La Torre de Drackwen llevaba siglos abandonada. Levantada en el seno mismo de Alis Lithban, el sagrado bosque de los unicornios, en los tiempos más pujantes de la Orden Mágica, había sido el origen de los Archimagos, hechiceros poderosos que se habían formado allí, donde la magia vibraba en el aire con más intensidad que en ningún otro lugar de Idhún. La sola existencia de la Torre de Drackwen amenazaba el frágil equilibrio entre la Orden Mágica y los Oráculos, entre el poder mágico y el poder sagrado, y por ello se había decidido finalmente, de común acuerdo, que los hechiceros renunciarían a ella. Y sus ruinas seguían allí, en el corazón de Alis Lithban.
Solo que ya no estaban deshabitadas. En el bosque ya no quedaban unicornios y, por tanto, había agonizado en los últimos tiempos. Después de la muerte de todos los unicornios, también el pueblo feérico había desaparecido de Alis Lithban, huyendo al bosque de Awa, y desde allí resistían todavía al imperio de Ashran el Nigromante y sus aliados, los sheks.
La Torre de Drackwen tampoco era lo que había sido. Y sin embargo, Ashran se había instalado en ella, y gobernaba desde allí los destinos del mundo que había conquistado.
Kirtash avanzaba por los pasillos de la torre, con el paso ligero y sereno que le caracterizaba. Se detuvo un momento junto a una ventana y echó un vistazo al exterior. En el cielo, una figura larga y esbelta sobrevolaba los árboles moribundos con elegancia, y Kirtash la contempló un momento. El shek pareció darse cuenta de su presencia, porque se detuvo y se quedó suspendido en el aire, proyectando la sombra de sus enormes alas sobre lo que quedaba de Alis Lithban, y dirigió la mirada de sus ojos irisados hacia la ventana donde se hallaba el joven asesino. Kirtash saludó con una inclinación de cabeza. La gigantesca serpiente correspondió a su saludo y prosiguió su camino en dirección al norte.
Kirtash siguió avanzando hasta que llegó a la sala que se abría al fondo del pasillo. No hizo falta que llamara a la puerta; esta se abrió ante él.
Kirtash se quedó en la entrada y alzó la mirada. Al fondo de la sala, junto al ventanal, de espaldas a él, se hallaba Ashran, el Nigromante. Kirtash hincó una rodilla en tierra para saludar a su señor. Sin necesidad de volverse, este se percató de su presencia.
—Kirtash —dijo, y la palabra sonó como el golpe de un látigo.
—Mi señor —murmuró el muchacho.
—Te he llamado para hablar de tu último informe.
Kirtash no dijo nada. Contempló la alta figura de Ashran, recortada contra la luz del ocaso del último de los tres soles, que comenzaba a ocultarse tras el horizonte.
—Ha resurgido la Resistencia —dijo Ashran.
—Así es, mi señor.
—Y han estado a punto de matarte.
—Lo reconozco —asintió Kirtash, con suavidad—. Pero no volverá a pasar.
—Te sorprendieron, Kirtash. Pensaba que a estas alturas nada podría sorprenderte.
Kirtash no respondió. No tenía nada que decir.
—Pasé por alto ese capricho tuyo de dedicarte a la música, muchacho, porque me estás sirviendo bien —prosiguió el Nigromante—. Has hecho desaparecer a casi todos los hechiceros renegados que huyeron a la Tierra. Y no me cabe duda de que tarde o temprano encontrarás al dragón y al unicornio que, según la profecía, amenazan mi estabilidad futura. Sin embargo… ¿por qué un grupo de muchachos te hace tropezar, una y otra vez?
—Todos ellos portan armas legendarias, mi señor y se ocultan en un refugio al que yo no puedo llegar. De todas formas, terminaré por aplastarlos, antes o después.
—Lo sé, Kirtash; confío en ti, y sé que es cuestión de tiempo. Y, sin embargo… me da la sensación de que es demasiado trabajo para ti solo.
Kirtash no dijo nada, pero frunció levemente el ceño.
