No le conté a nadie lo que había sucedido entre Maxon y yo, ni siquiera a Marlee ni a mis doncellas. Era como un secreto maravilloso que podía recordar en medio de alguna de las aburridas clases de Silvia o en alguna larga jornada en la Sala de las Mujeres. Y, para ser sincera, pensaba en nuestros besos —tanto en el incómodo como en el dulce— con mayor frecuencia de lo que me esperaba.
Sabía que no me iba a enamorar de Maxon de la noche a la mañana. Mi corazón no me lo permitiría. Pero de pronto me encontré con que era algo que deseaba. Así que me planteé la posibilidad, solo para mí, aunque en más de una ocasión sentí la tentación de explicar mi secreto a los cuatro vientos.
En particular tres días más tarde, cuando, con la Sala de las Mujeres medio llena, Olivia anunció que Maxon la había besado.
No podía creerme lo destrozada que me sentía. Me quedé mirando a Olivia y preguntándome qué tenía ella que fuera tan especial.
—¡Cuéntanoslo todo! —la apremió Marlee.
La mayoría de las otras chicas también sentían curiosidad, pero Marlee era la más entusiasta. En el poco tiempo que había pasado desde su última cita con Maxon, cada vez demostraba un mayor interés por los progresos de las demás. No entendía cuál era el motivo de aquel cambio, y no tenía valor para preguntárselo.
Olivia no necesitaba que se lo pidieran. Se sentó en uno de los sofás y se colocó bien el vestido. Tenía la espalda muy erguida, sobre todo en comparación con su estado, habitualmente relajado, y colocó las manos sobre el regazo. Era como si estuviera practicando para ser princesa. Me venían ganas de decirle que un beso no significaba que fuera a ganar.
—No quiero entrar en detalles, pero fue bastante romántico —suspiró, bajando la barbilla hasta el pecho—. Me llevó a la azotea. Tienen un lugar que es como un balcón, pero me parece que lo usan los guardias. No sé. Desde allí se veía más allá de los muros, y la ciudad brillaba hasta donde se perdía la vista. En realidad no dijo nada. Simplemente me cogió y me besó —dijo, henchida de orgullo.
Marlee suspiró. Celeste parecía estar a punto de romper algo. Yo me quedé ahí sentada.
No paraba de repetirme que no debía preocuparme tanto; todo aquello formaba parte de la Selección. Además, ¿cómo podía estar segura de querer acabar con Maxon? La verdad era que tenía que estar contenta. Estaba claro que la maldad de Celeste había encontrado un nuevo objetivo, y después de todo aquel episodio con mi vestido —que, por cierto, había olvidado contar a Maxon— estaba encantada de ver que alguien me iba a tomar el relevo.
—¿Crees que será la única a la que ha besado? —me susurró Tuesday al oído.
Kriss, que estaba de pie a mi lado, oyó la pregunta y se apresuró a contestar:
—Él no besaría a cualquiera. Olivia debe de estar haciendo algo bien.
—¿Y si ha besado ya a la mitad de las chicas y todas se lo callan? A lo mejor es parte de su estrategia —se preguntó Tuesday.
—No creo que, si alguna se lo calla, eso tenga que considerarse necesariamente una estrategia —rebatí—. A lo mejor solo están siendo discretas.
Kriss aspiró con fuerza.
—¿Y si el hecho de que Olivia nos cuente esto no es más que algún juego? Ahora todas están preocupadas, y ninguna de nosotras se negaría a recibir un beso de Maxon. No hay modo de saber si está mintiendo o no.
—¿Creéis que lo haría? —pregunté.
—Si es así, ojalá se me hubiera ocurrido a mí primero —se lamentó Tuesday.
Kriss suspiró.
—Esto es mucho más complicado de lo que pensaba.
—Dímelo a mí —murmuré.
—A mí casi todas las chicas me caen bien, pero cuando oigo que Maxon hace algo con otra solo pienso en cómo podría hacerlo mejor que ella —confesó—. No me sale el instinto competitivo con vosotras.
