Capítulo 17

—¿Quién fue el presidente de Estados Unidos durante la Tercera Guerra Mundial? —preguntó Silvia.

Esa no me la sabía, y aparté la mirada, esperando que no me señalara. Afortunadamente, Amy levantó la mano y respondió.

—El presidente Wallis.

Estábamos de nuevo en el Gran Salón, empezando la semana con una clase de historia. Bueno, era más bien un examen. Esa era una de las materias en las que siempre daba la impresión de que los conocimientos que tenía la gente eran muy variados, en cuanto a la cantidad de datos y a la veracidad de la información. Mamá siempre nos había enseñado historia, ella misma, de viva voz. Teníamos libros y fichas para aprender lengua y matemáticas, pero en lo referente a la historia que componía nuestro pasado había muy poco de lo que pudiera estar segura al cien por cien.

—Correcto. El presidente Wallis era presidente antes de la invasión china y siguió dirigiendo Estados Unidos durante toda la guerra —confirmó Silvia.

Me repetí el nombre: «Wallis, Wallis, Wallis». Quería memorizarlo para contárselo a May y a Gerad cuando volviera a casa, pero estábamos aprendiendo tanto que era difícil recordarlo todo.

—¿Cuál fue el motivo de la invasión? ¿Celeste?

Celeste sonrió.

—El dinero. Estados Unidos les debía un montón de dinero que no podía pagar.

—Excelente, Celeste —respondió Silvia, con una sonrisa de aprobación. ¿Cómo hacía Celeste para engatusar a todo el mundo? Era irritante—. Cuando Estados Unidos se vio incapaz de pagar la enorme deuda, los chinos lanzaron la invasión. Por desgracia para ellos, así no recuperaron el dinero, ya que Estados Unidos estaba en la bancarrota. Eso sí, consiguieron mano de obra americana. Y cuando invadieron Estados Unidos, ¿qué nombre pusieron los chinos al país?

Levanté la mano, pero no fui la única.

—¿Jenna?

—Estados Americanos de China.

—Sí. Los Estados Americanos de China conservaron la misma imagen, pero no era más que una fachada. Los chinos tiraban de los hilos, haciendo valer su influencia en los grandes actos políticos y condicionando la aprobación de leyes en su favor.

Silvia pasó por entre los pupitres a paso lento. Me sentía como un ratón a la vista del halcón que va trazando círculos cada vez más cerca.

Eché un vistazo por la sala. Unas cuantas chicas parecían confundidas. Yo pensaba que aquello, en particular, lo sabía todo el mundo.

—¿Alguien más tiene algo que añadir? —preguntó Silvia.

—La invasión china hizo que varios países, en particular en Europa, se alinearan y establecieran alianzas —reaccionó Bariel.

—Sí —respondió Silvia—. No obstante, los Estados Americanos de China no tenían tantos amigos en aquella época. Habían tardado cinco años en reagruparse, y aquello ya había sido suficiente trabajo; no habían tenido ocasión de establecer alianzas —explicó; puso cara de agotamiento para expresar la dureza de aquel proceso—. Los E. A. C. pensaban devolver el golpe a China, pero entonces se encontraron con que tenían que afrontar otra invasión. ¿Qué país intentó ocupar los E. A. C. entonces?

Esta vez se levantaron muchas manos.

—Rusia —respondió alguien, sin esperar a que le dieran la palabra.

Silvia se giró en busca de la infractora, pero no pudo localizar la fuente.

—Correcto —dijo, algo molesta—. Rusia intentó expandirse en ambas direcciones y fracasó miserablemente, pero su falta de éxito dio a los E. A. C. la ocasión de contraatacar. ¿Cómo?

Kriss levantó la mano y respondió:

—Toda Norteamérica se unió para combatir contra Rusia, ya que parecía evidente que tenía los ojos puestos más allá de los E. A. C. Y combatir contra Rusia resultaba más fácil, ya que China también los estaba atacando por intentar invadir su territorio.

Silvia sonrió, orgullosa.

—Bien. ¿Y quién encabezó el ataque contra Rusia?

Todas las voces se unieron en una respuesta:

—¡Gregory Illéa!

Algunas de las chicas incluso aplaudieron.

Silvia asintió.

—Y aquello llevó a la fundación del país. Los aliados que componían los E. A. C. hicieron un frente común, y la reputación de Estados Unidos estaba tan dañada que nadie quería volver a adoptar ese nombre. Así que se formó una nueva nación bajo el liderazgo de Gregory Illéa, y adoptó su nombre. Él salvó este país.

