La mente da órdenes al cuerpo, y este obedece de inmediato. La mente se da órdenes a sí misma, y encuentra resistencia.
SAN AGUSTÍN, antiguo filósofo de la Tierra
Aunque el ataque de los cimeks contra Zimia no había hecho más que empezar, Xavier Harkonnen sabía que la humanidad libre debía resistir hasta el último momento. Y hacer valer su victoria.
Los soldados mecánicos erizados de armas avanzaron cerrando filas. Alzaron sus brazos plateados y arrojaron proyectiles explosivos, escupieron llamas, esparcieron gas venenoso. Con cada muro derrumbado, los cimeks se acercaban más y más a la central generadora de escudo protector, una altísima torre de curvas parabólicas y complejas celosías.
En los límites de la atmósfera salusana, un despliegue orbital de numerosos satélites tejió una alambrada con amplificadores en cada nódulo. En todos los continentes, torres de transmisión alimentaron la sustancia del campo descodificador Holtzman, hasta construir una intrincada malla sobre el planeta, un tapiz de energía impenetrable.
Pero si los cimeks se apoderaban de las principales torres de la superficie, se abrirían huecos vulnerables en el escudo. Todo el tejido protector se vendría abajo.
Xavier tosió sangre y gritó en el comunicador:
—Os habla el tercero Harkonnen, que asume el mando de las fuerzas locales. El primero Meach y el centro de control han sido desintegrados.
El canal permaneció en silencio durante varios segundos, como si toda la milicia estuviera aturdida.
Xavier tragó saliva, probó el sabor metálico de la sangre en su boca, y después lanzó la terrible orden.
—Que todas las fuerzas locales formen un cordón alrededor de las torres de transmisión de escudo. Carecemos de recursos para defender el resto de la ciudad. Repito, retroceded. Esto vale para todos los vehículos de combate y naves de ataque.
Se oyeron las esperadas protestas.
—¡No puede hablar en serio, señor! ¡La ciudad está ardiendo!
—¡Zimia se quedará indefensa! ¡Esto tiene que ser una equivocación!
—¡Píenselo bien, señor! ¿Ha visto los destrozos que esos bastardos cimeks han causado ya? ¡Piense en los habitantes de nuestra ciudad!
—No reconozco la autoridad de un tercero que da órdenes tan…
Xavier acalló todas las protestas.
—El objetivo de los cimeks es evidente: intentan destruir nuestros campos descodificadores para que la flota robot pueda exterminarnos. Hemos de defender las torres a toda costa. A toda costa. Sin hacer caso de su orden, una docena de pilotos continuaron arrojando explosivos sobre los cimeks.
Xavier gruñó en tono inflexible.
—Quien desee discutir mis órdenes lo podrá hacer después… en su consejo de guerra.
O en el mío, pensó.
Gotas escarlata mancharon el interior de su mascarilla de plaz, y se preguntó por la magnitud de los daños que ya habrían provocado los gases tóxicos en su organismo. Cada vez le costaba más respirar, pero apartó esas preocupaciones de su mente. Ahora no podía mostrar debilidad.
—¡Que todas las fuerzas retrocedan y protejan las torres! Es una orden. Hemos de reagruparnos y cambiar de estrategia.
Por fin, las fuerzas terrestres salusanas se retiraron hacia el complejo transmisor. El resto de la ciudad quedó tan vulnerable como un cordero preparado para el matadero. Y los cimeks se aprovecharon de la circunstancia con siniestro regocijo.
Cuatro soldados mecánicos atravesaron un parque lleno de estatuas y destrozaron obras magníficas. Los monstruos mecánicos derribaron edificios, pulverizaron y quemaron museos, edificios de viviendas, refugios. Cualquier objetivo les complacía.
—No cedáis terreno —ordenó Xavier a todos los canales, y silenció los gritos de indignación de las tropas—. Los cimeks intentan apartarnos de nuestro objetivo.
Los soldados mecánicos dispararon contra un campanario erigido por Chusuk para conmemorar una victoria contra las máquinas pensantes, ocurrida cuatro siglos antes. Las campanas repicaron cuando la torre se derrumbó sobre las piedras de una plaza.
A estas alturas, casi toda la población de Zimia había huido a los refugios blindados. Flotas de médicos y bomberos esquivaban el fuego enemigo para luchar contra el desastre. Muchos intentos de rescate se convertían en misiones suicidas.
En medio de la milicia congregada alrededor de las torres de transmisión, Xavier sintió un asomo de duda y se preguntó si había tomado la decisión correcta; pero ahora no se atrevía a cambiar de opinión. Le escocían los ojos a causa del humo, y le dolían los pulmones cada vez que respiraba. Sabía que tenía razón. Estaba luchando por las vidas de todos los habitantes del planeta. Incluida Serena Butler.
