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«Yo no soy malo —dijo Shaitan—. No trates de poner etiquetas a lo que no comprendes».

Sutra budislámico

Mientras Serena se ocupaba de las flores plantadas en delicados tiestos de terracota, Erasmo la observaba con incesante fascinación.

Ella levantó la vista, sin saber hasta qué punto podía (o debía) provocar a la máquina pensante.

—Con el fin de comprender a la humanidad, Erasmo, no es necesario infligir tanta crueldad.

El robot volvió la cara hacia ella y formó una expresión de perplejidad.

—¿Crueldad? Nunca ha sido esa mi intención.

—Eres malvado, Erasmo. Veo cómo tratas a los esclavos humanos, cómo los atormentas, los torturas, les obligas a vivir en terribles condiciones.

—Yo no soy malvado, Serena, solo curioso. Me enorgullezco de la objetividad de mis investigaciones.

La joven se hallaba detrás de un tiesto en el que crecía un grupo de geranios rojos, como para protegerse en caso de que el robot se pusiera violento.

—Ah, ¿sí? ¿Qué me dices de las torturas que perpetras en tus laboratorios?

Erasmo le dedicó su expresión más indescifrable.

—Se trata de mis investigaciones particulares, realizadas bajo los controles más estrictos y delicados. No debes entrar en los laboratorios. Te prohíbo verlos. No quiero que te entrometas en mis experimentos.

—Tus experimentos con ellos… ¿o conmigo?

El robot le dedicó una sonrisa de una placidez enloquecedora y no contestó.

Irritada con él, consciente del daño que Erasmo estaba haciendo y muy preocupada por el hijo que llevaba en las entrañas, Serena propinó un empujón al tiesto, que quedó destrozado sobre las baldosas vidriadas del invernadero.

Erasmo contempló los fragmentos de arcilla, la tierra diseminada, las flores rojas pisoteadas.

—Al contrario que los humanos, yo nunca destruyo de manera indiscriminada, sin motivo.

Serena alzó la barbilla.

—Tampoco te muestras bondadoso. ¿Por qué no haces buenas obras, para variar?

—¿Buenas obras? —Erasmo parecía realmente interesado—. ¿Por ejemplo?

Aspersores automáticos regaron las plantas con un suave siseo.

—Alimenta mejor a tus esclavos —dijo Serena, que no quería dejar pasar la oportunidad—, para empezar. No solo a los privilegiados de confianza, sino también a los criados de la casa y a los pobres desdichados que tienes hacinados como animales en tus recintos.

—¿Una alimentación mejor equivaldrá a una buena obra? —Preguntó Erasmo.

—Eliminará uno de los aspectos de su desdicha. ¿Qué puedes perder, Erasmo? ¿Tienes miedo?

El robot no mordió el anzuelo.

—Lo pensaré —se limitó a contestar.

Cuatro centinelas robot interceptaron a Serena cuando iba a pasear por la villa. La escoltaron hasta el patio abierto encarado al mar. Los robots estaban bien blindados y portaban proyectiles integrados pero no eran aficionados a conversar. Avanzaron sin vacilar, con Serena entre ellos.

La joven intentó reprimir un miedo inexplicable. Nunca sabía que brutales experimentos podía imaginar Erasmo.

Bajo el inmenso cielo azul, vio aves que volaban en círculos sobre los acantilados. Olió la sal marina, oyó el lejano susurro del oleaje. Entre las extensiones de césped verde y los arbustos bien podados que dominaban los recintos de esclavos, se quedó estupefacta al ver largas mesas rodeadas de cientos de sillas. Los robots habían dispuesto un sofisticado banquete bajo el sol, las mesas preparadas con cubiertos centelleantes, vasos llenos de líquidos coloreados, y bandejas rebosantes de carnes humeantes, frutas exóticas y postres dulces. Había ramos de flores en cada mesa, lo cual contribuía a destacar la fastuosidad de la escena.

Multitudes de nerviosos esclavos se hallaban inmóviles detrás de unas barreras, contemplando con anhelo y temor al mismo tiempo los platos de las mesas. Aromas sabrosos y perfumes afrutados impregnaban el aire, tentadores e incitadores.

Serena paró en seco, asombrada.

—¿Qué es todo esto?