Emmica levantó la mano. Silvia le dio la palabra.

—En cierto modo, somos un poco como él. Quiero decir, que tenemos ocasión de servir a nuestro país. Él era un simple ciudadano que donó su dinero y sus conocimientos. Y lo cambió todo —dijo, efusiva.

—Ese es un bonito planteamiento —concedió Silvia—. Y, al igual que él, una de vosotras alcanzará la realeza. En el caso de Gregory Illéa, se convirtió en rey por matrimonio con una familia real, y en el vuestro, será por matrimonio con esta —Silvia se había dejado llevar por la emoción, de modo que, cuando Tuesday levantó la mano, tardó un momento en darse cuenta.

—Humm… ¿Por qué no nos dan todo esto en un libro, para que podamos estudiarlo? —dijo, dejando entrever un leve rastro de irritación.

Silvia sacudió la cabeza.

—Queridas niñas, la historia no es algo que debáis estudiar. Es algo que simplemente deberíais saber.

—Y que, evidentemente, no sabemos —me susurró Marlee, girándose hacia mí. Se sonrió ante su propia broma y luego volvió a prestar atención a Silvia.

Me quedé pensando en aquello, en que todas sabíamos cosas diferentes, o que teníamos que hacer cábalas sobre la verdad. ¿Por qué no nos daban libros de historia?

Recordé una vez, años atrás, cuando entré en la habitación de mis padres, porque mamá me había dicho que podía elegir lo que quería leer para mi clase de lengua. Mientras contemplaba mis opciones, descubrí un libro grueso y raído en un rincón y lo cogí. Trataba sobre la historia de Estados Unidos. Papá entró unos minutos más tarde, vio lo que estaba leyendo y me dijo que le parecía bien, siempre que no se lo contara a nadie.

Cuando él me pedía que mantuviera un secreto, yo lo hacía sin preguntar, y me encantó curiosear por todas aquellas páginas. Bueno, las que aún estaban legibles. Muchas estaban arrancadas, y parecía como si hubieran quemado el lomo del libro, pero fue allí donde vi una imagen de la antigua Casa Blanca y me enteré de cómo solían ser las vacaciones.

Nunca pensé en cuestionar la verdad oficial sobres las cosas hasta que me las encontré de frente. ¿Por qué permitía el rey que no paráramos de elucubrar?

Las luces se apagaron de nuevo, dejando a la vista a Maxon y a Natalie, que lucían una gran sonrisa.

—Natalie, baja un poquito la barbilla, por favor. Así —el fotógrafo tomó otra instantánea, con lo que llenó la sala de luz—. Creo que ya basta. ¿Quién va ahora?

Apareció Celeste por un lado, con un grupo de doncellas revoloteando a su alrededor, y el fotógrafo volvió al ataque. Natalie, que aún estaba junto a Maxon, dijo algo y echó el pie atrás en un gesto pícaro. Él respondió en voz baja, y ella se alejó conteniendo una risita.

El día anterior, tras la clase de historia, ya nos habían dicho que aquella sesión fotográfica no era más que para entretener al público, pero no podía evitar pensar que tendría cierta importancia. Alguien había escrito un editorial en una revista sobre el aspecto que debía tener una princesa. No había leído el artículo personalmente, pero Emmica y algunas otras sí. Según decía, hablaba de que Maxon necesitaba a una chica que tuviera un aspecto regio y que diera bien con él cuando los fotografiaran juntos, alguien que quedara bien en un sello.

Y ahí estábamos nosotras, en fila, ataviadas con vestidos idénticos, de color crema, con mangas cortas sobre los hombros y cintura baja, con una gran banda roja sobre el hombro, tomándonos fotos con Maxon. Las fotos se imprimirían en la misma revista, y el personal de la publicación haría su elección. Todo aquello me resultaba incómodo. Era justo lo que me había molestado más desde el principio, que Maxon no buscara más que una cara bonita. Ahora que lo conocía estaba segura de que no era el caso, pero me daba rabia que hubiera gente que pensara que él era así.

Suspiré. Algunas de las chicas caminaban arriba y abajo, picoteando algún tentempié y charlando, pero la mayoría de nosotras esperábamos de pie por el perímetro del estudio montado en el Gran Salón. Una enorme cortina dorada —que me recordaba las telas que usaba papá para proteger el suelo cuando pintaba— colgaba de una pared y se extendía por el suelo. En un lado había un pequeño sofá; en el otro, una columna. Y en el centro se veía el escudo de Illéa, que le daba a todo el tinglado un aire patriótico. Nosotras íbamos mirando cómo pasaban las seleccionadas para que las fotografiaran, y entre las que esperaban se oían susurros de lo que les gustaba o lo que no, o de sus planes personales.

