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La vida es la suma de fuerzas que se oponen a la muerte.

SERENA BUTLER

Serena había sido violada, le habían arrancado una parte de su cuerpo, y una inmensa desolación la embargaba. Al cometer tamaña atrocidad, Erasmo la había arrastrado al borde de la desesperación, destruido la tozuda esperanza a la que siempre se había aferrado.

Después de presentarse al Parlamento de la Liga, Serena había imaginado que realizaría importantes tareas en beneficio de la humanidad. Había dedicado su tiempo, energías y entusiasmo, sin arrepentirse ni un momento. Cuando su padre le había tomado juramento como representante de la liga, apenas tenía diecinueve años, con un brillante porvenir por delante.

El joven Xavier Harkonnen había conmovido su corazón, y juntos habían soñado fundar una familia feliz y numerosa. Habían planeado su boda, hablado de su futuro compartido. Aun en las garras de Erasmo, se había aferrado a sus sueños de huida, y de una vida normal posterior, al lado de Xavier.

Pero por conveniencia propia, el malvado robot la había esterilizado como a un animal, le había robado la posibilidad de tener más hijos. Siempre que veía a la despiadada máquina, quería chillarle improperios. Más que nunca, echaba de menos la compañía de seres humanos civilizados que la habrían podido ayudar en estas difíciles circunstancias, incluso el mal aconsejado Vorian Atreides. Pese a su supuesta fascinación por el estudio de la humanidad, Erasmo era incapaz de comprender por qué se había indignado por una intervención quirúrgica de escasa importancia.

Su furia y dolor se impusieron a la inteligencia necesaria para enfrentarse a él. Era incapaz de entusiasmarse por los temas esotéricos que Erasmo deseaba comentar con ella. Como consecuencia, el robot se sintió cada vez más decepcionado con su cautiva.

Peor aún, Serena ni se dio cuenta.

Cuando el pequeño Manion cumplió once meses, se había convertido en su único salvavidas, un doloroso recordatorio de todo cuanto había perdido, tanto en el pasado como en el futuro. Había empezado a andar, y era un manojo de energía concentrada que deambulaba por todas partes con paso torpe, empeñado en explorar todos los rincones de la villa.

Los demás esclavos intentaban ayudar, al ver el dolor de Serena y sabedores de lo que había hecho para mejorar su calidad de vida. Pero Serena no deseaba nada de ellos. Se hallaba al borde de la desesperación. Pese a todo, Erasmo mantenía los cambios y mejoras que había aceptado llevar a cabo.

Serena todavía trabajaba en el jardín y en la cocina, vigilaba a Manion cuando el niño examinaba utensilios y jugaba con las ollas relucientes. Como estaban al corriente de su peculiar relación con Erasmo, los demás esclavos la observaban con curiosidad y respeto, y se preguntaban qué haría después. Los cocineros y pinches jugaban con el niño, divertidos por sus intentos de hablar.

Manion estaba poseído por una sed insaciable de ver y tocar todo, desde las flores y plantas de los jardines de la villa hasta los peces exóticos de los estanques, pasando por una pluma que encontró en la plaza. Estudiaba todo con sus vivaces ojos azules.

Serena renovó su determinación de intentar escapar o atentar contra Erasmo. A tal fin, necesitaba averiguar todo cuanto pudiera sobre el robot independiente. Para solucionar ese enigma, decidió descubrir qué ocurría con exactitud en los ominosos laboratorios precintados. El robot le había prohibido que entrara en ellos, y la había advertido de que no se entrometiera en sus experimentos. Había ordenado a los demás criados de la casa que no le contaran nada acerca de ellos. ¿De qué tenía miedo el robot? Aquellos laboratorios debían de ser importantes.

Tenía que entrar como fuera.

