El tapiz del universo es inmenso y complejo, con infinitos estampados. Pese a que fibras de tragedia forman el tejido primordial, la humanidad, con su enconado optimismo, todavía consigue bordar pequeños dibujos de felicidad y amor.
PENSADORA KWYNA, archivos de
la Ciudad de la Introspección
Después de su largo viaje espacial, Xavier solo podía pensar en volver a casa, a los cálidos brazos de Serena Butler.
De permiso, regresó a la propiedad de Tantor, donde sus padres adoptivos y el entusiasta Vergyl, su hermanastro, le dieron la bienvenida. Los Tantor formaban una pareja de edad avanzada, afable, inteligente y dulce, de piel oscura y pelo color humo. Daba la impresión de que Xavier estaba cortado del mismo patrón, con intereses similares y valores morales elevados. Se había criado en esta confortable y espaciosa mansión, que aún consideraba su hogar. Aunque había heredado legalmente otras posesiones Harkonnen (minas e industrias en tres planetas), muchas habitaciones de la casa todavía estaban destinadas a su uso exclusivo.
Cuando entró en sus aposentos, Xavier encontró un par de galgos que le esperaban, meneando la cola. Dejó caer sus bolsas y jugó con los perros. Los animales, más grandes que su hermano menor, siempre tenían ganas de jugar y se alegraban de verle.
Aquella noche, la familia le agasajó con la especialidad del cocinero, gallo salvaje rustido con miel, nueces fileteadas y aceitunas de Tantor. Por desgracia, después de haber estado expuesto a los gases venenosos de los cimeks, los sutiles matices de sabores y aromas se le escapaban. El cocinero le miró alarmado cuando añadió sal y especias, que necesitaba para saborear todo, al delicioso guiso.
Otra cosa que las máquinas le habían arrebatado.
Después, Xavier se acomodó en un pesado butacón de roble ante el fuego de la chimenea, acompañado de un vaso de vino tinto de los viñedos de la familia, también, por desgracia, sin poder disfrutar de su sabor. Le encantaba relajarse en casa, lejos del protocolo militar. Había pasado casi medio año a bordo de una nave de la Armada. Esta noche, dormiría como un bebé en su propia habitación.
Uno de los galgos grises roncaba sonoramente, con el hocico apoyado sobre los pies de Xavier. Emil Tantor, con una orla de cabello negro alrededor de su cabeza calva, estaba sentado ante su hijo adoptivo. Emil le interrogó acerca de las posiciones estratégicas de los Planetas Sincronizados y la capacidad militar de la Armada.
—¿Cuáles son las posibilidades de una escalada bélica después del ataque a Zimia? ¿Podemos hacer algo más que rechazar al enemigo?
Xavier terminó su vino, se sirvió media copa y una entera al anciano, y luego se reclinó en la butaca, sin molestar en ningún momento al perro.
—La situación es grave, padre. —Como apenas recordaba a sus padres, siempre había llamado así al señor de Tantor—. Pero siempre ha sido grave, desde la Era de los Titanes. Tal vez vivíamos con demasiada comodidad en los tiempos del Imperio Antiguo. Olvidamos ser nosotros mismos, ser dignos de nuestras posibilidades, y durante mil años hemos pagado el precio. Fuimos presa fácil, primero de hombres malvados, y después de máquinas carentes de alma.
Emil Tantor sorbió su vino y clavó la vista en el fuego.
—¿De modo que al menos hay esperanza? Hemos de aferrarnos a algo.
Los labios de Xavier formaron una leve sonrisa.
—Somos humanos, padre. Mientras nos aferremos a eso, siempre habrá esperanza.
Al día siguiente, Xavier envió un mensaje a la finca Butler, en el que pedía permiso para acompañar a la hija del virrey a la cacería del erizón anual, que se celebraría dentro de dos días. Serena ya estaría enterada del regreso de Xavier. Sus naves de reconocimiento habían llegado con mucha fanfarria, y Manion Butler estaría esperando su nota.
Aun así, la sociedad salusana era formal y extravagante. Con el fin de cortejar a la hermosa hija del virrey, había que plegarse a ciertas expectativas.
Avanzada la mañana, un mensajero llamó a las puertas de la mansión Tantor. Vergyl estaba al lado de su hermano mayor, y sonrió cuando vio la expresión de Xavier.
—¿Qué es? ¿Puedo acompañarte? ¿Ha dicho que sí el virrey?
Xavier compuso una expresión burlona y seria a la vez.
