendio, señor.

—Muy bien —contestó Stone. Enseguida bajó la vista hacia su chaqueta esmoquin—. ¿Tengo tiempo de cambiarme?

—Me temo que no, señor.

Allison vio, profundamente pasmada, que su marido movía la cabeza, asintiendo tranquilo y respondía:

—Está bien. —Volviéndose hacia ella, le dijo—: Tengo que marcharme —con una cara impenetrable, inexpresiva. A la mujer se le antojó una pesadilla que le hablase con una cara como aquélla. Se sentía llena de turbación y miedo.

—¿Cuándo volverás?

—No lo sé cierto. Dentro de una semana o dos. O quizá más.

La dama se esforzó en dominar la voz, pero no lo consiguió, estaba trastornada.

—¿Qué pasa? —quiso saber—. ¿Te han detenido?

—No —respondió él, con una leve sonrisa—. Nada de eso. Presenta mis excusas a los invitados, ¿quieres?

—Pero las armas…

—Mistress Stone —intervino el militar—, nosotros tenemos orden de proteger a su marido. No se puede permitir que a partir de este momento le pase nada.

—Es cierto —corroboró Stone—. Ya ves, me he convertido de pronto en un personaje importante. —Sonrió de nuevo, con una sonrisa rara, torcida, y le dio un beso.

Y luego, casi antes de que ella se diera cuenta de lo que hacían, su marido cruzaba la puerta, con el capitán Morton a un lado y su compañero al otro. Sin decir palabra, el sujeto que llevaba el rifle se colocó detrás; el del coche saludó y abrió la portezuela.

Las luces del automóvil se encendieron, las portezuelas se cerraron; el coche retrocedió por el paseo y desapareció en la noche. La dama seguía en pie junto a la puerta cuando uno de sus invitados se plantó detrás y le preguntó:

—Allison, ¿te encuentras bien?

Ella se volvió y halló que tenía fuerzas para sonreír y contestar:

—Sí, no es nada. Jeremy ha tenido que marcharse. Le han llamado del laboratorio: otro de los experimentos que ha preparado a última hora sale mal.

El invitado hizo un gesto con la cabeza y dijo:

—¡Qué pena! Ha sido una fiesta deliciosa.

En el coche, Stone se sentó y miró a los tres hombres. Recordaba que les había visto unos rostros inmóviles, inexpresivos. Y preguntó:

—¿Qué tienen para mí?

—¿Qué tenemos, señor?

—Sí, maldita sea. ¿Qué les han dado para mí? Han de haberles dado algo.

—¡Ah! Sí, señor.

Y el militar le entregó un delgado dossier. Sobre la parda cubierta de cartón se leía: «Resumen del Proyecto Scoop».

—¿Nada más? —preguntó Stone.

—No, señor.

Stone suspiró. Hasta entonces no le habían hablado nunca del Proyecto Scoop; tendría que leer el dossier con mucha atención. Pero el coche estaba demasiado oscuro para leer; habría tiempo más tarde, en el avión. Y se sorprendió retrocediendo mentalmente cinco años atrás, hasta encontrarse de nuevo en aquel simposio más bien raro celebrado en Long Island y ver otra vez a aquel orador menudito y raro, venido de Inglaterra, y que, de una manera muy original, había dado comienzo a todo aquello.

En el verano de 1962, J. J. Merrick, biofísico inglés, presentó una comunicación al X Simposio Biológico de Cold Spring Harbor (Long Island). Se titulaba «Frecuencias de contacto biológico de acuerdo con las probabilidades de especiación».[3] Merrick era un científico rebelde, heterodoxo, cuya fama en lo tocante a claridad de pensamiento no salía nada beneficiada de su reciente divorcio ni de la presencia de la hermosa secretaria rubia que se había traído al simposio. Después de la presentación del documento, las ideas de Merrick, que se resumían al final, fueron muy poco discutidas en el terreno serio, científico. Dicho resumen final decía:

«Debo inferir que el primer contacto con la vida extraterrestre quedará determinado por las conocidas probabilidades de especiación. Es un hecho innegable que en la Tierra los organismos complicados son escasos, mientras que los organismos sencillos florecen en abundancia. Hay millones de especies de bacterias y millares de especies de insectos. En cambio, hay sólo unas pocas especies de primates, y únicamente cuatro de grandes monos. No hay más que una sola especie de hombres.

»Con esta frecuencia de especiación concuerda la frecuencia del número. Las criaturas sencillas son mucho más frecuentes que los organismos complejos. Hay tres mil millones de hombres sobre la tierra, cantidad que parece muy elevada hasta que nos fijamos en que en un frasco grande pueda haber una cantidad de bacterias diez o hasta cien veces mayor.

»Todas las pruebas de que disponemos sobre el origen de la vida apuntan hacia un avance evolutivo desde formas vivas sencillas a formas complejas. Esto es cierto en la Tierra. Y es probable que también lo sea en todo el universo. Shapley, Merrow y otros han calculado el número de sistemas planetarios variables del universo cercano. Mis propios cálculos, indicados más al principio de este documento, se fijan en la abundancia relativa de organismos distintos por todo el universo.

