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Los humanos niegan un sinfín de posibilidades, un número infinito de reinos donde su especie podría entrar.

ERASMO, notas sobre la naturaleza humana

Era una sala de conciertos improvisada, en el interior de un edificio con paredes de mármol construido en la propiedad del robot. Erasmo había ordenado a sus obreros que modificaran el interior, instalaran asientos y alteraran las paredes, con el fin de crear una acústica perfecta para esta única actuación. Erasmo había estudiado discos de la mejor música clásica humana, sabía con exactitud qué se esperaba de las grandes sinfonías, desde el público hasta la puesta en escena. Albergaba una elevada opinión de sus empeños artísticos.

El robot invitó a Serena Butler, ahora en su octavo mes de embarazo, a ocupar la silla central de la sala.

—El resto del público tal vez obtenga placer de la melodía y los sonidos, pero tus expectativas son diferentes. En Salusa Secundus, la música sofisticada formaba parte de tu existencia.

Serena pensó en su hermano y sus aspiraciones musicales con una punzada de dolor. Había aprendido a apreciar las obras de compositores humanos desaparecidos muchos milenios antes.

—La música no es lo único que añoro, Erasmo.

—Tú y yo hablamos el mismo lenguaje culto —dijo el robot, sin reparar en su comentario—. Me dirás si te gusta esta composición. Pensaba en ti cuando la escribí.

Llenó la sala con esclavos elegidos de diversas especialidades laborales. Iban limpios y vestidos según la idea que tenía Erasmo, de un público de clase alta.

Retratos electrónicos de grandes compositores humanos colgaban de las paredes, como si el robot quisiera contarse entre ellos. Alrededor del perímetro, se exhibían instrumentos musicales dentro de vitrinas: un laúd, un rabel, un tambor dorado y un antiguo baliset de quince cuerdas con conchas de vabalone incrustadas en la caja.

En el centro del escenario, Erasmo estaba sentado ante un piano de cola, rodeado de sintetizadores musicales, altavoces y una mesa de mezclas. Vestido con un traje negro cortado como un esmoquin, pero diseñado para acomodar su cuerpo robótico, Erasmo se hallaba inmóvil, con el rostro convertido en un espejo ovalado, sin la menor expresión.

Serena se acomodó en el asiento y contempló al robot. Apoyó una mano sobre su enorme abdomen, sintió los movimientos del feto. Dentro de escasas semanas daría a luz.

El público se removía inquieto en su asiento, sin saber qué esperar, o qué se esperaba de ellos. Erasmo volvió la cara hacia los espectadores, que se reflejaron en el espejo mientras esperaba. Por fin, se hizo el silencio.

—Gracias por vuestra atención.

Se volvió hacia un aparato plateado que había a su lado, un sintetizador con ágiles dedos de polímero que producían riffs y acordes familiares. La música de fondo aumentó de volumen, entrelazada con instrumentos de cuerda y pesarosas cornetas de Chusuk.

El robot escuchó unos momentos, y luego continuó.

—Estáis a punto de experimentar algo notable. Para demostrar mi respeto por el espíritu creativo, he compuesto una nueva sinfonía especialmente para vosotros, mis esforzados trabajadores. Ningún humano la ha escuchado antes.

Tocó una rápida mezcla de melodías al piano, tres pasajes breves, en un aparente esfuerzo por confirmar que el instrumento estaba bien afinado.

—Después de un análisis detallado del género, he escrito una sinfonía comparable a las obras de los grandes compositores humanos Johannes Brahms y Emi Chusuk. He desarrollado mi pieza siguiendo estrictos principios matemáticos y de orden.

Serena paseó la vista por el público, dudando de que cualquier humano criado en cautividad conociera la música clásica de la que hablaba el robot. Educada en Salusa Secundus, donde la música y el arte estaban integrados en la cultura, Serena había escuchado las obras de muchos compositores famosos, incluso las había comentado en profundidad con Fredo.

Erasmo conectó su mente con el sintetizador, hasta producir una melodía extraña y repetitiva. Después, sus dedos mecánicos bailaron sobre el teclado, haciendo gestos exuberantes como si estuviera imitando a algún famoso concertista de piano.

La composición agradó a Serena, pero le pareció trillada. Aunque no reconoció la melodía exacta, había algo familiar en ella, como si el robot hubiera analizado matemáticamente una pieza existente y seguido la pauta, cambiando un ritmo aquí, un pasaje polifónico allí. Era una música sin brillo, carente de fuerza.

Por lo visto, Erasmo creía que apreciar una obra nueva era algo instintivo en los humanos, que su público captaría los matices y complejidades de su composición, perfecta desde el punto de vista de la estructura. Los esclavos se removían en sus asientos y escuchaban. Para ellos, era una diversión agradable, pero también una tarea más. Daba la impresión de que las notas tranquilizadoras de la melodía gustaban al público, pero no le conmovía como el robot pretendía.

Cuando terminó su actuación, Erasmo se echó hacia atrás, desactivó el equipo de apoyo sinfónico y dejó que el silencio cayera sobre la sala. Los tonos reverberantes se desvanecieron.

Por un momento, los esclavos vacilaron como si aguardaran instrucciones.

—Podéis dedicarme una ovación si os ha gustado la pieza. —Dio la impresión de que los obreros no entendían la frase—. Significa que podéis aplaudir —aclaró el robot.

