Es como si un brujo perverso se hubiera dedicado a emporcar un planeta lo máximo posible…, y luego lo hubiera sembrado de melange para rematar la jugada.
TUK KEEDAIR, correspondencia
con Aurelius Venport
Mendigos de ojos endurecidos se apostaban en lugares estratégicos de las calles polvorientas de Arrakis City. Miraban a través de estrechas rendijas practicadas en la tela sucia que cubría sus rostros, y extendían las manos o agitaban campanillas para suplicar agua. Tuk Keedair nunca había visto algo semejante.
Se había visto obligado a quedarse un mes, mientras los nómadas del naib Dhartha recogían melange suficiente para llenar la nave de carga tlulaxa. Keedair había pagado por alojarse en Arrakis City; pero al cabo de una semana decidió que en su lanzadera privada se dormía mejor. Prefería estar lejos de los ojos inquisitivos de los demás huéspedes, de las peleas en los pasillos, de buhoneros y mendigos. Cuando estaba solo, un hombre nunca tenía que preocuparse por confiar en sus acompañantes.
Arrakis planteaba muchos problemas para establecer un sencillo negocio. Se sentía como un nadador que avanzara contra corriente…, aunque ningún nativo del desierto entendería la comparación. Los hombres de Keedair estaban perdiendo la paciencia a bordo del carguero en órbita, de modo que tuvo que subir para resolver las disputas y evitar estallidos de violencia. Un tlulaxa sabía cómo acabar con las pérdidas. En dos ocasiones, disgustado por tripulantes indisciplinados que se aburrían demasiado para saber comportarse, había vendido sus contratos de trabajo a equipos de investigación geológica enviados a las profundidades del desierto. Si aquellos tipos conseguían regresar a Arrakis City antes de que el transporte partiera con su carga de especia, se arrastrarían de rodillas y le suplicarían que les llevara de vuelta al sistema de Thalim.
Otro problema. Aunque el naib Dhartha era el teórico socio de Keedair en este negocio, el líder zensunni no confiaba en nadie más. Con el fin de aumentar la velocidad y la eficacia, Keedair se había ofrecido a presentarse con su lanzadera en el lugar donde los nómadas recolectaban la especia, pero el naib no quiso ni oír hablar de ello. A continuación, Keedair se ofreció a trasladar a Dhartha y su grupo de zensunni hasta su poblado, con el fin de evitar el largo viaje desde un escondite de las montañas, pero esa idea también fue rechazada.
De modo que Keedair tuvo que esperar en el espaciopuerto, semana tras semana, mientras grupos de ratas del desierto desfilaban por la ciudad con la espalda encorvada bajo pesados paquetes llenos de especia. Les pagaba a plazos y regateaba cuando descubría cantidades anormales de arena mezcladas con la melange, con fin de aumentar el peso artificialmente. El naib clamó su inocencia voz en grito, pero Keedair detectó cierto respeto reticente por un forastero que no se dejaba tomar el pelo. La bodega de Keedair se iba llenando con tal lentitud, que temió perder la razón de un momento a otro.
Keedair calmaba los nervios con ingestas cada vez más repetidas del producto. Se convirtió en un adicto a la cerveza de especia, al café especiado y a cualquier cosa que contuviera el ingrediente.
En sus momentos de mayor lucidez, Keedair cuestionaba su decisión de quedarse en el planeta, y se preguntaba si habría sido más prudente aceptar las pérdidas de su fallida incursión y regresar a los civilizados planetas de la liga. Allí podría volver a empezar, tomar posesión de otro cargamento de esclavos, destinados a la venta en Poritrin o Zanbar, o transportar nuevos órganos a las granjas de Thulaxa.
Sentado en su camarote, Keedair juró que seguiría hasta el final, mientras se acariciaba su larga trenza. Regresar en este momento le obligaría a aceptar enormes pérdidas para el resto del año, y el honor exigiría que se afeitara su hermoso pelo. El orgullo le impulsaba a permanecer en Arrakis el mayor tiempo posible.
