En tiempos de guerra, todo el mundo se jacta de contribuir al esfuerzo bélico. Algunos lo hacen de boquilla, algunos aportan ayuda económica, pero muy pocos están dispuestos a sacrificarlo todo. Por eso, en mi opinión, hemos sido incapaces de derrotar a las máquinas pensantes.
ZUFA CENVA, El arma de Rossak
Cuando contempló a las catorce jóvenes hechiceras, elegidas entre las más potentes y devotas que Rossak había formado jamás, Zufa Cenva comprendió que estas mujeres no eran la única esperanza de la humanidad. No eran la única arma de que disponían contra los terribles cimeks. Pero significaban un elemento fundamental en el esfuerzo bélico.
Zufa miró a sus alumnas con amor y compasión. Nadie, en todos los planetas de la liga, confiaba más en el triunfo ni luchaba más por alcanzar la victoria. Dio la impresión de que su corazón iba a estallar cuando las vio concentrarse en el objetivo definitivo. Si todo el mundo pudiera hacer lo mismo, no tardarían en derrotar a las máquinas pensantes.
Como había hecho meses antes, Zufa guió a su grupo de élite hacia el corazón de la selva, donde podrían poner en práctica sus habilidades y convocar el poder. Cada una de estas mujeres era el equivalente a una ojiva psíquica. Zufa, bendecida desde su nacimiento con más talentos que cualquiera de ellas, les había enseñado sus métodos, las había empujado poco a poco hasta sus límites.
Les había enseñado a desatar increíbles capacidades telepáticas, y a controlarlas. Las mujeres habían respondido con admirable precisión, superando las expectativas más optimistas de Zufa.
Pero sus esfuerzos debían aplicarse a algo.
Tomó asiento sobre un tronco cubierto de hongos. Las copas de los árboles formaban un espeso dosel envuelto en sombras. El follaje purpúreo filtraba el agua de la lluvia, y gotas como lágrimas caían en el suelo esponjoso, frescas y potables. Insectos de buen tamaño y roedores erizados de púas hormigueaban por todas partes, indiferentes al experimento que las hechiceras estaban a punto de empezar.
—Prestad atención. Relajaos…, pero estad preparadas para concentraros con toda vuestra fuerza cuando yo os lo ordene.
Zufa miró a las mujeres, todas altas y pálidas, de piel translúcida y pelo blanco reluciente. Parecían ángeles de la guarda, seres luminosos enviados para proteger a la humanidad de las máquinas pensantes. ¿Podía existir otro motivo de que Dios les hubiera concedido tales poderes?
Su mirada escrutó un rostro tras otro: Silin, la intrépida e impulsiva; Camio, la creativa, que improvisaba formas de lucha; Tirbes, que aún no había descubierto todas sus posibilidades; Rucia, que siempre se decantaba por la integridad; Heoma, con su poder todavía sin pulir…, y nueve más. Si Zufa pidiera una voluntaria, todas sus elegidas solicitarían el honor.
Su tarea consistía en elegir la primera mártir. Xavier Harkonnen ya estaba ansioso por partir hacia Giedi Prime.
Amaba a sus alumnas como si fueran hijas suyas…, y lo eran, en un sentido muy real, porque seguían sus métodos, potenciaban sus posibilidades. Estas jóvenes eran tan diferentes de Norma…
Las catorce mujeres se erguían inmóviles ante ella, en apariencia contentas y serenas, pero tensas por dentro. Tenían los ojos entrecerrados. Sus aletas nasales se ensanchaban al respirar, contaban los latidos del corazón y utilizaban técnicas de biorregeneración innatas para alterar las funciones corporales.
—Empezad a alimentar el poder en vuestra mente. Sentidlo como electricidad estática antes de una tormenta.
Vio que su expresión se alteraba apenas.
—Id aumentando el poder. Imaginadlo en vuestro cerebro, pero no perdáis el control. Paso a paso. Sentid el aumento de la energía, pero no la liberéis. Controladla.
Zufa sintió que la energía crepitaba a su alrededor. Sonrió.
Zufa volvió a sentarse en el tronco, debilitada, pero no osó revelarlo. Su reciente aborto, cuando había expulsado el monstruoso retoño de Aurelius Venport, la había dejado sin fuerzas, pero había mucho trabajo que hacer, y no podía aplazarse ni delegarse. Los planetas de la liga dependían de ella, sobre todo ahora.
Todo el mundo confiaba en la hechicera, pero Zufa Cenva había cargado otro peso sobre sus hombros. En cada giro de los acontecimientos, sus planes y sueños se habían venido abajo cuando la mente se negaba a llevar a cabo el esfuerzo o a correr los riesgos necesarios. Estas devotas alumnas parecían diferentes, y estaba segura de que no la decepcionarían. Con demasiada frecuencia, cuando ponía a prueba a otras personas, descubría que no estaban a la altura de sus expectativas.
