Las respuestas matemáticas no siempre se expresan de manera numérica. ¿Cómo se calcula el valor de la humanidad, o de una sola vida?
PENSADORA KWYNA, archivos de
la Ciudad de la Introspección
En la extravagante casa de Tio Holtzman, situada en lo alto de un acantilado, Norma Cenva dedicó tres días a acomodarse en su extenso laboratorio. Tenía mucho que hacer, mucho que aprender. Y lo mejor de todo era que el sabio estaba ansioso por escuchar sus ideas. No habría podido pedir más.
La tranquila Poritrin no recordaba en nada a las peligrosas selvas y cañones de lava de Rossak. Ardía en deseos de explorar las calles y canales de Starda, que divisaba desde los ventanales.
Pidió permiso a Holtzman para bajar al río, donde había visto a mucha gente llevar a cabo diferentes trabajos. Hasta se sentía culpable por tan humilde petición, en lugar de trabajar tenazmente por descubrir medios de luchar contra las máquinas pensantes.
—Mi mente está un poco cansada, sabio Holtzman, y siento curiosidad.
En lugar de mirarla con escepticismo, el sabio aceptó la idea de buena gana, como contento de encontrar una excusa para acompañarla.
—Te recuerdo que te pagan por pensar, Norma. Podemos hacerlo donde sea. —Apartó a un lado un fajo de borradores y bocetos—. Tal vez un poco de turismo te inspirará. Nunca se sabe cuándo o dónde surge la inspiración.
La guió por una escalera empinada que se aferraba a un acantilado sobre el Isana. Norma percibió el olor del río, a légamo que iba arrastrado desde las tierras altas. Por primera vez en su vida, sintió aturdida por las posibilidades que se le ofrecían. El sabio estaba muy interesado en su imaginación, en su mente, escuchaba sus sugerencias, al contrario que su madre, siempre desdeñosa.
Norma explicó una idea que se le había ocurrido aquella mañana.
—Sabio Holtzman, he estudiado vuestros escudos descodificadores. Creo que entiendo su funcionamiento, y me he preguntado si sería posible… ampliarlos.
El científico expresó un interés cauteloso, como temeroso de que fuera a criticar su invento.
—¿Ampliarlos? Ya abarcan la atmósfera de los planetas.
—Me refiero a una aplicación muy diferente. Vuestros descodificadores constituyen un concepto puramente defensivo. ¿Qué pasaría si utilizáramos los mismos principios para un arma ofensiva?
Escrutó su expresión, y detectó perplejidad, pero también ganas de escuchar.
—¿Un arma? ¿Cómo te propones lograr eso?
Norma contestó a toda prisa.
—¿Y si construyéramos un… proyector? Transmitir el campo al interior de una fortaleza de las máquinas pensantes, con el fin de desorganizar sus cerebros de circuitos gelificados. Casi como el impulso electromagnético de un estallido atómico en el aire.
El rostro de Holtzman se iluminó.
—¡Ahora lo entiendo! Su radio de acción sería limitado, y la energía necesaria desproporcionada. Pero tal vez… podría funcionar. Lo suficiente para neutralizar a las máquinas pensantes dentro de un perímetro sustancial. —Se dio unos golpecitos en la barbilla, entusiasmado por la idea—. Un proyector… ¡Estupendo, estupendo!
Caminaron por la orilla hasta que llegaron a la extensión maloliente de tierras bajas anegadas, salpicada de charcos lodosos. Cuadrillas de esclavos semidesnudos chapoteaban en esa zona, algunos descalzos, otros con botas altas hasta los muslos. A intervalos regulares, se veían pontones sobre los que descansaban barriles metálicos. Los esclavos iban y venían de los barriles, de los que extraían puñados del contenido, para luego hundir sus dedos en marcas trazadas en el barro.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Norma. Daba la impresión de que se dedicaran a garabatear adornos en el barro.
Holtzman forzó la vista, como si nunca se hubiera fijado en los detalles.
—¡Ah, sí! Están esparciendo alevines de almeja, diminutos moluscos que criamos a partir de huevos filtrados del agua del río. Cada primavera, los esclavos esparcen cientos de miles, tal vez millones. —Se encogió de hombros—. Las aguas se elevan de nuevo, cubren los viveros, y después bajan de nuevo. Cada otoño, las cuadrillas recogen los moluscos: almejas tan grandes como tu mano. —Alzó su palma derecha—. Deliciosas, sobre todo fritas con mantequilla y setas.
Norma frunció el ceño cuando miró a los numerosos esclavos que chapoteaban en el agua. El concepto de obreros cautivos se le antojaba extraño y desagradable, incluidos los calculadores de Holtzman.
El científico no osó acercarse en exceso al hedor de los esclavos, pese a la curiosidad de Norma.
—Lo mejor es mantener la distancia.
—Sabio, ¿no te parece… hipócrita luchar por liberar a los humanos de la dominación de las máquinas, mientras al mismo tiempo algunos planetas de la liga utilizan esclavos?
El hombre pareció perplejo.
