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Sin darse cuenta, la humanidad creó un arma de destrucción masiva, que solo se manifestó después de que las máquinas se apoderaran de todos los aspectos de sus vidas.

BARBARROJA, Anatomía de una rebelión

Los acalorados delegados de la liga discutían a pleno pulmón sobre las consecuencias del genocidio en la Tierra. Serena estaba sentada inmóvil e inexpresiva, la primera vez que entraba en el Parlamento desde que había regresado a casa, pero su presencia no reprimía las habituales discusiones inútiles.

—¡Hace siglos que luchamos contra Omnius! —vociferó el patriarca de Balut—. No es necesario tomar medidas drásticas, de las que quizá nos arrepintamos más tarde. Lamento el derramamiento de sangre, pero tampoco albergábamos esperanzas realistas de salvar a los esclavos de la Tierra.

—¿Os referís a esclavos… como Serena Butler? —le interrumpió Vorian Atreides desde su asiento de invitado, indiferente al protocolo o a las tradiciones políticas, al tiempo que miraba a la joven—. Me alegro de que no nos rindiéramos tan fácilmente.

Xavier le miró con el ceño fruncido, aunque opinaba lo mismo. Consideraba al hijo de Agamenón un bala perdida, sin el menor respeto por el orden, pero él también se sentía frustrado a menudo por la lentitud de los debates políticos. Si Serena hubiera confiado en el Parlamento, nunca habría cometido el disparate de ir a Giedi Prime, para forzar la intervención de la liga.

—Solo porque la situación se ha prolongado durante mil años —dijo con voz atronadora el magno provisional del restaurado Giedi Prime—, ¿es excusa suficiente para que nos acostumbremos a ella? Las máquinas pensantes ya han provocado una escalada en la guerra con sus ataques a Zimia y Rossak, además de la invasión de Giedi Prime. El desastre de la Tierra es un reto más.

—Un reto que no podemos pasar por alto —dijo el virrey Butler.

Siguiendo el orden del día, Xavier entró en la cúpula de proyección que rodeaba el estrado de los oradores. Las pantallas proyectaron imágenes ampliadas del oficial. Profundas arrugas surcaban su frente.

En las hileras de asientos que se elevaban sobre el foso, Iblis Ginjo ocupaba un palco reservado para los visitantes distinguidos. Vestía lujosas ropas proporcionadas por sastres salusanos.

La voz de Xavier resonó en la sala, con el tono autoritario que utilizaba cuando estaba al mando de sus naves.

—Ya no podemos resignarnos a una guerra reactiva. Hemos de plantar cara a las máquinas pensantes, por nuestra supervivencia.

—¿Estáis sugiriendo que seamos tan agresivos como Omnius? —gritó lord Niko Bludd desde la cuarta fila de asientos.

—¡No! —Xavier miró al noble y respondió con voz firme y serena—: ¡Estoy diciendo que hemos de ser más agresivos que las máquinas, más destructivos, concentrarnos más en la victoria!

—Eso solo provocará que reaccionen con algo peor —vociferó el mariscal de Hagal, un hombre obeso vestido con una túnica roja—. No podemos correr ese riesgo. Muchos Planetas Sincronizados cuentan con extensas poblaciones humanas, más numerosas que la de la Tierra, y no creo…

Zufa Cenva le interrumpió con voz fría y despectiva.

—En tal caso, ¿por qué no entregáis Hagal a los Planetas Sincronizados, mariscal, si tanto tembláis de solo pensar en el combate? Ahorraríais problemas a Omnius.

Serena Butler se levantó, y el silencio se hizo en la sala. Habló con voz clara y firme, espoleada por su pasión.

—Las máquinas pensantes nunca nos dejarán en paz. Os engañáis si creéis lo contrario.

Paseó la mirada por las filas de asientos.

—Todos habéis visto el altar de mi hijo, asesinado por las máquinas pensantes. Tal vez sea más fácil comprender la tragedia de una sola víctima que la de miles de millones. Pero ese niño solo simboliza los horrores que Omnius y los Planetas Sincronizados desean infligirnos. —Alzó el puño—. Hemos de lanzar una cruzada contra las máquinas, una guerra santa, una yihad, en nombre de mi hijo sacrificado. Ha de ser… la yihad de Manion Butler.

—Nunca estaremos a salvo hasta que las destruyamos —añadió Xavier, para atizar el fuego de la indignación.

