Las cámaras dieron una vuelta por el perímetro de la sala y luego dejaron que disfrutáramos del desayuno en paz, tras tomar un último plano del príncipe.
Me sentía algo descolocada por aquellas repentinas eliminaciones, pero Maxon no parecía demasiado afectado. Se comió su desayuno sin alterarse y, mientras le miraba, caí en que debía comerme el mío antes de que se enfriara. Al igual que la cena, era casi demasiado delicioso. El zumo de naranja era tan puro que tuve que beberlo a sorbos cortos. Los huevos y el beicon eran una maravilla, y las tortitas estaban hechas a la perfección, tan finas como las que yo hacía en casa.
Oí numerosos suspiros por la mesa y supe que no era la única que estaba disfrutando con la comida. Sin olvidar que tenía que usar las pinzas, cogí una tartaleta de fresas de la cesta que había en el centro de la mesa. Al mismo tiempo, eché un vistazo por la sala para ver cómo les iba a las otras Cinco. Fue entonces cuando me di cuenta de que era la única Cinco que quedaba.
No sabría decir si Maxon era consciente de aquello —daba la impresión de que lo único que sabía era nuestros nombres—, pero me pareció extraño que ambas se hubieran ido. Si hubiera sido una simple extraña al entrar en aquella sala, ¿también me habría echado a mí? Reflexioné sobre aquello mientras le daba un mordisco a la tartaleta de fresas. Era tan dulce y la masa era tan suave que hasta la última de mis papilas gustativas se activó, imponiéndose de inmediato al resto de mis sentidos. Se me escapó un gemidito involuntario, pero es que aquello era, con mucho, lo mejor que había probado nunca. Le di un segundo bocado antes incluso de haber tragado el primero.
—¿Lady America? —dijo una voz.
Las cabezas de las otras chicas se giraron al oír la voz, que pertenecía al príncipe Maxon. Me quedé de piedra al ver que se dirigía a mí —o a cualquiera de nosotras— con aquella naturalidad y delante de las demás.
Peor aún que la sorpresa era el tener la boca llena de comida. Me la tapé con la mano y mastiqué todo lo rápido que pude. No pudieron ser más que unos segundos, pero, con tantos ojos puestos sobre mí, me pareció una eternidad. Noté el gesto de suficiencia en la cara de Celeste mientras intentaba tragar. Debía de parecerle una presa fácil.
—¿Sí, alteza? —respondí, en cuanto hube tragado la mayor parte del bocado.
—¿Está disfrutando de la comida? —Maxon parecía estar a punto de echarse a reír, fuera por mi expresión de sorpresa, fuera al recordar algún detalle de nuestra primera conversación clandestina.
Intenté mantener la calma.
—Es excelente, alteza. Esta tartaleta de fresas…, bueno, tengo una hermana aún más golosa que yo. Creo que lloraría de emoción si la pudiera probar. Es perfecta.
Maxon tragó un bocado de su desayuno y se recostó en la silla.
—¿De verdad cree que lloraría? —dijo, aparentemente divertido ante la idea. Parecía que lo del llanto y las mujeres le provocaba extrañas reacciones.
Me lo quedé pensando.
—Pues sí, creo que sí. Lo cierto es que no es muy moderada con las emociones.
—¿Apostaría por ello? —respondió al instante.
Observé que las cabezas de las otras chicas iban de un lado al otro, mirándonos, como si estuvieran en un partido de tenis.
—Si tuviera dinero sí, desde luego —sonreí ante la idea de apostar por las lágrimas de alegría de alguien.
—¿Qué estaría dispuesta a apostar en lugar de dinero, entonces? Diría que se le da muy bien hacer tratos —estaba claro que estaba disfrutando con aquel jueguecito. Muy bien. Pues a jugar.
—Bueno, ¿qué quiere usted? —le planteé, preguntándome qué podría ofrecerle a alguien que lo tenía todo.
—¿Y usted? ¿Qué quiere usted? —contraatacó.
Aquello sí que era una pregunta fascinante, casi tan interesante como pensar en lo que podría ofrecerle yo a Maxon era reflexionar acerca de lo que él podía ofrecerme a mí. Tenía el mundo a su disposición. Así pues, ¿qué quería yo?
Yo no era una Uno, pero vivía como si lo fuera. Disponía de más comida de la que podía comer y la cama más cómoda que podía imaginarme. La gente me servía constantemente, quisiera o no. Y si necesitaba algo, solo tenía que pedirlo.