—Algo así le decía yo a Tiny el otro día —dijo Tuesday—. Sé que es algo tímida, pero es muy elegante y creo que sería una gran princesa. No puedo enfadarme con ella si tiene más citas que yo, aunque desee la corona para mí.
Kriss y yo cruzamos una breve mirada, y me di cuenta de que ambas habíamos pensado lo mismo. Tuesday había dicho «corona» no «a él». Pero lo dejé estar, porque el resto de su planteamiento me resultaba familiar.
—Marlee y yo hablamos de eso todo el rato. De las cualidades que vemos la una en la otra.
Nos miramos las unas a las otras, y algo había cambiado. De pronto no sentí tantos celos de Olivia, ni siquiera me caía tan mal Celeste. Todas vivíamos aquello de un modo diferente, y quizás incluso por motivos distintos, pero al menos todas lo vivíamos juntas.
—Quizá tuviera razón la reina Amberly —dije—. Lo único que hay que hacer es ser una misma. Preferiría que Maxon me enviara a casa por ser yo misma a que me eligiera por ser quien no soy.
—Es verdad —coincidió Kriss—. Y al final treinta y cuatro tendrán que irse. Si yo fuera la última que queda, querría saber que cuento con el apoyo de las demás, así que deberíamos apoyarnos las unas a las otras.
Asentí. Tenía razón, y esperaba poder hacerlo.
En aquel momento, Elise entró en la sala como una exhalación, seguida de Zoe y Emmica. Solía ser muy tranquila y sosegada, y nunca levantaba la voz. No obstante, esta vez se dirigió a nosotras con un chillido.
—¡Mirad esto! —gritó, señalando dos bonitas peinetas cubiertas en piedras preciosas que debían valer miles de dólares—. Me las ha regalado Maxon. ¿No son preciosas?
Aquello hizo que una nueva oleada de excitación (y de decepción) se extendiera por la sala: mi recién conquistada confianza desapareció.
Intenté no sentirme decepcionada. Al fin y al cabo, ¿no había recibido regalos yo también? ¿No me había besado? Aun así, a medida que la habitación se iba llenando de chicas y las historias iban pasando de boca en boca, sentí que lo único que quería era esconderme. Quizá fuera un buen día para pasarlo a solas con mis doncellas.
Justo en el momento en que me planteaba abandonar la sala, entró Silvia, algo agitada e ilusionada al mismo tiempo.
—¡Señoritas! —dijo, pidiendo silencio—. Señoritas, ¿están todas aquí?
Todas respondimos con un sonoro «sí».
—Gracias a Dios —añadió, calmándose un poco—. Sé que es algo precipitado, pero acabamos de enterarnos de que el rey y la reina de Swendway vienen tres días de visita y, como sabrán, estamos en buenas relaciones con su familia real. Además, al mismo tiempo, la familia de nuestra reina vendrá a conocerlas, así que vamos a tener el palacio bastante lleno. Tenemos muy poco tiempo para prepararnos, así que libérense las tardes de obligaciones. Clases en el Gran Salón inmediatamente después del almuerzo —anunció, y dio media vuelta para marcharse.
Era como si el personal de palacio hubiera tenido meses para los preparativos. Levantaron unas carpas enormes en los jardines, con mesas llenas de comida y vino repartidas por el césped. El número de guardias era mayor del habitual, y a ellos se les unieron numerosos soldados de Swendway que habían traído consigo los reyes. Supuse que hasta ellos sabían la amenaza que se cernía sobre el palacio.
Había otra carpa con tronos para el rey, la reina y Maxon, así como para los reyes de Swendway. La reina de Swendway —cuyo nombre no podría pronunciar ni aunque en ello me fuera la vida— era casi tan guapa como la reina Amberly, y ambas parecían ser buenas amigas. Todos se instalaron cómodamente bajo la carpa, salvo Maxon, que estaba ocupado saliendo con todas las chicas y con sus familiares recién llegados.