Se presentó una oportunidad cuando Serena habló con dos pinches de cocina que preparaban comidas para humanos encerrados en el bloque de los laboratorios. Erasmo insistía en platos energéticos para que sus víctimas sobrevivieran lo máximo posible, pero prefería una cantidad ínfima para minimizar las deyecciones cuando infligía excesivo dolor.

El personal de la cocina había aceptado con alivio los sangrientos gustos de Erasmo, satisfechos de no haber sido elegidos para los experimentos. Aún no, en cualquier caso.

—¿Qué importa la vida de un esclavo? —preguntó una de las mujeres, Amia Yo. Era la esclava que había tocado la manga de Serena durante el festín de buena voluntad del robot, y Serena la había visto trabajar en las cocinas.

—Toda vida humana posee valor —dijo Serena, al tiempo que miraba al pequeño Manion—, aunque solo sea para soñar. He de ver ese lugar con mis propios ojos.

Entonces, reveló su impetuoso plan entre susurros conspiratorios.

Amia Yo, reticente, pero con expresión decidida, se ofreció a colaborar.

—Solo por ti, Serena Butler.

Como las dos mujeres eran más o menos de la misma estatura y peso, Serena se puso su bata y delantal blancos, y luego se cubrió el pelo con un pañuelo oscuro. Confiaba en que los ojos espía no advertirían las diferencias.

Serena dejó a Manion al cuidado de los pinches y acompañó a una esclava esbelta de piel oscura. Entraron empujando un carrito de comida en una serie de dependencias anexas que Serena nunca había visitado. El pasillo de entrada olía a productos químicos, fármacos y enfermedad. Serena temía lo que iba a ver. Su corazón se aceleró y el sudor empapó su piel, pero apresuró el paso.

Su compañera parecía nerviosa, y sus ojos se movían de un lado a otro cuando atravesaron una barrera codificada. Entraron juntas en una cámara interior. Un intenso hedor hacía el aire casi irrespirable. Nada se movía en la sala. Serena sintió náuseas.

Nada habría podido prepararla para esto.

Había restos humanos amontonados sobre mesas, en tanques burbujeantes y en el suelo, como juguetes desordenados por un niño aburrido. Sangre fresca había salpicado las paredes y el techo, como si Erasmo se hubiera dedicado al arte abstracto. Todo parecía reciente y húmedo, como si la horrenda matanza hubiera tenido lugar una hora antes. Serena, consternada, solo experimentó asco y rabia. ¿Por qué había hecho esto el robot? ¿Para satisfacer alguna curiosidad macabra? ¿Había encontrado las respuestas que buscaba? ¡A qué precio!

—Pasemos a la siguiente sala —dijo su compañera con voz temblorosa, mientras intentaba apartar la vista del horror—. Aquí ya no queda nadie a quien dar de comer.

Serena avanzó tambaleante detrás de la otra mujer, que empujaba el carrito, hasta entrar en otra cámara, donde prisioneros de aspecto demacrado estaban encerrados en celdas de aislamiento. Por lo que fuera, el hecho de que aquellos conejillos de Indias continuaran con vida se le antojó todavía peor. Reprimió las ansias de vomitar.

Hacía mucho tiempo que soñaba con escapar de su vida de esclava. Al ver estos horrores, comprendió que huir no sería suficiente. Necesitaba detener a Erasmo, destruirle, no por ella, sino por todas sus víctimas.

Pero Serena había caído en la trampa.

Gracias a aparatos de vigilancia ocultos, Erasmo la vigilaba. Consideró su repugnancia agradablemente predecible. Durante días había esperado que se colara a escondidas en sus laboratorios, pese a su estricta prohibición. Sabía que Serena no conseguiría resistir esa tentación demasiado tiempo.

Sí que comprendía algunos aspectos de la naturaleza humana, y muy bien.

Ahora que su acompañante y ella habían terminado sus tareas, regresarían a la seguridad de la villa, donde Serena había dejado a su impertinente bebé. Erasmo pensó en la mejor manera de manipularla.