Celeste se acercó a Maxon con un brillo en los ojos, y él le sonrió. En el momento en que llegó a su altura, situó sus labios junto al oído de él y le susurró algo. No sé qué sería, pero Maxon echó la cabeza atrás, soltó una carcajada y asintió, aceptando así su pequeño secreto. Resultaba raro verlos así. ¿Cómo podía ser que alguien que se llevaba tan bien conmigo se llevara bien también con alguien como ella?

—Muy bien, señorita, gírese hacia la cámara y sonría, por favor —dijo el fotógrafo.

Celeste obedeció al instante.

Se volvió hacia Maxon y apoyó una mano en su pecho, inclinó la cabeza un poco y mostró una sonrisa bien ensayada. Parecía saber cómo sacar el máximo partido a las luces y al set, e iba variando la posición de Maxon unos centímetros aquí y allá, o insistía en que cambiaran de pose. Mientras otras se tomaban su tiempo e intentaban simplemente alargar el momento, para estar más con Maxon —en particular las que aún no habían quedado con él en privado—, Celeste parecía querer demostrar su dominio de la situación.

Cuando acabó, el fotógrafo llamó a la siguiente. Yo estaba tan absorta viendo cómo Celeste recorría el brazo de Maxon con la punta de los dedos al marcharse que una de las doncellas tuvo que recordarme que era mi turno.

Sacudí un poco la cabeza y me centré en la tarea que tenía por delante. Recogí el vestido con las manos y me acerqué a Maxon. Apartó la mirada de Celeste y me miró, y, quizá fueron imaginaciones mías, pero me pareció que se le iluminaba un poco la cara.

—Hola, querida —dijo, con voz cantarina.

—¡No empieces! —le advertí, pero él se limitó a chasquear la lengua y extendió las manos.

—Espera un momento. Tienes la banda torcida.

—No es de extrañar —aquella cosa pesaba tanto que sentía que se me movía a cada paso que daba.

—Creo que ya está —dijo él, bromeando.

—A ti, por tu parte, podrían colgarte con las lámparas de araña —contraataqué, señalando la ristra de relucientes medallas que llevaba en el pecho. Su uniforme, que recordaba al de los guardias, solo que mucho más elegante, también tenía unas cosas doradas en los hombros y llevaba una espada colgada del cinto. Era excesivo.

—Miren a la cámara, por favor —advirtió el fotógrafo.

Levanté la vista y vi no solo sus ojos, sino también el rostro de las chicas que nos miraban, y me puse de los nervios.

Me sequé el sudor de las manos en el vestido y resoplé.

—No te pongas nerviosa —susurró Maxon.

—No me gusta que me mire todo el mundo.

Él tiró de mí y me rodeó la cintura con la mano. Quise dar un paso atrás, pero el brazo de Maxon me retuvo con fuerza.

—Tú mírame como si no pudieras resistirte a mis encantos —dijo, poniendo morritos y forzando una mueca, lo cual hizo que se me escapara la risa.

La cámara disparó justo en aquel momento, y nos pilló a los dos riéndonos.

—¿Lo ves? —dijo Maxon—. No es para tanto.

—Supongo —contesté. Seguí tensa unos minutos, mientras el fotógrafo nos daba instrucciones y Maxon iba pasando de una postura a otra, soltándome un poco, o girándome, situando mi espalda contra su pecho.

—Excelente —intervino el fotógrafo—. ¿Podemos hacer unas más en el sofá?

Me sentía mejor ahora que ya quedaba poco; tomé asiento junto a Maxon con la mejor postura que pude adoptar. De vez en cuando, él me hacía cosquillas, haciéndome sonreír hasta casi provocarme la risa. Yo esperaba que el fotógrafo disparara justo en el momento previo a mis ataques de risa, o todo aquello sería un desastre.

Por el rabillo del ojo vi una mano que se agitaba, y un momento más tarde Maxon también se giró. Era un hombre vestido de traje, que evidentemente necesitaba hablar con el príncipe. Maxon asintió, pero el tipo dudó, mirándole a él y luego a mí, como si cuestionara mi presencia.

—No pasa nada —dijo Maxon, y el hombre se acercó y se arrodilló ante él.

—Ataque rebelde en Midston, alteza —informó. Maxon suspiró y dejó caer la cabeza en un gesto de preocupación—. Han quemado hectáreas de cosechas y han matado a una docena de personas.