»Me he propuesto el objetivo de determinar las probabilidades de contacto entre el hombre y otras formas de vida. Tales probabilidades son como sigue:

FORMA PROBABILIDAD
(tantos por uno)
Organismos unicelulares, o inferiores (simple información genética) 0.7840
Organismos pluricelulares sencillos 0.1940
Organismos pluricelulares complejos, pero faltos de un sistema nervioso central coordinado 0.0140
Organismos pluricelulares con sistemas integrados de órganos, incluido el sistema nervioso 0.0018
Organismos pluricelulares con un sistema nervioso complejo capaz de manejar 7+ datos (capacidad humana) 0.0002
TOTAL: 1.0000

»Estas consideraciones me hacen pensar que la primera interacción humana con una vida extraterrestre consistirá en contactos con organismos similares —si no idénticos— a las bacterias o los virus terrestres. Las consecuencias de tales contactos le alarman bastante a uno, si recuerda que el 3 por 100 de todas las bacterias de la Tierra son capaces de obrar un efecto deletéreo en el hombre».

Más tarde, el mismo Merrick tomó en consideración la posibilidad de que el primer contacto consistiese en una peste traída de la Luna por el primer hombre que llegase a ella. Los científicos reunidos acogieron esta idea con humor más bien jocoso.

Uno de los pocos que la tomó en serio fue Jeremy Stone. Con sus treinta y seis años, Stone era quizá el personaje más famoso que asistía al simposio en cuestión. Era profesor de bacteriología en Stanford, puesto que ocupaba desde los treinta, y acababa de ganar el Premio Nobel.

La lista de lo realizado por Stone —dejando aparte la serie particular de experimentos que le valieron el Premio Nobel— es asombrosa. En 1955 fue el primero que utilizó la técnica de los recuentos multiplicativos en colonias bacteriales. En 1957 desarrolló un método para conseguir suspensiones límpidas como un líquido. En 1960 presentó una teoría completamente nueva sobre la actividad de operones[4] del E. coli y del S. tabuli, y encontró pruebas de la naturaleza física de las sustancias inductora y represiva. Su comunicación de 1958 sobre transformaciones lineales virales abrió anchos caminos nuevos de investigación científica, particularmente entre el grupo del Instituto Pasteur de París, y a consecuencia de ello ganó, en 1966, el Premio Nobel.

En 1961 lo había ganado el mismo Stone. Se lo dieron por el trabajo sobre reversión bacterial mutante que había hecho en sus horas libres de estudiante de leyes en Michigan, cuando tenía veintiséis años.

Quizá lo más significativo de Stone fuese esto: el haber realizado un trabajo a la altura del Premio Nobel en sus días de estudiante de leyes, pues demostraba la profundidad y el alcance de sus aficiones. En cierta ocasión, un amigo le definió así: «Jeremy lo sabe todo, y el resto, le fascina». Se le había comparado ya con Einstein y con Bohr como científico dotado de una consciencia, una visión superior y un sentido especial para captar el significado de los acontecimientos.

Físicamente, Stone era un hombre enjuto, progresivamente calvo, con una memoria prodigiosa que catalogaba datos científicos y chistes verdes con la misma facilidad. Pero su característica más sobresaliente la constituía cierto aire de impaciencia, la impresión que causaba a todos los que le rodeaban de que le hacían perder el tiempo. Tenía la pésima costumbre de interrumpir a quienquiera que estuviese hablando y poner punto final a las conversaciones, costumbre que se esforzaba cuanto podía por dominar, pero con éxitos muy modestos. Sus modales imperiosos, sumados al hecho de haber ganado el Premio Nobel a una edad muy temprana, así como a los escándalos de su vida privada —se había casado cuatro veces; dos, con esposas de colegas—, no contribuía lo más mínimo a incrementar su popularidad.

Sin embargo, fue Stone quien, en los primeros años sesenta, destacó en los círculos del Gobierno como uno de los portavoces del nuevo estamento científico. El mismo contemplaba este papel con risueña tolerancia —«un vacío ansioso por llenarse de gas caliente», dijo una vez—, pero lo cierto es que ejerció una influencia considerable.

En los primeros años sesenta, América acabó por darse cuenta, con renuencia, de que poseía, como nación, el complejo científico más poderoso de la historia del mundo. Durante los seis lustros anteriores, el 80 por 100 de todos los descubrimientos científicos habían sido hechos por americanos. Estados Unidos tenían el 78 por 100 de todas las computadoras del mundo, y el 90 por 100 de los láseres existentes sobre la faz de la Tierra. Estados Unidos tenían un número de científicos tres veces y media mayor que la Unión Soviética y gastaban en tareas de investigación una cantidad de dinero también tres veces y media mayor; el número de científicos de Estados Unidos era cuatro veces mayor que el de la Comunidad Económica Europea y gastaban siete veces más de dinero en investigaciones. La mayor parte de este dinero procedía, directa o indirectamente, del Congreso, el cual se sentía muy necesitado de hombres que le aconsejaran acerca de cómo invertirlo.

Durante los años cincuenta, todos los grandes consejeros fueron físicos: Teller, y Oppenheimer, y Bruckman, y Weidner. Pero diez años después, con más dinero para biología y más interés por esta disciplina, emergió un grupo nuevo, acaudillado por DeBakey en Houston, Farmer en Boston, Heggerman en Nueva York y Stone en California.

La prominencia de Stone se podía atribuir a varios factores: el prestigio del Premio Nobel; sus relaciones políticas; su esposa más reciente, hija del senador Thomas Wayne, de Indiana; su conocimiento de las leyes. Todo ello se conjugaba para asegurar unas repetidas apariciones de Stone ante aturullados subcomités del Senado…, y le daba el poder que hubiera podido detentar el consejero de más confianza.

Este poder fue el que empleó con tanto éxito para impulsar las investigaciones y las construcciones que culminaron en el Proyecto Wildfire.

A Stone le intrigaban las ideas de Merrick, muy similares a ciertos conceptos suyos propios. Estos conceptos los expuso en un documento breve titulado: «Esterilización de vehículos espaciales», publicado en Science y posteriormente reproducido por el periódico inglés Nature. La tesis sostenida era la de que la contaminación bacteriana constituía una espada de dos filos, y que el hombre había de protegerse contra ambos.