—He encontrado al hechicero que me pediste hace tiempo —dijo Ashran—. Alguien del pueblo de los feéricos, ¿no es así?
—He cambiado de idea —replicó el muchacho, con suavidad, pero con firmeza—. Trabajo mejor solo.
—Eso era antes —el Nigromante se volvió hacia él, pero la luz quedaba a su espalda, y su rostro seguía permaneciendo en sombras—. Esos chicos han vuelto a plantarte cara, y ahora estás en minoría. Ella equilibrará la balanza y te ayudará a encontrar a esas criaturas, particularmente al unicornio —hizo una pausa—. Los feéricos tienen una especial sensibilidad para detectar a los unicornios —añadió.
—¿Ella? —repitió Kirtash en voz baja.
—Un hada que ha traicionado a su estirpe para unirse a nosotros —confirmó Ashran—. Insólito, ¿verdad? Es, no obstante, una hábil hechicera, y no me cabe duda de que te será muy útil. Pronto la enviaré a la Tierra, para que luche a tu lado.
—Pero yo vivo en un ático en plena ciudad de Nueva York —objetó Kirtash—. No es el lugar adecuado para un hada.
—Recupera ese castillo que tenías, entonces. Sigo sin entender por qué lo abandonaste pero, en cualquier caso, no te será difícil hacerlo de nuevo habitable, ¿verdad?
Kirtash tardó un poco en responder.
—No, mi señor —dijo por fin.
—Excelente —Ashran volvió a darle la espalda para contemplar cómo la última uña de sol desaparecía tras la línea del ocaso—. Cuando lo tengas todo preparado, házmelo saber, y le haré cruzar la Puerta para acudir a tu encuentro.
Kirtash supo que el encuentro había terminado. Inclinó la cabeza y dio media vuelta para marcharse.
—Kirtash —lo llamó entonces Ashran, cuando ya estaba en la puerta. El se volvió—. Sospecho que te has encaprichado de esa chica, ¿no? De la portadora del Báculo de Ayshel.
Kirtash no respondió, pero su silencio fue lo bastante elocuente.
—¿Vale la pena? —preguntó el Nigromante entonces, y su voz tenía un matiz peligroso.
—Creo que sí. Pero, si tú deseas que…
Ashran hizo un gesto con la mano, pidiendo silencio, y Kirtash enmudeció.
—¿Ella siente algo por ti? ¿Traicionaría a sus amigos por ti, muchacho?
—Es lo que estoy tratando de averiguar, mi señor.
—Bien. No tardes mucho, Kirtash, porque si duda demasiado es que no merece la pena. ¿Me oyes? Y entonces, tendrás que matarla. Hazte a la idea.
—Me hago cargo, mi señor.
—Bien —repitió el Nigromante.
Kirtash no dijo nada. Se inclinó de nuevo y, discreto como una sombra, abandonó la sala.
Jack alzó la mirada hacia el suave cielo estrellado de Limbhad.
—Aquí no hay luna —hizo notar—. ¿Estás seguro de que te transformarás de todas maneras?
Alexander asintió.
—El flujo de la luna late en mi interior, chico. Lo siento, lo huelo. Es la luna que brillaba sobre aquel castillo, en Alemania, en la noche que me transformé por primera vez, hace dos años. Mi cuerpo sigue su ciclo desde entonces. Esté donde esté, yo cambio con ella.
—Entiendo —asintió Jack.
—Vas a tener que atarme y encerrarme hasta que pase —dijo Alexander—. Aún no me he recuperado del todo de la herida que me produjo Kirtash, pero seré peligroso de todos modos.
Jack asintió de nuevo, pensativo. Estaban en la habitación de Alexander. El joven seguía guardando cama, terminando de reponer fuerzas, y Jack estaba sentado en el alféizar de la ventana, contemplando la suave noche de Limbhad. Alzó la mirada hacia la terraza de la Casa en la Frontera, que sobresalía como una enorme concha en un costado del edificio, y vio una forma blanca acomodada sobre la balaustrada, con la espalda apoyada en uno de los grandes pilones de mármol de los extremos. Una suave melodía sin palabras ascendía hacia el cielo nocturno de Limbhad.