—Un poco más —dijo—. Intensificad vuestro poder. Probad su alcance, pero siempre con cautela. Un error en este momento nos liquidaría a todas, y la raza humana no puede permitirse el lujo de perdernos.
La energía psíquica aumentó. El cabello claro de la hechicera empezó a elevarse, como si la gravedad hubiera fallado.
—Bien, bien. Continuad.
Su éxito la complacía.
La autoexaltación nunca había interesado a Zufa. Era una supervisora rigurosa y difícil, que no tenía paciencia ni compasión para los fracasos de los demás. No necesitaba riquezas como Aurelius Venport, ni alabanzas como Tio Holtzman, ni siquiera un poco de atención, como la que Norma parecía desear al convencer al sabio para que la tomara como aprendiza. Si Zufa Cenva era impaciente, tenía derecho a serlo. Vivían una época crítica.
La maleza se agitó cuando insectos y roedores huyeron de las ondas psíquicas, cada vez más potentes. Los árboles susurraron, hojas y ramitas se desprendieron como si intentaran huir de la selva. Zufa entornó los ojos y examinó a sus alumnas.
Estaban llegando a la parte más peligrosa. La energía mental había aumentado hasta el punto de que sus cuerpos empezaron a brillar. Zufa tuvo que utilizar sus habilidades para erigir una barrera protectora contra la presión psíquica combinada que sentía en su mente. Un desliz, y todo se perdería.
Pero sabía que estas devotas aprendizas jamás cometerían tal equivocación. Comprendían lo que estaba en juego y las consecuencias. Zufa las miró con el corazón desgarrado.
Una de las alumnas, Heoma, proyectaba más energía que sus compañeras, pero aún mantenía el control. La fuerza destructiva podría abrasar con facilidad sus células cerebrales, pero Heoma la domeñaba, mirando sin ver mientras su pelo se agitaba como una tormenta.
De repente, cayó de lo alto un eslarpón, un animal recubierto de escamas con dientes afilados como agujas y grueso blindaje corporal. Se desplomó entre las jóvenes con un ruido sordo, enloquecido por las ondas mentales. Todo músculo y cartílago, se revolvió con sus poderosas mandíbulas y fuertes garras.
Tirbes, sobresaltada, dio un respingo, y Zufa sintió una oleada incontrolada de poder que surgía como un chorro de fuego.
—¡No! —gritó, y extendió las manos, al tiempo que utilizaba sus poderes para enmendar el desliz de la estudiante—. ¡Contrólate!
Heoma, con absoluta calma, señaló con el dedo al eslarpón como si estuviera borrando una mancha de una tabla magnética. Dibujó una línea de destrucción psíquica a lo largo del cuerpo del depredador. El eslarpón estalló en llamas, sus huesos se carbonizaron y su piel se convirtió en ceniza. Brotaron llamas de las cuencas vacías de sus ojos.
Las compañeras de Heoma se esforzaron por emplear sus fuerzas mentales, pero se habían distraído en un momento crítico y estaban perdiendo su precario control sobre sus arietes telepáticos. Heoma y Zufa mantenían una serenidad sobrenatural, en contraste con los frenéticos esfuerzos de las demás. La fuerza psíquica combinada ondulaba y se agitaba.
—Replegaos —dijo Zufa con labios temblorosos—. Templad el poder. Sepultadlo en vuestro interior. Controladlo y devolvedlo a vuestra mente. Es una batería, y hay que conservarla cargada.
Respiró hondo y vio que todas sus guerrilleras psíquicas la estaban imitando. Poco a poco, cuando comenzaron a moderar sus esfuerzos constantes, la electricidad de la atmósfera fue remitiendo.
—Basta de momento. Esto es lo mejor que habéis hecho nunca. Zufa abrió los ojos y vio que todas las estudiantes la estaban mirando, Tirbes pálida y asustada, las demás asombradas por lo cerca que habían estado de la autoaniquilación. Heoma, una isla aparte, parecía impertérrita.
La maleza estaba retorcida y chamuscada, formando un amplio círculo a su alrededor. Zufa estudió el follaje ennegrecido, las ramitas caídas y los líquenes marchitos. Un momento más, y todas se habrían desintegrado en una bola de llamas telepáticas.
Pero habían sobrevivido. La prueba había constituido un éxito rotundo.
Una vez desaparecida la tensión, Zufa se permitió una sonrisa.
—Estoy orgullosa de todas vosotras —dijo, y hablaba en serio—. Vosotras…, mis armas…, estaréis preparadas en cuanto llegue la Armada.