Antes del artículo de Stone, la mayoría de discusiones sobre contaminación se ocupaban del peligro que representaba para otros planetas la posibilidad de que los satélites y las sondas espaciales enviados a ellos desde la Tierra les llevaran, inadvertidamente, microbios terrestres. Este problema fue objeto de estudio ya en los primeros trabajos espaciales americanos; en 1959, la NASA había dictado ya severas normas para la esterilización de sondas enviadas desde la Tierra.

Tales normas tenían por objeto el evitar la contaminación de otros mundos. Evidentemente, si se enviaba una sonda a Marte o a Venus en busca de nuevas formas de vida, el experimento se quedaría sin base si la sonda llevaba consigo bacterias terrestres.

Stone tomó en consideración el caso contrario. Declaró que había las mismas posibilidades de que unos organismos extraterrestres contaminaran nuestro planeta por conducto de las sondas espaciales. Hizo notar que los vehículos espaciales que se quemaban al regresar no ofrecían problema alguno, pero los retornos «vivos» —vuelos tripulados y sondas tales como los satélites «Scoop»— eran cosa completamente distinta. En ellos, el peligro de contaminación era muy grande.

Esta comunicación creó un breve movimiento de interés, aunque, como dijo él mismo más tarde, «nada demasiado espectacular». Por ello, en 1963, organizó un grupo extraoficial de adictos que se reunía dos veces al mes en la habitación 410, en el piso superior del ala de Bioquímica de la Facultad de Medicina de Stanford, para almorzar y discutir el problema de la contaminación. Este mismo grupo de cinco hombres —Stone y John Black, de Stanford; Samuel Holden y Terence Lisset, de Cal Med, y Andrew Weiss, de Biofísica de Berkeley— fue el que con el tiempo formó el primer núcleo del Proyecto Wildfire. Estos cinco hombres presentaron al presidente, en 1965, una carta concebida a tenor de la de Einstein a Roosevelt, en 1940, relativa a la bomba atómica.

Universidad de Stanford

Palo Alto, California

10 de junio de 1965

Señor Presidente de Estados Unidos

Casa Blanca

Avenida de Pennsylvania, 1.600

Washington, D. C.

Apreciado señor Presidente:

Recientes consideraciones teoréticas sugieren que quizá los procedimientos en vigor para la esterilización de las sondas espaciales no sean adecuados para garantizar un regreso perfectamente estéril a la atmósfera de este planeta. Como consecuencias, cabe la posibilidad de que se introduzcan organismos virulentos en la estructura ecológica terrestre actual.

Nosotros opinamos que la esterilización para el regreso de las sondas y cápsulas tripuladas jamás podrá ser completamente satisfactoria. Nuestros cálculos indican que aun en el caso de que las cápsulas sufrieran un proceso de esterilización en el espacio, la posibilidad de contaminación ascendería todavía a un uno por mil, o acaso mucho más. Estos cálculos se fundan en la vida orgánica tal como nosotros la conocemos; otras formas de vida acaso resistan en absoluto nuestros métodos de esterilización.

Por ello encarecemos que se monte un servicio destinado a ocuparse de una forma de vida extraterrestre, en caso de que, inadvertidamente, se la introdujera en la Tierra. Este servicio tendría un objeto doble: limitar la diseminación de dicha forma de vida, y organizar laboratorios que la investigaran y analizasen, en vistas a proteger de su influencia las formas de vida terrestres.

Nosotros recomendamos que tal servicio se enclave en una región deshabitada; que se construya debajo del suelo; que disponga de todas las técnicas conocidas de aislamiento, y que esté equipado con un ingenio nuclear para su autodestrucción en la eventualidad de una emergencia. Por todo lo que sabemos, ninguna forma de vida puede resistir los dos millones de grados de calor que acompañan a una explosión nuclear.

Muy sinceramente suyos,

Jeremy Stone

John Black

Samuel Holden

Terence Lisset

Andrew Weiss

La carta obtuvo una respuesta muy satisfactoriamente presta. A las veinticuatro horas de cursada, Stone recibió una llamada telefónica de un consejero del presidente, y al día siguiente volaba a Washington a conferenciar con él y los miembros del Consejo Nacional de Seguridad. Dos semanas más tarde, volaba a Houston a discutir nuevos planes con los oficiales de la NASA.

Aunque Stone recuerde un par de sarcasmos sobre «la maldita penitenciaría para escarabajos», la mayoría de científicos con quienes habló miraron el proyecto favorablemente. Antes de un mes, el grupo espontáneo de Stone se había solidificado, constituyendo un comité oficial para el estudio de los problemas de la contaminación y encargado de redactar recomendaciones.

Ese comité fue incluido en la Lista de Proyectos para el Estímulo de la Investigación, del Departamento de Defensa, del cual recibía los fondos pertinentes. A la sazón, la LPEI se entregaba copiosa, macizamente, a los temas de química y física —pulverizaciones de iones, duplicación reversiva, substratos de mesones pi[5]—, pero aumentaba cada día el interés por los problemas biológicos. De modo que un grupo de la LPEI se interesaba por el acompasamiento electrónico de la función cerebral (eufemismo con el que se designaba el control de la mente); otro había preparado un estudio de biosinérgicos, las posibles combinaciones futuras de hombre y máquinas implantadas dentro del cuerpo; todavía otro evaluaba el Proyecto Ozma, la busca de vida extraterrestre realizada en el período 1961-64. Un cuarto grupo se dedicaba al diseño preliminar de una máquina que efectuase todas las funciones humanas y se reprodujera a sí misma.