Parecía encantado de ver a sus primos, incluso a los pequeños, que no dejaban de tirarle de la casaca y salir corriendo. Llevaba una de sus muchas cámaras e iba persiguiendo a los críos, haciéndoles fotos. Casi todas las chicas de la Selección lo contemplaban encandiladas.
—America —me llamó alguien. Me giré y a mi derecha vi a Elayna y Leah hablando con una mujer casi idéntica a la reina—. Ven a conocer a la hermana de la reina —dijo Elayna. Había algo en su tono que no podía definir, pero que me puso algo nerviosa.
Me acerqué y le hice una reverencia a la dama, que se rio.
—Deja eso, cariño. Yo no soy la reina. Soy Adele, la hermana mayor de Amberly.
Me tendió la mano y se la estreché. En ese momento se le escapó el hipo. La mujer tenía algo de acento, y había en ella algo reconfortante, que me recordaba a mi casa. Estaba algo inclinada hacia delante y sostenía una copa de vino casi vacía en la mano. Por la pesadez de su mirada era evidente que no era la primera que se tomaba.
—¿De dónde es usted? Me encanta su acento —dije.
Entre las chicas había alguna del sur que hablaba de forma parecida, y aquellas voces me parecían increíblemente románticas.
—Honduragua. En la costa. Nos criamos en una casa diminuta —afirmó, mostrando un espacio de un centímetro entre el pulgar y el índice—. Y mírala ahora. Mírame a mí —dijo, señalando su vestido—. Menudo cambio.
—Yo vivo en Carolina, y mis padres me llevaron a la costa una vez. Me encantó —respondí.
—Oh, no, no, no, niña —intervino ella, agitando la mano. Elayna y Leah parecían estar aguantándose la risa. Evidentemente no les parecía correcto que la hermana de la reina nos hablara con tanta familiaridad—. Las playas del centro de Illéa son una basura comparadas con las del sur. Tienes que ir a verlas algún día.
Sonreí y asentí, pensando que me encantaría viajar más por el país, aunque dudaba que pudiera hacerlo. Poco después, uno de los muchos hijos de Adele se acercó y se la llevó, y Elayna y Leah estallaron de risa.
—¿No es graciosísima? —preguntó Leah.
—No sé. Parece agradable —respondí, encogiéndome de hombros.
—Es vulgar —respondió Elayna—. Deberías haber oído todo lo que dijo antes de que llegaras tú.
—¿Qué es lo que tiene de malo?
—Yo pensaba que con el paso de los años le habrían dado unas cuantas clases para que aprendiera a mantener la compostura. ¿Cómo es que Silvia no se ha encargado de ella? —preguntó Leah, con una sonrisita socarrona.
—No olvides que es una Cuatro de nacimiento. Igual que tú —le espeté.
De pronto, la sonrisa socarrona desapareció, y debió de recordar que Adele y ella no eran tan diferentes. Elayna, en cambio, siempre había sido una Tres y siguió hablando.
—Puedes estar segura de que, si gano, haré que mi familia reciba la educación pertinente o que los deporten. No permitiría que ninguno de ellos me hiciera pasar esa vergüenza.
—¿Qué es lo que ha sido tan embarazoso? —pregunté.
Elayna chasqueó la lengua.
—Está borracha. El rey y la reina de Swendway están aquí. Deberían de haberla metido entre rejas.
Decidí que ya tenía bastante y me alejé a buscar una copa de vino. Cuando la tuve, miré a mi alrededor y la verdad es que no veía ni un solo lugar al que me apeteciera retirarme. La recepción era preciosa, de lo más interesante y, para mí, un motivo de tensión insoportable.