Lo único que deseaba de verdad era algo que hiciera que aquel lugar se pareciera menos a un palacio. Como que mi familia estuviera por allí, o no ir tan emperifollada. No podía pedir que me viniera a visitar mi familia. Solo llevaba allí un día.
—Si llora, quiero poder llevar pantalones toda una semana —propuse.
Todo el mundo se rio, pero de un modo tranquilo y educado. Parecía que hasta el rey y la reina habían encontrado divertida mi petición. Me gustaba el modo en que me miraba la reina, como si ya no fuera tanto una extraña para ella.
—Hecho, pues —dijo Maxon—. Y si no llora, me deberá un paseo por los jardines mañana por la tarde.
¿Un paseo por los jardines? ¿Y ya está? No me parecía nada especial. Recordé lo que había dicho Maxon la noche anterior, que siempre tenía algún guardia cerca. Quizá no supiera cómo pedir algo de tiempo para estar a solas con alguien. A lo mejor aquel era su modo de gestionar algo que le resultaba muy raro.
Alguien a mi lado emitió un sonido de desaprobación. Oh. Me di cuenta de que, si perdía, sería la primera de las chicas en disponer de un tiempo a solas con el príncipe. Algo dentro de mí me decía que negociara, pero, si iba a ayudarle —como le había prometido—, no podía poner trabas al primer intento de quedar a solas.
—Es un buen negociador, señor, pero acepto.
—¿Justin? —el mayordomo con el que había hablado antes se acercó de nuevo—. Prepare un paquete de tartaletas de fresa y envíeselo a la familia de la señorita. Mande a alguien y ordénele que espere a que su hermana las pruebe, y que nos informe de si realmente llora o no. Tengo una gran curiosidad.
Justin asintió y desapareció.
—Debería escribir una nota y aprovechar el envío para decirle a su familia que está bien. De hecho, todas ustedes deberían hacerlo. Tras el desayuno, escriban una carta a sus familias, y nos aseguraremos de que llegan hoy mismo.
Todas sonrieron y suspiraron, contentas de formar parte por fin de todo aquello. Nos acabamos el desayuno y nos fuimos a escribir nuestras cartas. Anne me trajo papel, y le escribí una breve nota a mi familia. Aunque las cosas habían empezado de un modo algo raro, lo último que quería era que se preocuparan. Intenté darle un tono desenfadado.
Queridos mamá, papá, May y Gerad:
¡Ya os echo tanto de menos! El príncipe quería que escribiéramos a casa y les contáramos a nuestras familias cómo estamos. Yo estoy bien. El viaje en avión daba un poco de miedo, pero a su modo también fue divertido. ¡El mundo se ve tan pequeño desde allí arriba!
Me han dado un montón de vestidos preciosos y otras cosas, y tengo tres doncellas encantadoras que me ayudan a vestirme, que me lo limpian todo y me dicen dónde tengo que ir. Aun así, si en algún momento estoy completamente perdida, siempre saben lo que me toca hacer y me ayudan a llegar a tiempo.
Casi todas las chicas son tímidas, pero creo que he hecho una amiga. ¿Os acordáis de Marlee, de Kent? La conocí en el viaje a Ángeles. Es muy ocurrente y amable. Si vuelvo pronto a casa, espero que ella llegue hasta el final.
He conocido al príncipe. También al rey y a la reina. En persona tienen un aspecto aún más regio. Aún no he hablado con ellos, pero sí con el príncipe Maxon. Es una persona sorprendentemente generosa…, creo.
Tengo que dejaros, pero os quiero y os echo de menos. Volveré a escribiros en cuanto pueda.
Con cariño,
AMERICA
No me parecía que hubiera nada que pudiera dar mala espina en aquellas palabras, pero quizá me equivocara. Me imaginaba a May leyendo la carta una y otra vez en busca de detalles ocultos entre líneas sobre mi vida. Me pregunté si la leería antes de probar las tartaletas.
P. S. May, ¿no se te saltan las lágrimas de lo buenas que están estas tartaletas?
Listo. No podía hacer nada más.
Aparentemente, aquello no bastó. Un mayordomo llamó a mi puerta aquella tarde para entregarme una carta de mi familia y darme una noticia:
—No lloró, señorita. Dijo que estaban tan buenas que podría haber llorado (como usted sugirió), pero lo cierto es que no lo hizo. Su alteza vendrá a buscarla a su habitación mañana sobre las cinco. Por favor, esté lista.
