53

Existe una cierta mala voluntad en la formación de los órdenes sociales, una lucha profunda, con despotismo en un extremo y esclavitud en el otro.

TLALOC, Las debilidades del Imperio

El delta fluvial de Poritrin no se parecía en nada a los tranquilos riachuelos y pantanos de Harmonthep. Más que nada, el niño esclavo Ishmael deseaba volver a casa…, pero ignoraba cuán lejos estaba. Por las noches, se despertaba a menudo chillando en el recinto, torturado por pesadillas. Pocos esclavos se molestaban en consolarle; ya tenían bastante de qué preocuparse.

Habían quemado su aldea, capturado o asesinado a casi todos sus habitantes. El chico recordaba que su abuelo se había enfrentado a los invasores, citado sutras budislámicos para convencerles de la vileza de sus acciones. En respuesta, los malvados negreros habían ridiculizado al anciano Weyop, como si fuera un ser insignificante e ineficaz. Podrían haberle matado.

Mucho tiempo después de que los negreros hubieran dejado inconsciente a Ishmael, había despertado en el interior de un ataúd de plasacero y planchas transparentes, una cámara de éxtasis que le había mantenido inmóvil pero vivo. Ningún esclavo habría podido causar problemas durante el viaje de la nave de Tlulaxa hasta llegar a su extraño destino. Habían despertado a todos los cautivos poco antes de descargarles… y venderles como esclavos en el mercado de Starda.

Algunos prisioneros de Harmonthep habían intentado escapar, sin saber adónde podían huir. Los negreros dejaron sin conocimiento a algunos para que dejaran de gimotear y revolverse. Ishmael tuvo ganas de resistirse, pero intuyó que sería mejor observar y aprender, hasta que descubriera una forma más eficaz de rebelarse. Antes que nada, necesitaba comprender Poritrin. Después, ya llegaría a alguna conclusión. Era lo que su sabio abuelo le habría aconsejado.

Weyop había citado sutras que hablaban de una maldad exterior inminente, de invasores desalmados que acabarían con su forma de vida. Debido a estas profecías, los zensunni habían renunciado a la compañía de los demás hombres. En el decadente Imperio Antiguo, la gente se había olvidado de Dios, y sufrido cuando las máquinas pensantes tomaron el poder. El pueblo de Ishmael creía que era su sino, el gran Kralizec, la plaga que acabaría con el universo, tal como había sido predicho desde milenios antes. Los seguidores del credo budislámico habían escapado, pues ya sabían el resultado de la batalla desesperada.

Sin embargo, dicha batalla no había terminado según la profecía. Parte de la raza humana había sobrevivido a los demonios mecánicos, y ahora esa gente se había revuelto contra los cobardes refugiados budislámicos con ánimo de venganza.

Ishmael no creía que las antiguas escrituras estuvieran equivocadas. Tantos sutras, tantas profecías. Su abuelo parecía muy seguro cuando hablaba de las leyendas…, pero su pacífico pueblo de Harmonthep había sido invadido, y tomados como esclavos sus miembros más fuertes y sanos. Ahora, Ishmael y sus vecinos se hallaban en un planeta lejano, con su cuerpo en venta.

Como Ishmael era el cautivo más joven, los negreros esperaban poco de él. Ordenaron a su grupo de trabajo que vigilara al muchacho, que comprobara el cumplimiento de sus tareas, o en caso de fallar, que recogieran los despojos.

Pese a sus músculos doloridos y la piel en carne viva, Ismael trabajaba igual que los demás. Veía a sus desesperados compañeros perder el tiempo con quejas, una actitud que encolerizaba a los propietarios y conducía a castigos innecesarios. Ishmael callaba sus protestas.

Pasó semanas metido hasta las rodillas en marismas fangosas donde cuerdas y estacas limitaban los bancos de moluscos. Recogía puñados de los diminutos vívalos y corría a transportarlos a los campos húmedos. Si apretaba con demasiada fuerza, destrozaba las delicadas conchas, y tal descuido le había deparado un azote con un látigo sónico, cuando el capataz vio lo que había hecho. El azote había levantado ampollas en su piel, sin dejar marcas, pero sí una cicatriz indeleble en su cerebro. Ishmael sabía que haría todo lo posible por evitar el castigo en lo sucesivo.

Decidió no conceder otra victoria fácil a sus amos. Pese a que se trataba de un asunto insignificante, intentaría controlarlo en lo posible.

Mientras contemplaba a sus compañeros de fatigas, Ishmael casi se alegró de que sus padres hubieran muerto en una tormenta, alcanzados por un rayo en el lago contaminado cuando navegaban en un esquife. Al menos, ahora no podían verle, ni tampoco su abuelo…

Después del primer mes en Poritrin, las manos y pies de Ishmael estaban tan impregnadas de barro negro que ni siquiera la higiene constante podía erradicar las manchas. Tenía las uñas rotas e incrustadas de barro.

En Harmonthep, Ishmael se había dedicado a recoger huevos de nidos de qaraa, pescar sabandijas tortuga y arrancar tubérculos osthmir que crecían en las aguas salobres de los marjales. Había trabajado desde muy pequeño, pero no le gustaba trabajar en este planeta, porque no era por la gloria de Budalá, ni por la salud y bienestar de su pueblo, sino para beneficio de otros.

Las mujeres cocinaban en el recinto, utilizando los ingredientes y especias desconocidos que les cedían. Ishmael añoraba el sabor del pescado cocinado sobre hojas de lirio, y de las cañas dulces, cuyo zumo podía emborrachar de placer a un niño.

Por la noche, la mitad de las viviendas estaban vacías, porque muchos esclavos habían muerto a causa de la fiebre. Casi siempre, Ishmael se arrastraba hacia su jergón y caía dormido. Otras veces, se obligaba a permanecer despierto y escuchar las historias que contaban en círculos.

Los hombres hablaban entre sí, discutían sobre la mejor manera de elegir un líder de su grupo. Para algunos, la idea era absurda. No había escapatoria, y un líder solo podría impulsarles a correr riesgos que les condujeran a la muerte. Ishmael se sentía triste cuando recordaba que su abuelo había esperado nombrar algún día a su sucesor. Los mercaderes de carne de Tlulaxa habían cambiado todo. Incapaz de alcanzar una decisión, los zensunni seguían hablando sin parar. Ishmael quería zambullirse en el olvido del sueño.

Le gustaba más que los hombres contaran cuentos, o recitaran las poéticas Canciones del largo éxodo, que loaban a los peregrinos zensunni, el relato de cómo su pueblo había buscado un hogar en el que estuvieran a salvo de las máquinas pensantes y los planetas de la liga. Ishmael no había visto jamás un robot, y se preguntaba si eran monstruos imaginarios utilizados para asustar a niños desobedientes. Pero sí había visto hombres malvados, los invasores que habían asolado su aldea, maltratado a su abuelo y tomado tantos cautivos inocentes.

Sentado al borde de la hoguera, Ishmael escuchaba los relatos de su pueblo. Los zensunni estaban acostumbrados a las tribulaciones, y tendrían que soportar generaciones de esclavismo en este planeta tan alejado de su hogar. Sin embargo, su pueblo aguantaría lo que fuera.

De todas las historias que escuchó, las alianzas y las profecías, se aferró a una por encima de las demás: la promesa de que la desdicha terminaría algún día.