Pensé en lo que había dicho Elayna. Si acabara viviendo en el palacio, ¿esperaría que mi familia cambiara? Miré a los niños que correteaban, a la gente reunida en pequeños corrillos. ¿No querría que Kenna fuera exactamente como era, que sus hijos disfrutaran de todo aquello como mejor les pareciera?
¿Hasta qué punto me cambiaría la vida en palacio?
¿Querría Maxon que cambiara? ¿Por eso iba por ahí besando a otras chicas? ¿Porque había algo en mí que no acababa de encajarle del todo?
¿Iba a resultar igual de irritante el resto de la Selección?
—Sonríe.
Me giré, y Maxon me tomó una foto. Di un respingo de la sorpresa. Aquella fotografía inesperada acabó con la poca paciencia que me quedaba, y aparté la cara.
—¿Algún problema? —preguntó Maxon, bajando la cámara.
Me encogí de hombros.
—¿Qué pasa?
—Solo que hoy no me apetece formar parte de la Selección —me limité a responder.
Maxon no pilló la indirecta. Se acercó y bajó la voz:
—¿Necesitas hablar con alguien? Yo podría tirarme de la oreja ahora mismo —se ofreció.
Suspiré e intenté mostrar una sonrisa educada.
—No, solo necesito pensar —respondí, y me dispuse a alejarme.
—America —dijo, en voz baja. Me detuve y me di la vuelta—. ¿He hecho algo malo?
Dudé. ¿Debería preguntarle por el beso a Olivia? ¿Tendría que decirle la tensión que sentía entre las chicas ahora que las cosas habían cambiado entre nosotros? ¿Debería decirle que no quería cambiar ni obligar a mi familia a que cambiara para entrar a formar parte de esto? Estaba a punto de soltarlo todo cuando oí una voz aguda detrás de nosotros.
—¿Príncipe Maxon?
Nos giramos, y ahí estaba Celeste, hablando con la reina de Swendway. Estaba claro que quería mantener aquella conversación colgada del brazo del príncipe. Le hizo un gesto, invitándole a que se uniera a ellas.
—¿Por qué no vas corriendo? —le pregunté, sin poder evitar un tono de fastidio en la voz.
Maxon me miró. La expresión de su rostro me recordó que aquello era parte del trato. Se suponía que tenía que compartirlo.
—Ten cuidado con esa —le hice una reverencia rápida y me alejé.
Me dirigí hacia el palacio. Por el camino me encontré a Marlee, que estaba sentada. No me apetecía estar con nadie, ni siquiera con ella, pero observé que estaba sola, en un banco junto a la fachada trasera del palacio, bajo un sol implacable. Como única compañía tenía a un joven soldado montando guardia a apenas unos metros.
—Marlee, ¿qué haces aquí? Ponte bajo una carpa antes de que se te queme la piel.
—Estoy bien aquí —respondió, con una sonrisa educada.
—No, de verdad —insistí, pasándole una mano bajo el brazo—. Acabarás del color de mi pelo. Deberías…
Marlee quitó la mano para que no la agarrara, pero habló con suavidad.
—Prefiero quedarme aquí, America. Lo prefiero.
Había una tensión en su rostro que intentaba enmascarar. Estaba segura de que no estaba enfadada conmigo, pero le pasaba algo.
—Como quieras. Pero ponte a la sombra enseguida. Las quemaduras pueden ser dolorosas —le advertí, intentando disimular mi frustración, y me dirigí hacia el palacio.
Una vez dentro, decidí ir a la Sala de las Mujeres. No podía desaparecer demasiado tiempo, y al menos aquella sala estaría vacía. Pero cuando entré me encontré a Adele sentada cerca de la ventana viendo la escena que se desarrollaba en el exterior. Al oírme entrar se giró y esbozó una sonrisa.
Me acerqué y me senté cerca.
—¿Escondiéndose?
—Algo así —repuso, sonriendo—. Quería conoceros a todas y ver a mi hermana otra vez, pero odio cuando estas cosas se convierten en funciones teatrales. Me ponen tensa.
