Los hombres sedientos no hablan de mujeres, sino de agua.
Poesía de acampada zensunni
Muy lejos de los planetas de la liga, miles de poblados no documentados salpicaban los Planetas No Aliados, lugares donde seres olvidados vivían de lo que encontraban. Nadie se enteraría de que había atacado algunas aldeas.
Por tradición, un buen mercader de carne de Tlulaxa no cosechaba con frecuencia en el mismo planeta, pues prefería sorprender a grupos desprevenidos, sin concederles la posibilidad de defenderse. Un negrero ingenioso encontraba nuevas cepas de vida, recursos todavía no explotados.
Tuk Keedair dejó su transporte en órbita y envió una nave de carga, con una tripulación nueva, a la superficie, junto con créditos suficientes para contratar a algunos nativos codiciosos. Después, se dirigió solo al espaciopuerto de Arrakis City para echar un vistazo, antes de planear un ataque contra alguna comunidad local. Tenía que ser precavido cuando investigaba nuevos objetivos, sobre todo en este mundo desolado situado en los confines del espacio.
Los costes de llegar aquí (combustible, comida, naves y tripulación) eran muy altos, para no hablar del tiempo invertido en el viaje y el gasto de conservar a los esclavos en ataúdes de éxtasis. Keedair dudaba de que la incursión en Arrakis le saliera a cuenta. No era de extrañar que la gente esquivara este planeta.
Arrakis City se aferraba como una costra a la fea piel del planeta. Hacía mucho tiempo, se habían erigido en este lugar cobertizos y viviendas prefabricadas. La escasa población apenas sobrevivía a base de prestar servicios a comerciantes extraviados o naves de reconocimiento, y de vender suministros a fugitivos de la ley. Keedair sospechaba que alguien lo bastante desesperado para huir hasta aquí debía tener problemas muy serios.
Cuando se sentó en el cochambroso bar del espaciopuerto, su pendiente de oro triangular brilló a la tenue luz. Su trenza morena colgaba en el lado izquierdo de su cabeza. Su longitud testimoniaba años de amasar fortuna, que gastaba con prodigalidad pero sin extravagancias.
Inspeccionó a los hoscos nativos, notó su contraste con un grupo de vocingleros forasteros refugiados en un rincón, hombres que debían reunir un montón de créditos, pero se sentían decepcionados por las pocas oportunidades que les deparaba Arrakis de gastar su dinero.
Keedair apoyó un brazo sobre la arañada barra metálica. El camarero era un hombre delgado cuya piel era una masa de arrugas, como si hubiera perdido toda la humedad y la grasa corporal, dejándolo reseco como una uva pasa. Su cabeza calva, similar a la punta de un torpedo, estaba cubierta de manchas típicas de una edad avanzada.
Keedair exhibió su dinero en metálico, créditos de la liga que eran de curso legal incluso en los Planetas No Aliados.
—Hoy me siento contento. ¿Cuál es tu mejor bebida?
El camarero le dedicó una agria sonrisa.
—¿Tienes en mente algo exótico? Crees que Arrakis podría ocultar algo que aplacara tu sed ¿eh?
Keedair empezó a perder la paciencia.
—¿He de pagar un extra por la cháchara, o puedo tomarme mi bebida? La más cara. ¿Cuál es?
El camarero rió.
—Agua señor. El agua es la bebida más valiosa de Arrakis.
El camarero dijo un precio más elevado del que Keedair esperara pagar por el combustible de la nave.
—¿Por agua? No creo.
Paseó la vista a su alrededor, para comprobar si el camarero estaba bromeando a sus expensas, pero dio la impresión de que los demás clientes aceptaban sus palabras a pies juntillas. Había supuesto que el líquido transparente de los vasos era alcohol incoloro, pero la verdad era que parecía agua. Observó a un extravagante mercader local, cuyas ropas coloridas y abultadas, así como los chillones adornos, le señalaban como un hombre acaudalado. Hasta había pedido cubitos de hielo para el agua.
