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Si la vida no es más que un sueño, ¿solo imaginamos la verdad? ¡No! Al seguir nuestros sueños, creamos nuestras verdades.

La leyenda de Selim Montagusanos

El aire y la arena olían a especia, su cuerpo olía a especia… ¡El mundo era especia!

Selim apenas podía respirar o moverse, a medida que la melange impregnaba sus poros, su nariz, sus ojos. Ascendió a duras penas por la arena rojiza, como si nadara entre vidrio. Aspiró una profunda bocanada de aire, con la esperanza de que fuera fresco, pero olía a canela. Se estaba ahogando en la especia.

El desierto trataba a su melange como un secreto, pocas veces la expulsaba en forma de explosiones y esparcía el polvillo rojizo sobre las dunas. La especia era la vida. Los gusanos apestaban a melange.

El joven se movía como si estuviera asfixiado por visiones. Se detuvo en el fondo de la hoya, tosiendo, pero las imágenes oníricas continuaban sacudiéndole como un huracán…

Hacía mucho rato que el gusano se había ido, abandonando a Selim donde había caído. El anciano del desierto habría podido devorar a su jinete, pero no le había hecho caso. No era por casualidad. Budalá había traído a Selim hasta aquí, y confiaba en descubrir el motivo.

Había montado el gigantesco gusano durante horas, le había guiado durante la noche sin ningún destino en particular. Se había descuidado, cayendo en la imprudencia.

De repente, el gusano había llegado al lugar donde se había producido una explosión de especia. Reacciones químicas misteriosas y presiones tremendas ocurridas bajo las dunas habían llegado a un punto crítico, agitado y fermentado la melange hasta que las capas superiores ya no pudieron aguantar la presión. La especia había estallado hacia la superficie, en una columna de arena, gases y melange fresca.

En la oscuridad, Selim no había visto la columna, no había estado preparado…

Un frenesí incontenible se había apoderado del gusano. Enloquecido, al parecer, por la presencia de tanta melange, el animal se había revuelto y encabritado.

Pillado por sorpresa, Selim había aferrado sus lanzas y cuerdas. El gusano se hundió en la arena, golpeó las dunas como si la arena manchada fuera su enemigo. El jinete soltó la lanza que había mantenido los segmentos separados.

Selim había caído, demasiado estupefacto para gritar. Vio que la bestia rodaba bajo él, se alzaba sobre la arena y después se desplomaba sobre el suelo húmedo y rodaba para suavizar la fuerza del impacto.

Liberado por fin, el gusano se sumergió bajo la arena, como si buscara la fuente de la melange. Selim intentó mantenerse sobre la superficie de la duna. El gusano cargó hacia delante como un proyectil. Dejó una estela de arena y especia, que cubrió todo de una espesa capa de color rojizo.

Selim se levantó, jadeante. El intenso olor le mareaba, y escupió saliva con sabor a canela. Tenía la ropa cubierta de especia pegajosa. Se frotó los ojos, pero solo consiguió que el polvo se hundiera más dentro de las órbitas.

Se puso en pie por fin, tambaleante, examinó sus brazos, hombros y costillas para comprobar que no se había roto ningún hueso. Parecía milagrosamente ileso. Un milagro más en su ya larga lista.

Y otra lección críptica que Budalá quería enseñarle.

Bajo la luz de la luna, las dunas cremosas parecían manchadas de sangre, con la especia esparcida en todas direcciones como por el capricho de un demonio enfurecido. Nunca había visto tanta en su vida.

Lejos de su refugio, Selim empezó a caminar por la arena. Registró el suelo hasta encontrar su equipo, una lanza de metal y un extensor medio enterrado en la arena. Si aparecía otro gusano, tenía que estar preparado para montarlo.

Mientras andaba, experimentó la sensación de que la especia impregnaba su cuerpo a cada paso que daba. Sus ojos ya se habían teñido del azul de la adicción (lo había visto en los paneles reflectantes de la estación botánica), pero ahora la melange le envolvía. Su cabeza empezó a dar vueltas.

Selim llegó por fin a la cumbre de la duna, pero ni siquiera se dio cuenta hasta que resbaló pendiente abajo. El mundo que le rodeaba cambió, se abrió… y reveló sus asombrosos misterios.

—¿Qué es esto? —preguntó en voz alta, y las palabras resonaron en su mente.

Las dunas cambiaban de forma como olas en un mar olvidado, que se alzaban hasta transformarse en polvo. Nadaban gusanos por el océano reseco, enormes habitantes similares a gigantescos peces depredadores. Venas de especia flotaban con la sangre del desierto, ocultas bajo la superficie, enriqueciendo los estratos, al cuidado de un complejo ecosistema: plancton de arena, truchas de arena gelatinosas…, y por supuesto gusanos, conocidos colectivamente como Shai-Hulud. El nombre martilleaba dentro de su cráneo, y le pareció adecuado. No Shaitan, sino Shai-Hulud. No era un término que designara a un animal, ni una descripción, sino el nombre de un ser. Un dios. Una manifestación de Budalá.

¡Shai-Hulud!

Entonces, en su alucinación vio que la especia se agotaba, desaparecía, era robada por parásitos que parecían… las naves que había visto en el espaciopuerto de Arrakis City. Obreros (forasteros e incluso zensunni) peinaban las dunas, robaban la melange, se apoderaban del tesoro de Shai-Hulud y dejaban que se ahogara en un mar seco y sin vida. Despegaban naves cargadas hasta los topes, se llevaban los últimos granos de especia, dejaban a la gente del desierto con las manos extendidas, suplicantes. Al poco, inmensos gusanos recorrían la tierra, arrojaban arena al cielo que se desplomaba como una inundación sobre la gente y los cadáveres de los gusanos. Ya nada vivía en el planeta. Arrakis se convertía en un cuenco de arena, muerto y estéril.

Sin gusanos, sin gente…, sin melange…

Selim se descubrió sentado con las piernas cruzadas sobre una duna, bajo el sol abrasador del mediodía. Tenía la piel roja y quemada a causa de la insolación. Sus labios estaban agrietados. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? Experimentó la terrible sospecha de que había transcurrido más de un día.

Se puso en pie con un gran esfuerzo. Tenía los brazos y piernas entumecidos como goznes oxidados. Todavía había polvo de especia pegado a su ropa y cara, pero ya no parecía afectarle. Había visto demasiadas cosas en su alucinación, y las espantosas posibilidades habían eliminado casi toda la melange de su sistema.

Selim se tambaleó, pero conservó el equilibrio. El viento susurraba a su alrededor, levantaba nubes de arena de las cumbres de las dunas. Vacío y silencioso…, pero no muerto. Al contrario que en su visión.

La melange contenía la clave de Arrakis, de los gusanos, de la propia vida. Ni siquiera los zensunni conocían todas las redes interconectadas, pero Budalá había revelado el secreto a Selim. ¿Era este su destino?

Había visto a forasteros que se llevaban la especia, lejos de Arrakis, y secaban el desierto. Tal vez había tenido una verdadera visión del futuro, o tan solo una advertencia. El naib Dhartha le había expulsado a las arenas para que muriera, pero Budalá le había salvado por algún motivo… ¿Por esto?

¿Para proteger el desierto y los gusanos? ¿Para servir a Shai-Hulud? ¿Para encontrar a los forasteros que querían robar la melange de Arrakis?

No tenía alternativa, ahora que Dios le había tocado. Debía encontrar a esa gente…, y detenerles.