—Pero ¿cómo se podría trabajar en Poritrin, ya que carecemos de máquinas sofisticadas? —Cuando reparó por fin en la expresión turbada de Norma, tardó un momento en comprender el motivo de su preocupación—. ¡Ah, había olvidado que en Rossak no hay esclavos! ¿Estoy en lo cierto?
Norma no quiso criticar el estilo de vida de su anfitrión.
—No nos hacen falta, sabio. La población de Rossak es escasa, y hay muchos voluntarios que van a trabajar a la selva.
—Entiendo. Bien, la economía de Poritrin se basa en la mano de obra y el trabajo físico constante. Hace mucho tiempo, nuestros líderes decretaron un edicto prohibiendo toda maquinaria electrónica, tal vez una medida más radical que en otros planetas de la liga. No nos quedó otra alternativa que decantarnos por la mano de obra humana. —Sonrió y señaló las cuadrillas—. No es tan grave, Norma. Los vestimos y alimentamos. Ten en cuenta que estos obreros proceden de planetas primitivos donde llevaban una existencia miserable, morían de enfermedades y malnutrición. Esto es un paraíso para ellos.
—¿Todos son de los Planetas No Aliados?
—Restos de colonias de fanáticos religiosos que huyeron del Imperio Antiguo. Todos budislámicos. Reducidos a desagradables niveles de barbarie, apenas civilizados, viven como animales. Al menos, la mayor parte de nuestros esclavos reciben una educación rudimentaria, sobre todo los que trabajan para mí.
Norma se protegió los ojos del sol y miró con escepticismo las formas encorvadas que trabajaban en los pantanos. ¿Estarían de acuerdo los esclavos con la ciega definición del científico?
La expresión de Holtzman se endureció.
—Además, esos cobardes están en deuda con la humanidad, por no combatir contra las máquinas pensantes como nosotros. ¿Es excesivo pedir a sus descendientes que contribuyan a alimentar a los supervivientes y veteranos que mantuvieron, y todavía mantienen, a raya a las máquinas? Esta gente renunció a su derecho a la libertad hace mucho tiempo, cuando desertaron de la raza humana.
No parecía muy irritado, como si el problema fuera ajeno a él.
—Tenemos un trabajo más importante que hacer, Norma. Tú y yo también hemos de pagar una deuda, y la Liga de Nobles confía en nosotros.
Aquella noche, aferrada al frío metal de la barandilla de aleación forjada, la menuda mujer miraba desde el ventanal del balcón las luces de la ciudad. Los barcos y barcazas que flotaban en el Isana parecían luciérnagas empapadas de agua. En la oscuridad, balsas iluminadas se alejaban del sector de los esclavos, hogueras móviles que se adentraban en el pantano hasta desvanecerse en la negrura.
Holtzman, que canturreaba para sí, se acercó a ofrecerle una taza de té especiado, y Norma le preguntó por las embarcaciones. El hombre forzó la vista, pero tardó un poco en comprender lo que estaban haciendo los esclavos.
—Ah, deben ser balsas crematorias. El Isana se lleva los cuerpos de la ciudad, y las cenizas son arrastradas hacia el mar. Todo muy eficaz.
—Pero ¿por qué hay tantas? —Norma indicó las docenas de luces fluctuantes—. ¿Tantos esclavos mueren cada día? Holtzman frunció el ceño.
—He oído hablar de una plaga que asola a los obreros. Lo peor es que cuesta mucho esfuerzo sustituirles. —Se apresuró a tranquilizarla, con ojos brillantes—. No tienes por qué preocuparte. Te lo aseguro. Contamos con montones de medicamentos, suficientes para atender a todos los ciudadanos libres de Starda, en el caso de que también enfermaran.
—¿Y qué pasa con los esclavos que mueren?
—Lord Bludd ya ha solicitado sustitutos —fue la evasiva respuesta del sabio—. Últimamente, hay mucha demanda de candidatos sanos. Los mercaderes de carne de Tlulaxa no paran de capturar hombres y mujeres en los planetas periféricos. La vida continúa en Poritrin.
Palmeó el hombro de Norma como si fuera una niña.
La joven intentó contar las barcas flotantes desde el balcón, pero no tardó en rendirse. El té le supo frío y amargo.
Holtzman continuó hablando como si tal cosa.
—Me gusta mucho tu idea de utilizar mi escudo descodificador como arma. Ya estoy pensando en la forma de diseñar un proyector portátil que pueda funcionar desde tierra.
—Entiendo —dijo Norma, vacilante—. Me esforzaré en sugerir nuevas ideas.
Antes de marcharse, Norma no pudo apartar la vista de las barcas funerarias que surcaban el río. Había visto esclavos en las ciénagas esparciendo alevines de almeja, así como en los laboratorios, calculando centenares de ecuaciones. Ahora, estaban muriendo a puñados, víctimas de la fiebre…, pero era fácil sustituirles.
La Liga de Nobles luchaba con todas sus fuerzas para no ser esclavos de las máquinas pensantes. Norma pensó en la hipocresía de la situación.