17. La mitad de mi copa dejé servida

Llovía sobre Culiacán, Sinaloa; y la casa de la colonia Chapultepec parecía encerrada en una burbuja de tristeza gris. Era como si hubiese una frontera definida entre los colores del jardín y los tonos plomizos de afuera: en los cristales de la ventana, las gotas de lluvia más gruesas se desmoronaban en largos regueros que hacían ondular el paisaje, mezclando el verde de la hierba y las copas de los laureles de la India con el naranja de la flor del tabachín, el blanco de los capiros, el lila y rojo de las amapas y buganvillas; pero el color moría en los altos muros que rodeaban el jardín. Más allá sólo existía un panorama difuso, triste, en el que apenas podían distinguirse, tras el foso invisible del Tamazula, las dos torres y la gran cúpula blanca de la catedral, y más lejos, a la derecha, las torres con azulejos amarillos de la iglesia del Santuario.

Teresa estaba junto a la ventana de un saloncito del piso superior, contemplando el paisaje, aunque el coronel Edgar Ledesma, subcomandante de la Novena Zona Militar, aconsejaba que no hiciera eso. Cada ventana, había dicho mirándola con sus ojos de guerrero frío y eficiente, es una oportunidad para un francotirador. Y usted, señora, no ha venido a dar oportunidades. El coronel Ledesma era un tipo agradable, correcto, que llevaba la cincuentena muy airoso, con su uniforme y el pelo rapado como si fuese un guachito joven. Pero ella estaba harta de la limitada visión de la planta baja, el gran salón con muebles de Concordia mezclados con metacrilato y cuadros espantosos en las paredes —la casa había sido incautada por el Gobierno a un narco que cumplía condena en Puente Grande—, las ventanas y el porche que sólo dejaban ver un poco de jardín y la piscina vacía. Desde arriba podía adivinar a lo lejos, recomponiéndola con ayuda de su memoria, la ciudad de Culiacán. También veía a uno de los federales que se encargaban de la escolta en el recinto interior: un hombre con el impermeable abultado por el chaleco antibalas, con gorra y un fusil Errequince en las manos, que fumaba protegido del agua con la espalda contra el tronco de un mango. Bastante más lejos, tras la verja de la entrada que daba a la calle General Anaya, se distinguía una camioneta militar y las siluetas verdes de dos guachos que montaban guardia con equipo de combate. Ése era el acuerdo, la había informado el coronel Ledesma cuatro días atrás, cuando el Learjet en vuelo especial que la traía desde Miami —única escala desde Madrid, pues la DEA desaconsejaba cualquier parada intermedia en suelo mejicano— aterrizó en el aeropuerto de Culiacán. La Novena Zona se encargaba de la seguridad general, y los federales corrían a cargo de la seguridad cercana. Quedaban descartados del operativo tránsitos y judiciales, por considerarse más fáciles de infiltrar, y por la constancia de que algunos actuaban de sicarios para trabajos sucios del narco. También los federales eran asequibles a un fajo de dólares; pero el grupo de élite asignado a esa misión, traído del Distrito Federal —estaba vetada la intervención de agentes que tuvieran conexiones sinaloenses—, estaba probado, decían, en integridad y eficacia. Respecto a los militares, no es que resultaran incorruptibles; pero su disciplina y organización los hacía más caros. Más difíciles de comprar, y también más respetados. Incluso cuando decomisaban en la sierra, los campesinos consideraban que hacían su trabajo sin buscar arreglos. En concreto, el coronel Ledesma tenía fama de íntegro y duro. También le habían matado a un hijo teniente, los narcos. Eso ayudaba mucho.

—Debería apartarse de ahí, patrona. Por las corrientes de aire.

—Chale, Pinto —le sonreía al gatillero—. No mames.

