La Yihad Butleriana se inició por culpa de una estupidez. Un niño fue asesinado. La desolada madre atacó a la máquina no humana que había provocado la absurda muerte. Al poco, las masas se entregaron a la violencia más desenfrenada, que llegó a ser conocida como Yihad.
PRIMERO FAYKAN BUTLER, Memorias de la Yihad
La Tierra continuó siendo la llama de la rebelión, aun sin la presencia del carismático Iblis Ginjo. En el corazón de la lucha, el subordinado del pensador, Aquim, intentaba conservar viva la resistencia y organizar el mal planeado combate contra el desquite cada vez más violento de Omnius.
Aquim siempre había sido un hombre entregado a la contemplación, que meditaba sobre las esotéricas revelaciones de Eklo en las altas torres del monasterio. Había olvidado la manera de afrontar la sangre y la destrucción. Si bien tenía una red de contactos gracias a su relación con Eklo, muy pocos eran gente de armas, sino pensadores desgarrados entre tantas opciones que no podían reaccionar con celeridad. La situación les estaba desbordando.
Las masas gobernaban con muy poco liderazgo.
Los rebeldes, sorprendidos y superados por el descubrimiento de que se habían liberado tras siglos de opresión, carecían de objetivo. Solo les movía una sed de venganza desmesurada. Una vez rotas sus cadenas, no podían volver atrás. Ni siquiera Iblis había hecho planes a largo plazo. Numerosos incendios arrasaban la ciudad. Fábricas y edificios de mantenimiento eran objeto de sabotajes para limitar la capacidad de fabricación y autodefensa de Omnius. Saqueos y actos vandálicos se repetían en todos los continentes, desde los centros industriales a las poblaciones humanas.
La supermente concedió libertad de acción a sus cimeks, activó su ejército de guerreros robot. Todo el planeta se convirtió en un campo de batalla…, y poco después, en un osario. Las máquinas pensantes no estaban programadas para perdonar.
Sin trabas de nuevo, Agamenón y sus cimeks arrasaron sin piedad poblaciones enteras. Por primera vez desde que los titanes habían sido derrotados por la supermente, los diversos soldados de Omnius estaban unidos por un deseo voraz de venganza. Los cimeks lanzaban gases venenosos, chorros de ácido y lenguas de fuego líquido.
Escuadrones de exterminio se trasladaron desde edificios destripados a refugios y aldeas miserables. Quemaron cosechas, destruyeron centros de distribución de alimentos. Hasta los supervivientes de la matanza morirían de hambre al cabo de pocos meses.
Diez mil esclavos pagaron con sangre por cada robot o cimek destruido. Ningún humano podría escapar con vida.
En las montañas, la torre del pensador temblaba como un ser vivo. Se desprendieron pedazos de piedra. En el nivel superior, donde el cerebro de Eklo descansaba dentro de su contenedor, las ventanas exteriores viraron del amarillo al naranja.
Un inquieto Aquim hundió sus dedos en el electrolíquido, para conectar sus pensamientos con los del pensador.
—Les he entregado tu mensaje, Eklo. La titán Juno va a venir. Desea hablar contigo.
Con la intención de poner fin al derramamiento de sangre, Eklo había pedido ver a los titanes, con la esperanza de razonar con ellos. Mucho tiempo antes, el pensador había ayudado sin querer a Juno y sus compañeros en el derrocamiento del Imperio Antiguo, y el cerebro incorpóreo de Eklo había inspirado a los titanes la idea de convertirse en cimeks.
En aquellos días, era un humano espiritual llamado Arn Eklo, filósofo y orador que se había entregado a los placeres de la carne. Avergonzado y desasosegado, había conocido a Kwyna y sus expertos en metafísica, que deseaban eliminar todas las distracciones con el fin de desarrollar sus poderes mentales. La forma física de Eklo, los deseos caprichosos de su cuerpo, habían perdido toda importancia para él, en comparación con la tarea de desentrañar los misterios del universo.