No lamentaba mucho haber perdido, aunque lo cierto es que me habría gustado poder llevar pantalones. Por lo menos, a falta de pantalones, tenía cartas. Me di cuenta de que en realidad era la primera vez que me separaba de mi familia más de unas horas. No teníamos dinero suficiente para hacer viajes, y como no tuve amigos durante la infancia, nunca había pasado la noche en su casa. Ojalá pudiera recibir cartas a diario. Supuse que se podría hacer, pero debía de ser carísimo.
Leí primero la de papá: no paraba de decirme lo guapa que estaba en televisión y lo orgulloso que se sentía de mí. Me decía que no debía de haber enviado tres cajas de tartaletas, que May iba a volverse una consentida. ¡Tres cajas! ¡Por Dios!
También decía que Aspen había estado en casa ayudándole con el papeleo, así que le había dado una caja para que se la llevara a su casa. No sabía cómo sentirme al respecto. Por una parte, me alegraba de que pudieran comer algo tan exquisito. Por otra, me lo imaginaba dándoselas a probar a su nueva novia. A alguien a quien pudiera mimar. Me pregunté si tendría celos de Maxon por el regalo, o si estaba encantado de haberse librado de mí.
Me quedé dándole vueltas a aquellas líneas más de lo que me habría gustado.
Papá se despedía diciendo que estaba contento de que hubiera hecho una amiga, que era algo que siempre me había costado. Doblé la carta y pasé un dedo por encima de su firma, en el exterior. Nunca había caído en lo curiosa que era.
La carta de Gerad era breve y concisa: me echaba de menos, me quería y me pedía que, por favor, le enviara más comida. Hizo que se me escapara la risa.
Mamá estaba mandona. Incluso por escrito notaba su tono, felicitándome veladamente por haberme ganado el afecto del príncipe —Justin la había informado de que yo era la única a la que le habían hecho un regalo para enviar a casa— y diciéndome que siguiera haciéndolo como hasta entonces.
«Sí, mamá. Le seguiré diciendo al príncipe que no tiene ninguna posibilidad conmigo y seguiré ofendiéndole tanto como pueda». Un plan estupendo.
Me alegré de haber guardado la carta de May para el final.
Estaba absolutamente alucinada. Admitía la envidia que le daba que yo pudiera comer cosas tan buenas todo el rato. También se quejaba de que mamá estaba más gruñona. La entendía muy bien. El resto era una salva de preguntas. ¿Era Maxon tan guapo como en la tele? ¿Qué llevaba yo puesto ahora mismo? ¿Podría venir a visitarme a palacio? ¿No tendría Maxon un hermano secreto que quisiera casarse con ella algún día?
Me reí y me llevé mi colección de cartas al pecho. Tendría que encontrar el momento de escribirles otra vez lo antes posible. Debía de haber algún teléfono por ahí, en algún sitio, pero hasta el momento nadie nos lo había mencionado. Aunque tuviera uno en mi habitación, probablemente sería exagerado llamar cada día. Además, sería divertido seguir con las cartas. Podían ser una prueba de mi estancia en aquel lugar cuando todo aquello no fuera más que un recuerdo.
Me fui a la cama reconfortada al saber que a mi familia le iba bien y aquel pensamiento me acompañó en un sueño profundo, a pesar de los nervios que me producía la expectativa de volver a estar a solas con Maxon. No sabía muy bien el motivo, pero esperaba que mis temores fueran infundados.
—Para guardar las apariencias, ¿te importaría cogerte de mi brazo? —me preguntó, tras presentarse en mi habitación al día siguiente.
Yo no estaba muy segura, pero lo hice. Mis doncellas ya me habían puesto un vestido de noche: un modelito azul con cintura imperio y las mangas cortas sobre los hombros. Tenía los brazos al descubierto, y sentía la tela almidonada del traje de Maxon contra mi piel. Había algo en todo aquello que me hacía sentir incómoda. Él debió de darse cuenta, porque intentó distraerme.
—Siento que no llorara.
—No, no lo sientes…, siente —mi tono jocoso dejaba claro que a mí tampoco me disgustaba tanto haber perdido.
—Es la primera vez que apuesto. Ha estado bien ganar —dijo, con un tono casi de disculpa.
—La suerte del principiante.
—Quizá —sonrió—. La próxima vez intentaremos hacer que se ría.
Al instante empecé a imaginarme posibles situaciones. ¿Qué podrían llevarle a May de aquel palacio que le hiciera morirse de risa?
Maxon se dio cuenta de que estaba pensando en ella.