—Tienes que hablar con ella —le dijo Alexander.
—Sí —asintió Jack—. Sí, lleva unos días comportándose de manera muy extraña.
—No me refiero a eso. Tienes que explicarle lo que me va a pasar, tienes que decirle que no venga a Limbhad en unos días.
—Ah, eso. Sí, lo haré.
Alexander lo miró. También él se había dado cuenta de que Victoria no era la misma desde su viaje a Seattle. Parecía ausente, perdida en sus propias ensoñaciones, y pasaba en el bosque más tiempo que de costumbre. También solía sentarse en la balaustrada a tocar la flauta, o, simplemente a contemplar las estrellas, ensimismada, y suspirando de vez en cuando. Cuando se sentaba a estudiar, podía estar media hora con la vista fija en la misma página, incapaz de concentrarse en lo que había escrito en ella. Y Alexander habría jurado que la había visto en Limbhad a horas en las que tenía entrenamiento de taekwondo. El joven ignoraba qué le pasaba a la muchacha, y pensó que, sin duda, Shail habría sabido contestar a aquella pregunta.
Recordó a su amigo, tan hábil para descifrar los sentimientos de los demás, y se preguntó qué diría Shail si se encontrase allí.
Las notas de la melodía de Victoria seguían envolviendo la Casa en la Frontera. Era una canción dulce, melancólica, tierna y nostálgica a la vez. Y Alexander lo comprendió, como si el propio Shail le hubiese susurrado la solución:
—Está enamorada —dijo a media voz.
Jack se volvió hacia él, como si lo hubieran pinchado.
—¿Enamorada, Victoria? —sacudió la cabeza—. ¿De quién? En su colegio no hay chicos, y ella no tiene muchos amigos, que yo sepa.
Alexander se encogió de hombros.
—Tal vez de algún compañero de la clase de taekwondo. O tal vez —sonrió—, tal vez de ti, chico.
Jack sintió que se le aceleraba el corazón.
—¿De mí? No, eso no es posible. Siempre ha dejado claro que para ella, yo… —se interrumpió y concluyó, incómodo—. Da igual.
Le resultaba doloroso pensarlo. Era hermoso soñar que Victoria sentía algo especial por él, pero sabía que no era cierto. Apenas habían pasado unos días desde su regreso a Limbhad, y Jack no podía dejar de pensar en ella, pero la joven estaba cada vez más fría y distante.
—De todas formas, vete a hablar con ella —dijo Alexander—. Tienes que contarle lo del plenilunio.
Jack asintió, contento de tener una excusa para abandonar aquella conversación; si seguían hablando del tema, acabaría por contarle a Alexander todo lo que le pasaba por dentro, y no le parecía bien que Victoria no fuera la primera en enterarse. Porque, aunque tuvieran que pasar semanas, o meses, o años… algún día se lo diría, de eso estaba seguro.
Se incorporó de un salto y no tardó en marcharse de la habitación.
Cuando salió a la terraza, Victoria todavía seguía allí, tocando la flauta. Llevaba una bata blanca encima del pijama, y Jack pensó que debía de ser de noche en su casa. En cualquier caso, ella no tardaría en retirarse a su habitación de Limbhad a dormir, o bien a su refugio debajo del sauce. Últimamente pasaba mucho tiempo allí.
—Victoria —la llamó, acercándose.
Ella dejó de tocar, y Jack sintió como si hubiera roto un maravilloso hechizo. Victoria le dirigió una mirada extraña, melancólica, pero teñida de cariño. Jack se quedó sin respiración un momento.
—¿Estás bien? —preguntó—, Alexander y yo estábamos comentando que estás un poco rara estos días.
—Sí —dijo ella—. Solo me siento un poco cansada y, además… mi abuela está enfadada conmigo todavía, ya sabes… por lo de Seattle. Me ha castigado por faltar a clase.
—Bueno, siempre puedes escaparte aquí cuando ella esté dormida —sonrió Jack.
