Los animales han de cruzar la tierra para sobrevivir, en busca de agua, comida, minerales. La existencia depende de algún tipo de movimiento. O te mueves, o la tierra te mata donde estás.
Exploración ecológica imperial
de Arrakis, documentos antiguos
La noche del desierto era silenciosa y tranquila. La primera luna ya se había puesto, en tanto la segunda, más apagada, colgaba sobre el horizonte como un ojo dormido, amarillo de cansancio.
Apenas una sombra, Selim se acuclilló sobre un peñasco y observó el panal de cuevas negras que se alzaba sobre él. No conocía a los aldeanos, ni sus tesoros, pero Budalá le había guiado hasta este lugar aislado. El desierto y todos sus habitantes formaban parte del misterioso destino de Selim, y no cuestionaba, ni se molestaba en justificar, sus acciones.
Esta gente tenía escasos contactos con la tribu del naib Dhartha, pero como todos los zensunni, enviaban expediciones regulares a Arrakis City para obtener las provisiones necesarias. Aun con métodos agrícolas protegidos y una cuidadosa conservación del agua, ninguna tribu del desierto podía ser autosuficiente por completo.
Ni tampoco él, pese a sus esfuerzos. Los aparatos de condensación del aire de sus dos estaciones botánicas abandonadas le suministraban agua. Las provisiones almacenadas le proporcionaban casi toda la comida que necesitaba, pero las reservas habían disminuido durante el pasado año y medio, junto con sus paquetes de energía, y una de sus herramientas se había roto. Necesitaba más pertrechos para mantener su existencia solitaria.
Dios había otorgado a Selim muchas bendiciones, muchas ventajas…, pero había cosas que debía obtener sin ayuda. No era preciso que comprendiera cómo encajaban todas las piezas en el plan general de Budalá. Tenía que existir un motivo, y algún día lo descubriría.
Selim había espiado durante varios días este poblado, así como los movimientos de los nativos. Las mujeres guardaban colmenas en el interior de las cavernas, donde los insectos podían buscar pequeñas flores del desierto que crecían a duras penas en las grietas protegidas. A Selim se le hizo la boca agua. Había probado la miel una única vez en su vida, después de que el naib Dhartha hubiera adquirido un enorme pote del producto y entregado a cada miembro de la tribu una pizca. El sabor era delicioso, pero cruel, porque recordaba a los pobres zensunni los pocos lujos de que podían disfrutar.
En cuanto Selim cumpliera su destino, fuera cual fuese, estaba seguro de que tendría miel cada día.
Aunque Selim necesitaba algunos artículos del poblado, también quería dar una lección. Budalá le había insuflado una nueva energía mediante la independencia y la autosuficiencia, antes que la ciega obediencia a las antiguas leyes. Le disgustaban las rígidas normas de los zensunni. De todos los zensunni. Tal vez ahora Selim sería un miembro satisfecho y trabajador de la comunidad, si el naib Dhartha no hubiera aceptado las falsas acusaciones de Ebrahim y expulsado a Selim para que muriera en el desierto.
Gateó con una mochila vacía sobre los hombros. Había memorizado la ruta e identificado la cueva en que los aldeanos guardaban sus provisiones, un lugar vigilado de día, pero apenas de noche. Confiados en su aislamiento, los sistemas de seguridad de estos aldeanos era muy deficientes. Entraría a hurtadillas, tomaría lo que necesitaba y desaparecería, sin hacer daño a nadie. Sería un bandido. Selim Montagusanos… Selim el forajido.
Subió en silencio la pendiente, hasta encontrar una senda que la gente tomaba cuando salía a recolectar especia. Ascendió hasta llegar al borde del saliente, luego se izó y escudriñó la oscuridad.
Tal como esperaba, el almacén estaba lleno de alimentos empaquetados de otros planetas, sin duda comprados a precios desmesurados en el espaciopuerto. Verdaderas golosinas, pero ¿para qué necesitaba la gente del desierto esas cosas? Selim sonrió. Los aldeanos no necesitaban todo lo que contenía el almacén, de modo que les aliviaría de ciertos lujos inútiles. Selim llenaría su mochila de discos de energía y complementos nutritivos.
Selim embutió comida y células de energía en los compartimientos de la mochila. También encontró semillas, muestras botánicas vitales que utilizaría para montar un pequeño invernadero en una de las estaciones abandonadas. Los productos frescos constituirían un magnífico complemento de su dieta.
De un banco de trabajo cogió una herramienta para medir y un martillo sónico, diseñado para romper roca siguiendo pautas específicas. Le sería útil si necesitaba improvisar escondites, tal vez ensanchando cuevas naturales en afloramientos deshabitados.
Selim intentó buscar sitio para las dos herramientas en su atestada mochila. Manoteó en la oscuridad y dejó caer el martillo sónico al suelo de piedra. Debido al impacto, el aparato disparó una vibración que creó una fractura en el suelo de la caverna, y resonó como un cañonazo en el pueblo dormido.