—¿Cómo es tu familia?
—¿Qué quiere decir?
—¿Quiere? Si vamos a ser amigos, en privado podrías hablarme de tú, ¿no?
—Bueno, pues… ¿Qué… quieres decir?
—Pues eso. Que tu familia debe de ser muy diferente a la mía.
—Yo diría que sí —me reí—. Para empezar, nadie se pone una tiara para desayunar.
Maxon sonrió.
—En casa de los Singer se usa más a la hora de la cena, ¿no?
—Por supuesto.
Chasqueó la lengua, divertido. Empezaba a pensar que quizá Maxon no fuera tan remilgado como sospechaba.
—Bueno, soy la tercera de cinco hermanos.
—¡Cinco!
—Sí, cinco. Ahí fuera la mayoría de las familias tienen muchos hijos. Yo misma tendría muchos, si pudiera.
—¿De verdad? —respondió, levantando las cejas.
—Sí —respondí, bajando la voz. No sabía muy bien por qué, pero me pareció que aquello era un detalle muy íntimo de mi vida. Solo había otra persona en el mundo a quien se lo hubiera dicho.
Sentí que la tristeza se apoderaba de mí, pero me sobrepuse.
—Bueno, mi hermana mayor, Kenna, se casó con un Cuatro. Ahora trabaja en una fábrica. Mi madre quiere que me case al menos con un Cuatro, pero yo no quiero tener que dejar de cantar. Me gusta demasiado. Aunque supongo que ahora soy una Tres. Eso es de lo más raro. Creo que no abandonaré la música, si puedo.
»Luego viene Kota. Es artista. Últimamente no lo vemos mucho. Vino a despedirme, pero nada más.
»Luego voy yo.
Maxon sonrió con naturalidad.
—America Singer —anunció—, mi mejor amiga.
—Eso mismo.
Eché la mirada al cielo. Era imposible que pudiera ser su mejor amiga. Al menos de momento. Pero tenía que admitir que Maxon era la única persona con la que me había sincerado, aparte de mi familia o de Aspen. Bueno, aunque también estaba Marlee. ¿Sentiría él lo mismo?
Poco a poco fuimos llegando al final del pasillo y nos dirigimos a las escaleras. No parecía que tuviera ninguna prisa.
—Después de mí viene May. Es la que me vendió y no lloró. Sinceramente, creo que me han timado. ¡No me puedo creer que no llorara! Pero sí, es una artista. Yo… la adoro.
Maxon me escrutó el rostro. Hablar de May me había ablandado un poco. Maxon me caía bien, pero no sabía hasta qué punto quería que penetrara en mi vida.
—Y luego está Gerad. Es el niño de la casa; tiene siete años. Aún no tiene muy claro si le gusta más el arte o la música. Lo que le encanta es jugar a la pelota y estudiar bichos, lo cual está muy bien, salvo que así no se ganará la vida. Estamos intentando que experimente más. Bueno, y ya estamos todos.
—¿Y tus padres?
—¿Y «tus» padres?
—Ya conoces a mis padres.
—No, no los conozco. Conozco su imagen pública. ¿Cómo son en realidad? —pregunté, tirándole del brazo, aunque me costó un poco. Maxon tenía unos brazos enormes. Incluso bajo las capas de tela de su traje, sentía la presencia de unos músculos fuertes y firmes.
Suspiró, pero estaba claro que no le exasperaba lo más mínimo. Daba la impresión de que le gustaba tener a alguien incordiándole. Debía de ser duro haberse criado en aquel lugar como hijo único.
Empezó a pensar en lo que iba a decir cuando saliéramos al jardín. Todos los guardias lucían una sonrisa pícara a nuestro paso. Y más allá nos esperaba un equipo de televisión. Por supuesto, querían estar presentes en la primera cita del príncipe. Maxon les hizo que no con la cabeza, y ellos se retiraron de inmediato. Oí que alguien protestaba. No me apetecía nada que las cámaras me siguieran a todas partes, pero me parecía raro que se las quitara de encima.
—¿Estás bien? Pareces tensa —observó Maxon.
—A ti te descoloca ver llorar a una mujer; a mí me descoloca salir a pasear con un príncipe —respondí, encogiéndome de hombros.