—¿Y ahora qué, tercero? —dijo el cuarto Jaymes Powder detrás de él. Aunque el rostro anguloso del subcomandante estaba oculto en parte por una mascarilla, sus ojos revelaban la indignación que sentía—. ¿Nos sentamos a mirar cómo esos bastardos reducen a escombros Zimia? ¿De qué sirve proteger los transmisores de escudo si no queda nada de la ciudad?
—No podemos salvar a la ciudad si perdemos nuestros escudos y abrimos el planeta al ataque de las máquinas —contestó Xavier.
Las tropas salusanas montaron una defensa alrededor de las antenas parabólicas de las torres. Tropas terrestres y vehículos blindados aguardaban en las calles y fortificaciones circundantes. Los kindjals volaban en círculos sobre la ciudad, disparaban sus armas y repelían a los cimeks.
Los miembros de la milicia aferraban sus armas, llenos de odio. Los frustrados hombres ardían en deseos de cargar contra los atacantes…, o tal vez de descuartizar lentamente a Xavier. A cada explosión o edificio destruido, las airadas tropas avanzaban un paso más hacia el motín.
—Hasta que lleguen refuerzos, hemos de concentrar nuestras fuerzas —dijo Xavier, y tosió.
—Powder miró la mascarilla de plaz del tercero y vio sangre en el interior.
—¿Se encuentra bien, señor?
—No es nada.
Pero Xavier oía el resuello líquido de sus pulmones cada vez que tomaba aliento.
Notó que perdía el equilibrio, mientras el veneno continuaba quemando sus tejidos, y se apoyó en un baluarte de plasmento. Estudió la última posición que había establecido en poco tiempo y confió en que resistiría.
—Ahora que las torres están protegidas —dijo por fin Xavier—, podemos salir a cazar a nuestros atacantes. ¿Está preparado, cuarto Powder?
Powder sonrió, y los soldados lanzaron gritos de júbilo. Algunos hombres dispararon sus armas al aire, dispuestos a precipitarse a la destrucción. Como un jinete que sujetara las riendas de un corcel, Xavier les contuvo.
—¡Esperad! Prestad atención. No podemos utilizar ningún truco, ni existen puntos débiles que nos permitan ganar en astucia a los cimeks. Pero contamos con la voluntad y la necesidad de vencer…, de lo contrario lo perderemos todo. —Sin hacer caso de la sangre de su mascarilla, no sabía cómo era capaz de insuflar confianza en su voz—. Así les derrotaremos.
Durante las escaramuzas iniciales, Xavier había visto al menos a uno de los gigantescos invasores destruido por explosiones múltiples y concentradas. Su cuerpo articulado ya no era más que una carcasa humeante. Sin embargo, los bombarderos y unidades de tierra blindadas habían repartido sus ataques entre demasiados objetivos, haciendo inútiles sus esfuerzos.
—Nuestro ataque será coordinado. Elegiremos un solo blanco y lo destruiremos, un cimek en cada ocasión. Dispararemos una y otra vez, hasta que no quede nada. Después, nos dedicaremos al siguiente.
Aunque apenas podía respirar, Xavier quiso ir al frente de los escuadrones. Como tercero, estaba acostumbrado a participar activamente en los ejercicios de entrenamiento y en los simulacros.
—¿Señor? —dijo Powder, sorprendido—. ¿No debería quedarse en una zona segura? Como comandante en jefe, los procedimientos reglamentarios exigen…
—Tienes toda la razón, Jaymes —contestó en voz baja—. No obstante, voy a subir. Nos la jugamos a una sola carta. Quédate aquí y protege esas torres a toda costa.
Ascensores subterráneos depositaron más kindjals en la superficie, preparados para el lanzamiento. Subió a uno de los aparatos moteados de gris y se encerró en la cabina. Los soldados corrieron a sus naves de ataque, gritando promesas de venganza a los camaradas obligados a quedarse atrás. Después de transferir el canal de comunicaciones del kindjal a su frecuencia de mando, Xavier dio nuevas órdenes.
El tercero Harkonnen ajustó el asiento de la cabina y lanzó su kindjal. La aceleración le empujó hacia atrás y dificultó todavía más su respiración. Un hilillo de sangre resbaló por la comisura de su boca.
Las naves le siguieron, mientras un pequeño grupo de vehículos terrestres blindados se alejaba de las torres de transmisión para interceptar a los atacantes. Con las armas cargadas y las bombas preparadas para ser lanzadas, los kindjals descendieron hacia el primer cimek elegido como blanco, una de las máquinas más pequeñas. La voz de Xavier resonó en la cabina de todas las naves.
—Disparad cuando yo lo ordene… ¡Ahora!
Los defensores atacaron el cuerpo en forma de cangrejo desde todas direcciones, hasta que la máquina se derrumbó, con las patas articuladas ennegrecidas y retorcidas, y destruido el contenedor del cerebro. Gritos de júbilo resonaron en todos los canales de comunicación. Xavier eligió un segundo blanco.
—Seguidme. El siguiente.
El escuadrón de la milicia convergió sobre el segundo objetivo y golpeó como un martillo. Las unidades terrestres móviles abrieron fuego desde la superficie, mientras los kindjals lanzaban bombas desde el cielo.
