Casi todas las historias han sido escritas por los vencedores de los conflictos, pero las escritas por los vencidos (si sobreviven) suelen ser más interesantes.
IBLIS GINJO, El paisaje de la humanidad
Salusa Secundus era un planeta verde de clima templado, el hogar de cientos de millones de humanos libres alineados en la Liga de Nobles. Los acueductos transportaban abundante agua de un lugar a otro. Alrededor del centro gubernativo y cultural de Zimia, las colinas ondulantes estaban cubiertas de viñedos y olivos.
Momentos antes de que las máquinas pensantes atacaran, Serena Butler subió al estrado de discursos del Parlamento. Gracias a los servicios públicos que prestaba, así como a las argucias de su padre, se le había concedido la oportunidad de dirigirse a los representantes.
El virrey Manion Butler había aconsejado en privado a su hija que fuera sutil, que se expresara con términos sencillos.
—Paso a paso, querida. Lo que une a nuestra liga no es más que el hilo de un enemigo común, no una serie de valores o creencias compartidos. Nunca ataques el estilo de vida de los nobles.
Era el tercer discurso de su breve carrera política. En los anteriores, se había expresado con brutal sinceridad, pues aún no comprendía el ballet de la política, y sus ideas habían sido recibidas con una mezcla de bostezos y risitas provocadas por su ingenuidad. Quería terminar con la práctica de la esclavitud humana, adoptada de vez en cuando por algunos planetas de la liga. Quería que todos los humanos fueran iguales, procurar que todos recibieran alimentación y protección.
—Es posible que la verdad ofenda. Intentaba que se sintieran culpables.
—Solo conseguiste que hicieran oídos sordos a tus palabras.
Serena había suavizado el tono del discurso para incorporar el consejo de su padre, pero sin renunciar a sus principios. Paso a paso. Ella también aprendería con cada paso. Siguiendo el consejo de su padre, había hablado en privado con representantes que compartían sus puntos de vista, logrado algunos apoyos y unos pocos aliados antes de la hora de la verdad.
Alzó la barbilla, procuró que su expresión fuera más autoritaria que ansiosa y entró en la cámara de grabaciones que rodeaba el estrado como una cúpula geodésica. Su corazón rebosaba de buenas intenciones. Sintió una luz cálida cuando el mecanismo de proyección transmitió imágenes ampliadas de ella al exterior de la cúpula.
Una pequeña pantalla situada sobre el estrado permitía que viera su imagen proyectada: un rostro dulce de belleza clásica, hipnóticos ojos lavanda y pelo castaño de reflejos ambarinos con mechas doradas naturales. Llevaba en la solapa izquierda una rosa blanca procedente de sus jardines, cuidados con mimo. El proyector lograba que Serena pareciera todavía más joven, pues el mecanismo había sido manipulado por los nobles para disimular el efecto de los años sobre sus facciones.
El virrey Butler, ataviado con sus mejores galas doradas y negras, sonrió con orgullo a su hija desde su palco, situado delante del público. El sello de la Liga de Nobles adornaba su solapa, una mano humana abierta ribeteada en oro, que representaba la libertad.
Comprendía el optimismo de Serena, pues recordaba ambiciones similares que había albergado en su juventud. Siempre había sido paciente con las cruzadas de su hija. Ayudaba a la joven a recaudar fondos para los refugiados de ataques robóticos, permitía que viajara a otros planetas para atender a los heridos, o para rebuscar entre los escombros y colaborar en la reconstrucción de los edificios incendiados. Serena nunca había tenido miedo de ensuciarse las manos.
—Las mentes estrechas erigen barreras empecinadas —le había dicho su madre en una ocasión—. Pero contra estas barreras, las palabras constituyen armas formidables.
Los dignatarios hablaban entre susurros. Algunos sorbían bebidas o comían los aperitivos que les habían servido en sus asientos. Un día como otro cualquiera en el Parlamento. Apoltronados en sus villas y mansiones, no recibían de buen grado los cambios. Sin embargo, la posibilidad de herir sus egos no iba a impedir que Serena dijera lo que pensaba.
Activó el sistema de proyección auditiva.
—Muchos de vosotros pensáis que defiendo ideas necias porque soy joven, pero tal vez los jóvenes tienen la vista más aguda, en tanto los viejos se vuelven ciegos poco a poco. ¿Soy necia e ingenua…, o será que algunos de vosotros, engreídos y autosatisfechos, os habéis distanciado de la humanidad? ¿Os inclináis del lado del bien o del mal?
Vio que una oleada de indignación recorría a los reunidos, mezclada con expresiones de rechazo visceral. El virrey Butler le dirigió una penetrante mirada de desaprobación, pero transmitió un veloz recordatorio a la sala, solicitando la atención respetuosa que se concedía a todo orador.
Serena fingió no darse cuenta. ¿Es que no captaban la idea fundamental?
—Si queremos sobrevivir como especie, hemos de trascender nuestro egoísmo. Durante siglos hemos restringido nuestras defensas a un puñado de planetas clave. Aunque hace décadas que Omnius no lanza un ataque a gran escala, vivimos bajo la sombra permanente de esa amenaza.
Serena oprimió varios botones del estrado y proyectó la imagen de la bóveda celeste circundante, como un racimo de joyas en el techo. Indicó con una varita luminosa los planetas de la liga y los Planetas Sincronizados, gobernados por máquinas pensantes. Después, desvió la vara hacia regiones más extensas de la galaxia, libres de la dominación de humanos organizados o máquinas.