Hubo un breve silencio. Victoria seguía con la mirada perdida en el infinito, y Jack tuvo la incómoda sensación de que apenas le estaba prestando atención, como si sus pensamientos estuvieran en otra parte, muy lejos de allí. «Alexander se equivoca», pensó, desilusionado. «No está enamorada de mí. Es en otro en quien piensa». Aquella idea le hacía tanto daño que se obligó a sí mismo a centrarse en otra cosa.
—Tengo que contarte algo —dijo—. Algo acerca de Alexander.
Victoria se obligó a sí misma a escuchar.
—Está bien, ¿no? La herida se está curando y…
—No se trata de eso. Es sobre lo que le pasó en Alemania, hace dos años. Lo que le hizo Elrion. Introdujo en su cuerpo el espíritu de un lobo y lo convirtió en una especie de bestia.
—Lo sé —musitó ella, con un escalofrío—. Lo vi, ¿recuerdas?
—Bien, pues… el lobo no se ha ido, ¿entiendes? Al menos, no del todo. Sigue ahí, aunque esté bajo control, solo que… a veces… se libera.
—¿Qué quieres decir?
—Que el lobo toma el control de su cuerpo… todas las noches de luna llena.
Victoria ahogó una exclamación de terror.
—¿Quieres decir que Alexander se ha convertido en un hombre-lobo?
Jack asintió. Le contó entonces cómo había sido el viaje desde Italia hasta Madrid, a finales de verano. El plenilunio los había sorprendido en Génova, y habían tenido que buscar un refugio para encerrar a Alexander mientras durase su transformación.
—Son tres noches —explicó Jack—. La luna llena, la anterior y la posterior. Encontramos una casa abandonada en el campo, y lo encerré allí, en el sótano. Alexander llevaba cadenas en su equipaje, ¿entiendes? Lo hace por precaución, para no hacer daño a nadie mientras es un lobo. Tuve que encadenarle yo mismo y vigilar la puerta las tres noches.
—Debió de ser horrible —comentó Victoria, con un estremecimiento.
Jack se encogió de hombros.
—Yo lo veo por el lado bueno —dijo—. Podría haber sido peor. ¿Recuerdas cómo estaba cuando lo sacamos de aquel castillo? Podría haberse quedado así para siempre.
Victoria asintió y le brindó una cálida sonrisa.
—Eso me gusta de ti —dijo—, que siempre ves el lado bueno de las cosas.
—Bueno —dijo Jack, azorado, desviando la mirada—. El caso es que… ya casi es luna llena y… le va a volver a pasar. Dentro de cinco días. Y le gustaría… a los dos nos gustaría —se corrigió— que no vinieses a Limbhad entonces.
—¿Por qué? —se rebeló ella—. No estoy indefensa, lo sabes. Podré defenderme de él si se enfurece, podré ayudarte a controlarlo…
—Sé que sabes defenderte —la tranquilizó él—. Lo demostraste el otro día frente a Kirtash. Le salvaste la vida a Alexander.
Victoria se encogió de hombros.
—Estaba atenta, eso es todo.
Pero no pudo evitar pensar que después también le había salvado la vida a Jack, y no precisamente con el báculo, sino…
«Por el beso», había dicho ella. «Si ha significado algo para ti… no vayas a buscar a Jack esta noche».
Y Kirtash no había ido. ¿Quería decir aquello que de verdad sentía algo por ella? Solo de pensarlo se le aceleraba el corazón.
Pero ¿y Jack? Había comprado la vida de Jack besando a su enemigo. Se estremeció, pensando en la cara que pondría su amigo si lo supiera. Victoria sospechaba que Jack habría preferido enfrentarse a Kirtash aquella noche, fueran cuales fuesen las consecuencias, que permitir que Victoria le suplicase por su vida.
Avergonzada, la chica bajó la cabeza, incapaz de mirarlo a la cara. Cada vez que lo hacía recordaba que lo había traicionado. Aunque no hubiera nada entre Jack y Victoria, aunque solo fueran amigos, el chico odiaba a Kirtash con todo su ser. Para Victoria, besar a Kirtash había sido como clavarle a Jack un puñal por la espalda.
