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Desde una cierta perspectiva, la defensa y la ofensiva se nutren de tácticas casi idénticas.

XAVIER HARKONEN, discurso a la milicia salusana

Nuevos deberes, nuevas responsabilidades… y más adioses.

Un Xavier Harkonnen casi recuperado del todo se encontraba con Serena Butler en el interior del espaciopuerto de Zimia, que se le antojaba un entorno esterilizado, con sus suelos de plazbaldosas. Ni siquiera la expresión cálida de Serena compensaba la frialdad del edificio. Las cristaleras daban al pavimento en el que despegaban y aterrizaban lanzaderas cada pocos minutos, en viajes de ida y vuelta a las naves que aguardaban en órbita.

En un ala del espaciopuerto, cuadrillas de trabajadores apuntalaban secciones de un hangar dañado durante el ataque cimek. Grandes grúas alzaban paredes provisionales.

Xavier, ataviado con un impecable uniforme dorado y negro de la Armada, enseña de su nuevo rango, escudriñó los ojos lavanda de Serena. Sabía cómo le veía ella. Sus rasgos faciales no eran nada del otro mundo (tez rubicunda, nariz puntiaguda, labios gruesos), pero en conjunto le consideraba atractivo, sobre todo por los ojos castaño claro y su contagiosa sonrisa, que se prodigaba muy poco.

—Ojalá pudiéramos pasar más tiempo juntos, Xavier.

La joven acarició una rosa blanca que adornaba su solapa. El estruendo de maquinaria, obreros y otros operarios les rodeaba.

Xavier reparó en que Octa, la hermana menor de Serena, les estaba mirando. Una joven de diecisiete años y largo pelo rubio, siempre había tenido debilidad por Xavier. La esbelta Octa era una chica muy agradable, pero en los últimos tiempos Xavier deseaba que les concediera un poco más de intimidad, sobre todo ahora que iban a estar separados durante tanto tiempo.

—Yo también lo deseo. Aprovechemos estos minutos que nos quedan.

Se rindió al deseo que ambos experimentaban y se inclinó para besarla, como si una fuerza magnética atrajera sus labios. El beso se prolongó, cada vez más intenso. Por fin, Xavier se enderezó. Serena pareció decepcionada, más por la situación que por él. Ambos tenían importantes responsabilidades, que exigían su tiempo y energía.

Recién ascendido, Xavier iba a embarcar con un grupo de especialistas militares en un viaje de inspección de las defensas planetarias de la liga. Después del ataque cimek contra Salusa Secundus dos meses antes, comprobaría que no existieran puntos débiles en los demás planetas de la liga. Las máquinas pensantes aprovecharían el defecto más ínfimo, y los humanos libres no podían permitirse el lujo de perder ninguna de sus restantes plazas fuertes.

En el ínterin, Serena Butler se concentraría en expandir el dominio de la liga. Después de que los médicos hubieran empleado con éxito los órganos proporcionados por Tuk Keedair, Serena había hablado con apasionamiento sobre los servicios y recursos que los Planetas No Aliados, como Tlulaxa, podían facilitar. Quería que se sumaran oficialmente a la unión de humanos libres.

Más mercaderes de carne habían llegado a Salusa con sus productos biológicos. Antes, muchos nobles y ciudadanos de la liga habían recelado de los misteriosos forasteros, pero ahora que los heridos afrontaban terribles pérdidas de órganos y miembros, aceptaban de buen grado los sustitutos clónicos. Los tlulaxa nunca habían explicado de dónde obtenían una tecnología biológica tan sofisticada, pero Serena alababa su generosidad y recursos.

En cualquier otro momento, su discurso en el Parlamento habría sido desechado, pero el ataque cimek había demostrado la vulnerabilidad de los Planetas No Aliados. ¿Y si las máquinas decidían la próxima vez aniquilar el sistema de Thalim, eliminando así la capacidad de los tlulaxa para devolver la vista a veteranos ciegos, y proporcionar nuevos miembros a los tullidos?