—¿En qué parte de Midston?

—En el oeste, señor, cerca de la frontera.

Maxon asintió lentamente y se quedó pensando, como si estuviera juntando aquella información a otras que ya tenía en la cabeza.

—¿Qué dice mi padre?

—En realidad, alteza, quiere saber qué piensa usted.

Maxon se mostró sorprendido por un instante:

—Sitúen las tropas al sureste de Sota y por todo Tammins. No las lleven más al sur, hasta Midston; no valdría de nada. Veamos si podemos interceptarlos.

El hombre se puso en pie e hizo una reverencia.

—Excelente, señor.

Y tan rápido como había aparecido, desapareció.

Yo sabía que, supuestamente, debíamos volver a las fotos, pero Maxon ya no parecía tan interesado.

—¿Estás bien? —le pregunté.

Él asintió, apagado.

—Sí. Es por toda esa gente.

—Quizá debiéramos dejarlo —sugerí.

Él sacudió la cabeza, irguió el cuerpo y sonrió, apoyando su mano sobre la mía.

—Una cosa que debes aprender en esta profesión es a parecer tranquilo cuando no lo estás. Sonríe, America, por favor.

Levanté la cabeza y sonreí tímidamente a la cámara mientras el fotógrafo iba haciendo su trabajo. Cuando tomaba aquellas últimas instantáneas, Maxon me apretó la mano, y yo apreté la suya. En aquel momento sentí que había una conexión entre nosotros, algo profundo y verdadero.

—Muchas gracias. La siguiente, por favor —dijo el fotógrafo.

Nos pusimos en pie, y me cogió la mano.

—Por favor, no digas nada. Es imprescindible que seas discreta.

—Por supuesto.

El sonido de un par de tacones acercándose me recordó que no estábamos a solas, pero me habría gustado quedarme. Él me apretó la mano por última vez y me soltó y, mientras me alejaba, me planteé varias cosas. Resultaba agradable que Maxon confiara en mí lo suficiente como para compartir conmigo su secreto, y por un momento me había sentido como si estuviéramos solos. Luego pensé en los rebeldes, y en cómo solía hablar el rey de su traición, pero me había comprometido a no decirle nada a nadie. No tenía mucho sentido.

—Janelle, querida —dijo Maxon, al acercarse la siguiente. Sonreí para mis adentros al oír aquel saludo tan manido. Maxon bajó la voz, pero yo seguía oyéndolo—. Antes de que se me olvide, ¿estás libre esta tarde?

Sentí una especie de nudo en el estómago. Supuse que aún sería efecto de los nervios.

—Debe de haber hecho algo terrible —insistió Amy.

—No es eso lo que dijo ella —rebatió Kriss.

Tuesday tiró a Kriss del brazo.

—¿Qué es lo que dijo?

Janelle había sido expulsada.

Comprender por qué había sido eliminada era crucial para nosotras, porque había sido la primera expulsión que se había producido de forma individual y sin haber roto ninguna regla. No había sucedido debido a una primera impresión, ni había sido un abandono a causa del miedo. Había hecho algo mal, y todas queríamos saber de qué se trataba.

Kriss, que ocupaba la habitación justo enfrente de la de Janelle, la había visto entrar; era la única persona con la que había hablado antes de marcharse. Suspiró y volvió a contar la historia por tercera vez.

—Maxon y ella habían salido de caza, pero eso ya lo sabéis —dijo, agitando la mano como si intentara aclararse las ideas.

La cita de Janelle era vox populi. Tras la sesión de fotos del día anterior, se lo había estado contando a todo el que la quisiera escuchar.

—Era su segunda cita con Maxon. Es la única que ha salido dos veces con él —señaló Bariel.

—No, no lo es —murmuré.

Unas cuantas cabezas se giraron hacia mí, pero ¡es que era cierto! Pero, bueno, Janelle era la única chica que había salido dos veces con Maxon, sin contarme a mí. Aunque no es que yo contara, claro.

—Cuando volvió, estaba llorando —prosiguió Kriss—. Le pregunté qué le pasaba, y me respondió que se iba, que Maxon le había dicho que se fuera. La abracé, porque la vi muy abatida, y le pregunté qué había sucedido. Me dijo que no me lo podía contar. No lo entendí. ¿Será que no podemos hablar de los motivos de nuestra expulsión?

—Eso no estaba en las normas, ¿no? —preguntó Tuesday.

