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Los remordimientos son numerosos, y yo ya tengo bastantes.

SERENA BUTLER, memorias inéditas

El forzador de bloqueos no solo era veloz y difícil de ver en los cielos oscuros de Giedi Prime, sino que sus sofisticados sistemas permitían que pasara desapercibido en casi cualquier situación. Serena confiaba en que Ort Wibsen sería capaz de guiar a su comando hasta la isla aislada del mar del norte, donde empezaría su trabajo.

Pinquer Jibb había aportado los gráficos, planos y códigos de acceso de las torres secundarias, en el caso de que algún sistema continuara intacto. Sin embargo, pese a los excelentes ingenieros y consejeros militares, la misión no iba a resultar sencilla.

Después del largo viaje desde Salusa, surcaban en silencio el cielo oscuro, al tiempo que estudiaban la masa de tierra que sobrevolaban. Los invasores habían desconectado partes innecesarias del sistema eléctrico, y las ciudades estaban sumidas en una negrura absoluta. Al fin y al cabo, las máquinas podían adaptar sus sensores ópticos a la oscuridad.

Serena ignoraba cuántos miembros de la milicia local habían sobrevivido. Confiaba en que algunos hubieran pasado a la clandestinidad después de la conquista de las máquinas, tal como había prometido el desesperado correo Jibb. En cuanto su comando reactivara los escudos descodificadores, los milicianos supervivientes jugarían un papel crucial en la reconquista del planeta. Contaba con que Xavier acudiría en su ayuda con naves de la Armada, aprovechando su influencia.

Serena estaba sentada en el compartimiento de pasajeros de la nave, ansiosa por empezar. Su padre ya habría reparado en su ausencia, y esperaba que Xavier hubiera partido en dirección a Giedi Prime al mando de sus fuerzas. Si no venía, su misión estaría condenada al fracaso, al igual que ella y su equipo.

Xavier estaría preocupado por ella, irritado por el peligro al que se había expuesto. Pero si lograba resultados positivos, todos sus esfuerzos estarían justificados.

Lo único que importaba era la misión.

El viejo Wibsen, inclinado hacia delante en la cabina, examinaba las regiones polares con el fin de localizar la estación de transmisión inacabada. Serena tan solo había echado un vistazo al informe de Xavier, pero sabía que las máquinas, ocupadas en sojuzgar a la población de Giedi Prime, no se habrían molestado en explorar una isla aislada del ártico. Mientras no llamaran la atención, tal vez los ingenieros de Brigit Paterson podrían terminar su trabajo sin ser molestados.

El veterano estudiaba una consola de instrumentos, mientras se rascaba la barba incipiente que cubría sus mejillas. Después de su jubilación forzosa, Wibsen no había mantenido una apariencia militar. Ahora, al concluir su larga travesía espacial, parecía más desastrado que nunca, pero Serena no le había reclutado por su vestimenta o higiene personal.

El hombre contemplaba franjas y puntos de luz en la pantalla del escáner.

—Esa tiene que ser la isla. —Emitió un gruñido de satisfacción y empezó a oprimir botones, como un músico que tocara un teclado para abrirse paso entre la red sensora de las máquinas—. El revestimiento de camuflaje de nuestro casco debería bastar para atravesar sus sistemas de vigilancia. Yo diría que tenemos un sesenta o un setenta por ciento de posibilidades.

Serena aceptó la sombría realidad.

—Eso es más de lo que ha gozado la población de Giedi Prime.

—De momento —replicó Wibsen.

Brigit Paterson entró en la cabina, sin perder el equilibrio cuando las turbulencias sacudieron la nave.

—La Armada nunca habría aceptado correr este riego. Se habrían olvidado de Giedi Prime hasta que las circunstancias fueran favorables.

—Tendremos que enseñarles cómo se hacen las cosas —dijo Wibsen. Serena deseó que Xavier estuviera a su lado, para tomar juntos las decisiones.

El forzador de bloqueos camuflado atravesó la atmósfera y descendió hacia el mar helado.

—Es hora de desaparecer de vista —dijo el veterano—. Agarraos bien.

La nave se hundió bajo las aguas como un hierro al rojo vivo. La superficie apenas se onduló. Después, la nave viró hacia el norte, en dirección a las coordenadas de la isla rocosa donde un nervioso magno Sumi había construido sus transmisores de escudo secundarios.

—Yo diría que estamos lo bastante lejos del radio de acción de sus sensores —dijo Serena—. Podemos respirar tranquilos un rato. Wibsen enarcó las cejas.

—Yo aún no había empezado a sudar.

Como para contradecir su comentario, reprimió un ataque de tos mientras dirigía la nave. El anciano maldijo su salud y la jeringa implantada en su pecho.

—Comandante, no pongas en peligro la misión por culpa de tu tozudo orgullo —le reprendió Serena.

La nave se inclinó a un lado y crujió. Algo chisporroteó debajo de un mamparo.

—¡Malditas turbulencias! —Wibsen, congestionado, recuperó el control de la nave, y luego se volvió hacia Serena—. En este momento soy el chófer. Me relajaré en cuanto os haya desembarcado.

La nave se deslizó bajo la superficie durante una hora, a la profundidad suficiente para esquivar los fragmentos de hielo flotantes de las regiones polares, y por fin les condujo hasta una bahía protegida. En las pantallas de la cabina, la isla parecía desnuda y rocosa, una masa de hielo y acantilados negros.

—No tiene pinta de refugio paradisíaco —comentó Wibsen.

—El magno Sumi no la eligió por su belleza —dijo Brigit Paterson—. Desde aquí, una proyección polar es sencilla y eficaz. Estos transmisores cubren todas las masas de tierra deshabitadas.

Wibsen guió el forzador de bloqueos hasta la superficie.

—Sigo diciendo que es un lugar muy feo —gruñó. Empezó a toser de nuevo cuando penetraron en el puerto rodeado de acantilados, peor que antes—. Justo en el momento preciso. —Parecía más irritado que preocupado—. Seguiremos el curso en piloto automático. Decid a Jibb que venga. Al fin y al cabo, conoce el territorio.

Pinquer Jibb echó un vistazo a la isla, decepcionado al parecer cuando vio que los trabajos aún no habían terminado. Se hizo cargo de los controles y guió la nave hacia los muelles abandonados de la isla. Después de detener los motores, abrió las escotillas.

Un amanecer púrpura teñía como un moratón la parte norte del cielo. Serena respiró el aire puro pero gélido, protegida con ropa de abrigo. El aspecto de la isla era ominoso, y parecía desierta.

Más reconfortante fue la visión de las torres plateadas, de lados parabólicos y rejillas metálicas. Estaban cubiertas de hielo y escarcha, pero daba la impresión de que los invasores no las habían tocado.

—En cuanto las conectemos, los robots no sabrán qué ha pasado —dijo Wibsen cuando salió, recuperado en apariencia. Sopló un chorro de vapor en sus manos.

Serena siguió contemplando las torres, con una expresión decidida y esperanzada en su rostro. Brigit Paterson asintió.

—Aun así, tenemos mucho trabajo que hacer.