—Ridículo —dijo Keedair—. Sé muy bien cuándo me engañan.
El camarero sacudió su cabeza calva.
—Es difícil encontrar agua por estos pagos, señor. Puedo venderle alcohol a mejor precio, porque los nativos de Arrakis no quieren nada que les deshidrate más. Y un hombre con demasiado alcohol de graduación elevada en el cuerpo puede cometer errores. En el desierto, si no prestas atención a todo, te estás jugando la vida.
Al final, Keedair aceptó una sustancia fermentada llamada cerveza de especia, potente y picante, que dejaba un fuerte sabor a canela al resbalar por la garganta. Encontró la bebida estimulante y pidió una segunda.
Mientras seguía dudando sobre la viabilidad de Arrakis para su negocio, Keedair todavía tenía ganas de celebrar algo. El éxito de su incursión en Harmonthep, cuatro meses antes, le había reportado suficientes créditos para vivir durante un año. Después del ataque, Keedair había contratado un equipo nuevo, pues nunca le gustaba conservar empleados durante un período dilatado de tiempo, no fuera que se ablandaran. Un buen mercader de Tlulaxa sabía que esa no era la forma de llevar un negocio. Keedair supervisaba el trabajo, se encargaba en persona de los detalles y obtenía pingües beneficios, que iban a parar a sus bolsillos.
Bebió cerveza de nuevo, y le gustó todavía más que antes.
—¿Qué lleva? —Como ninguno de los clientes parecía interesado en su conversación, miró al camarero—. ¿La cerveza se fabrica aquí, o es de importación?
—Está hecha en Arrakis, señor. —Cuando el camarero sonrió, sus arrugas se plegaron sobre sí mismas, como una misteriosa escultura origami hecha de cuero—. Nos la trae la gente del desierto, nómadas zensunni.
La atención de Keedair se despertó al oír hablar de la secta budislámica.
—Me han dicho que algunas bandas habitan en el desierto, ¿Cómo puedo localizarlos?
—¿Localizarlos? —El camarero lanzó una risita—. Nadie quiere buscarlos. Son gente sucia y violenta. Matan a los forasteros. Keedair apenas dio crédito a la contestación. Tuvo que formular su pregunta dos veces, porque los efectos de la cerveza de especia le habían pillado por sorpresa, y arrastraba las palabras.
—Pero los zensunni… Pensaba que eran pacifistas.
El camarero rió.
—Puede que algunos lo sean, pero estos no tienen miedo derramar sangre en caso necesario, ya me entiende.
—¿Son numerosos?
El camarero emitió un bufido.
—Nunca vemos a más de una o dos docenas a la vez. Son tan endogámicos, que no me extrañaría que todos los bebés fueran mutantes.
Keedair se quedó boquiabierto, y se pasó la trenza al otro lado. Sus planes empezaban a desmoronarse. Además de los gastos de haber traído el equipo hasta Arrakis, sus hombres tendrían que explorar el desierto solo para desenterrar unas pocas ratas. Keedair suspiró y tomó un largo trago de cerveza. No valía la pena. Lo mejor sería atacar Harmonthep de nuevo, aunque quedara mal ante los demás negreros.
—Podría haber más de los que creemos, claro está —dijo el camarero—. Envueltos con esos ropajes del desierto, todos se parecen.
Mientras Keedair saboreaba la bebida, un hormigueo recorrió su cuerpo. No se trataba de euforia, pero sí de una oleada de bienestar. Entonces, una idea alumbró en su mente. Al fin y al cabo, un hombre de negocios, siempre a la busca de oportunidades. Daba igual de donde procediera la mercancía.
—¿Qué me dices de esta cerveza de especia? —Tabaleó sobre el vaso casi vacío con una gruesa uña—. ¿Dónde encuentran los ingredientes los zensunni? No creo que en el desierto pueda crecer nada.
—La especia es una sustancia natural del desierto. Se encuentran yacimientos en las dunas, que quedan al descubierto gracias al viento o explosiones de especia. Pero también es el reino de los gusanos gigantes, y estallan tormentas que matan a cualquiera. Si quiere saber mi opinión, que los zensunni se ocupen del asunto. Los nómadas traen cargamentos de especia a Arrakis City para comerciar.