Había examinado cientos de documentos de inteligencia e informes diplomáticos, con la intención de decidir cuál de los Planetas No Aliados era el mejor candidato para sumarse a la hermandad de la liga. Unificar los restos de la humanidad se había convertido en su pasión, dotar de fuerza suficiente a la gente libre para rechazar cualquier agresión de las máquinas.

Pese a su juventud, ya había coronado con éxito dos misiones de auxilio, la primera cuando solo tenía diecisiete años. En una de ellas, había llevado comida y medicamentos a los refugiados de un planeta sincronizado abandonado, y en la otra había prestado ayuda para vencer una plaga biológica que casi destruyó las granjas de Poritrin.

Ni ella ni Xavier tenían tiempo para ellos.

—Cuando vuelvas, prometo que te compensaré —dijo Serena, con ojos centelleantes—. Te ofreceré un banquete de besos. Xavier se permitió una de sus escasas carcajadas.

—En ese caso, procuraré llegar muy hambriento. —Cogió su mano y la besó—. Cuando comamos juntos, acudiré con flores. Sabía que su siguiente cita se hallaba a meses de distancia. Ella le dedicó una sonrisa cálida.

—Me gustan mucho las flores.

Xavier estaba a punto de abrazar a Serena, cuando un niño de piel morena les interrumpió: Vergyl Tantor, de ocho años, el hermano de Xavier. Le habían dejado salir del colegio para despedirse de él. Vergyl se soltó de su profesor y corrió para abrazar a su ídolo. Hundió la cara en la camisa del uniforme.

—Cuida de la propiedad durante mi ausencia, hermanito —dijo Xavier, mientras pasaba los nudillos sobre el pelo rizado del niño—. Te encargarás de cuidar a mis galgos, ¿comprendido?

Los ojos del niño se abrieron de par en par, y asintió con seriedad.

—Sí.

—Y obedece a tus padres, de lo contrario no llegarás a ser un buen oficial de la Armada.

—¡Lo haré!

Por los altavoces indicaron al equipo de inspección que se dirigiera a la lanzadera. Xavier prometió que traería algo para Vergyl, Octa y Serena. Mientras Octa le miraba desde lejos, con una sonrisa esperanzada, abrazó de nuevo a su hermano pequeño, apretó la mano de Serena y se alejó con los oficiales e ingenieros.

Serena miró al niño y pensó en Xavier Harkonnen. Xavier solo tenía seis años cuando las máquinas pensantes habían matado a sus padres naturales y a su hermano mayor.

Gracias a acuerdos interfamiliares y al testamento de Ulf y Katarina Harkonnen, el pequeño Xavier había sido criado como hijo adoptivo de los poderosos Emil y Lucille Tantor, que entonces no tenían hijos. La noble pareja ya había tomado medidas para que sus bienes fueran administrados por parientes de Tantor, primos y sobrinos lejanos que no habrían heredado nada en circunstancias normales. Pero cuando Emil Tantor empezó a educar a Xavier, se quedó prendado del huerfanito y lo adoptó legalmente, aunque Xavier conservó el apellido Harkonnen y todos sus derechos de nobleza asociados.

Después de la adopción, y de manera inesperada, Lucille Tantor concibió un hijo, Vergyl, doce años más joven que Xavier. El heredero Harkonnen, al que no preocupaba la política dinástica, se concentró en un curso de estudios militares, con la intención de ingresar en la Armada de la Liga. A la edad de dieciocho años, recibió el título legal de las propiedades Harkonnen, y un año después se convirtió en oficial de la milicia salusana. Debido a su comportamiento impecable y su rápido ascenso, todo el mundo se dio cuenta de que Xavier llegaría muy lejos.

Tres personas que le querían vieron ascender la lanzadera en que viajaba. Vergyl cogió la mano de Serena con la intención de consolarla.

—Xavier volverá sano y salvo. Puedes confiar en él.

Serena experimentó una punzada de dolor, pero sonrió al niño.

—Pues claro que sí.

No había otro remedio. El amor era una de las cosas que diferenciaban a los humanos de las máquinas.