—A mí nadie me dijo nada de eso —respondió Amy, y muchas otras sacudieron la cabeza, confirmándolo.

—Pero ¿qué te dijo? —insistió Celeste.

Kriss suspiró de nuevo.

—Dijo que más me valía ir con cuidado con lo que decía. Luego se echó atrás y cerró la puerta de un portazo.

Se hizo un silencio generalizado, mientras todas pensábamos.

—Debe de haberle insultado —intervino Elayna.

—Bueno, si ese es el motivo por el que se fue, no es justo, puesto que Maxon ya dijo que «alguna» de las que estamos aquí le insultó la primera vez que se vieron —protestó Celeste.

Todas empezaron a mirar alrededor, intentando descubrir a la culpable, quizá para hacer que también la expulsaran —me expulsaran—. Eché una mirada nerviosa a Marlee, y ella reaccionó de inmediato.

—¿No diría algo sobre el país? ¿De política, o algo así?

Bariel chasqueó la lengua.

—Por favor… Tendría que ser muy aburrida la cita para que se pusieran a hablar de política. ¿Es que alguna de vosotras ha hablado con Maxon sobre algo que tenga que ver con el gobierno del país?

Nadie respondió.

—Claro que no —confirmó Bariel—. Maxon no busca a una colega de trabajo; busca una esposa.

—¿No crees que lo estás infravalorando? —objetó Kriss—. ¿No crees que quizá Maxon pueda querer a alguien con ideas y opiniones propias?

Celeste echó la cabeza atrás y se rio.

—Maxon puede gobernar el país solito perfectamente. Ha sido educado para hacerlo. Además, tiene montones de personas a su alrededor para ayudarle a tomar decisiones. ¿Para qué iba a querer que alguien más le dijera qué hacer? Yo, en tu lugar, aprendería a mantener la boca cerrada. Al menos, hasta que te cases con él.

Bariel unió filas con Celeste:

—Lo cual no ocurrirá.

—Exactamente —ratificó Celeste con una sonrisa—. ¿Por qué iba a fijarse Maxon en una Tres paranoica cuando puede escoger a una Dos?

—¡Eh! —exclamó Tuesday—. A Maxon no le importan los números.

—Claro que sí —replicó Celeste, con un tono que bien podría haber usado con una niña pequeña—. ¿Por qué te crees que todas las que estaban por debajo del Cuatro han sido eliminadas?

—Yo sigo aquí —dije, levantando la mano—. Así que si te crees que sabes cómo funciona esto, vas muy equivocada.

—¡Oh, es la chica que nunca sabe cuándo callarse! —me rebatió Celeste, fingiendo divertirse.

Apreté el puño, intentando decidir si valía la pena atizarle. ¿Sería parte de su plan? Pero antes de que tuviera ocasión de moverme, la puerta se abrió de pronto y apareció Silvia.

—¡Correo, señoritas! —anunció, y la tensión desapareció de la sala.

Todas nos quedamos inmóviles, deseosas de echar mano a las cartas que traía consigo. Llevábamos en el palacio casi dos semanas, y, salvo por las noticias que habíamos tenido de nuestras familias el segundo día, era nuestro primer contacto real con nuestras casas.

—Veamos —dijo Silvia, echando un vistazo a los montones de cartas, completamente ajena al conato de discusión que había tenido lugar apenas unos segundos antes—. ¿Lady Tiny? —llamó, buscando con la vista por la sala.

Tiny levantó la mano y se adelantó.

—¿Lady Elizabeth? ¿Lady America?

Prácticamente corrí hacia ella y le arranqué la carta de la mano. Estaba ansiosa por tener noticias de mi familia. En cuanto la tuve en mi poder, me retiré a un rincón para estar un momento a solas.

Querida America:

Espero con impaciencia que llegue el viernes. ¡No puedo creerme que vayas a hablar con Gavril Fadaye! Qué suerte tienes.

Yo, desde luego, no me sentía afortunada. Al día siguiente, Gavril nos iba a bombardear a preguntas, y no tenía ni idea de qué podía preguntarnos. Estaba segura de que quedaría como una idiota.

Nos gustará mucho volver a oír tu voz. Echo de menos oírte cantando por casa. Mamá no lo hace, y desde que tú te has ido aquí reina el silencio. ¿Me mandarás un saludo por televisión?