—Si supiéramos cómo conseguirlo —se quejó lord Bludd—, habríamos ganado la guerra hace mucho tiempo.

—Pero sí sabemos cómo conseguirlo —insistió Xavier desde el estrado, al tiempo que movía la cabeza en dirección a Serena—. Hace mil años que lo sabemos.

Bajó la voz para que todos los congregados le escucharan con atención. Paseó la vista de rostro en rostro.

—Cegados por las nuevas defensas de Tio Holtzman, hemos olvidado la solución definitiva que siempre hemos tenido a nuestro alcance.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó el patriarca de Balut.

Iblis Ginjo estaba sentado con los brazos cruzados sobre el pecho, y asintió como si supiera lo que se avecinaba.

—Armas atómicas —dijo Xavier. Las palabras resonaron como la detonación de una cabeza nuclear prohibida—. Un bombardeo masivo con armas atómicas. Podemos arrasar la Tierra, desintegrar todos los robots, todas las máquinas pensantes, todos los circuitos gelificados.

El tumulto tardó segundos en alcanzar su clímax, y Xavier gritó para imponerse al clamor.

—Durante más de mil años hemos guardado nuestras armas atómicas, pero siempre las hemos considerado un último recurso, armas mortíferas que destruyen planetas y aniquilan la vida. —Apuntó con un dedo a los representantes—. Tenemos suficientes cabezas nucleares en nuestros depósitos planetarios, pero Omnius las considera una amenaza simbólica, porque nunca hemos osado utilizarlas. Ha llegado el momento de sorprender a las máquinas pensantes y hacer que se arrepientan de su autocomplacencia.

Manion Butler, usando su prerrogativa de virrey, intervino.

—Las máquinas capturaron y torturaron a mi hija. Asesinaron a un nieto que llevaba mi nombre, un niño al que ni su padre ni yo llegamos a conocer. —El hombre, orondo en otros tiempos, había adelgazado mucho, y estaba encorvado a causa del cansancio. Su cabello colgaba lacio y desaliñado, como si durmiera mal—. Las malditas máquinas merecen el castigo más terrible que podamos imaginar.

El clamor continuó, y al final, de manera sorprendente, Serena Butler subió al estrado y se quedó parada al lado de Xavier.

—La Tierra ya no es otra cosa que un cementerio, hollado por las máquinas pensantes. Todos sus habitantes han sido asesinados. —Respiró hondo, y sus ojos lavanda destellaron—. ¿Qué queda ya? ¿Qué podemos perder?

Imágenes proyectadas destellaron en la cámara, mientras Serena continuaba.

—Los esclavos de la Tierra se rebelaron, y fueron exterminados por ello. ¡Todos! —Su voz retumbó en todos los altavoces de la sala—. ¿Vamos a permitir que ese sacrificio sea estéril? ¿Es que las máquinas pensantes van a salirse con la suya? —Emitió un bufido de desagrado—. Omnius debería pagar por ello.

—¡Pero la Tierra es la cuna de la humanidad! —gritó el magno de Giedi Prime—. ¿Cómo podemos ni siquiera pensar en tamaña destrucción?

—La rebelión ocurrida en la Tierra ha engendrado esta yihad —dijo Serena—. Hemos de propagar la noticia de esta gloriosa rebelión a los demás Planetas Sincronizados, con el propósito de que imiten su ejemplo. Pero antes, hemos de exterminar al Omnius de la Tierra…, cueste lo que cueste.

—¿Podemos permitirnos el lujo de desaprovechar esta oportunidad? —preguntó Xavier Harkonnen—. Tenemos las armas atómicas. Tenemos los nuevos escudos protectores de Tio Holtzman. Tenemos la voluntad del pueblo, que gritaba el nombre de Serena por las calles. Hemos de hacer algo ya, por Dios.

—Sí —dijo Iblis con una voz serena que, no obstante, se impuso a los murmullos—. Es por Dios que hemos de hacer esto.

Los representantes estaban estupefactos y aterrados, pero no hubo disensiones. Por fin, tras un largo y agitado silencio, el virrey Manion Butler pidió que la Liga de Nobles tomara una decisión oficial.

La votación fue unánime.

—Está decidido. La Tierra, cuna de la humanidad, se convertirá en el primer sepulcro de las máquinas pensantes.