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Como para equilibrar el dolor y el sufrimiento, la guerra también ha sido la cuna de algunos de nuestros mayores sueños y logros.

TIO HOLTZMAN, discurso de aceptación
de la Medalla del Valor de Poritrin

Tio Holtzman se lanzó al vacío con su nueva idea, de modo que Norma Cenva se sintió como una hoja a merced del viento. Con su generador de resonancia de aleación, el inventor pretendía demostrarle quién era el genio.

Aunque dudaba de que la idea funcionara, Norma no podía demostrar la razón de su inseguridad con pruebas matemáticas. El instinto le hablaba como una voz importuna, pero ella callaba sus preocupaciones. Después de la agria reacción de Holtzman a sus reservas iniciales, no había vuelto a pedir su opinión.

Norma esperaba estar equivocada. Al fin y al cabo, era humana y lejos de ser perfecta.

Mientras el sabio se afanaba en el laboratorio de demostraciones (un edificio del tamaño de un teatro asentado sobre un risco antiguo), Norma esperaba sin hacer nada. Hasta su más inocente contribución le ponía nervioso, como si concediera más crédito a sus dudas de lo que admitía en voz alta.

Norma se hallaba en el puente que comunicaba las diversas secciones del risco, y se agarró a la barandilla. Mientras escuchaba la brisa que susurraba entre los cables, miró el tráfico fluvial. Oyó a Holtzman dentro del laboratorio, gritando a los esclavos mientras erigían un voluminoso generador que producía un campo de resonancia, cuyo propósito era desmantelar y fundir una forma metálica. El sabio, una presencia imperiosa con su manto blanco púrpura, llevaba las cadenas de su cargo alrededor del cuello, así como diversas medallas que documentaban sus premios y logros científicos. Holtzman fulminaba con la mirada a sus trabajadores, paseaba de un lado a otro, vigilaba cada detalle.

Lord Bludd y un puñado de nobles de Poritrin vendrían a presenciar el experimento, de modo que Norma comprendía la angustia de Holtzman. Ella jamás habría preparado una presentación tan extravagante de un aparato que aún no había sido puesto a prueba, pero el científico no mostraba ni la sombra de una duda.

—Ayúdame aquí, Norma, por favor —llamó Holtzman en tono exasperado. Norma corrió hacia el recinto. El sabio señalo con desagrado a sus esclavos.

—No entienden nada. Ya se lo he dicho. Supervísalos, para que pueda evaluar la calibración.

En el centro de la cámara acorazada, el personal de Holtzman había colocado un maniquí metálico con las facciones de un robot de combate. Norma nunca había visto una máquina pensante auténtica, pero sí muchas imágenes almacenadas. Contempló el simulacro. Ese era el enemigo contra el que se dirigían todos sus esfuerzos.

Miró a su mentor con más compasión, al comprender su desesperación. Holtzman estaba obligado moralmente a perseguir cualquier idea, a descubrir cualquier método de continuar este noble combate. Era un experto en energías proyectadas, campos de distorsión y armas que no fueran proyectiles. Confió en que su generador de resonancia de aleación funcionara.

Antes de que los esclavos terminaran de conectar los aparatos, se oyó un estrépito ante el edificio principal. Habían aparecido barcazas ceremoniales sobre los picos, donde los balcones de Holtzman dominaban el río. La guardia de honor se erguía en la nave capitana con lord Bludd, además de cinco senadores y un historiador de la corte vestido de negro. Holtzman abandonó su actividad.

—Norma, acaba esto, por favor.

Sin volverse a mirarla, corrió por el puente para recibir a sus prestigiosos visitantes.

Norma animó a los esclavos a que se dieran prisa, mientras ajustaba los calibrados y sintonizaba el aparato según las especificaciones del inventor. La luz se filtraba a través de las claraboyas e iluminaba al simulacro de robot. Vigas metálicas reforzadas se cruzaban en el techo, sujetando poleas y cabrestantes que se habían utilizado para izar el generador de resonancia.

Hoscos esclavos zenshiítas hormigueaban por todas partes con su vestimenta tradicional, monos de trabajo grises adornados con franjas rojas y blancas. Muchos propietarios de esclavos no permitían que sus cautivos exhibieran signos de individualidad, pero a Holtzman le importaba un rábano. Solo deseaba que los esclavos cumplieran su cometido sin quejarse.

Cuando terminaron su trabajo, los esclavos retrocedieron hacia la pared, con la vista apartada. Un hombre de barba negra y ojos tenebrosos les habló en un idioma desconocido para Norma. Momentos después, un sonriente Holtzman entró con sus invitados en zona de demostración.

El sabio efectuó una entrada majestuosa. A su lado, Niko Bludd vestía una túnica azul y un jubón escarlata sujeto sobre el pecho. Se había rizado la barba rojiza. En las comisuras de los párpados destacaban pequeños círculos tatuados, similares a burbujas.

Bludd reparó en Norma y le dedicó una sonrisa condescendiente y paternal. Norma hizo una reverencia y tomó su mano acicalada y perfumada.

—Sabemos que vuestro tiempo es valioso, lord Bludd. Por lo tanto, todo está dispuesto. —Holtzman enlazó las manos—. El nuevo aparato nunca ha sido probado, y en la presentación de hoy seréis el primero en ser testigo de sus posibilidades.