¿Cómo va la competición? ¿Tienes muchas amigas? ¿Has hablado con alguna de las chicas que se han marchado? Mamá ahora no para de decir que tampoco pasa nada si pierdes. La mitad de las chicas que han vuelto a casa ya están prometidas con hijos de alcaldes o de famosos. Dice que seguro que habrá alguien que te quiera, si es que Maxon no se decide. Gerad espera que te cases con un jugador de baloncesto y no con un aburrido príncipe. Pero a mí no me importa lo que digan los demás. ¡Maxon es guapísimo!

¿Ya le has besado?

¿Besarle? ¡Acabábamos de conocernos! Y Maxon tampoco tenía ningún motivo para besarme.

Estoy segura de que besa mejor que nadie en el mundo. ¡Yo creo que, si eres príncipe, tienes que besar de maravilla!

Tengo muchas más cosas que contarte, pero mamá quiere que me ponga a pintar. Escríbeme una carta de verdad en cuanto puedas. ¡Una bien larga! ¡Con muchos detalles!

Te quiero. Todos te queremos.

MAY

Así que las chicas eliminadas iban cayendo en manos de tipos ricos. No había pensado que ser la descartada de un futuro rey te pudiera convertir en un artículo de valor. Recorrí la sala, pensando en las palabras de May.

Quería saber qué estaba pasando. Me pregunté qué era lo que había sucedido exactamente con Janelle y sentía curiosidad por saber si Maxon tenía alguna otra cita aquella noche. Tenía muchas ganas de verle.

El cerebro me iba a cien por hora, intentando buscar un modo para hablar con él. Mientras pensaba, fijé la vista en el papel que sujetaba entre las manos.

La segunda página de la carta de May estaba casi en blanco. Arranqué un trozo mientras seguía andando sin rumbo fijo. Algunas de las chicas estaban absortas en páginas y más páginas de cartas de sus familias, y otras comentaban las noticias. Tras una vuelta entera, me detuve junto al libro de visitas de la Sala de las Mujeres y cogí la pluma.

En el pedazo de papel que llevaba, garabateé rápidamente una nota.

Alteza:

Me tiro de la oreja. Cuando sea.

Salí de la sala como si fuera al baño y miré a ambos lados del pasillo. Estaba vacío. Me quedé allí, de pie, esperando, hasta que una doncella giró la esquina con una bandeja de té en las manos.

—Perdone —la llamé, en voz baja. En aquellos pasillos enormes cualquier voz resonaba.

La chica se detuvo frente a mí con una leve reverencia.

—¿Sí, señorita?

—¿No irá por casualidad a llevar eso al príncipe?

—Sí, señorita —dijo ella, sonriendo.

—¿Podría llevarle esto de mi parte? —pregunté, entregándole mi nota plegada.

—¡Por supuesto, señorita!

La cogió y se fue, más sonriente aún que antes. Sin duda la abriría en cuanto no la viera, pero me sentía segura con aquel lenguaje en clave.

Aquellos pasillos eran fascinantes; cada uno de ellos tenía más elementos decorativos que toda mi casa. El papel de las paredes, los espejos dorados, los gigantescos jarrones con flores frescas, todo era precioso. Las alfombras eran lujosas y estaban inmaculadas, las ventanas estaban relucientes y los cuadros de las paredes eran encantadores.

Vi algunos cuadros de pintores que conocía —Van Gogh, Picasso—, pero otros no sabía quiénes eran. Había fotografías de edificios que había visto antes, incluida una de la legendaria Casa Blanca. Comparado con las fotos y con lo que yo había leído en mi viejo libro de historia, el palacio era infinitamente mayor y más lujoso, pero, aun así, me habría gustado que continuara en pie para verla.

Seguí por el pasillo y llegué hasta un retrato de la familia real. Parecía antiguo; en aquella imagen, Maxon era más bajo que su madre. Ahora, en cambio, era mucho más alto.

En el tiempo que llevaba en palacio, solo los había visto juntos en las cenas y durante la emisión del Illéa Capital Report. ¿Serían muy reservados? A lo mejor no les gustaba tener a tantas chicas en su casa, y lo aguantaban solo porque no les quedaba otro remedio. Yo no sabía qué pensar de aquella familia invisible.

—¿America?

Al oír mi nombre me giré. Maxon se me acercaba a paso ligero por el pasillo.

Me sentí como si lo viera por primera vez.

Se había quitado la casaca, y llevaba la camisa blanca arremangada. La corbata, que era azul la llevaba floja, y el cabello, siempre tan engominado, se le movía un poco con cada movimiento. A diferencia de la imagen de uniforme del día anterior, tenía un aspecto más joven, más real.

Me quedé inmóvil. Maxon se me acercó y me cogió de las muñecas.

—¿Estás bien? ¿Qué te pasa?