Su forma de construir las frases cambió desde aquel momento, de modo que mucha gente no le entendía. Sus seguidores empezaron a abandonarle, y los inversores económicos de su congregación, al ver la drástica disminución de ingresos, le cuestionaron. Ellos tampoco le entendían.
Un día, Arn Eklo desapareció sin más ni más. Como grupo, él y los demás pensadores tenían la intención de embarcarse en un épico viaje a las profundidades más recónditas del reino espiritual. Mucho más allá de los límites de la carne.
Desde que se había sometido a la increíble cirugía, su mente había vivido más de dos mil años separada de las debilidades y limitaciones del cuerpo humano. Por fin, Kwyna, los demás pensadores y él tenían todo el tiempo del mundo. Era el mayor don que habrían podido recibir. Tiempo.
Aquim interrumpió sus pensamientos.
—Juno ha llegado.
Con el contenedor apoyado sobre un saliente de la torre, Eklo vio que una enorme forma de combate subía con facilidad por el empinado sendero.
—Transmite a Juno este mensaje —dijo Eklo a Aquim. Numerosos subordinados corrían frenéticamente hacia la escalera que subía a lo alto de la torre—. Dile que nada es imposible. Dile que el amor es lo que diferencia a los humanos de los demás seres vivos, no el odio. Ni la violencia…
Las ventanas se tiñeron de rojo, y poderosas explosiones sacudieron la torre. Juno alzó los cañones de sus extremidades delanteras y lanzó una lluvia de proyectiles, que golpearon la estructura reforzada del monasterio hasta que la torre se derrumbó.
El techo se vino abajo, y Aquim se precipitó hacia delante con la intención de proteger el contenedor y el brillante cerebro del anciano pensador. Pero la avalancha se lo llevó todo por delante…
Después de que la torre se convirtiera en un montón de polvo, Juno utilizó sus brazos mecánicos para buscar entre los escombros, apartando piedras y vigas. Avanzó sobre los restos, desechó los cuerpos destrozados de los subordinados hasta encontrar el contenedor. El monje Aquim, ya fallecido, y el contenedor curvo de plexiplaz habían impedido que el cerebro del pensador resultara pulverizado, pero el contenedor estaba roto. El electrolíquido azulino se derramaba poco a poco entre los cascotes.
Juno arrojó a un lado el cadáver de Aquim como si fuera un muñeco. Después, extendió una mano de metal líquido e introdujo unos dedos largos y afilados en el contenedor agrietado para recuperar la masa gris del pensador Eklo. Percibió leves destellos de energía procedentes del cerebro tembloroso.
Decidió enviarle a otro viaje, aún más lejos del reino de la carne. Su mano se cerró y convirtió la materia gris esponjosa en pulpa goteante.
—Nada es imposible —dijo, para luego dar media vuelta y regresar a la ciudad y a su importante tarea.
Sin la menor emoción (tan solo con el deseo de solucionar un problema), Omnius decretó la aniquilación total de la vida humana en la Tierra.
Sus fuerzas robóticas procedieron sin tregua, y se dedicaron a su sangrienta tarea con pocos impedimentos. La sangre derramada por Ajax en Walgis no había sido más que un breve preludio.
Después de que la supermente decidiera que los humanos ya no le servían de nada en este planeta, llegó a conclusiones similares para los demás Planetas Sincronizados. Pese al hecho de que, en un principio, los humanos habían creado a las máquinas pensantes, los indisciplinados seres biológicos siempre habían causado excesivos problemas. Por fin le daba la razón a Agamenón, que llevaba siglos exigiendo una solución final. Omnius extinguiría la especie humana.
Los cuatro titanes supervivientes, con la ayuda de neocimeks y soldados robot modificados, dedicaron meses a perseguir y exterminar a la población del planeta. Ni una sola persona sobrevivió en la Tierra.
El derramamiento de sangre fue inenarrable, y fue grabado casi en su totalidad por los ojos espía de la supermente.