Todos estos proyectos tenían un carácter marcadamente teorético, y en todos figuraban prestigiosos científicos. El ser admitido en la LPEI era el sello de una categoría innegable, y aseguraba nuevos fondos para el progreso y el desarrollo.

Por ello, cuando el comité de Stone presentó un primer borrador del Protocolo de Análisis de Vida, que detallaba todas las maneras posibles de analizar a un ser vivo, el Departamento de Defensa respondió con la concesión inmediata de 22.000.000 de dólares para la construcción de un laboratorio aislado especial. (Se consideró que tan elevada suma quedaba justificada por el hecho de que el proyecto sería útil, además, para otros estudios ya en curso. En 1965, el campo entero de la esterilidad y la contaminación era uno de los más importantes. Por ejemplo, la NASA estaba construyendo el Laboratorio de Recepción Lunar, o sea, un servicio de alta seguridad para los astronautas de los «Apolo» que regresaran de la Luna y pudieran traer bacterias o virus perjudiciales para el hombre. Todo astronauta que regresara de la Luna pasaría una cuarentena de tres semanas en el LRL, hasta quedar completamente descontaminado. Por lo demás, constituían también problemas de primera magnitud el de las «habitaciones limpias» para la industria, en las que la cantidad de polvo y bacterias se redujese a un mínimo, y las «cámaras estériles», que estudiaban ya en Bethesda. Los entornos asépticos, las «islas de vida» y el sostén estéril parecían tener un gran significado futuro, y la dotación concedida a Stone parecía una buena inversión en todos estos campos.)

Constituido el fondo de dinero, la construcción se llevó a cabo rápidamente. El fruto que salió en su momento, el Laboratorio Wildfire, que fue edificado en 1966 en Nevada. El diseño se encargó a los arquitectos navales de la División de Naves Eléctricas de la General Dynamics, dado que esta compañía poseía una experiencia considerable en diseñar habitaciones para persona en los submarinos atómicos, dentro de los cuales había de vivir y trabajar el hombre durante períodos largos.

El plan consistía en una estructura cónica subterránea con cinco pisos. Todos los pisos eran circulares, con un núcleo central de servicios eléctricos, de aguas y de ascensores. Cada piso era más estéril que el que tenía encina; de forma que el primero no lo era nada; el segundo, moderadamente; el tercero, severamente estéril, y así sucesivamente. No se podía pasar con entera libertad de un piso a otro; el personal había de someterse a cuarentenas y procesos de descontaminación, lo mismo al subir que al bajar.

Construido el laboratorio, sólo faltaba el seleccionar el equipo para la Alerta Wildfire, el grupo de científicos que estudiaría cualquier organismo nuevo que apareciera. Al cabo de cierto número de estudios acerca de la composición del mismo, se eligió a cinco hombres, entre los que figuraba el mismo Jeremy Stone. Y se dispuso de modo que los cinco pudieran movilizarse inmediatamente, en el caso de una emergencia biológica.

Dos años después, apenas, de su carta al presidente, Stone daba por seguro que «este país está capacitado para enfrentarse con un agente biológico desconocido». Y se declaraba satisfecho de la respuesta de Washington y de la presteza con que se había dotado de pertrechos a sus ideas. Aunque en privado confesaba a sus amigos que casi había resultado demasiado fácil, que Washington había aceptado sus planes casi con demasiada buena disposición.

Stone no podía saber la causa de que Washington se mostrara tan bien dispuesto, ni la verdadera, auténtica preocupación que este problema daba a muchos funcionarios del Gobierno. Porque Stone no sabía nada del Proyecto Scoop; no supo nada hasta la noche en que abandonó la fiesta y se fue en el sedán militar azul.

—Ha sido lo más rápido que hemos encontrado a mano, señor —decía el militar.

Stone subió al avión considerando aquello, quieras que no quieras, un poco absurdo. Se trataba de un Boeing 727, completamente vacío, con los asientos extendiéndose hacia el fondo en largas hileras inalteradas.

—Siéntese en primera clase, si lo prefiere —dijo el militar, con una leve sonrisa—. No importa.

Un momento después había desaparecido. No le sustituyó una azafata, sino un severo policía militar, con pistola sobre la cadera, que permaneció plantado junto a la puerta mientras los motores se ponían en marcha, gimiendo en la noche con un zumbido suave.

Stone se sentó, abrió la carpeta sobre el Proyecto Scoop y se puso a leer. Era una lectura fascinante; la devoró con celeridad, con tanta velocidad que el policía militar pensó que el pasajero se limitaba, sin duda, a echar un vistazo a los papeles aquellos. Pero lo cierto es que Stone no se perdió ni una sola palabra.

El Proyecto Scoop había nacido del intelecto del mayor general Sparks, jefe del Cuerpo Médico Militar, División de Guerra Química y Biológica. Sparks era el encargado de las instalaciones de esta División de G. Q. y B. de Fort Detrick, Maryland, Harley, Indiana y Dugway (Utah). Stone había hablado con él un par de veces y lo recordaba como un hombre de maneras suaves y que llevaba gafas. No el tipo de hombre que uno esperaba encontrar en un puesto como el que él desempeñaba.