—¿Cómo podría rechazar al hombre que salvó a Salusa Secundus de los cimeks? Recuerda esto, Vergyl, si algún día deseas ganarte el afecto de una joven.
—¿He de salvar el planeta para tener novia? —preguntó el niño con escepticismo, aunque procurando no manifestar incredulidad por las palabras de Xavier.
—Por una mujer tan maravillosa como Serena, eso es justamente lo que debes hacer.
Entró en la mansión para contar sus planes a Tantor.
Al día siguiente, Xavier se vistió con la indumentaria ecuestre más espléndida y salió en dirección a la propiedad de los Butler. Pidió prestado a su padre el corcel salusano color chocolate, un excelente animal de crin trenzada, hocico estrecho y ojos brillantes. Las orejas del caballo eran grandes, y corría sin el ritmo irregular de animales menos adiestrados. Sobre una colina cubierta de hierba se alzaba un conjunto de edificios encalados: la casa propiamente dicha, establos, aposentos de los criados y cobertizos, situados a lo largo del perímetro de una cerca. Mientras su caballo subía, vio la vista impresionante de los chapiteles de Zimia, muy lejos.
Un sendero pavimentado de piedra caliza triturada ascendía a la cumbre. La grava crujía bajo los cascos del caballo. Xavier notó el fresco de principios de primavera, vio hojas recién brotadas en los árboles, flores silvestres que acababan de reventar. Pero no percibió el olor del aire.
La colina estaba flanqueada de vides como un manto de pana verde, cada vid atada a cables sujetos entre estacas para que los racimos colgaran sobre el suelo, facilitando así su recogida. Olivos retorcidos rodeaban la casa principal, y sus ramas bajas estaban henchidas de flores blancas. Cada año, los primeros prensados de uvas y aceitunas eran causa de festejos en todas las casas salusanas. Los viñedos competían entre sí para ver cuál era capaz de producir las mejores cosechas.
Cuando Xavier entró en el patio, ya esperaban otros jinetes. Los perros ladraban entre las patas de los caballos, pero el majestuoso corcel hizo caso omiso de ellos, como si fueran chiquillos maleducados.
Los cazadores aferraron las riendas y callaron a los perros. Varios caballos de caza negros se mostraban tan impacientes como los perros. Dos de los cazadores lanzaron sonoros silbidos, y los demás se reunieron con ellos, dispuestos a iniciar las festividades del día.
Manion Butler salió de los establos y convocó a su grupo, como un jefe militar que dispusiera a sus tropas para la batalla. Echó un vistazo al joven oficial y levantó una mano a modo de saludo.
Entonces, Xavier vio a Serena montada en una yegua gris. Llevaba botas altas, pantalones de montar y una chaqueta negra. Sus ojos despidieron chispas de electricidad cuando se encontraron con los de él.
Se acercó a Xavier, y una sonrisa se insinuó en las comisuras de su boca. Pese a los perros ruidosos, los caballos inquietos y los hombres que chillaban, Xavier deseaba tanto besarla que apenas pudo contenerse. No obstante, Serena permaneció fría y tranquila, y extendió una mano enguantada a guisa de saludo. Él la cogió y apretó sus dedos.
Deseó poseer poderes telepáticos como las hechiceras de Rossak, con el fin de enviarle sus pensamientos, pero gracias al evidente placer que transparentaban sus facciones, comprendió que Serena sabía muy bien cuáles eran sus sentimientos, y los correspondía.
—Los viajes espaciales fueron muy largos —dijo Xavier—. Siempre estaba pensando en ti.
—¿Siempre? Tendrías que haberte concentrado en tus tareas. —Ella le dedicó una sonrisa escéptica—. Quizá podamos estar un rato a solas durante la cacería, y me contarás tus sueños.
Dirigió su yegua hasta el punto donde se encontraba su padre. Consciente de los ojos que les observaban, Xavier y ella mantuvieron una distancia aceptable. Xavier se acercó al virrey y estrechó su mano.
—Os doy las gracias por dejarme participar en la cacería. Manion Butler sonrió.
—Me alegro de que hayáis podido acudir, tercero. Estoy seguro de que este año cazaremos un erizón. Se han refugiado en esos bosques, y estoy ansioso por comer jamón y chuletas asadas. Y beicon, sobre todo. No hay nada comparable.
Serena le miró con ojos traviesos.
—Tal vez, padre, si llevarais menos perros escandalosos, caballos al galope y hombres patosos, sería más fácil localizar a alguno de esos tímidos animales.