—Nada, estoy bien —respondí.

Maxon resopló. No me había dado cuenta de que estaba conteniendo la respiración.

—Gracias a Dios. Al recibir tu nota, he pensado que estarías enferma o que le habría pasado algo a tu familia.

—¡Oh! Oh, no, Maxon, lo siento. Ya sabía que era una tontería. Es solo que no sabía si estarías a la hora de la cena, y quería verte.

—Bueno, ¿para qué? —preguntó. Aún me miraba con el ceño fruncido, como si quisiera asegurarse de que no hubiera roto nada.

—Solo quería verte.

Maxon dejó de moverse. Me miró a los ojos, como maravillado.

—¿Solo querías verme? —respondió, agradablemente sorprendido.

—No te sorprendas tanto. Los amigos suelen pasar tiempo juntos —dije, y con el tono de mi voz se sobreentendía el «por supuesto».

—Ah, estás enfadada conmigo porque he estado ocupado toda la semana, ¿no? No pretendía descuidar nuestra amistad, America —ahora ya volvía a ser el Maxon correcto y diplomático.

—No, no estoy enfadada. Solo me estaba explicando. Pareces ocupado. Vuelve a tu trabajo, y ya te veré cuando estés libre —me di cuenta de que aún me tenía cogida por las muñecas.

—Bueno, ¿te importa si me quedo unos minutos? Arriba están celebrando una reunión sobre presupuestos, y detesto esas cosas —dijo. Y sin esperar respuesta me arrastró hacia un pequeño y mullido sofá hacia la mitad del pasillo, bajo una ventana, y yo solté una risita al sentarnos—. ¿Qué es tan divertido?

—Tú —respondí, sonriendo—. Es gracioso ver cómo te escaqueas del trabajo. ¿Qué tienen de malo esas reuniones?

—¡Oh, America! —repuso, mirándome de nuevo a la cara—. No paran de dar vueltas a las cosas. A papá se le da bien apaciguar a los asesores, pero es muy duro orientar a cada comisión en una dirección determinada. Mamá siempre le insiste para que dedique más recursos a educación (considera que cuanto más educado estés, menos probable será que te conviertas en un delincuente, y yo estoy de acuerdo), pero papá nunca consigue que se retire financiación de otras áreas que podrían pasar perfectamente con menos presupuesto. ¡Es frustrante! Y yo desde luego no mando, así que mi opinión suele pasarse por alto —Maxon apoyó los codos en las rodillas, y la cabeza en las manos. Parecía cansado.

Ahora comprendía un poco de su mundo, aunque, en el fondo, me resultaba igual de inimaginable que antes. ¿Cómo podían no hacerle caso al futuro soberano?

—Lo siento. Lo bueno es que en el futuro tendrás más influencia —dije, frotándole la espalda para intentar darle ánimos.

—Ya. Siempre me lo digo a mí mismo. Pero es frustrante saber que podríamos cambiar cosas solo con que nos escucharan —se lamentó.

Me costaba un poco oír su voz cuando la dirigía hacia la alfombra.

—Bueno, no te desanimes. Tu madre va por el buen camino, pero la educación por sí sola no arreglará nada.

Maxon levantó la cabeza.

—¿Qué quieres decir? —preguntó, casi como acusándome. Y tenía razón. Me acababa de exponer una idea que había estado madurando, y yo se la había echado por tierra. Intenté dar marcha atrás.

—Bueno, en comparación con los elegantes tutores que tiene alguien como tú, el sistema educativo para los Seises y los Sietes es terrible. Creo que darles mejores profesores o mejores instalaciones les haría un bien enorme. Pero ¿y los Ochos? ¿No es esa casta la responsable de la mayoría de los delitos? Ellos no reciben ninguna educación. Creo que si tuvieran la sensación de que se les da algo, lo que fuera, quizá sería un estímulo para ellos.

»Además… —hice una pausa. No sabía si un chico que lo había tenido todo en la vida podría entender aquello—. ¿Alguna vez has pasado hambre, Maxon? No quiero decir que tengas ganas de que llegue la cena. Quiero decir “morirte de hambre”. Si no tuvierais nada de comida, ni para tu madre ni para tu padre, y supieras que si le quitaras algo a alguien que dispone de más comida al día de la que tú tendrías en toda tu vida podrías comer… En fin, ¿qué harías entonces? Si tu familia dependiera de ti, ¿qué no harías por tus seres queridos?