Continuando con la lectura, Stone se enteró de que el Proyecto Scoop fue contratado por el Laboratorio de Propulsión a Chorro del Instituto de Tecnología de California, en Pasadena, el año 1963. El objetivo que se le atribuía oficialmente era el de recoger los organismos que pudieran existir en el «espacio cercano», o sea, en la atmósfera superior de la Tierra. Técnicamente hablando, se trataba de un proyecto del ejército, pero los fondos los recibía de la National Aeronautics and Space Administration. En realidad, este organismo, llamado abreviadamente la NASA, era una dependencia del Gobierno copiosamente relacionada con lo militar; en 1963, el 43 por ciento del trabajo que se le encargaba recibía la calificación de «secreto».

En teoría, el Laboratorio de Propulsión a Chorro estaba diseñando un satélite que entrase en los confines del espacio y recogiese organismos y polvo para estudiarlos. Como este proyecto se consideraba de ciencia pura —casi una curiosidad—, todos los científicos que trabajaban en él lo aceptaban de buena gana.

En realidad, se perseguían unos objetivos completamente distintos.

La verdadera finalidad del «Scoop» se cifraba en hallar nuevas formas de vida que pudieran caer bajo las observaciones de Fort Detrick. En esencia se trataba de un estudio para descubrir nuevas armas biológicas de guerra.

Detrick era una dilatada estructura de Maryland dedicada al descubrimiento de armas para la guerra química y biológica. Abarcaba 1300 acres, poseía unos laboratorios de física valorados en cien millones de dólares y se contaba entre los mayores establecimientos de investigación de toda especie de Estados Unidos. De sus hallazgos, sólo un 15 por 100 se publicaba en periódicos científicos de libre circulación; los demás quedaban clasificados como secretos, al igual que ocurría con los informes de Harley y Dugway. Harley era una instalación ultrasecreta que se ocupaba principalmente de los virus. En el transcurso de los diez últimos años habían cultivado allí cierto número de virus nuevos, desde la variedad que recibió el nombre clave de «Carrie Nation» (que produce diarrea), hasta la denominada «Arnold» (que provoca ataques clónicos y la muerte). El terreno de pruebas de Dugway, en Utah, era mayor que todo el estado de Rhode Island y lo utilizaban principalmente para ensayar gases venenosos tales como el «Tabun», el «Sklar» y el «Kuff-11».

Stone sabía que pocos americanos se daban cuenta de la magnitud de las investigaciones que realizaba su país en el campo de la guerra química y biológica. Los gastos totales que le acarreaban anualmente al Gobierno excedían de los quinientos millones de dólares. Buena parte de esta cantidad se distribuía entre centros académicos tales como el Johns Hopkins, de Pennsylvania y la Universidad de Chicago, a los que se encargaba, bajo términos vagos, estudios de diversos sistemas de armamentos. Por supuesto, a veces los términos no eran tan vagos. El programa Johns Hopkins había sido ideado para evaluar los «estudios de lesiones y enfermedades actuales o potenciales, estudios sobre dolencias de significado potencial en la guerra biológica, y la evaluación de ciertas respuestas químicas e inmunológicas a determinados toxoides y vacunas».

En los últimos ocho años no se había dado al gran público ninguno de los frutos obtenidos en Johns Hopkins. Alguna que otra vez se habían publicado los conseguidos en otras Universidades, tales como la de Chicago y la UCLA; pero el mundo militar consideraba estas noticias y alusiones como «globos sonda»…, como indicadores de que se estaban realizando investigaciones, con la idea de intimidar a los observadores extranjeros. Un ejemplo clásico lo constituía la comunicación enviada por Tendron y otros cinco titulada «Investigaciones sobre una toxina que trastorna rápidamente la fosforización oxidativa mediante la absorción cutánea».

El documento describía, aunque no identificaba, un veneno capaz de matar a una persona en menos de un minuto y que se absorbía por la piel. Se reconocía que tal conquista resultaba relativamente mediocre comparada con otras toxinas ideadas en años recientes.

Dedicándose tanto dinero al proyecto en cuestión —guerra química y bacteriológica— podría pensarse que se descubrían y se perfeccionaban continuamente armas nuevas y más virulentas. Sin embargo, no fue éste el caso desde 1961 a 1965; la conclusión del Subcomité de Preparación del Senado, en 1961, fue la de que «las investigaciones convencionales han resultado menos que satisfactorias» y de que había que abrir en este campo «nuevos caminos y enfoques de indagación».

Era precisamente lo que se proponía el mayor general Thomas Sparks con el Proyecto Scoop.

En forma final, el «Scoop» era un programa para poner en órbita diecisiete satélites alrededor de la Tierra, a fin de que recogiesen organismos y los trajeran a la superficie. Stone leía los resúmenes de cada vuelo precedente.

El «Scoop I» era un satélite de forma cónica chapado de oro y que, con todo su equipo, pesaba veintisiete libras. Lo dispararon desde la base de la Fuerza Aérea Vandenberg en Purisima (California) el 12 de marzo de 1966. Vandenberg se utiliza para las órbitas oeste-este, al contrario de Cabo Kennedy, que dispara de este a oeste. Además, Vandenberg tenía la ventaja de mantener un secreto más riguroso que Cabo Kennedy.

«Scoop I» estuvo en órbita seis días antes de que lo trajeran de nuevo al suelo. Aterrizó con éxito en una marisma próxima a Athens (Georgia). Por desgracia, se halló que sólo contenía organismos terrestres corrientes.

Por un fracaso de los instrumentos, el «Scoop II» se quemó al regresar a la atmósfera. También se quemó el «Scoop III», a pesar de que iba protegido con una armadura contra el calor hecha de un nuevo tipo de laminado de plástico y tungsteno.

Los «Scoop» IV y V fueron recuperados intactos en el océano Indico y las faldas de los Apalaches, respectivamente, pero ninguno contenía organismos radicalmente nuevos; los que habían recogido eran variantes inofensivos del S. albus, un contaminador corriente de la piel humana. Estos fracasos fueron causa de que se intensificasen los procedimientos de esterilización previos al lanzamiento.