En respuesta, Manion sonrió como si aún fuera una niña pequeña.
—Me alegro de que estéis aquí para protegerla, jovencito —dijo a Xavier.
El virrey levantó el brazo derecho. Sonaron los cuernos de caza y un gong retumbó en los establos. Los perros se precipitaron hacia la verja. El sendero discurría bajo los olivos hasta adentrarse en el bosque salusano. Dos muchachos de ojos ansiosos abrieron las puertas, impacientes por participar en su primera cacería.
El grupo se puso en marcha. Los perros fueron los primeros en salir, seguidos de los caballos montados por cazadores profesionales. Manion Butler iba con ellos. Sopló una trompa de caza que había sido de la familia desde que Bovko Manresa se había establecido en Salusa.
Sus seguidores usaban caballos de menor tamaño. Serían los encargados de montar el campamento y despellejar las piezas abatidas. También prepararían la fiesta que se celebraría cuando el grupo volviera a casa.
Los cazadores ya se habían dispersado, formando grupos con un jefe al frente. Xavier y Serena trotaron sin prisa hacia el bosque. Un joven de ojos brillantes miró atrás y guiñó el ojo a Xavier, como si supiera que la pareja no albergaba la menor intención de sumarse a la cacería.
Xavier espoleó a su corcel. Serena cabalgó a su lado, y se dirigieron hacia el cauce fangoso de un riachuelo. Intercambiaron una sonrisa de complicidad y escucharon los ladridos lejanos de los perros, así como el cuerno del virrey.
El bosque privado de los Butler abarcaba cientos de hectáreas, atravesadas por senderos de caza. Era como una especie de reserva natural, con prados y ríos espejeantes, aves y grandes extensiones de flores que estallaban en capas sucesivas de colores cuando la nieve se derretía.
Xavier era feliz porque al fin estaba solo con Serena. Mientras cabalgaban, se rozaban los brazos y los codos a propósito. Él apartaba las ramas de su cara, y ella señalaba aves y animales pequeños, que iba identificando.
En su cómodo atuendo de cacería, Xavier llevaba una daga ceremonial, un látigo y una pistola Chandler que disparaba fragmentos de cristal. Serena portaba su cuchillo y una pistola pequeña, pero ninguno de los dos esperaba cobrar alguna pieza. Iban decididos a cazarse mutuamente, y ambos lo sabían.
Serena eligió su camino sin vacilar, como si hubiera aprovechado la ausencia de Xavier para recorrer el bosque en busca de lugares donde pudieran estar solos. Por fin, le guió a través de un bosquecillo de pinos hasta una pradera de hierba alta, flores similares a estrellas y gruesas cañas, más altas que ella. Las cañas rodeaban un estanque de aguas cristalinas, un pequeño lago creado por la nieve derretida y alimentado por una fuente subterránea.
—Hay burbujas en el agua —explicó la joven—. Te cosquillean la piel.
—¿Significa eso que quieres nadar?
Xavier sintió la garganta seca cuando pensó en la perspectiva.
—Estará fría, pero la fuente posee un calor natural. Ardo en deseos de probarla.
Serena desmontó con una sonrisa y dejó que su yegua pastara. Oyó un chapoteo en el estanque, pero las cañas no dejaban ver.
—Parece que también hay muchos peces —dijo Xavier. Bajó de su corcel, palmeó el musculoso cuello, y el caballo fue a pastar cerca de la yegua.
Serena se quitó las botas y las medias, se subió los pantalones por encima de las rodillas y caminó descalza sobre la hierba.
—Voy a probar el agua.
Xavier comprobó los cierres de la silla del corcel. Abrió uno de los compartimientos de cuero y sacó una botella de agua perfumada al limón. Siguió a Serena hasta las cañas, mientras se imaginaba nadando con ella, los dos solos surcando desnudos el solitario lago, besándose…
De repente, un monstruoso erizón salió de entre las cañas a toda velocidad, arrojando barro y agua al aire. Serena lanzó un grito, más alarmada que aterrada, y cayó de espaldas en el barro.
El erizón pateó la hierba con sus patas hendidas. Largos colmillos sobresalían de su hocico, capaces de arrancar árboles jóvenes de cuajo y destripar enemigos. Los ojos del animal eran grandes y negros. Emitía potentes gruñidos, como si estuviera a punto de escupir fuego. Decía la leyenda que muchos hombres, perros y caballos habían muerto en las cacerías de erizones, pero ya quedaban pocos de ellos.