—No es por ti —siguió diciendo el chico, ajeno al torbellino de emociones que sacudían el corazón de su amiga—. Alexander dice que tiene miedo de hacerte daño, pero creo que lo que le pasa, en el fondo, es que… no quiere que lo veas así.
Victoria se esforzó por centrarse en la conversación.
—Pero… tú te vas a quedar —logró decir.
—Porque alguien tiene que hacerlo. Vamos, Victoria, no es tan grave. Le harás un favor a Alexander, y creo que el pobre ya lo está pasando bastante mal.
Victoria esbozó una sonrisa forzada.
—Claro —dijo.
—Bien, pues… era eso solamente —murmuró Jack, incómodo—. No te molesto más.
Se levantó de un salto, pero Victoria lo retuvo cogiéndole del brazo.
—Jack…
Se miraron. Los ojos de ella estaban húmedos. A Jack se le encogió el corazón.
—¿Qué… qué te pasa?
Súbitamente, Victoria le echó los brazos al cuello y hundió la cara en su hombro, temblando. Jack, confuso, la abrazó, sintiendo que su corazón ardía como el núcleo de un volcán al tenerla tan cerca. Si de él hubiera dependido, ya no se habría separado de ella.
—Por favor —le susurró Victoria al oído—, por favor, Jack, no me odies…
—¿Qué…? —soltó Jack, perplejo—. ¿Odiarte, yo…? Pero, si yo…
Iba a decirle que la quería más que a nada en el mundo, pero ella se separó de él con brusquedad y echó a correr hacia el interior de la casa. Y Jack se quedó allí plantado, en la terraza, muy desconcertado y preguntándose si todas las mujeres eran igual de complicadas, o era solo cosa de Victoria.
Victoria no volvió a Limbhad ni una sola noche en toda la semana, y Jack empezó a preguntarse si había hecho o dicho algo que la había molestado. Según fue pasando el tiempo, las dudas y la angustia lo atormentaban cada vez más, y tampoco lo ayudaba el hecho de que no podía salir de allí ni comunicarse con Victoria. La eterna noche de Limbhad, sin ella, sin saber cuándo volvería, sin comprender qué pasaba por la mente o el corazón de su amiga, lo estaba volviendo loco. Así que decidió centrarse en otras cosas para no pensar más en ello.
Se acercaba el plenilunio, Alexander estaba cada vez más arisco y sus ojos empezaban a adquirir aquel brillo amarillento que denotaba la presencia de la bestia. La puerta del sótano llevaba mucho tiempo hecha añicos, y Jack y Alexander tuvieron que emplearse a fondo para repararla antes de que llegase la noche en que el joven se transformaría por completo. Aquellos días, los dos practicaron esgrima, se prepararon para el plenilunio y, sobre todo, hablaron mucho. Habían pasado muchas cosas en aquellos dos años, y ambos tenían muchas aventuras y vivencias que compartir.
Pero, a pesar de que Jack trataba de mantenerse ocupado, no podía dejar de pensar en Victoria.
Ella, por su parte, se encerró en su mundo y se sumió en una profunda melancolía. No prestaba atención en las clases y la riñeron más de una vez. Apenas tenía ganas de comer, y por las noches casi no dormía. Se pasaba el tiempo escuchando por los auriculares la música de Kirtash, cerraba los ojos y se dejaba llevar por ella, y soñaba con volver a verlo, y recordaba aquel beso, y deseaba que se repitiera. Y, cada vez que lo hacía, se sentía más y más miserable.
