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La religión, a menudo considerada una fuerza que divide a la gente, también es capaz de unir lo que de otra manera podría separarse.

LIVIA BUTLER, diarios privados

Las marismas de Isana se extendían en un amplio abanico, donde el río se transformaba en una masa de agua y estiércol. Ishmael, sin camisa, se erguía en el lodo, apenas incapaz de mantener el equilibrio. Cada noche se lavaba sus palmas doloridas y les aplicaba emplastos de hierbas.

Los capataces no mostraban la menor compasión por los padecimientos de los esclavos. Uno de ellos agarró la mano de Ishmael y le dio la vuelta para examinar las llagas, y luego la apartó.

—Sigue trabajando. Así te endurecerás.

Ishmael volvió al trabajo, no sin antes observar en silencio que las manos del hombre estaban en mucho mejor estado que las suyas. En cuanto terminara la temporada de plantar moluscos, los propietarios de los esclavos les buscarían otro trabajo. Quizá les enviarían al norte a cortar caña de azúcar.

Algunos zensunni murmuraban que, si eran trasladados a terrenos agrícolas, escaparían de noche a las tierras despobladas. Pero Ishmael no tenía ni idea de cómo sobrevivir en Poritrin, no conocía la parte comestible de las plantas ni los depredadores nativos, al contrario que en Harmonthep. Cualquier fugitivo se vería privado de herramientas o armas, y si lo capturaran se enfrentaría sin duda a un violento castigo.

Algunos esclavos se pusieron a cantar, pero las canciones folclóricas variaban de planeta en planeta, y los versos cambiaban entre las sectas budislámicas. Ishmael trabajó hasta que le dolieron los músculos y los huesos, y sus ojos solo veían el reflejo del sol en el agua. En los interminables viajes de ida y vuelta a las cuencas de abastecimiento, debía de haber plantado un millón de crías de molusco. Sin duda, le pedirían que plantara otro millón.

Cuando oyó tres silbatos seguidos, alzó la vista y vio al supervisor de labios de rana subido a su plataforma, seco y cómodo. Ishmael sabía que aún no era la hora del breve descanso matutino de los esclavos.

El supervisor paseó la vista sobre la cuadrilla con los ojos entornados, como si estuviera eligiendo. Señaló a un puñado de los plantadores más jóvenes, entre ellos Ishmael, y les ordenó que se encaminaran a una zona de espera situada en terreno seco.

—Lavaos. Se os ha asignado a otro lugar.

Ishmael sintió que una mano fría estrujaba su corazón. Si bien odiaba el barro maloliente, estos refugiados de Harmonthep eran su única conexión con su planeta natal y su abuelo.

Algunos voluntarios gimieron. Dos que no habían sido seleccionados se aferraron a sus compañeros más afortunados, negándose a que se fueran. El supervisor ladró unas palabras y movió las manos con gestos amenazadores. Un par de dragones armados llegaron para hacer cumplir la orden. Su uniforme dorado se manchó de barro cuando separaron a los esclavos. Aunque triste y aterrorizado, Ishmael no ofreció resistencia. Si plantaba cara, nunca ganaría.

El supervisor estiró los labios en una sonrisa.

—Tenéis suerte. Se ha producido un accidente en los laboratorios del sabio Holtzman, y necesita esclavos de refresco que se encarguen de los cálculos. Chicos listos. Trabajo fácil, comparado con esto.

Ishmael, escéptico, echó un vistazo al grupo de muchachos.

Desarraigado de nuevo, apartado de una existencia espantosa que apenas estaba empezando a parecerle normal, Ishmael caminó con los demás, sin comprender qué esperaban de él. Encontraría alguna forma de sobrevivir. Su abuelo le había enseñado que la supervivencia era la clave del éxito, y que la violencia era el último refugio de un fracasado. Era la tradición zensunni.

Limpio y restregado, con el pelo cortado, Ishmael se removía inquieto con su ropa nueva. Esperaba en una sala grande con una docena de reclutas llegados de todo Starda. Había dragones apostados en las puertas. Sus armaduras de escamas doradas y los trabajados cascos les daban aspecto de aves de presa.

Ishmael se colocó al lado de un niño moreno de su misma edad, que tenía la piel castaño claro y la cara enjuta.

—Me llamo Aliid —dijo el niño en voz baja, aunque los guardias les habían ordenado que guardaran silencio. Aliid proyectaba una energía que presagiaba problemas, o tal vez un futuro líder. Un visionario o un criminal.

—Yo soy Ishmael.

Paseó una mirada nerviosa a su alrededor.

Un dragón se volvió hacia los susurros, y ambos chicos formaron plácidas expresiones en su cara. El guardia apartó la vista, y Aliid habló de nuevo.

—Nos capturaron en Anbus IV ¿De dónde vienes tú?

—De Harmonthep.

Un hombre bien vestido entró en la habitación con gran aparato. De piel pálida y mata de pelo gris acero, se comportaba como un gran señor. Llevaba cadenas decorativas alrededor del cuello y un manto blanco de mangas holgadas. Su rostro y sus ojos penetrantes demostraban poco interés por el grupo de esclavos. Examinó a sus jóvenes trabajadores sin gran satisfacción, solo resignación.

—Servirán, si se les prepara bien y se les vigila en todo momento.