—Mirad estos pobres Planetas No Aliados: planetas dispersos como Harmonthep, Tlulax, Arrakis, Anbus IV y Caladan. Debido a dicha dispersión, las colonias humanas no son miembros de nuestra liga, no gozan de nuestra protección militar si en algún momento son amenazadas… por máquinas o por otros humanos. —Serena hizo una pausa, para dejar que el público asimilara sus palabras—. Muchos de los nuestros cometen el error de saquear estos planetas, con el fin de capturar esclavos para algunos planetas de la liga.
Su mirada se cruzó con la del representante de Poritrin, el cual frunció el ceño, porque se estaba refiriendo a él. El hombre contestó en voz alta y la interrumpió.
—La esclavitud es una práctica aceptada en la liga. Como carecemos de máquinas complejas, no nos queda otro remedio que aumentar nuestra mano de obra. —La miró con expresión autocomplacida—. Además, el propio Salusa Secundus mantuvo una población de esclavos zensunni durante casi dos siglos.
—Acabamos con esa práctica —replicó Serena con considerable vehemencia—. El cambio exigió un poco de imaginación y fuerza de voluntad, pero…
El virrey se levantó con la intención de calmar los ánimos.
—Cada planeta de la liga determina sus propias costumbres, tecnología y leyes. Ya tenemos bastante con un enemigo temible como las máquinas pensantes para iniciar una guerra civil entre nuestros planetas.
Su voz poseía un tono levemente paternal, una ligera reprimenda para que volviera al punto principal de su discurso.
Serena suspiró, sin rendirse, y ajustó la vara para que los planetas no aliados brillaran en el techo.
—Aun así, no podemos olvidar a todos esos planetas, objetivos ricos en todo tipo de recursos a la espera de que Omnius los conquiste.
El oficial de orden, sentado en una silla alta a un lado, golpeó el suelo con su bastón.
—Tiempo.
Se aburría con facilidad, y muy pocas veces escuchaba los discursos.
Serena continuó a toda prisa, intentando transmitir sus ideas sin parecer ansiosa.
—Sabemos que las máquinas pensantes quieren controlar la galaxia, aunque hace casi un siglo que nos dejan en paz. Han ido conquistando de manera sistemática todos los planetas de los sistemas estelares sincronizados. No os dejéis engañar por su aparente falta de interés en nosotros. Sabemos que volverán a atacar…, pero ¿cómo y dónde? ¿No deberíamos actuar antes de que Omnius lo haga?
—¿Qué es lo que queréis, madame Butler? —preguntó con impaciencia uno de los dignatarios. Alzó la voz pero no se puso en pie, como ordenaba el protocolo—. ¿Estáis defendiendo una especie de ataque preventivo contra las máquinas pensantes?
—Hemos de trabajar para incorporar los planetas no aliados a la liga, y terminar con la práctica del esclavismo. —Apuntó con la vara a la proyección del techo—. Sumarlos a nuestro bando para aumentar nuestra fuerza, y la de ellos. ¡Todos saldríamos beneficiados! Propongo que enviemos embajadores y agregados culturales con el propósito expreso de formar nuevas alianzas políticas y militares. Tantas como podamos.
—¿Quién pagará todo ese esfuerzo diplomático?
—Tiempo —repitió el oficial de orden.
—Se le conceden tres minutos más como turno de réplica, puesto que el representante de Hagal ha formulado una pregunta —dijo el virrey Butler en tono autoritario.
Serena se estaba enfureciendo. ¿Cómo era posible que aquel representante se preocupara por cantidades de dinero insignificantes, cuando el coste final era tan elevado?
—Todos pagaremos, con sangre, si no hacemos esto. Hemos de fortalecer la liga y la especie humana.
Algunos nobles empezaron a aplaudir: los representantes a los que Serena había cortejado antes del discurso. De pronto, alarmas estridentes resonaron en todo el edificio y en las calles. Las sirenas emitieron un tono conocido estremecedor (que solo se oía durante los simulacros), convocando a todos los reservistas de la milicia salusana.
—Las máquinas pensantes han penetrado en el sistema salusano —dijo una voz por los altavoces. Avisos semejantes estarían sonando por toda Zimia—. Así nos lo han advertido las naves de reconocimiento situadas en la periferia y los grupos de vigilancia en órbita.
Serena leyó los detalles cuando entregaron un resumen urgente y lacónico al virrey.
—¡Nunca hemos vista una flota robot de este tamaño! —exclamó el anciano—. ¿Cuánto hace que enviaron el aviso las primeras naves de reconocimiento? ¿Cuánto tiempo nos queda?
—¡Nos atacan! —gritó un hombre. Los delegados saltaron de sus asientos y se dispersaron como hormigas aterrorizadas.
—Preparaos para evacuar el Parlamento. —El oficial de orden se convirtió en un volcán de actividad—. Todos los refugios blindados están abiertos. Representantes, dirigíos a las zonas que os hayan sido designadas.
El virrey Butler gritó en medio del caos, procurando aparentar serenidad.
—¡Los escudos Holtzman nos protegerán!
Serena percibió la angustia de su padre, aunque la disimulaba bien.
Los representantes de la liga corrieron hacia las salidas. Los enemigos implacables de la humanidad habían llegado.