Había llegado el momento de introducir cambios. De añadir tensión al sistema experimental y observar las transformaciones de los sujetos. Conocía el punto más vulnerable de Serena.

Mientras se preparaba para el drama que iba a crear, Erasmo convirtió su rostro en un óvalo inexpresivo. Recorrió los pasillos, y el eco de sus pasos anunció su llegada. Antes de que Serena pudiera recuperar a su hijo, el robot encontró a Amia Yo jugando con el niño en el suelo de la cocina.

El amo de la casa no pronunció ni una palabra cuando entró en la habitación. Amia Yo, sobresaltada, alzó los ojos y vio al ominoso robot. A su lado, el pequeño Manion contempló el familiar rostro reflectante y rió.

La reacción del niño provocó que el robot se detuviera un momento. Después, con un veloz revés de su brazo sintético, rompió el cuello de Amia Yo y agarró al niño. La cocinera cayó muerta sin exhalar ni un suspiro. Manion se retorció y chilló.

Justo cuando Erasmo alzaba al niño en el aire, Serena apareció en la puerta, con expresión horrorizada.

—¡Suéltale!

Erasmo la apartó de un empujón, y Serena cayó sobre el cadáver de la mujer asesinada. Sin mirar atrás, el robot se alejó de la cocina y subió una escalera que conducía a los niveles y balcones superiores de la villa. Manion colgaba de su mano como un pez capturado, sin dejar de llorar y vociferar.

Serena se puso en pie y corrió tras ellos, mientras suplicaba a Erasmo que no hiciera daño a su hijo.

—¡Castígame a mí, si así lo deseas, pero a él no! El robot volvió su rostro indescifrable hacia ella.

—¿No puedo hacer ambas cosas? Subió al segundo piso.

Al llegar al rellano de la tercera planta, Serena intentó asir una pierna del robot. Erasmo nunca había visto tamaña exhibición de desesperación, y se arrepintió de no haber aplicado sondas de control para escuchar su corazón y saborear el sudor inducido por su pánico. El pequeño Manion agitaba los brazos y las piernas.

Serena tocó los deditos de su hijo, consiguió sujetarle un instante. Entonces, Erasmo le dio una patada en el abdomen, y la joven cayó rodando medio tramo de escalera.

Logró ponerse en pie, sin hacer caso de las contusiones, y prosiguió la persecución. Interesante. Una señal de resistencia notable, o bien de tozudez suicida. A partir de sus estudios sobre Serena Butler, Erasmo decidió que era un poco de todo.

Cuando llegó al último nivel, Erasmo se encaminó al amplio balcón que daba a la plaza, cuatro pisos más abajo. Había un robot centinela en el balcón, observando las cuadrillas de esclavos que instalaban nuevas fuentes y erigían estatuas. El sonido de la maquinaria y de sus voces se alzaba en el aire inmóvil. El robot se volvió hacia su perseguidora.

—¡Alto! —gritó Serena con una severidad que le recordó su antigua personalidad—. ¡Basta, Erasmo! Has ganado. Haré lo que desees.

El robot se detuvo ante la barandilla del balcón, asió a Manion por el tobillo izquierdo y lo alzó sobre el borde. Serena chilló. Erasmo dio una breve orden al centinela.

—Impide que se entrometa.

Sujetó al niño cabeza abajo sobre la plaza pavimentada, como un gato que jugara con un ratón indefenso.

Serena se precipitó hacia delante, pero el robot centinela le cerró el paso. Ella le golpeó con tal fuerza que el robot fue a parar contra la barandilla, antes de recuperar el equilibrio y apoderarse del brazo de Serena.

Abajo, los esclavos humanos alzaron la vista y señalaron el balcón. Una exclamación colectiva se alzó, seguida de un susurro.

—¡No! —gritó Serena mientras intentaba liberarse de la presa del robot—. ¡Por favor!

—Debo continuar mi importante trabajo. Este niño es un factor perturbador.