Estaba al lado de una diminuta joven de rasgos vulgares que tenía cuerpo de niña, aunque su cara parecía mucho mayor. El hombre del manto blanco, preocupado, murmuró algo en su oído y se fue, como si tuviera cosas más importantes que hacer.

—Era el sabio Holtzman —dijo la joven—. El gran científico es ahora vuestro amo. Nuestro trabajo contribuirá a la derrota de las máquinas pensantes.

Les dedicó una sonrisa esperanzada, pero daba la impresión de que muy pocos reclutas estaban interesados en las intenciones de su nuevo amo.

Confusa por su reacción, la mujer continuó.

—Soy Norma Cenva, y también trabajo con el sabio Holtzman. Se os enseñará a realizar cálculos matemáticos. La guerra contra las máquinas pensantes nos afecta a todos, y de esta manera podréis contribuir.

Daba la impresión de que había ensayado el discurso muchas veces.

Aliid frunció el ceño.

—¡Soy más alto que ella!

Como si le hubiera oído, Norma se volvió y miró directamente a Aliid.

—Con un solo trazo de vuestra pluma, podéis terminar un cálculo que tal vez logre la victoria sobre Omnius. No lo olvidéis.

Cuando se dio la vuelta, Aliid dijo por la comisura de la boca:

—Y si les ayudamos a ganar la guerra, ¿nos dejarán en libertad?

Por la noche, en sus habitaciones comunitarias, nadie molestaba a los esclavos. Aquí, los cautivos budislámicos mantenían viva su cultura.

Ishmael se quedó sorprendido al ver que había sido alojado entre miembros de la secta zenshiíta, una interpretación diferente del budislam que se había separado de los zensunni muchos siglos atrás, antes de la gran huida del Imperio Antiguo.

Conoció al musculoso líder, Bel Moulay, un hombre que había conseguido permiso para que su gente pudiera llevar las tradicionales prendas a rayas sobre los uniformes de trabajo. La vestimenta tribal era un símbolo de su identidad, el blanco de la libertad y el rojo de la sangre. Los amos de Poritrin no sabían nada de simbolismos, y era mejor así.

Aliid, con los ojos brillantes, se sentó al lado de Ishmael.

—Escucha a Bel Moulay. Él nos dará esperanza. Tiene un plan.

Ishmael se acurrucó. Su panza estaba llena de una comida insípida y extraña, pero alimenticia. Pese a que no le caía bien su nuevo amo, el niño prefería trabajar aquí antes que en las horribles marismas.

Bel Moulay les ordenó que rezaran con voz firme, y después entonó sutras sagrados en un idioma que el abuelo de Ishmael había empleado, una lengua arcana comprendida solo por los más devotos. De esa forma, podían conversar sin que sus amos les entendieran.

—Nuestro pueblo ha esperado la venganza —dijo Moulay—. Éramos libres, luego nos capturaron. Algunos somos esclavos desde hace poco, otros han servido a hombres malvados durante generaciones. —Sus ojos eran ardientes, sus dientes muy blancos en contraste con los labios oscuros y la barba negra—. Pero Dios nos dado nuestras mentes y nuestra fe. Nos toca a nosotros encontrar las armas y la resolución necesaria.

Los murmullos inquietaron a Ishmael. Daba la impresión de que Bel Moulay estaba predicando la revuelta, un levantamiento violento contra los amos. Para Ishmael, eso no era lo que Budalá había predicado.

Los esclavos de Anbus IV, que se habían sentado juntos, sisearon amenazas de desquite. Moulay habló de la desastrosa prueba del resonador de aleación que había provocado la muerte de diecisiete esclavos inocentes.

—Hemos padecido indignidades sin cuento —dijo Moulay. Los esclavos expresaron con gruñidos su asentimiento—. Hacemos todo lo que nuestros amos nos exigen. Se quedan los beneficios de lo que obtenemos, pero los zenshiítas —dirigió una rápida mirada a Ishmael y a los nuevos miembros del grupo—, al igual que nuestros hermanos zensunni, nunca obtienen la libertad. —Se inclinó hacia adelante, como si oscuros pensamientos cruzaran su mente—. La respuesta está en nuestras manos.

Ishmael recordó que su abuelo había predicado métodos filosóficos y no violentos de solucionar los problemas. Aun así, el viejo y Weycop no había podido salvar a sus aldeanos. Las costumbres pacifistas zensunni les habían fallado en un momento crítico.

Bel Moulay alzó un puño encallecido, como si fuera a hundirlo en el fuego chisporroteante.

—Hombres que se autoproclaman negreros justicieros nos han dicho que no tienen el menor escrúpulo a la hora de obligar a nuestro pueblo a trabajar. Afirman que estamos en deuda con la humanidad porque nos negamos a participar en su loca guerra contra los demonios mecánicos, demonios que ellos habían creado y creían controlar. Pero tras siglos de opresión, la gente de Poritrin está en deuda con nosotros. Y esa deuda se tiene que pagar con sangre. Aliid prorrumpió en vítores, pero Ishmael se sintió inquieto. No estaba de acuerdo con esta propuesta, pero era incapaz de ofrecer una alternativa. Como solo era un niño, no alzó la voz ni interrumpió la asamblea.

Como sus compañeros, siguió escuchando a Bel Moulay…