La voz de Bludd era profunda, pero musical.

—Siempre esperamos lo mejor de vos, Tio. Si las máquinas pensantes tienen pesadillas, no me cabe duda de que sois el protagonista de ellas.

El séquito rió, y Holtzman hizo un esfuerzo por ruborizarse. Se volvió hacia los esclavos y empezó a gritar órdenes. Media docena de trabajadores sostenían aparatos para grabar datos, situados en puntos importantes alrededor del simulacro.

Habían trasladado mullidas butacas desde la residencia principal para acomodar a los invitados. Holtzman se sentó al lado de lord Bludd, y Norma tuvo que quedarse junto a la puerta. Su mentor parecía confiado y concentrado, pero ella sabía que estaba muy preocupado. Si hoy fracasaba, su gloria quedaría empañada a los ojos de los poderosos nobles de Poritrin.

Holtzman contempló el generador y paseó la vista a su alrededor como si estuviera rezando en silencio. Dedicó una mirada tranquilizadora a Norma, y después ordenó que activaran el prototipo.

Un esclavo accionó un interruptor, tal como le habían instruido. El voluminoso generador empezó a zumbar, y dirigió su rayo invisible hacia el simulacro de robot.

—Si se utiliza con fines prácticos —dijo Holtzman, con un temblor en la voz apenas perceptible—, encontraremos formas de hacer el generador más compacto, con el fin de instalarlo más fácilmente en naves pequeñas.

—O bien podemos construir naves más grandes —dijo Bludd con una risa profunda.

El zumbido aumentó de intensidad, una rítmica vibración que hizo castañetear los dientes de Norma. Observó que una fina capa de sudor se formaba sobre la frente de Holtzman.

—Ya se ve —indicó el científico. El robot empezó a temblar—. El efecto continuará aumentando.

Bludd estaba muy complacido.

—Ese robot ya debe estar arrepentido de haberse rebelado contra la raza humana, ¿verdad?

El simulacro empezó a emitir un brillo rojizo, y su metal se recalentó cuando las aleaciones se sintonizaron con el campo destructivo proyectado sobre él. Viró a un tono amarillento, combinado con manchas de un blanco rutilante.

—A estas alturas, la estructura interna de un robot ya habría sido destruida —dijo Holtzman, que parecía contento por fin.

De pronto, las pesadas vigas del techo empezaron a vibrar, una resonancia secundaria transmitida desde el robot al entramado estructural de la cúpula. Las gruesas paredes gimieron y se estremecieron. Un zumbido agudo recorrió la estructura.

—El campo de resonancia está desbordando de sus límites —gritó Norma.

Las vigas del techo se tensaron como serpientes airadas. Una grieta se abrió en la cúpula.

—¡Desconectadlo! —gritó Holtzman, pero los aterrorizados esclavos huyeron despavoridos a un rincón de la sala, lo más lejos posible del generador.

El robot onduló y se retorció, al tiempo que su núcleo corporal se fundía. Los puntales de apoyo que lo sostenían se combaron.

La máquina de combate se precipitó hacia delante, hasta caer al suelo convertida en un amasijo de metal ennegrecido.

Holtzman agarró la manga de Niko Bludd.

—Mi señor, corred por el puente hasta mis aposentos principales. Parece que tenemos un… pequeño problema.

Los demás nobles ya estaban cruzando el puente de alta tensión. Norma se hallaba entre ellos. Miró atrás y se dio cuenta de que los esclavos zenshiítas no sabían qué hacer. Tio Holtzman no les había dado indicaciones.

Desde un lugar seguro, Norma vio que seis esclavos presas del pánico entraban en el puente. Detrás, el hombre del pelo oscuro les animaba a seguir adelante, gritando en su extraño idioma. El puente empezó a ondular, cuando la resonancia del proyector se sintonizó con las conexiones metálicas del puente.

El barbudo líder zenshiíta volvió a gritar. Norma ardía en deseos de ayudar a aquellos desgraciados. ¿Acaso los dragones no podían hacer algo? Holtzman se había quedado sin habla, paralizado por la sorpresa.

Antes de que el primer grupo de esclavos pudiera cruzarlo, el puente se partió por la mitad, con un chirrido de metal agonizante. Las infortunadas víctimas se precipitaron desde doscientos metros de altura hasta la base del acantilado, y luego fueron a parar al río.

El líder de los esclavos maldijo desde el borde del abismo. Detrás de él, una sección de la cúpula se vino abajo, destruyó el prototipo y detuvo por fin la pulsación incesante.

El polvo se aposentó. Algunas llamas y un hilillo de humo se alzaron en el aire, entre los aullidos de los hombres que seguían atrapados en el interior del edificio.

Norma estaba mareada. A su lado, Holtzman sudaba profusamente y parecía enfermo. Parpadeó repetidas veces, y luego se secó la frente. Su piel se había teñido de un tono grisáceo.

—No se puede considerar uno de vuestros esfuerzos más conseguidos, Tio —dijo Bludd en tono irónico.

—Pero debéis admitir que la idea es prometedora, lord Bludd. Pensad en su potencial destructivo —repuso Holtzman, mientras miraba a los impasibles nobles, sin pensar siquiera en los esclavos muertos y heridos—. Podemos dar gracias de que nadie haya resultado lesionado.