Su abuela notó que estaba distinta, extraña y melancólica, y trató de hablar con ella. Y, aunque Victoria respondió con evasivas, a aquellas alturas Allegra sabía ya que lo que le ocurría a su niña era, simple y llanamente, que se había enamorado. Pero Victoria se sentía tan avergonzada que no contestó a las preguntas que ella le formuló al respecto. Su abuela la miró con un profundo brillo de comprensión en los ojos, como sí pudiera leer el lo más hondo de su corazón, sonrió y le dijo:
—Tienes catorce años, sé que es una edad difícil que lo estás pasando mal. Pero pasará, y tú serás mayor y más sabia. Solo ten paciencia…
Victoria asintió, pero no dijo nada. Y, cuando se quedó sola de nuevo, se preguntó con seriedad, por primera vez, si era verdad, si se había enamorado de Kirtash. El corazón le latió más deprisa, como cada vez que pensaba en él, y hundió la cabeza en la almohada. ¿Cómo podía haber hecho algo así? ¿Cómo había permitido que él la sedujese, que la engañara de esa manera? ¿Por qué? Se sentía débil e indigna de pertenecer a la Resistencia, recordaba que Shail había muerto por salvarle la vida. Y a cambio, ella, ¿qué hacía? Verse a solas con Kirtash, permitir que él la besara… enamorarse de él.
Deseó poder hablar con Jack y confesárselo todo, pero pensó que él no lo entendería. No porque no fuera comprensivo sino porque, simplemente, cualquier cosa que tuviera que ver con Kirtash, desde su música hasta el color de su ropa, lo sacaba de sus casillas. Y, en realidad, Victoria no podía culparlo por ello.
Aquella noche, después de dar muchas vueltas sin poder dormir, había tomado ya la determinación de olvidar para siempre a Kirtash, cuando él la llamó de nuevo.
Oyó su voz en algún rincón de su mente, y supo que él estaba cerca. Con el corazón latiéndole con fuerza, Victoria se levantó y se vistió, y luego salió en silencio de su habitación, caminando de puntillas para no hacer ruido.
Una vez fuera, alzó la vista hacia el cielo. Una bellísima luna llena brillaba sobre ella, y Victoria recordó entonces a Alexander, y a Jack, que se había quedado con él en Limbhad, y se preguntó si estarían bien.
Se apresuró a bajar la enorme escalinata y a seguir a su instinto.
Y este la llevó directamente hasta Kirtash.
El joven la estaba aguardando en la parte posterior de la casa, donde había un mirador que dominaba un pequeño pinar. Se había sentado sobre el pretil de piedra y contemplaba la luna llena. Victoria avanzó y se sentó junto a él. Los dos se quedaron un momento callados, admirando la luna que lucía sobre ellos.
—Es hermosa la luna, ¿verdad? —musitó Victoria.
Kirtash asintió en silencio. Victoria lo miró, y se sorprendió de que alguien como él pudiera contemplar la luna llena de aquella manera, como hechizado por su belleza. El joven se dio cuenta de que ella lo observaba, y se volvió para mirarla.
—Victoria —dijo solamente.
—Kirtash —dijo ella; era la primera vez que pronunciaba su nombre ante él, y, por alguna razón, le supo amargo.
—¿Por qué has venido?
—Porque tú me has llamado —respondió Victoria con suavidad, como si fuera evidente—. ¿Por qué no mataste a Jack la otra noche?
—Porque tú me pediste que no lo hiciera.
El corazón de Victoria latía con tanta fuerza que le pareció que se le iba a salir del pecho. No era posible que las respuestas a aquellas preguntas fueran tan simples, tan directas, tan obvias. No era posible… que ambos sintieran algo el uno por el otro.
Y, sin embargo…
Hechizada por la mirada de aquellos ojos de hielo, Victoria pronunció de nuevo su nombre, con un susurro que acabó en un suspiro:
—Kirtash… —se esforzó por liberarse de aquel embrujo, y preguntó—: ¿Qué significa tu nombre?
El muchacho calló un momento antes de contestar:
—Procede de una variante del idhunaico antiguo —dijo—. Significa «serpiente».
—No me gusta —dijo Victoria, con un escalofrío—, ¿puedo llamarte de otra manera?
Él se encogió de hombros.
—Como quieras. No es más que un nombre. Como Victoria —la miró con intensidad, y ella sintió que enrojecía—. No es más que un nombre, ¿no es cierto? Lo importante es lo que somos por dentro.
La chica desvió la mirada, sin entender del todo lo que quería decir.
—En la Tierra se te conoce como Chris Tara —murmuró—. ¿Por qué elegiste ese nombre?