Se quedó en silencio un momento. Ya había habido una ocasión —cuando habíamos hablado sobre mis doncellas, durante el ataque— en el que habíamos constatado la enorme distancia que nos separaba. Aquel tema era mucho más polémico, y estaba claro que él quería evitarlo.

—America, no estoy diciendo que algunos no tengan una vida difícil, pero robar es…

—Cierra los ojos, Maxon.

—¿Qué?

—Cierra los ojos.

Él frunció el ceño, pero obedeció. Esperé a que a que se le relajara el rostro antes de empezar:

—En algún lugar, en este palacio, hay una mujer que se convertirá en tu esposa.

Vi que le temblaba la boca, esbozando una sonrisa esperanzada.

—A lo mejor aún no sabes qué cara tiene, pero piensa en las chicas que están en esa sala. Imagínate la que más te quiere de todas. Imagina a tu «querida».

Tenía las manos apoyadas en el asiento, junto a las mías, y sus dedos rozaron los míos por un segundo. Aparté la mano.

—Lo siento —murmuró, mirándome.

—¡Los ojos cerrados!

Tragó saliva y recuperó la postura.

—Esa chica… Imagina que depende de ti. Necesita que la cuides y que le hagas sentir que la Selección ni siquiera tuvo lugar. Que la habrías encontrado aunque te hubieras hallado en medio del país y hubieras tenido que irla buscando puerta por puerta. Que desde el principio era la persona destinada para ti.

La sonrisa esperanzada empezó a transformarse en una expresión seria.

—Necesita que la cuides y la protejas. Y si llegara un momento en que no hubiera absolutamente nada que comer, y ni siquiera pudieras dormir por la noche oyendo el ruido de sus tripas…

—¡Para! —Maxon se puso en pie. Cruzó el pasillo y se quedó allí, de pie, de cara a la pared.

Me sentí algo incómoda. No me había imaginado que aquello pudiera contrariarle tanto.

—Lo siento —susurré.

Él asintió, pero siguió mirando a la pared. Al cabo de un momento se giró. Sus ojos buscaron los míos, tristes e inquisitivos.

—¿De verdad es así? —preguntó.

—¿El qué?

—Ahí afuera… ¿Ocurre? ¿La gente pasa tanta hambre?

—Maxon, yo…

—Dime la verdad —su boca trazaba una línea recta y firme.

—Sí. Ocurre. Conozco a familias en las que los mayores dejan de comer para que puedan hacerlo sus hijos o sus hermanos pequeños. Sé de un chico al que azotaron en la plaza del pueblo por robar comida. A veces, cuando estás desesperado, cometes locuras.

—¿Un chico? ¿De qué edad?

—De nueve años —me estremecí. Aún recordaba las cicatrices sobre la pequeña espalda de Jemmy.

Maxon estiró su propia espalda, como si sintiera el dolor.

—¿Tú…? —se aclaró la garganta—. ¿Alguna vez has estado así?

—¿Si he pasado hambre?

Bajé la cabeza, evitando responder. En realidad no quería hablarle de aquello.

—¿Hasta qué punto?

—Maxon, eso solo te hará sentir peor.

—Probablemente —repuso, con gravedad—. Pero hasta ahora no me había dado cuenta de todo lo que no sé de mi propio país. Por favor.

Suspiré.

—Lo hemos pasado bastante mal. La mayoría de las veces, cuando tenemos que escoger, nos quedamos con la comida y prescindimos de la electricidad. Recuerdo en especial una vez, era casi en Navidad. Hacía mucho frío, así que teníamos que ponernos un montón de ropa y quedarnos en casa. May no entendía por qué no había regalos. Como norma general, en mi casa nunca sobra nada. Siempre hay alguien que quiere más.

Vi que se ponía pálido. No quería verlo contrariado. Necesitaba darle la vuelta a aquello, hablar de algo positivo.

—Sé que los cheques que hemos recibido durante las últimas semanas han sido de gran ayuda, y mi familia sabe administrarse muy bien el dinero. Estoy segura de que lo habrán guardado bien para que dure mucho tiempo. Has hecho muchísimo por nosotros, Maxon —intenté sonreírle de nuevo, pero su expresión no cambió.

—Cielo santo. Cuando me dijiste que lo que más te interesaba de estar aquí era la comida, no estabas de broma, ¿verdad? —preguntó él, meneando la cabeza.

—La verdad, Maxon, últimamente nos hemos defendido bastante bien. Yo… —pero no pude acabar la frase.

Maxon se me acercó y me besó en la frente.

—Te veré en la cena.

Se marchó, arreglándose la corbata mientras caminaba.