—A mí tampoco me gusta. No me puedo imaginar haciendo cosas así toda la vida.
—Supongo —repuso, resignada—. Tú eres la Cinco, ¿verdad?
No fue un insulto, sino que más bien me estaba preguntando si era de las suyas.
—Sí, soy yo.
—Recordaba tu cara. Estuviste encantadora en el aeropuerto. Eso es lo típico que habría hecho ella —dijo, señalando con un gesto de la cabeza hacia la reina. Suspiró—. No sé cómo lo hace. Es más fuerte de lo que se imagina la gente —añadió, y dio un sorbo a su copa de vino.
—Sí que parece fuerte, pero también elegante.
A Adele se le iluminaron los ojos.
—Sí, pero es más que eso. Mírala ahora.
Observé a la reina. Vi que escrutaba el jardín con la vista. Seguí su mirada; estaba observando a Maxon, que hablaba con la reina de Swendway, con Celeste al lado, y con uno de sus primos colgado de su pierna.
—Maxon habría sido estupendo como hermano —dijo—. Amberly tuvo tres abortos. Dos antes de él y uno después. Aún piensa en ello; de vez en cuando me lo dice. Y yo tengo seis hijos. Me siento culpable cada vez que vengo.
—Estoy segura de que ella no se lo toma así. Apuesto a que está encantada cada vez que la visita.
Ella se giró.
—¿Sabes lo que la hace feliz? Vosotras. ¿Sabes lo que ve en vosotras? Una hija. Sabe que, cuando todo esto acabe, habrá ganado una hija.
Me giré de nuevo y miré a la reina otra vez.
—¿Usted cree? Parece un poco distante. Yo ni siquiera he hablado con ella.
Adele asintió.
—Tú espera. Le aterra cogeros cariño y luego tener que ver como os vais. Ya lo verás cuando el grupo sea más pequeño.
Volví a mirar a la reina. Y luego a Maxon. Y luego al rey. Y de nuevo a Adele.
Me pasaban un montón de cosas por la cabeza: que las familias son familias, independientemente de la casta; que las madres tienen siempre sus propias preocupaciones; que en realidad no odiaba a ninguna de las chicas, por muy equivocadas que estuvieran; que todo el mundo debía de estar poniendo al mal tiempo buena cara, por un motivo u otro; y, por último, que Maxon me había hecho una promesa.
—Discúlpeme. Tengo que hablar con alguien.
Ella dio otro sorbito al vino y se despidió con un gesto de la mano. Salí corriendo de allí y volví a la luz cegadora de los jardines. Busqué un momento, hasta que vi al primo menor de Maxon corriendo tras él alrededor de los arbustos. Sonreí y me acerqué despacio.
Por fin Maxon se detuvo, levantando las manos, admitiendo su derrota. Aún entre risas, se giró y me vio. Siguió sonriendo, pero cuando nuestras miradas se cruzaron la sonrisa se borró.
Me miró a la cara, intentando averiguar de qué humor estaba.
Me mordí el labio y bajé la vista. Estaba claro que, si me importaba mi futuro como participante en la Selección, debía ser capaz de procesar muchas sensaciones nuevas. Por mal que me sentaran algunas cosas, tenía que intentar que no me afectaran en la relación con otras personas, especialmente con Maxon.
Pensé en la reina, atendiendo, al mismo tiempo, a todos a la vez, a unos monarcas extranjeros, a sus familiares y a un grupo de chicas revolucionadas. Organizaba eventos y respaldaba causas benéficas. Ayudaba a su marido, a su hijo y al país. Y en su interior seguía siendo una Cuatro, con todas sus preocupaciones, y no permitía que su antigua posición ni los dolores de cabeza propios de la actual interfirieran en su labor.
Sin levantar la cabeza miré a Maxon y sonreí. Él también me sonrió y le susurró algo al niño, que inmediatamente se giró y salió corriendo. Se puso en pie y se tiró de la oreja. Igual que yo.