—Yo no lo elegí. Mi representante no sabía pronunciar mi nombre, y lo cambió por ese. Me dio igual. Como ya te he dicho, no es más que un nombre.
—¿Qué significa Chris? ¿Christopher, Christian…?
—Como gustes.
—¿Christian? ¿Puedo llamarte Christian?
—No me define muy bien, ¿verdad? Yo diría que Kirtash cuadra más con mi personalidad —añadió él con cierto sarcasmo.
—Pero, como tú mismo has dicho —señaló Victoria—, no es más que un nombre.
El muchacho la miró con una media sonrisa.
—Llámame Christian, entonces. Si eso te hace sentir mejor. Si eso te hace olvidar quién soy en realidad: un asesino idhunita enviado para mataros a ti y a tus amigos.
Victoria desvió la mirada, incómoda.
—Yo, en cambio, seguiré llamándote Victoria, si no te importa —añadió él—. También me hace olvidar que tengo que matarte.
La muchacha sacudió la cabeza, confusa.
—Pero tú no quieres matarme —dijo.
Hubo un largo silencio.
—No —dijo Christian finalmente—. No quiero matarte.
—¿Por qué no?
Él se volvió hacia ella, alzó la mano para coger su barbilla y le hizo levantar la cabeza, con suavidad. Pareció que buceaba en su mirada durante un eterno segundo. Pareció que se inclinaba para besarla, y Victoria sintió como si el corazón le fuera a estallar.
Pero él no la besó.
—Haces muchas preguntas —observó.
—Es natural —respondió ella, apartando la cara, y tratando de ocultar su decepción—. No sé nada de ti. En cambio, tú lo sabes todo acerca de mí.
—Eso es cierto. Sé cosas que ni tú misma sabes todavía. Pero siempre hay algo nuevo que aprender. Como esa casa, por ejemplo —añadió, señalando hacia la mansión.
—¿Qué le pasa a la casa?
—Tiene una especie de aura benéfica que te protege. Me resulta desagradable.
—No es más que la casa de mi abuela —murmuró Victoria, perpleja.
—Claro, y esa mujer no es más que tu abuela —comentó Christian, sonriendo, con algo de guasa—. De todas formas, vivir aquí es bueno para ti. Te guardará de muchos peligros.
—¿También de ti?
Christian la miró de nuevo con aquella intensidad que la hacía estremecer.
—Pocas cosas pueden protegerte de mí, Victoria, y esa casa no es una de ellas. Como ves, estoy aquí.
Victoria desvió la mirada.
—¿Por qué me dices esas cosas? Me confundes. No sé lo que siento, y tampoco sé lo que sientes tú.
Christian se encogió de hombros.
—¿Acaso importa?
—¡Claro que importa! No puedes seguir jugando conmigo, ¿sabes? Tengo sentimientos. Puede que tú no los tengas, pero debes entender que yo… necesito saber a qué atenerme. Quiero saber qué sientes por mí, quiero saber si te importo de verdad, yo…
Se interrumpió, porque él la había agarrado del brazo y se había acercado a ella, tanto que podía sentir su respiración.
—Sabes que tengo que matarte —siseó Christian—, no lo he hecho todavía. Ni tengo intención de hacerlo, y no te imaginas la de problemas que me puede acarrear eso. ¿Me preguntas si me importas? ¿A ti qué te parece?
La soltó, y Victoria respiró hondo, aturdida y con el corazón latiéndole con fuerza. Tardó un poco en recuperarse y, cuando lo hizo, miró otra vez a Christian. Pero él se había vuelto de nuevo hacia delante y seguía contemplando la luna, serio, inmóvil como una estatua de mármol.
—Pero eso no va a cambiar las cosas —dijo ella en voz baja—. Lo que sintamos los dos, quiero decir. Porque tu seguirás luchando contra nosotros. ¿Verdad?
—Y tú seguirás escondiéndote en Limbhad —respondió él sin volverse—. Lo cual es bueno, hasta cierto punto Porque de momento funciona…, pero verás, Victoria, no podrás esconderte siempre. Si no soy yo, vendrá otro a matarte. Alguien ha decidido que debes morir, y no va a detenerse hasta que lo consiga. La única manera de escapar de la muerte es uniéndote a nosotros —se giró hacia ella para mirarla a los ojos—. Ya te lo dije una vez, pero te lo vuelvo a repetir: ven conmigo.