Los cuatro robots que la escoltaban avanzaron un paso, y luego también se detuvieron.

Erasmo se acercó a ella con expresión satisfecha.

—Es una fiesta, Serena. ¿No te parece maravilloso? Tendría que alegrarte.

—Estoy… intrigada —contestó ella.

Erasmo alzó sus manos metálicas, y los robots centinela apartaron las barreras, indicando a los esclavos que entraran. Los esclavos elegidos corrieron a las mesas, con aspecto intimidado.

—He seleccionado el grupo con todo cuidado —explicó Erasmo—, con representantes de todas las diferentes castas: humano, de confianza, obreros, artesanos, incluso los esclavos más groseros.

Los cautivos tomaron asiento muy tiesos, contemplaron la comida y removieron las manos en su regazo. Su expresión era de confusión mezclada con miedo. Muchos de los invitados tenían aspecto de desear estar en cualquier sitio menos aquí, porque nadie confiaba en el dueño de la casa. Lo más probable era que la comida estuviera envenenada, y todos los invitados morirían de una manera espantosa, mientras Erasmo tomaba notas.

—¡Comed! —dijo el robot—. Os he preparado este banquete Es mi buena obra.

Ahora, Serena comprendió lo que estaba haciendo.

—No me refería a esto, Erasmo. Yo quería que les dieras mejores raciones, que mejoraras su nutrición diaria, que fortalecieras su salud. Un solo banquete no consigue nada.

—Les predispone en mi favor. —Algunos invitados sirvieron comida en sus platos, pero nadie se atrevió a dar un bocado—. ¿Por qué no comen? He sido generoso.

El robot miró a Serena en busca de una respuesta.

—¿Cómo lo saben? ¿Cómo pueden confiar en ti? Dime la verdad, ¿has envenenado la comida? ¿Algún plato al azar?

—Una idea interesante, pero no forma parte del experimento. —Erasmo seguía perplejo—. Sin embargo, la mirada del observador suele afectar al resultado de un experimento. No veo la forma solucionar este problema. —Entonces, su rostro formó una amplia sonrisa—. A menos que yo también participe en el experimento.

Extendió su sonda sensora, dio la vuelta a la mesa más cercana y hundió el extremo en diferentes salsas y platos, al tiempo que analizaba cada especia o sabor. La gente le miraba vacilante. Serena vio que muchos rostros se volvían hacia ella, esperanza. Tomó una decisión, formó una sonrisa tranquilizadora y alzó la voz.

—Escuchadme. Comed y disfrutad del festín. Erasmo no tiene malas intenciones hoy. —Miró al robot—. A menos que me haya mentido.

—No sé mentir.

—Estoy segura de que podrías aprender, si te esforzaras. Serena caminó hasta la mesa más cercana, pinchó un trozo carne y lo introdujo en su boca. Después, escogió una tajada de fruta y probó un postre.

La gente sonrió, con ojos brillantes. La joven tenía un aspecto angelical mientras iba probando platos, esforzándose por demostrar que el banquete era lo que aparentaba.

—Venid, amigos míos, e imitadme. Aunque no pueda daros la libertad, al menos compartiremos una tarde de felicidad.

Como hombres famélicos, los cautivos se precipitaron sobre las bandejas, se sirvieron raciones abundantes, gruñendo de placer, derramando salsa, chupándose los dedos para no desperdiciar nada. La miraban con gratitud y admiración, y Serena sintió un calor interior, satisfecha de haber conseguido algo para aquellos desdichados.

Por primera vez, Erasmo había intentado hacer una buena obra Serena confiaba en animarle a continuar.

Una mujer se acercó y tiró de la manga de Serena. Esta examinó los grandes ojos oscuros, el rostro demacrado pero lleno esperanza.

—¿Cómo te llamas? —preguntó la esclava—. Hemos de saberlo. Contaremos a los demás lo que has hecho.

—Soy Serena. Serena Butler. He pedido a Erasmo que mejore vuestras condiciones de vida. Se encargará de que recibáis mejores raciones cada día. —Se volvió para mirar al robot y entornó los ojos—. ¿No es cierto?

El robot le dedicó una plácida sonrisa, como satisfecho, no de lo que había hecho, sino de las cosas interesantes que había observado.

—Como gustes, Serena Butler.