El «Scoop VI» lo lanzaron el día de Año Nuevo de 1967. Se le habían incorporado todos los refinamientos sugeridos por los intentos anteriores. Grandes esperanzas acompañaban a este nuevo satélite, que regresó once días después, aterrizando cerca de Bombay (India). Sin que nadie se enterase, la 34a Aerotransportada, por aquel entonces estacionada en Evreux (Francia), en las mismas afueras de París, salió a recoger la cápsula. En cuanto se iniciaba un vuelo espacial, la treinta y cuatro permanecía alerta, de acuerdo con los procedimientos de la Operación Scrub, plan ideado en principio para proteger las cápsulas «Mercury» y «Gemini», en caso de que una de ellas se viese obligada a tomar tierra en la Unión Soviética o en una nación del bloque oriental. «Scrub» constituía la razón principal de que se mantuviera una sola división siquiera de paracaidistas en Europa occidental durante el primer lustro de los años sesenta.

El «Scoop VI» fue recuperado sin novedad y se halló que contenía una forma de organismo unicelular hasta entonces desconocida, con la forma de los bacilococos, gram-negativo, y positivo para la coagulasa y la trioquinasa. No obstante, este organismo resultó inocuo para todos los seres vivientes, excepto para las gallinas domésticas, a las que causaba una leve enfermedad de unos cuatro días de duración.

Entre el personal del Detrick, la esperanza de que el Proyecto Scoop les procurase un agente patógeno llegaba a sus niveles más bajos. A pesar de todo, poco después del «Scoop VI» se lanzó el VII. La fecha exacta se conserva en secreto, pero se cree que fue el 5 de febrero de 1967. El «Scoop VII» entró inmediatamente en una órbita estable, con un apogeo de 317 millas y un perigeo de 224. Estuvo en órbita dos días y medio. Al cabo de este tiempo, el satélite abandonó bruscamente, y por razones desconocidas, la órbita estable, y se decidió hacerlo descender por control de radio.

Determinaron guiarlo de modo que aterrizase en un sector despoblado del noreste de Arizona.

A mitad del vuelo, Stone fue interrumpido en su lectura por un oficial que le trajo un teléfono y se alejó a una distancia respetuosa mientras él hablaba.

—¿Quién? —preguntó Stone, experimentando una sensación rara. No estaba habituado a hablar por teléfono en mitad de un viaje en avión.

—Soy el general Marcus —dijo una voz cansada. Stone no conocía al general Marcus—. Sólo quería comunicarle que hemos reunido a todos los miembros del equipo, con excepción del profesor Kirke.

—¿Qué ha ocurrido?

—El profesor Kirke está en el hospital —contestó el general Marcus—. Cuando tome tierra, sabrá más detalles.

La conversación terminó. Stone devolvió el teléfono al oficial, y pensó un minuto en los otros componentes del equipo, preguntándose cómo habrían reaccionado al ver que les sacaban de la cama.

Ahí estaba Leavitt, por supuesto. Éste habría respondido prestamente. Leavitt era un microbiólogo clínico, hombre experto en el tratamiento de las enfermedades infecciosas. En el tiempo que llevaba en ejercicio, Leavitt había visto pestes y epidemias suficientes para conocer la importancia que tenía el ponerse en campaña cuanto antes. Por otra parte, estaba aquel pesimismo innato, que nunca le abandonaba. (En una ocasión dijo: «Cuando me casé, no supe pensar en otra cosa que en el dinero que me costaría el sostenimiento de la mujer».) Era un hombre macizo, irritable, gruñón, con una cara huraña y unos ojos tristes, que parecían enteramente fijos más allá, en un futuro desabrido y mísero; pero era al mismo tiempo reflexivo, imaginativo y no le daba miedo el concebir pensamientos audaces.

Luego estaba el patólogo, Burton, de Houston. Stone jamás le tuvo verdadera simpatía, pero reconocía su talento científico. Burton y Stone eran muy distintos: mientras Stone era ordenado, Burton era desidioso; mientras Stone sabía dominarse, Burton era un impulsivo; mientras que Stone era un hombre confiado, Burton era nervioso, antojadizo, petulante. Los colegas nombraban a Burton con el mote de «el Tropezador», en parte debido a su tendencia a pisarse los cordones, siempre desatados, de los zapatos y el caído dobladillo de los pantalones, y en parte por el don especial que tenía de tropezar por error con un descubrimiento importante tras otro.

Y luego Kirke, el antropólogo de Yale, quien por lo visto no podría estar presente. Si la información era cierta, Stone sabía que habría que echarle de menos. Kirke era un hombre mal documentado y más bien petulante que poseía, como por casualidad, un cerebro de una lógica fenomenal. Sabía captar los datos esenciales de un problema y manejarlos de modo que se obtuviera el resultado necesario; y, aunque no supiera establecer el saldo de su propio talonario de cheques, los matemáticos solían acudir a él para que les ayudase a resolver problemas considerablemente abstractos.

Stone hallaría muy en falta un cerebro como el de aquel hombre. Ciertamente, el quinto componente no serviría para nada. Stone arrugó la frente al pensar en Mark Hall, que fue el candidato de compromiso del equipo. Stone hubiera preferido a un médico experto en enfermedades del metabolismo, y si había admitido en cambio, a un cirujano, fue con la mayor renuencia. El Departamento de Defensa y la ABC presionaron fuertemente para que se le aceptase, porque creían en la hipótesis del Hombre Impar; y al final Stone y los demás cedieron.