La mirada de él era intensa, electrizante, pero también sugerente y llena de promesas y velados misterios. Victoria supo que había quedado cautivada por aquella mirada y que, pasara lo que pasase, no la olvidaría jamás.
—¿A Idhún? —preguntó, con un hilo de voz.
—A Idhún —confirmó Christian.
Se separó de ella, y Victoria se sintió sola y muy vacía de pronto. Se preguntó cómo sería Idhún, aquel mundo del que tanto había oído hablar, pero que todavía no conocía. Recordó entonces que había sido invadido por los sheks, las monstruosas serpientes aladas.
—¿Alguna vez has visto un shek, Christian?
Él la miró como si se riera por dentro.
—Sí, muchas veces.
—Y… ¿cómo son?
—No tan horribles como imaginas. Son… hermosos, a su manera.
Victoria iba a comentar: «Jack odia a las serpientes», pero se mordió la lengua a tiempo. Intuía que no era una buena idea mencionar a Jack.
Pensar en Jack le hizo recordar que, si se iba con Christian, no volvería a ver a sus amigos. Peor aún, los traicionaría. Y aquella perspectiva le parecía aún más espantosa que la idea de morir a manos de Christian. Confusa y avergonzada, deseó por un momento que él la hubiera matado cuando tuvo ocasión. Las cosas habrían sido mucho más sencillas.
Trató de apartar aquellos pensamientos de su mente.
—Y… ¿conoces a Ashran, el Nigromante? ¿En persona?
Hubo un breve silencio.
—Sí —dijo Christian al fin—. Lo conozco muy bien —se volvió hacia ella, sonriendo—. Es mi padre.
Victoria lo miró, atónita.
—¿Qué? —pudo decir.
Se puso en pie de un salto y retrocedió un par de pasos, temerosa. Christian… Kirtash… el hijo de Ashran, el Nigromante… aquello la había cogido completamente por sorpresa y, sin embargo, tenía sentido y explicaba muchas cosas.
Sin dejar de sonreír, Christian se levantó también y se acercó a ella. Victoria quiso seguir retrocediendo, pero topó con el antepecho del mirador y, cuando se quiso dar cuenta, Christian estaba muy cerca de ella, mirándola a los ojos.
—¿Crees que no cumplo mis promesas? —susurró—. Te dije que, si venías conmigo, serías la emperatriz de Idhún, a mi lado. ¿Creías que estaba mintiendo? Nuestro mundo, Victoria, es inmenso, es hermoso, y nos pertenece, a ti y a mí, a los dos, si lo deseas.
—Pero… —musitó Victoria, desolada—. No puedo…
Por alguna razón, la imagen de Jack no se le iba de la cabeza, Jack sonriendo, Jack mirándola con aquella chispa de cariño en sus ojos verdes…
—No puedo… —susurró.
Y miró a Christian, y vio que él seguía observándola, y por primera vez vio con claridad que sus ojos azules, habitualmente fríos como cristales de hielo, estaban llenos de ternura.
—No… —dijo.
Pero, cuando Christian se inclinó para besarla, Victoria le echó los brazos al cuello y se acercó más a él, y cerró los ojos, y se dejó llevar; y, cuando los labios de él rozaron los suyos, fue como una especie de descarga que la hizo estremecerse de arriba abajo. Se abandonó a aquel beso, sintiendo que se derretía y, cuando finalizó, los dos se abrazaron, temblando, bajo la luna llena. Victoria ya no se acordó de Jack, ni de Alexander, ni de Shail, ni tampoco de Idhún, ni de Ashran, el Nigromante, cuando apoyó la cabeza en el hombro de Christian y le susurro al oído:
—Te quiero.
Él no dijo nada, pero la estrechó con fuerza.
Ninguno de los dos vio la sombra que los observaba desde una de las ventanas de la mansión.