Selim, sobresaltado, recogió lo que pudo, amontonó cosas en la mochila con ambas manos. La colgó de los hombros y pasó por el borde del saliente. Ya oía gritos suspicaces, preguntas. Bastones de luz iluminaron la cara del risco, de forma que las aberturas de las cuevas semejaron los ojos de un demonio despertado de repente.
Intentó bajar por el sendero con sigilo, pero golpeó piedrecitas, que cayeron pendiente abajo.
Alguien proyectó un rayo de luz en su dirección y le descubrió. Otro aldeano gritó. Al cabo de poco, hombres, mujeres y niños salieron corriendo de las cavernas, señalaron al ladrón, gritaron que se detuviera.
Selim no tenía dónde esconderse, y la pesada mochila le estorbaba.
Los zensunni corrieron tras él, bajaron por escalerillas y peldaños de piedra cortados en la roca. Selim, aterrorizado pero jubiloso, corrió a toda la velocidad de sus piernas y con un salto final llegó a la llanura. Sus pies se hundieron en la superficie polvorienta, mientras los nómadas gritaban a su espalda. Siguió corriendo, con la esperanza de que los hombres vacilarían si se internaba demasiado entre las dunas. Sin embargo, lo más probable era que le alcanzaran pronto, debido al peso que cargaba. Todo dependía de si su indignación era superior al miedo que les provocaba Shaitan.
De repente, se le ocurrió una idea. Disminuyó el paso y buscó en la mochila hasta encontrar el martillo sónico robado. Se arrodilló a un lado de una duna, comprobó que la potencia estuviera al máximo y alzó la herramienta. Cuando la descargó, la explosión de sonido resonó como una carga de profundidad, y levantó columnas de arena.
Los zensunni siguieron persiguiéndole, sin dejar de gritar. Selim se puso a correr otra vez y descendió por una duna. Cayó dando tumbos, sin soltar el martillo sónico. Por fin, se detuvo entre las dunas. Se puso de rodillas, sin aliento, y después en pie, para luego coronar la siguiente cima.
—¡Ven, viejo Reptador! ¡Te estoy llamando!
Descargó el martillo de nuevo, como un enjuto sacerdote budislámico que tocara el gong. En la siguiente duna golpeó por tercera vez, lanzando señales insistentes. Los hombres de la aldea estaban cerca, pero él seguía corriendo, con mayor rapidez todavía. Los hombres parecieron vacilar, y distinguió menos voces detrás de él.
Por fin, Selim oyó el ruido siseante, la señal lejana de que se acercaba un gusano gigantesco. Sus perseguidores se dieron cuenta al mismo tiempo y gritaron entre sí. Se detuvieron, vacilantes. Todos contemplaron la ondulación de la arena bajo la luz de la luna, y después volvieron corriendo hacia el risco, como si la visión del monstruo del desierto les hubiera hecho crecer alas en los pies.
Selim, sonriente, sabiendo que Budalá le protegería, se acuclilló sobre la duna, petrificado mientras veía a sus perseguidores desaparecer. El gusano se estaba acercando con celeridad, y sin duda perseguiría a los hombres de la tribu, atraído por sus pisadas. Si se quedaba muy quieto, el gusano pasaría de largo.
Pero la idea de que el monstruo devorara a los hombres le molestaba. Le habían perseguido para defenderse. Selim no quería que murieran por su culpa. Eso no podía formar parte del plan de Budalá, pero el desafío moral sí.
Cuando el gusano estuvo más cerca, disminuyó la potencia del martillo sónico y dejó que resonara con suavidad, tump, tump, tump. Como era de esperar, el gusano se volvió hacia él. Selim se liberó de su carga y se acurrucó.
A lo lejos, a mitad de camino de su aldea, los zensunni se volvieron para mirarle, y vieron su figura recortada contra la luz de la luna. Selim se alzaba en toda su estatura, plantando cara al gusano…
Montado sobre la bestia, Selim sujetaba su lanza y las cuerdas, contento de no haber perdido ningún elemento de su botín y de que nadie hubiera resultado muerto. Se volvió y vio a los hombres asombrados iluminados por la luz de la luna. Le habían visto montar a lomos del demonio del desierto, y ahora se alejaba hacia las profundidades del desierto, controlando a la bestia.
—¡Como pago por lo que me he llevado, os entrego una historia que se hará legendaria en los fuegos de acampada! —gritó—. ¡Soy Selim Montagusanos!
Estaba demasiado lejos para que le oyeran, pero a Selim le daba igual. Era el momento adecuado de plantar semillas, pero no de revelar su identidad. De ahora en adelante, en lugar de recitar poesías y lamentos melancólicos de peregrinaciones ancestrales, los aldeanos hablarían del hombre solitario que controlaba los gusanos de arena.
La leyenda de Selim continuaría creciendo…, como un árbol que brotara en mitad de la arena, donde no habría podido sobrevivir.