Stone no conocía bien a Hall, y se preguntaba qué diría cuando le informasen de la alerta. Stone no podía estar enterado de la gran demora que hubo en avisar a los componentes del equipo. No sabía, por ejemplo, que a Burton, el patólogo, no le llamaron hasta las cinco de la madrugada, ni que a Peter Leavitt, el microbiólogo, no le avisaron hasta las seis y media, hora en que llegaba al hospital.

Y a Hall no le llamaron hasta las siete y cinco minutos.

Mark Hall diría luego que fue «una experiencia horrible. En un instante me sacaron de mi mundo más familiar y me zambulleron en el menos familiar de todos los mundos posibles». A las seis cuarenta y cinco, Hall se encontraba en el cuarto de lavabos contiguo a la Sala de Operaciones número 7, lavándose para el primer caso del día. Se hallaba entregado, pues, a una rutina que llevaba a cabo diariamente desde varios años; se sentía sosegado y bromeaba con el interno, que también se estaba lavando las manos.

Cuando terminó, entró en el quirófano con las manos levantadas, y la enfermera del instrumental le entregó una toalla para que se secase. En la sala había otro interno, que estaba preparando al paciente para la operación —aplicándole soluciones de yodo y alcohol— y una enfermera volante. Todos se saludaron.

En el hospital, Hall tenía fama de cirujano rápido, dotado de un genio vivo e imprevisible. Operaba muy deprisa, trabajando casi dos veces más rápido que cualquier otro cirujano. Cuando las cosas iban bien, reía y bromeaba durante la tarea, soltando pullas a las enfermeras, al anestesista… Pero si las cosas no marchaban bien, si se ponían lentas y difíciles, era capaz de ponerse espantosamente irascible.

Como la mayoría de cirujanos, insistía exageradamente en la fidelidad a la rutina. Todo había que hacerlo en un determinado orden, de una manera determinada. Si no, perdía la serenidad.

Y como todos los que se encontraban en el quirófano estaban enterados de ello, cuando apareció Leavitt levantaron la vista con aprensión hacia la galería de observadores. El recién llegado abrió el aparato de comunicación interior que enlazaba la habitación de arriba con la sala de operaciones, abajo, y saludó:

—Hola, Mark.

Hall terminaba de cubrir al paciente, colocando telas verdes esterilizadas sobre todas las partes de su cuerpo, salvo en el abdomen, y levantó los ojos, sorprendido.

—Hola, Peter —respondió.

—Lamento molestarle —dijo Leavitt—. Pero se trata de una emergencia.

—Tendrá que esperar —contestó Hall—. Voy a operar a un paciente.

Terminó de colocar las telas y pidió el bisturí para la piel, palpando el abdomen con objeto de percibir con el tacto los puntos por los que debía comenzar la incisión.

—No puede esperar —replicó Leavitt.

Hall se detuvo; dejó el bisturí y levantó la vista. Hubo un largo silencio.

—¿Qué diablos quiere decir eso de que no puede esperar?

Leavitt no perdía la calma.

—Tendrá que quitarse los guantes. Se trata de una emergencia.

—Oiga, Peter, tengo un paciente aquí. Anestesiado. Preparado para la tarea. No puedo irme tranquilamente…

—Kelly le sustituirá.

Kelly era un cirujano de plantilla.

—¿Kelly?

—Ya se está lavando —explicó Leavitt—. Está todo dispuesto. Confío que usted se reunirá conmigo en el vestuario de los cirujanos. Dentro de unos treinta segundos.

Y se fue.

Hall miró furioso a todos los presentes en el quirófano. Nadie se movió ni despegó los labios. Al cabo de un momento se quitó los guantes y salió, pisando fuerte, de la sala de operaciones. Con voz sobradamente alta, soltó una blasfemia.

Hall consideraba su asociación con el Proyecto Wildfire como muy débil, para ponerlo en lo mejor. En 1966, Leavitt, jefe de bacteriología del hospital, le abordó y explicó a grandes rasgos el objetivo del proyecto. A él todo aquello le pareció bastante divertido y consintió en formar parte del equipo, si alguna vez necesitaban de sus servicios; aunque, para su fuero interno, confiaba que el tal proyecto no daría nunca fruto alguno.

Leavitt le ofreció los sumarios del Wildfire y prometió que le tendría al corriente de la marcha del proyecto. Al principio, Hall cogía los dossiers con gesto cortés, pero pronto se vio claro que no se tomaba la molestia de leerlos, con lo cual Leavitt dejó de dárselos. Hall acogió esta omisión con más placer que otra cosa; prefería no tener montones de papeles sobre la mesa.

Hacía entonces un año, Leavitt le preguntó si no sentía curiosidad por una cosa a la que había dado su adhesión y que quizá en un momento futuro podía resultar peligrosa. Y Hall respondió tranquilamente:

—No.

Ahora, en el cuarto de los médicos, se arrepentía de lo dicho. El cuarto de los médicos era un aposento reducido, con las cuatro paredes cubiertas de armarios; no tenía ventanas. En el centro se levantaba una gran cafetería automática, con una pila de tazas de papel al lado. Leavitt se servía un café. Su rostro solemne, de perro basset-hound, tenía un aire apesadumbrado.

—Esto será pésimo —aseguró—. En un hospital no se consigue una taza de café decente en ninguna parte. Cámbiese, dese prisa.

—¿Le importaría contarme primero qué…?

—Sí, me importa, me importa —cortó Leavitt—. Cámbiese. Fuera nos espera un coche. Nos hemos retrasado ya, quizá demasiado.