Le desagradaba el árido entorno, el olor a rocas quemadas del aire, las tormentas que azotaban las montañas y barrían el espaciopuerto. Pero ¡cómo le gustaba la melange! Día tras día, Keedair se sentaba solo en su lanzadera y consumía enormes cantidades. Incluso añadía especia a sus provisiones de comida empaquetadas, lo cual conseguía que hasta los alimentos más sosos le supieran a ambrosía.
Envuelto en una neblina inducida por las drogas, imaginaba vender el producto a nobles ricos, a hedonistas de Salusa Secundus, Kirana III y Pincknon, tal vez incluso a los fanáticos bioinvestigadores de Tlulax. Se sentía vibrante y pletórico de vida desde que añadía melange a su dieta, y cada día veía su cara más relajada y joven. Clavó la vista en un espejo iluminado y estudió sus facciones. Los blancos de sus ojos habían empezado a teñirse de un añil anormal, como tinta diluida en la esclerótica.
Los miembros de la tribu del naib Dhartha tenían esos peculiares ojos azules. ¿Un contaminante ambiental? ¿Tal vez una manifestación del consumo desaforado de melange? Se sentía demasiado bien para pensar que fuera un efecto colateral debilitador. Debía tratarse de una pérdida de pigmentación temporal.
Se preparó otra taza de potente café especiado.
A la mañana siguiente, cuando el cielo tachonado de estrellas daba paso a una aurora de colores pastel, un grupo de nómadas se presentó en el espaciopuerto, al mando del naib Dhartha. Cargaban abultados paquetes de especia a sus espaldas.
Keedair se apresuró a recibirlos, mientras parpadeaba debido a la luz brillante del amanecer. Dhartha, envuelto en polvorientas ropas de viaje, parecía satisfecho consigo mismo.
—Aquí está el resto de la melange que habías solicitado, mercader Keedair.
Para mantener las formas, inspeccionó cuatro paquetes al azar, y comprobó que contuvieran melange sin añadidos de arena.
—Como antes, tu producto es aceptable. Es todo cuanto necesitaba para completar mi cargamento. Ahora, regresaré a la civilización.
Pero a Keedair no le gustó la expresión de Dhartha. Se preguntó si obtendría algún provecho en caso de que atacara algunos poblados del desierto y convirtiera en esclavos a las ratas del desierto.
—¿Volverás, comerciante Keedair? —Un brillo de codicia iluminó los ojos añil del naib—. Si pides más melange, será un placer a mí proporcionártela. Podríamos llegar a un amplio acuerdo.
Keedair emitió un gruñido con el que no se comprometía a nada, ya que no deseaba dar demasiadas esperanzas al hombre sobre una futura relación comercial.
—Depende de si obtengo beneficios de este cargamento. La especia es un producto desconocido en la liga, y voy a correr un gran riesgo. —Se irguió en toda su estatura—. Pero llegamos a acuerdo respecto a este cargamento, y yo siempre soy fiel a mi palabra.
Pagó a Dhartha la cantidad restante.
—Si vuelvo, será dentro de muchos meses, tal vez un año. Si pierdo dinero, no volveré jamás. —Echó un vistazo despectivo al mugriento aeropuerto, el desierto y las escarpadas montañas—. Poca cosa más podría conseguir que regresara a Arrakis. Dhartha le miró a los ojos.
—Nadie conoce el futuro, comerciante Keedair.
Una vez cerrado el trato, el líder del desierto hizo una reverencia y retrocedió. Los nómadas vestidos de blanco miraban a Keedair como buitres que acecharan a un animal moribundo, a la espera de despedazar el cuerpo.
Volvió a su lanzadera sin más despedidas, pensando en que, pese todo, esta aventura le reportaría beneficios. Keedair intentó imaginar cómo convertir la especia en un negocio viable a largo plazo, menos problemático que el de capturar y vender esclavos.
Por desgracia, las operaciones que tenía en mente exigirían una importante inversión de capital, y no contaba con tanto dinero. Pero sí pensó en un inversor concreto. Justo la persona que necesitaba, un experto en drogas exóticas, un hombre de gran riqueza y visión…, un empresario capaz de juzgar con objetividad el potencial de dicha operación.
Aurelius Venport, de Rossak.