Keedair pensó en llevarse muestras de melange a los planetas de la liga. ¿Encontraría mercado en la rica Salusa, o entre los nobles de Poritrin? Desde luego, la sustancia obraba un efecto inusual en el cuerpo… Era relajante, de una forma que jamás había experimentado. Si podía venderla, quizá compensaría una parte de los gastos de este viaje.
El camarero movió la cabeza en dirección a la puerta.
—No recibo suficiente cerveza de especia para vendérsela como intermediario, pero una banda de nómadas ha llegado esta mañana. Se quedarán dentro de sus tiendas para soportar el calor del día, pero los encontrará en el mercado esta noche, en el extremo este del espaciopuerto. Le venderán lo que tengan. Cuidado con las tomaduras de pelo.
—A mí nadie me toma el pelo —dijo Keedair, y desnudó sus dientes afilados en una cruel sonrisa. No obstante, se dio cuenta de que arrastraba las palabras al hablar de una manera alarmante. Tendría que dejar pasar los efectos de la cerveza antes de encontrarse con los zensunni.
Toldos de tela marrón y blanca ofrecían retazos de sombra. Los nómadas estaban sentados lejos del bullicio del espaciopuerto. Estos zensunni habían construido tiendas y refugios a base de lonas impermeabilizadas y envoltorios de cargamento. Algunas telas parecían hechas de un tipo diferente de polímero, una especie extraña de plástico que Keedair nunca había visto.
El sol caía tras la barrera de montañas, al tiempo que teñía el cielo de tonos naranja y rojo sangre. Cuando la temperatura descendió, se alzó el viento, que levantó polvo y arena. Los toldos se agitaron y sacudieron con estrépito, pero los nómadas no hicieron caso, como si el ruido fuera música a sus oídos.
Keedair se acercó solo, todavía algo mareado, aunque tenía la cabeza muy despejada después de haber estado tomando únicamente agua durante el resto de la tarde… a un precio exorbitante. Al verle, dos mujeres esperanzadas entraron en sus tiendas y esparcieron objetos sobre una mesa. Había un hombre cerca de ellas, con un símbolo geométrico tatuado en su cara enjuta, los ojos oscuros y suspicaces.
Sin decir palabra, Keedair dejó que las mujeres exhibieran sus telas de colores, junto con rocas de forma extraña, pulidas por tormentas de arena, y algunos irrisorios objetos oxidados de una tecnología ya olvidada, que Keedair no podría vender ni al más crédulo y excéntrico coleccionista de antigüedades. Meneó la cabeza con aire hosco cada vez, hasta que el hombre (una de las mujeres le había llamado naib Dhartha) dijo que no tenía nada más.
Keedair fue al grano.
—He probado cerveza de especia. El hombre que me la vendió sugirió que hablara contigo.
—Cerveza de especia —dijo Dhartha—. Hecha de melange. Sí, se puede conseguir.
—¿Cuánta puedes entregar, y a qué precio?
El naib extendió las manos y sonrió apenas.
—Todo está abierto a la discusión. El precio depende de la cantidad que desees. ¿Lo bastante para un mes de uso personal?
—¿Por qué no toda la bodega de una nave? —replicó Keedair, y vio asombro en la cara de los nómadas. Dhartha se recuperó al punto.
—Tardaremos un tiempo en reunirla. Un mes, quizá dos.
—Puedo esperar…, si llegamos a un acuerdo. He venido con una nave vacía. He de llevarme algo. —Echó un vistazo a los objetos y las rocas—. Y no quiero cargar con nada de eso. Sería el hazmerreír de la liga.
Pese al interés de Tlulaxa por los productos biológicos, Keedair no estaba desposado con el negocio de la esclavitud. En caso necesario, iría a la suya y no regresaría jamás al sistema solar de Thalim. Además, muchos tlulaxa eran fanáticos religiosos, y se había cansado de dogmas y politiqueos. Siempre habría demanda de bebidas y drogas, y si podía introducir algo nuevo y exótico, una droga que los nobles más ricos no hubieran probado todavía, podría llevarse un buen margen de beneficios.