Tenía un estilo malhumorado, melodramático, de hablar que fastidiaba enormemente a Hall.

Leavitt sorbió el café ruidosamente.

—Tal como sospechaba —dijo—. ¿Cómo lo consienten? Dese prisa, por favor.

Hall hizo rodar la llave de su armario y abrió de un puntapié. Recostándose contra la puerta, se quitó las fundas de plástico negro de los zapatos que llevaban en la sala de operaciones para evitar la acumulación de cargas estáticas.

—Supongo que después procurará enterarme de qué tiene que ver esto con aquel proyecto del demonio.

—Efectivamente —respondió Leavitt—. Ahora procure darse prisa. El coche espera para llevarnos al aeropuerto, y por la mañana el tráfico es muy denso.

Hall se cambió rápidamente, sin pensar, con la mente paralizada, de momento. Jamás lo creyó posible. Se vistió y se encaminó, acompañado de Leavitt, hacia la puerta del hospital. Fuera, bajo los rayos del sol, pudo ver el sedán color oliva del ejército de Estados Unidos parado junto al bordillo, con la luz de la capota lanzando destellos sin cesar. Y de pronto se dio cuenta, horrorizado, de que Leavitt no bromeaba y que una pesadilla espantosa se estaba convirtiendo en insoslayable realidad.

Por su parte, Peter Leavitt estaba enojado con Hall. En general, soportaba poco a los médicos en ejercicio. Aunque él mismo poseía el título de doctor en Medicina, Leavitt no había ejercido nunca, prefiriendo dedicar su tiempo a la investigación. Su campo era el de la microbiología y la epidemiología clínicas; dentro del mismo se había especializado en parasitología. Sus investigaciones sobre parásitos se habían desarrollado por todas las partes del mundo; sus trabajos habían desembocado en el descubrimiento de la solitaria brasileña Taenia renzi, que describió en una comunicación cursada en 1953.

Sin embargo, al entrar en años dejó de viajar. Solía decir que la Sanidad Pública era un juego para jóvenes; cuando uno sufría su quinto caso de amebiasis intestinal había llegado el momento de que se retirase del cuadrilátero. Él lo sufrió en Rhodesia el año 1955. Estuvo enfermo de gravedad tres meses y perdió cuarenta libras. Luego dimitió de su puesto en la Sanidad Pública, y como le ofrecieron el de jefe de microbiología en el hospital, lo aceptó, con el bien entendido de que podría dedicar una buena parte de su tiempo a la investigación.

En el hospital se le reconocía como a un bacteriólogo clínico formidable, pero su interés verdadero continuaba centrándose en los parásitos. En el período comprendido entre 1955 y 1964 publicó una serie de importantes estudios sobre el metabolismo de los Ascaris y los Necator, que conquistaron la estima de otros especialistas del mismo campo.

Su reputación le hacía un candidato indiscutible para el Wildfire, y por su conducto se invitó también a Hall. Leavitt sabía los motivos por los que habían seleccionado a Hall, motivos que éste mismo ignoraba.

Cuando Leavitt le pidió que entrase a formar parte del grupo, Hall quiso saber la causa.

—Yo no soy más que un cirujano —dijo.

—En efecto —respondió Leavitt—. Pero conoce los electrolitos.

—¿Entonces?

—Puede interesar mucho. Reacciones sanguíneas, pH, acidez y alcalinidad…, todo, en fin. Puede ser cosa vital cuando llegue el momento.

—Pero hay otros que saben de electrolitos —hizo notar Hall—. Y muchos son mejores que yo.

—Sí —contestó Leavitt—. Pero están casados.

—¿Y qué?

—Necesitamos un hombre soltero.

—¿Por qué?

—Es necesario que un miembro del equipo no se haya casado.

—Eso es una locura —afirmó Hall.

—Quizá —replicó Leavitt—. Quizá no.

Salieron del hospital, dirigiéndose hacia el sedán del ejército. Un joven oficial esperaba, muy tieso, y cuando llegaron les saludó militarmente.

—¿Doctor Hall?

—Sí.

—¿Puedo ver su tarjeta, por favor?

Hall le entregó la tarjetita de plástico con su retrato. La llevaba en la cartera desde hacía más de un año; era una tarjeta bastante rara…, sin nada más que el nombre, una fotografía y la huella del pulgar. Ninguna contraseña indicadora de que se trataba de un documento oficial.

El militar examinó la tarjeta, luego fijó la mirada en Hall, y otra vez en la tarjeta. Después se la devolvió.

—Muy bien, señor. —Y abrió la portezuela trasera del sedán.

Hall subió y Leavitt le siguió, protegiéndose los ojos de la destellante luz encarnada del techo del automóvil. Hall lo advirtió.

—¿Le pasa algo?

—No. Sólo que nunca me han gustado las luces destellantes. Me recuerdan mis días de conductor de ambulancias durante la guerra. —Se acomodó en el asiento, y el coche arrancó—. Ahí vamos —dijo—. Cuando lleguemos al campo de aviación le darán un dossier para que lo lea durante el viaje.

—¿Qué viaje?

—Subirá usted a un «F-104» —explicó Leavitt.

—¿Para dónde?

—Para Nevada. Procure leer el dossier por el camino. Apenas lleguemos, estaremos muy ocupados.

—¿Y los otros miembros del equipo?

Leavitt echó una mirada a su reloj.

—Kirke sufre una apendicitis y está en el hospital. Los otros han empezado ya la tarea. En estos momentos vuelan en un helicóptero sobre Piedmont (Arizona).

—No lo había oído nombrar jamás —dijo Hall.

—Nadie lo había oído mentar hasta hoy —contestó Leavitt.