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Las hipótesis forman una rejilla transparente a través de la cual vemos el universo, y a veces nos engañamos con la falacia de que la rejilla es ese universo.

PENSADOR EKLO, de la Tierra

Como recompensa por terminar la estatua de Ajax en un plazo imposible, concedieron a Iblis Ginjo cuatro días de vacaciones. Hasta los capataces de los trabajadores neocimek se alegraron de que el jefe de las cuadrillas humanas les hubiera salvado de la ira de Ajax. Antes de partir, Iblis se aseguró de que sus esclavos recibieran los premios que había prometido. Se trataba de una inversión, y sabía que trabajarían con mayor ahínco en el siguiente proyecto.

Gracias a un permiso especial de sus amos, Iblis se alejó de la ciudad hasta adentrarse en los páramos rocosos, el escenario de una batalla ocurrida mucho tiempo atrás. Los humanos de confianza gozaban de privilegios y libertades especiales, la posibilidad de recibir premios por un trabajo bien hecho. A las máquinas pensantes no les preocupaba que huyera, en primer lugar porque carecía de la menor posibilidad de abandonar el planeta, y tampoco podía conseguir comida o refugio.

De hecho, tenía otra cosa en mente: un peregrinaje.

Iblis montaba a horcajadas de un burcaballo, un animal de laboratorio utilizado en el pasado, cuando los humanos gobernaban la Tierra. El desagradable animal tenía una cabeza de gran tamaño, orejas colgantes y patas rechonchas diseñadas para trabajar más que a correr. El animal proyectaba un hedor similar al de un pelle empapado en aguas fecales.

El burcaballo subió por una senda estrecha y serpenteante. Hacía años que Iblis no visitaba el lugar, pero conocía el camino de memoria. Esas cosas no se olvidaban con facilidad. La curiosidad había espoleado sus visitas anteriores al monasterio del pensador Eklo. Esta vez, necesitaba con desesperación guía y consejo.

Después de recibir el anónimo mensaje revolucionario, Iblis había meditado en la posible existencia de otros humanos insatisfechos, gente decidida a desafiar a Omnius. Durante toda su vida, había estado rodeado de esclavos aherrojados por las máquinas. Jamás había imaginado que pudieran existir otras posibilidades. Transcurridos mil años, cualquier perspectiva de cambio o mejora parecía imposible.

Tras muchas deliberaciones internas, Iblis deseaba creer que existían células de humanos rebeldes en la Tierra, tal vez incluso en otros Planetas Sincronizados. Grupos dispersos animados por la idea de la rebelión.

Si somos capaces de construir monumentos tan enormes, ¿por qué no podemos derribarlos?

La idea prendió fuego a su profundo resentimiento hacia Omnius, los robots, y sobre todo los cimeks, que parecían especialmente agresivos contra los humanos. Pero antes de decidir si el mensaje no era más que una pura fantasía, tenía que llevar a cabo algunas investigaciones. Iblis había sobrevivido durante tanto tiempo porque era cauteloso y obediente. Debía realizar sus investigaciones de manera que las máquinas no sospecharan sus intenciones.

Con el fin de obtener respuestas, no existía mejor fuente que el pensador Eklo.

Años atrás, Iblis había formado parte de un grupo dedicado a perseguir esclavos. Daba caza a los escasos desgraciados que escapaban de la ciudad sin plan forjado, capacidad de supervivencia o provisiones. Rumores falsos habían convencido a estos desesperados de que los pensadores, políticamente neutrales, les concederían asilo. Una idea absurda, teniendo en cuenta que los cerebros incorpóreos solo deseaban aislamiento para abismarse en sus pensamientos esotéricos. A los pensadores se les daba una higa la Era de los Titanes, las Rebeliones Hrethgir o la creación de los Planetas Sincronizados. Los pensadores no deseaban ser molestados, de manera que las máquinas pensantes los toleraban.

Cuando Iblis y su equipo habían rodeado el aislado monasterio, Eklo había ordenado a sus subordinados humanos que expulsaran a los fugitivos de su escondite. Los esclavos habían maldecido y amenazado al pensador, pero Eklo no hizo caso. A continuación, Iblis y sus compañeros habían regresado con los esclavos, destinados a una enérgica misión, después de arrojar a su líder desde lo alto de un acantilado.

El robusto burcaballo ascendió el empinado sendero que se desmoronaba bajo sus cascos. Iblis distinguió al punto la alta torre del monasterio, un impresionante edificio de piedras envuelto en parte por la niebla. Sus ventanas proyectaban un brillo rojizo, que después viraba a azul, según el humor de la gran mente contemplativa.

Cuando le adiestraron para llegar a ser un humano de confianza, Iblis se enteró de la existencia de los pensadores, de los restos primitivos de religión que aún se manifestaban en los grupos más numerosos de esclavos. Omnius había cesado en sus intentos de reprimirla, aunque la supermente no comprendía las supersticiones y los rituales.

Mucho antes de la conquista del Imperio Antiguo, Eklo había abandonado su cuerpo físico y dedicado su mente al análisis y la introspección. Mientras planificaba la conquista de la humanidad, la titán Juno había adoptado a Eklo como asesor personal, a la espera de respuestas. Eklo, indiferente a las repercusiones, sin querer tomar bando en el conflicto, había contestado a las preguntas de Juno, y su consejo había redundado sin querer en la victoria de los titanes. En el milenio transcurrido desde entonces, Eklo había permanecido en la Tierra. La gran pasión de su larga vida era sintetizar una interpretación completa del universo.

Al llegar al final de la pista, en la base de la torre de piedra, Iblis se encontró rodeado de repente por una docena de hombres armados con picas arcaicas y garrotes de púas. Sus mantos eran de un tono marrón oscuro, y ostentaban alzacuellos. Uno de los subordinados agarró las riendas del burcaballo.