—¡Métete en el agua, Serena!
El animal se volvió cuando oyó su grito. Serena siguió las instrucciones de Xavier. Empezó a nadar, consciente de que el animal no podría atacarla si se sumergía en el agua.
El erizón cargó con toda su rabia. Los dos caballos relincharon y corrieron hacia el borde del prado.
—¡Cuidado, Xavier!
Serena, hundida en el agua hasta la cintura, desenvainó su cuchillo de caza, pero sabía que no podía ayudarle.
Xavier plantó con firmeza las piernas en el suelo, con el cuchillo en una mano y la pistola Chandler en la otra. Apuntó el arma sin que el pulso le temblara y disparó tres veces a la cara del jabalí. Los proyectiles destrozaron el cuello y la frente del animal, y arañaron el grueso cráneo. Otro proyectil astilló uno de los colmillos, pero el animal siguió cargando hacia él, impulsado por su velocidad.
Xavier disparó dos veces más. El animal sangraba profusamente, herido de muerte, pero ni siquiera la inminencia del desenlace disminuyó su velocidad. Cuando el erizón estuvo casi encima de Xavier, este saltó a un lado y lo degolló con el afilado cuchillo, abriéndole la yugular y la carótida. El erizón dio media vuelta y le cubrió de sangre al tiempo que su corazón dejaba de latir.
El peso del animal tiró a Xavier al suelo, pero rodó lejos para evitar que el colmillo restante le atravesara. Xavier se puso en pie y caminó unos pasos, tembloroso. Su indumentaria de caza estaba empapada de la sangre de la bestia.
—¡Serena!
—Estoy bien —contestó la joven, mientras nadaba hacia la orilla.
Xavier contempló su reflejo en el plácido estanque, vio su camisa y su cara cubiertas de sangre. Confió en que no fuera de él. Enlazó las manos y se mojó con agua fría, y luego agachó la cabeza para quitarse el hedor del pelo. Se frotó las manos con arena.
Serena se acercó a él con la ropa empapada y el pelo pegado al cráneo. Utilizó una esquina de la chaqueta para secar la sangre del cuello y las mejillas de Xavier. Después, le abrió la camisa y también le secó el pecho.
—No tengo ni un rasguño —dijo Xavier, sin saber si era cierto. Notaba la piel del cuello caliente y arañada, y le dolía el pecho como consecuencia de la colisión con el monstruo. Atrajo hacia sí a la joven.
—¿Estás segura de que no has sufrido ningún daño? ¿No te has hecho cortes, no te has roto ningún hueso?
—¿A mí me lo preguntas? —se burló ella—. Yo no soy la valiente cazadora de erizones.
Serena le besó. Tenía los labios fríos del agua, pero Xavier los retuvo contra los suyos hasta que las bocas se abrieron un poco y las lenguas se encontraron. La condujo en dirección al prado, lejos del animal muerto.
Los jóvenes amantes se retiraron el pelo mojado de las orejas y los ojos, y volvieron a besarse. El roce con la muerte hacía que se sintieran intensamente vivos. La piel de Xavier estaba caliente, y su corazón latía con fuerza, aunque el peligro había pasado. Una nueva emoción estaba creciendo. Deseó poder captar mejor el seductor aroma del perfume de la joven, pero solo percibió una insinuación fascinante.
Las ropas mojadas de Serena estaban frías, y Xavier observó que tenía erizado el vello de sus brazos. Lo única solución era quitarse la ropa.
—Ven, voy a calentarte.
Ella le ayudó a desabrochar la chaqueta negra y la blusa, mientras sus dedos se afanaban con la camisa manchada de Xavier.
—Solo quiero asegurarme de que no estás herido —dijo Serena—. No sé qué habría hecho si te hubiera matado.
Sus palabras surgían trémulas entre beso y beso.
—Hace falta algo más que un erizón para alejarme de ti.
Serena le pasó la camisa por encima de sus hombros y forcejeó con los botones de los puños para quitársela por completo. El suelo del prado era blando y confortable. Los caballos pacían con parsimonia mientras Xavier y Serena daban rienda suelta a su pasión reprimida entre susurros y chillidos.
La cacería se les antojaba muy lejana, aunque Xavier había matado un erizón y podría contar una historia dramática durante la fiesta. Claro que algunos detalles deberían omitirse…
De momento, la guerra contra las máquinas pensantes no existía. En esta breve y apasionada hora, no eran más que dos seres humanos, solos y enamorados.