Maxon se rio discretamente, pero no dijo nada más. A medida que avanzábamos hacia el oeste, el sol iba quedando tapado por el enorme bosque de palacio, aunque aún faltaba mucho para que anocheciera. La sombra nos engulló y quedamos ocultos por la oscuridad. Aquello es lo que habría deseado la otra noche, cuando buscaba alejarme de todo. Allí sí que daba la impresión de que estábamos solos. Seguimos caminando, alejándonos del palacio y de la atención de los guardias.
—¿Qué es lo que te resulta tan confuso de mí?
Vacilé, pero le dije lo que sentía.
—Tu carácter. Tus intenciones. No estoy segura de qué debo esperar de este paseo.
—Ah —se detuvo y se me puso delante. Estábamos muy cerca el uno del otro, y, a pesar del cálido aire estival, sentí un escalofrío en la espalda—. Creo que a estas alturas ya te habrás dado cuenta de que no soy de los que van con rodeos. Te diré exactamente qué quiero de ti.
Maxon se acercó un paso más.
Se me hizo un nudo en la garganta. Me había metido yo solita en la situación que más quería evitar. Sin guardias, sin cámaras, sin nadie que le impidiera hacer lo que quisiera.
La rodilla se me disparó en un acto reflejo. Literalmente. Y le di un rodillazo a su alteza real en la entrepierna. Con fuerza.
Maxon soltó un alarido y se encogió, llevándose las manos a la zona dolorida mientras yo daba un paso atrás.
—¿Y eso a qué ha venido?
—¡Si me pones un solo dedo encima, será mucho peor!
—¿Qué?
—He dicho que si…
—¡Estás loca! Eso no, ya te he oído la primera vez —dijo, con una mueca—. Pero ¿qué narices quieres decir con eso?
Sentí un calor que me invadía todo el cuerpo. Había sacado la peor conclusión posible y me había puesto en guardia ante algo que evidentemente no iba a suceder.
Los guardias se acercaron a la carrera, alertados por nuestra discusión. Maxon los alejó con la mano, aún en una posición extraña, medio curvado.
Nos quedamos un momento en silencio, y, cuando él empezó a recuperarse del dolor, se me puso delante.
—¿Qué creías que quería?
Agaché la cabeza y me sonrojé.
—America, ¿qué te creías que quería? —insistió, evidentemente contrariado. Más que contrariado. Ofendido. Estaba claro que había adivinado lo que me había pasado por la mente, y no le gustaba lo más mínimo—. ¿En público? ¿Has pensado…? ¡Por el amor de Dios, soy un caballero!
Dio media vuelta y se dispuso a volver, pero se giró.
—¿Por qué te has ofrecido siquiera a ayudarme si tienes ese concepto tan bajo de mí?
No podía ni siquiera mirarle a los ojos. No sabía cómo explicar que me habían preparado para que me esperara cualquier cosa, que aquel lugar oscuro y aislado me había hecho sentirme extraña, que solo había un chico con el que hubiera estado alguna vez a solas y que aquella era mi reacción lógica.
—Hoy cenarás en tu habitación. Ya decidiré qué hago por la mañana.
Me quedé esperando en el jardín hasta estar segura de que todas las demás estarían ya en el comedor, y luego estuve un rato paseando arriba y abajo por el pasillo antes de decidirme a entrar en la habitación. Cuando entré, Anne, Mary y Lucy estaban nerviosísimas. No tuve el valor de decirles que no había estado todo aquel tiempo con el príncipe.
Ya me habían traído la cena, que estaba sobre la mesa, en el balcón. Tenía hambre, ahora que había digerido mi momento de humillación. Pero el motivo de que mis doncellas estuvieran tan agitadas no era mi larga ausencia. Había una caja enorme sobre la cama, esperando a que la abriera.
—¿Podemos verlo? —preguntó Lucy.
—¡Lucy, eso es de mala educación! —la regañó Anne.
—¡Lo dejaron aquí en cuanto se fue! ¡Desde entonces estamos preguntándonos qué puede ser! —exclamó Mary.
—¡Mary! ¡Esos modales! —la riñó Anne.
—No, no os preocupéis, chicas. No tengo secretos —cuando vinieran a echarme al día siguiente, les diría a mis doncellas el motivo.
Les sonreí sin muchas ganas mientras deshacía el gran lazo que envolvía la caja. En el interior había tres pares de pantalones: unos de lino, otros que parecían más formales pero suaves al tacto y unos vaqueros estupendos. Encima había una tarjeta con el escudo de Illéa.
Pides unas cosas tan sencillas que no puedo negártelas. Pero hazme el favor de ponértelos solo los sábados, por favor. Gracias por tu compañía.
Tu amigo,
MAXON