—Déjalo aquí. Nosotros no ofrecemos refugio.

—Ni yo lo busco. —Iblis miró a los hombres—. Solo he venido para formular una pregunta al pensador.

Desmontó y, después de seducirles con su bonhomía y sinceridad, se encaminó hacia la torre, mientras los hombres se encargaban de su montura.

—El pensador Eklo está sumido en sus pensamientos y no desea ser molestado —gritó uno de los subordinados. Iblis lanzó una risita.

—El pensador lleva meditando mil años. Seguro que podrá dedicar unos pocos minutos a escucharme; puesto que soy un humano de confianza. Y si le proporciono información que aún no posee, tendrá algo en qué pensar durante otro siglo o más.

Varios subordinados siguieron a Iblis, mientras murmuraban entre sí, confusos. De repente, cuando llegó al arco de entrada, un monje de anchos hombros le cerró el paso. Los músculos de sus brazos y pecho se habían convertido en grasa, y le miró con ojos bovinos.

Iblis infundió un tono persuasivo a su voz.

—Rindo honor a los conocimientos adquiridos por el pensador Eklo. No desperdiciaré su tiempo.

El monje miró con escepticismo a Iblis y se ajustó el alzacuellos.

—Eres muy descarado, y el pensador arde en deseos de escuchar tus preguntas. —Registró al visitante por si portaba armas—. Soy Aquim. Sígueme.

El hombrón guió a Iblis por un estrecho pasillo de piedra, y luego subieron por una escalera de caracol.

—Ya había estado aquí —dijo Iblis—, persiguiendo a esclavos fugitivos…

—Eklo se acuerda —le interrumpió Aquim.

Llegaron a la parte más alta del edificio, una habitación redonda situada en el pináculo de la torre. El contenedor de plexiplaz del pensador descansaba sobre un reborde similar a un altar, bajo una ventana. El viento ululaba en los bordes de la ventana y agitaba la niebla. Una iluminación interna dotaba de un brillo azul a las ventanas.

Aquim dejó atrás a los demás subordinados, se acercó al contenedor cerebral transparente y se detuvo un momento, al tiempo que lo observaba con reverencia. Introdujo una mano en un bolsillo, y sus dedos temblorosos emergieron con una tira de papel incrustada de polvo negro. Introdujo la tira en su boca y dejó que se disolviera. Puso los ojos en blanco, como si hubiera alcanzado el éxtasis.

—Semuta —dijo a Iblis—, un derivado de los residuos incinerados de madera elaca, que nos llega de contrabando. Me ayuda en el cumplimiento de mis deberes. —Apoyó con serenidad ambas manos sobre la tapa del contenedor—. No entiendo nada.

Dio la impresión de que el cerebro desnudo, flotando en su sopa de electrolíquido azul, latía, a la espera.

El monje respiró hondo con una sonrisa beatífica, e introdujo los dedos en el líquido. El medio gelatinoso humedeció su piel, empapó sus poros, se conectó con sus terminaciones nerviosas. La expresión de Aquim cambió.

—Eklo desea saber por qué no formulaste tu pregunta la última vez que estuviste aquí.

Iblis ignoraba si debía hablar al subordinado o directamente al pensador, de modo que dirigió la respuesta al espacio intermedio.

—En aquel momento, no comprendí lo que era importante. Ahora, deseo saber algo de ti. Nadie más podría proporcionarme una respuesta objetiva.

—Nunca hay juicio u opinión completamente objetivos —replicó el monje con serena convicción—. Los absolutos no existen.

—Tú eres menos parcial que cualquiera a quien pudiera consultar.

El altar se movió siguiendo unos raíles invisibles, y el pensador se detuvo ante otra ventana, seguido de Aquim, que no había sacado la mano del contenedor.

—Formula tu pregunta.

—Siempre he trabajado con lealtad para mis amos cimek mecánicos —empezó Iblis, eligiendo sus palabras con suma cautela—. Hace poco, me enteré de que tal vez existan grupos de resistentes humanos en la Tierra. Deseo saber si ese informe es creíble. ¿Hay gente que desea derrocar a sus gobernantes y conseguir la libertad?

Durante un momento de vacilación, el subordinado clavó la vista en el espacio, ya fuera por efecto de la semuta o por estar conectado con el cerebro del filósofo. Iblis confió en que el pensador no se sumiera en un largo período de contemplación. Por fin con voz profunda y sonora, Aquim dijo:

—Nada es imposible.

Iblis probó diversas variaciones de la pregunta, dando rodeos con frases, puliendo su elección de palabras. No quería revelar sus intenciones, aunque al neutral pensador le daría igual que Iblis quisiera localizar a los rebeldes, ya fuera para destruirlos o para unirse a ellos. Cada vez, empero, Iblis recibió la misma respuesta enigmática.

—Si una organización secreta tan extendida existiera —dijo por fin, haciendo acopio de valor—, ¿tendría probabilidades de triunfar? ¿Podría poner fin al reinado de las máquinas pensantes?

Esta vez, el pensador meditó un rato más largo, como si analizara diferentes factores de la pregunta. Cuando llegó la misma respuesta por mediación del monje, las palabras, pronunciadas de una forma más ominosa, dieron la impresión de transmitir un profundo significado.

—Nada es imposible.

A continuación, Aquim retiró su mano goteante del contenedor cerebral de Eklo, dando a entender que la audiencia había concluido. Iblis hizo una cortés reverencia, expresó su gratitud y partió, asaltado por miles de ideas.

Mientras descendía la empinada senda, el asustado pero exultante capataz decidió que, si no podía localizar a los grupos de resistentes, tenía otra opción.

Iblis formaría una célula rebelde con sus leales trabajadores.