—Pero antes, dime exactamente qué es la melange —continuó Keedair—. ¿De dónde sale?
Dhartha hizo una seña a una de las mujeres, que se agachó bajo el toldo. Se levantó una brisa cálida, y la tela de polímero restalló con más fuerza que antes. El sol se estaba ocultando tras el horizonte, lo cual le obligaba a entrecerrar los ojos si miraba en aquella dirección. Esto le impidió captar matices en la expresión del hombre del desierto.
Al cabo de unos momentos, la mujer trajo dos tacitas humeantes de un líquido espeso y negro que olía a canela picante. Sirvió primero a Keedair, y este bajó la vista, intrigado pero escéptico.
—Café mezclado con melange pura —explicó Dhartha—. Te gustará.
Keedair recordó el precio exorbitante del agua que había adquirido en el bar, y decidió que el nómada estaba invirtiendo en su conversación. Tomó un sorbo, con cautela al principio, pero no se le ocurrió ningún motivo para que quisieran envenenarle. Saboreó el café caliente en la lengua y experimentó una sensación eléctrica, un delicioso sabor que le recordaba la cerveza de especia, que su sistema aún no había eliminado. Tendría que ser precavido, o perdería su instinto para los negocios.
—Cosechamos melange en el Tanzerouft, el desierto al que van los gusanos diabólicos. Es un lugar muy peligroso. Perdemos a muchos de los nuestros, pero la especia es preciosa.
Keedair tomó otro sorbo de café y tuvo que reprimirse para no aceptar un trato de inmediato. Las posibilidades se estaban incrementando. Mientras los dos hombres cambiaban de posición, Keedair pudo ver bien el rostro enjuto de Dhartha. Los ojos del naib no solo eran oscuros; eran de un azul profundo. Hasta los blancos estaban teñidos de añil. Muy peculiar. Se preguntó si sería un defecto provocado por la endogamia de los zensunni.
El hombre del desierto introdujo la mano en un bolsillo y extrajo una pequeña caja, que al abrirla reveló un polvillo marrón escamoso y comprimido. La extendió hacia Keedair, que removió el contenido con la yema del meñique.
—Melange pura. Muy potente. La utilizamos en nuestras comidas y bebidas.
Keedair se llevó la yema del dedo a la lengua. La melange era fuerte y estimulante, pero también relajaba. Se sintió pleno de energía y sereno al mismo tiempo. Su mente parecía más afilada, no nublada como cuando tomaba alcohol o drogas en exceso. Se contuvo, para no parecer demasiado ansioso.
—Si consumes melange durante un largo período de tiempo —estaba diciendo Dhartha—, te ayuda a conservar la salud y te mantiene joven.
Keedair no hizo comentarios. Había escuchado similares afirmaciones sobre diversas fuentes de la eterna juventud. Por lo que él sabía, ninguna de ellas se había demostrado eficaz.
Cerró la tapa de la cajita y la guardó en el bolsillo, aunque no se la habían regalado. Se levantó.
—Volveré mañana. Seguiremos hablando. He de reflexionar sobre este asunto.
El naib gruñó a modo de afirmación.
Keedair caminó hacia su lanzadera, que se encontraba dentro de los límites del espaciopuerto. Los cálculos preliminares le aturdían. Sus hombres se sentirían decepcionados por no haber llevado a cabo ninguna incursión, pero Keedair les pagaría el mínimo que recogía su contrato. Necesitaba meditar sobre las posibilidades de esta potente especia antes de negociar un precio con los nómadas. Arrakis estaba muy lejos de las rutas comerciales habituales. La idea le entusiasmaba, pero no estaba seguro de poder exportar la sustancia exótica y conseguir ganancias.
Como era realista, dudaba de que la melange fuera algo más que una mera curiosidad.