Erasmo balanceó al niño sobre el abismo. La brisa agitó su manto. Manion se retorcía y chillaba, llamaba a su madre.

Serena miró el rostro reflectante, pero no vio compasión ni preocupación. ¡Mi precioso bebé!

—¡No, por favor! Haré lo que…

Los esclavos no daban crédito a sus ojos.

—Serena… Tu nombre se deriva de serenidad. —Erasmo alzó la voz para hacerse oír sobre los aullidos del niño—. ¿Lo entiendes?

La joven se lanzó contra el robot centinela, estuvo a punto de soltarse y extendió la mano, desesperada por apoderarse de su hijo.

De repente, los dedos de Erasmo se abrieron. Manion cayó a la plaza.

—Bien. Ya podemos volver al trabajo.

Serena lanzó un grito tan estruendoso que no oyó el terrible sonido del cuerpo al estrellarse contra el pavimento.

Indiferente al peligro que corría, Serena se soltó por fin, desgarrándose la piel, y empujó al robot centinela contra la barandilla. Cuando el robot recuperó el equilibrio, ella le empujó de nuevo, esta vez con más fuerza. El robot rompió la balaustrada y se precipitó al vacío.

Sin prestar atención a la máquina, Serena atacó a Erasmo y le golpeó con sus puños. Intentó mellar o arañar su cara de metal líquido, pero solo consiguió hacerse sangre en los dedos y romperse las uñas. En su frenesí, Serena desgarró el manto nuevo del robot. Después, agarró un jarrón de terracota del borde del balcón y lo rompió contra el cuerpo de Erasmo.

—Deja de portarte como un animal —dijo Erasmo. La envió de un manotazo al suelo.

Iblis Ginjo, que supervisaba a la cuadrilla de la plaza, contemplaba la escena con absoluta incredulidad. ¡Es Serena!, gritó uno de los trabajadores de la villa, que la había reconocido. Su nombre fue coreado por los demás, como si la reverenciaran. Iblis recordaba a Serena Butler de cuando la había visto con los nuevos esclavos llegados de Giedi Prime.

Entonces, el robot soltó al niño.

Sin preocuparse por las consecuencias, Iblis corrió en un desesperado e infructuoso intento por atrapar al niño. Al ver la valiente reacción del capataz, muchos esclavos se precipitaron hacia delante.

Iblis se detuvo ante el cuerpo ensangrentado y comprendió que no podía hacer nada. Incluso después de todas las atrocidades que había visto cometer a cimeks y máquinas pensantes, este ultraje parecía inconcebible. Sostuvo el cuerpecillo destrozado en sus brazos y alzó la vista.

Serena estaba luchando contra sus amos. Los obreros lanzaron una exclamación ahogada y retrocedieron cuando lanzó por encima de la barandilla a un centinela robot. Como un destello metálico, la máquina pensante se estrelló contra las losas de piedra, no lejos de la mancha de sangre que había dejado el niño muerto. Quedó hecho añicos, sus componentes metálicos y fibrosos rotos, el líquido de los circuitos gelificados rezumando por las grietas…

Mortificados y consternados, los esclavos contemplaban la escena. Como leña preparada para arder, pensó Iblis. ¡Una cautiva humana se había enfrentado a las máquinas! ¡Había destruido a un robot con sus propias manos! Gritaron su nombre, asombrados.

En el balcón, una desafiante Serena seguía increpando a Erasmo, mientras él la empujaba hacia atrás con su fuerza superior. El coraje apasionado de la mujer sorprendió a todos. ¿Podía ser más claro el mensaje?

Un grito de cólera se elevó de las gargantas de los obreros cautivos. Ya habían sido aleccionados durante meses por las instrucciones y manipulaciones sutiles de Iblis. Había llegado el momento.

Con una sonrisa de triste satisfacción, dio la orden. Y los rebeldes se precipitaron hacia delante, en un acto que sería recordado durante diez mil años.