El segundo cimek captó el ataque inminente y alzó sus patas metálicas para escupir chorros de llamas. Dos kindjals de Xavier fueron abatidos, y se estrellaron en edificios cercanos ya desmoronados. Bombas erráticas arrasaron toda una manzana de la ciudad. Pero el resto del ataque concentrado logró su objetivo. Las múltiples explosiones hicieron mella en el cuerpo robótico, y el cimek quedó destrozado. Uno de sus brazos metálicos se agitó, y luego cayó sobre los escombros.
—Tres menos —dijo Xavier—. Quedan veinticinco.
—A menos que huyan antes —contestó otro piloto.
Los cimeks eran individuos, como casi todas las máquinas pensantes de Omnius. Algunos eran supervivientes de los primeros titanes. Otros (los neocimeks) eran colaboradores humanos de los Planetas Sincronizados. Todos habían sacrificado sus cuerpos físicos para acercarse más a la supuesta perfección de las máquinas pensantes.
Entre las tropas que rodeaban las torres transmisoras, el cuarto Powder utilizaba todo cuanto había en su arsenal para rechazar a cuatro cimeks que se habían acercado lo suficiente para amenazar edificios vitales. Destruyó un guerrero mecánico y obligó a otros tres a retirarse cojeando para reagruparse. En el ínterin, las fuerzas aéreas de Xavier aniquilaron a dos cimeks más.
Las tornas estaban cambiando.
Los kindjals de Xavier atacaron a una nueva oleada de invasores. Seguida de vehículos terrestres blindados y cañones de artillería, la milicia salusana arrojó proyectil tras proyectil contra el cimek que marchaba en cabeza. El bombardeo dañó las patas mecánicas y neutralizó sus armas. Los kindjals volaron en círculos para asestar el golpe definitivo.
Sin previo aviso, la torreta central que contenía el cerebro humano del cimek se separó del cuerpo. El contenedor esférico blindado se elevó hacia el cielo con un destello luminoso, fuera del alcance de las armas salusanas.
—Una cápsula de escape que contiene el cerebro del traidor. —El esfuerzo de hablar provocó que Xavier escupiera más sangre—. ¡Disparad contra ella!
Sus kindjals abrieron fuego contra la cápsula, pero sin lograr su objetivo.
—¡Maldición!
Los pilotos dispararon contra el reguero de gases de escape, pero la cápsula no tardó en perderse de vista.
—No malgastéis vuestros proyectiles —dijo Xavier por el comunicador—. Ese ya no representa ninguna amenaza.
Se sentía mareado, como a punto de sumirse en la inconsciencia…, o de morir.
—Sí, señor.
Los kindjals dieron media vuelta hacia tierra y se concentraron en el cimek siguiente.
Sin embargo, cuando el escuadrón de ataque convergió sobre otro enemigo, el cimek también expulsó su cápsula de escape.
—¡Eh! —se lamentó un piloto—. Ha huido antes de que pudiéramos derribarle.
—Lo importante es que huyan —dijo Xavier, casi inconsciente. Confió en no estrellarse—. Seguidme hacia el siguiente objetivo.
Como en respuesta a una señal, todos los cimeks restantes abandonaron sus cuerpos metálicos. Las cápsulas de escape ascendieron como fuegos artificiales, atravesaron la red descodificadora y se perdieron en el espacio, en dirección a la flota atacante.
Cuando los cimeks desistieron de la invasión, los defensores salusanos supervivientes prorrumpieron en vítores.
Durante las horas siguientes, los salusanos supervivientes salieron de los refugios, y contemplaron el cielo impregnado de humo con una mezcla de estupor y optimismo.
Después de la retirada de los cimeks, la frustrada flota robótica había lanzado una lluvia de misiles contra tierra, pero sus ordenadores también fallaron. Los sistemas antimisiles salusanos dieron cuenta de todos los proyectiles antes de que alcanzaran su objetivo.
Por fin, cuando los grupos de combate dispersos empezaron a converger sobre la flota atacante desde el perímetro del sistema Gamma Waiping, las máquinas pensantes calcularon de nuevo sus posibilidades, y al ver los resultados, decidieron desistir, dejando los restos de las naves destruidas en órbita.
En la superficie, Zimia continuaba ardiendo, y decenas de miles de cadáveres yacían entre los escombros.
Xavier había conseguido aguantar durante la batalla, pero al final era incapaz de tenerse en pie. Sus pulmones estaban inundados de sangre. Notaba un sabor ácido en la boca. Había insistido en que los médicos concentraran sus esfuerzos en los heridos graves que sembraban las calles.
Desde un balcón situado en el último piso del maltrecho Parlamento, contempló los horribles daños. El mundo se tiñó de un rojo enfermizo a su alrededor, le fallaron las piernas y cayó hacia atrás. Oyó que alguien llamaba a un médico.
No puedo considerar esto una victoria, pensó, y después se sumió en la más negra inconsciencia.