Se produjo una primera salva de aplausos, dispersa como gotas de lluvia, y luego aumentaron de volumen y cantidad, tal como se esperaba de ellos. Serena se unió al resto del público en un gesto de cortesía, pero sin entusiasmo. Un pequeño acto de sinceridad del que sin duda Erasmo tomaría nota.

La máscara del robot se había transformado en una sonrisa de orgullo. Bajó del escenario al suelo por una escalerilla. Los esclavos continuaron aplaudiendo, y el robot disfrutó de la adulación. Cuando las aclamaciones cesaron, ordenó a los guardias que acompañaran al público a sus puestos de trabajo.

Serena comprendió que Erasmo pensaba haber creado una obra meritoria, que tal vez superara otros logros humanos, pero no quería hablar de eso con él, y trató de escabullirse a su invernadero. Sin embargo, como se movía con lentitud debido a su embarazo. Erasmo la alcanzó.

—Serena Butler, escribí esta sinfonía para ti. ¿No te ha impresionado?

La joven eligió sus palabras con cautela y evitó una respuesta sincera.

—Tal vez solo estoy triste porque tu sinfonía me recuerda otras actuaciones que presencié en Salusa Secundus. Mi difunto hermano quería ser músico. Fueron tiempos más felices para mí.

El robot la miró con atención, y sus fibras ópticas destellaron.

—Matices del comportamiento humano me revelan que mi sinfonía te ha decepcionado. Explícame por qué.

—No querrás una opinión sincera.

—Me juzgas mal, porque yo siempre busco la verdad. Lo demás son datos erróneos. —Su expresión angelical causó que bajara la guardia—. ¿Falla en algo la acústica del local?

—No tiene nada que ver con la acústica. Estoy segura de que comprobaste hasta el último detalle. —El público seguía desfilando hacia las salidas, y algunas personas miraban a Serena, compadecidas del interés que el robot le deparaba—. Es la sinfonía en sí.

—Continúa —dijo Erasmo con voz inexpresiva.

—Tú ensamblaste la pieza, no la creaste. Estaba basada en modelos precisos desarrollados hace miles de años por compositores humanos. La única creatividad que capté procedía de sus mentes, no de la tuya. Tu música era una extrapolación matemática, pero ningún aspecto de ella me inspiró. La melodía que… diseñaste no me evocaba imágenes ni sentimientos. No contribuiste con ningún elemento innovador, no había nada que apelara a las emociones.

—¿Cómo puedo cuantificar ese componente?

Serena forzó una sonrisa y meneó la cabeza.

—Ese es tu error, Erasmo. Es imposible cuantificar la creatividad. ¿Cómo escucha una persona una tormenta y utiliza esa experiencia para escribir la obertura de Guillermo Tell? Tú te limitarías a imitar los sonidos del trueno y de la lluvia, Erasmo, pero no evocarías la impresión de una tormenta. ¿Cómo contempló Beethoven un prado apacible y adaptó esa experiencia en su Pastoral? La música debería elevar el espíritu, robarte el aliento, tocar el alma. Tu obra no era más que… sonidos agradables, ejecutados con corrección.

La expresión del robot tardó varios segundos en cambiar, y por fin la miró con perplejidad, incluso a la defensiva.

—Parece que tu opinión está en minoría. El resto del público disfrutó con la obra. ¿No escuchaste los aplausos? La joven suspiró.

—Para empezar, esos esclavos no entienden de música, no pueden comparar. Podrías haber robado cualquier sinfonía de cualquier compositor clásico, nota a nota, y afirmado que era producto de tu inspiración. No habrían notado la diferencia.

»En segundo lugar, acomodarse en una sala de conciertos, confortables, limpios y bien vestidos, debe ser el mejor trabajo que les hayas encargado jamás. Solo por eso ya habrían podido aplaudir.

Serena le miró.

—Y por fin, aunque es lo más importante, tú les dijiste que aplaudieran. ¿Cómo iban a reaccionar, cuando podrías haberles matado en cualquier momento? En tales circunstancias, Erasmo, jamás obtendrás una respuesta sincera.

—No entiendo, no puedo entender —repitió Erasmo varias veces. De repente, giró en redondo y propinó un puñetazo en la cara a un hombre que pasaba a su lado. El inesperado golpe provocó que la víctima cayera sobre las sillas, cubierto de sangre.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Serena, mientras corría para ayudar al hombre.

—Temperamento artístico —repuso con calma Erasmo—. ¿No lo llaman así los humanos? Me engañó sobre sus sentimientos.

La joven intentó calmar al hombre, pero cuando éste vio al robot, intentó alejarse, con una mano sobre la nariz para intentar detener la hemorragia. Serena plantó cara a Erasmo.

—Los artistas de verdad son sensibles y compasivos. No se dedican a hacer daño a la gente.

—¿No tienes miedo de expresar tu opinión, aun a sabiendas de que podría desagradarme?

Serena clavó la vista en su rostro inhumano.

—Me retienes prisionera, Erasmo. Afirmas querer saber mi opinión, así que yo te la doy. Puedes hacerme daño, incluso asesinarme, pero ya me has arrebatado la vida y al hombre que amo. Cualquier otro dolor palidece en comparación.

Erasmo la examinó, mientras analizaba sus palabras.

—Los humanos me desconciertan, y tú más que nadie, Serena Butler. —Adoptó una expresión sonriente—. Pero seguiré esforzándome por comprender. Gracias por tu opinión.

Cuando Serena salió de la sala, Erasmo volvió al piano y se puso a practicar.