Había sido una especie de sueño extraño; como asistir a una cadena de situaciones que no le estuvieran ocurriendo a ella. Las últimas dos semanas se ordenaban en su recuerdo igual que una sucesión de capítulos intensos y perfectamente definidos. La noche de la última operación. Teo Aljarafe leyendo la ausencia de futuro en las sombras del camarote. Héctor Tapia y Willy Rangel mirándola estupefactos en una suite del hotel Puente Romano, cuando planteó su decisión y sus exigencias: Culiacán en lugar del Distrito Federal —las cosas se hacen bien hechas, dijo, o no se hacen—. La firma de documentos privados con garantías por ambas partes, en presencia del embajador de Estados Unidos en Madrid, un alto funcionario del ministerio español de justicia y otro de Asuntos Exteriores. Y después, quemadas las naves, el largo viaje sobre el Atlántico, la escala técnica en la pista de Miami con el Learjet rodeado de policías, la cara inescrutable de Pote Gálvez cada vez que se cruzaban sus miradas. La van a querer matar todo el tiempo, advirtió Willy Rangel. A usted, a su guardaespaldas y a todo el que respire alrededor. Así que procure cuidarse. Rangel la acompañó hasta Miami, poniendo a punto lo necesario. Instruyéndola sobre lo que se esperaba de ella y sobre lo que ella podía esperar. El después —si había después— incluía facilidades durante los siguientes cinco años para establecerse donde quisiera: América o Europa, nueva identidad incluyendo pasaporte norteamericano, protección oficial, o dejarla a su aire si lo deseaba. Y cuando ella respondió que el después era sólo asunto suyo, gracias, el otro se frotó la nariz y asintió como si se hiciera cargo. A fin de cuentas, la DEA le calculaba a Teresa Mendoza unos fondos seguros, en bancos suizos y del Caribe, de entre cincuenta y cien millones de dólares.

Siguió viendo caer la lluvia tras los cristales. Culiacán. La noche de su llegada, cuando abordaba a pie de escalerilla el convoy de militares y federales que aguardaba en la pista, Teresa había descubierto a la derecha la antigua torre amarilla del viejo aeropuerto, aún con docenas de Cessnas y Piper estacionadas, y a la izquierda las nuevas instalaciones en construcción. La Suburban donde se instaló con Pote Gálvez era blindada, con cristales ahumados. Dentro iban sólo ella, Pote y el chófer, que llevaba una radio encendida en frecuencia policial en el salpicadero. Había luces azules y rojas, guachos con cascos de combate, federales de paisano y de gris oscuro armados hasta los dientes en la parte trasera de las trocas y en las portezuelas abiertas de las Suburban, gorras de béisbol, ponchos relucientes de lluvia, ametralladoras montadas apuntando a todas partes, antenas de radio que oscilaban al tomar las curvas a toda velocidad entre el bramido de las sirenas. Chale. Quién hubiera pensado, decía la cara de Pote Gálvez, que íbamos a volver de esta manera. Así recorrieron el bulevar Zapata, girando en el Libramiento Norte a la altura de la gasolinera El Valle. Luego vino el malecón, con los álamos y los grandes sauces que prolongaban la lluvia hasta el suelo, las luces de la ciudad, los rincones familiares, el puente, el cauce oscuro del río Tamazula, la colonia Chapultepec. Teresa había creído que sentiría algo especial en el corazón al estar de nuevo allí; pero lo cierto, descubrió, era que no se daba gran diferencia de un lugar a otro. No sentía emoción, ni miedo. Durante todo el trayecto, ella y Pote Gálvez se observaron muchas veces. Al fin Teresa preguntó qué tienes en la cabeza, Pinto; y el gatillero tardó un poquito en responder, mirando hacia afuera, el bigote como un brochazo oscuro en la cara y las salpicaduras de agua de la ventanilla moteándole más la cara cuando pasaban ante focos de luz. Pos fíjese que nada especial, patrona, repuso al fin. Sólo se me hace raro. Lo dijo sin entonaciones, inexpresivo el rostro aindiado y norteño. Sentado muy formal a su lado en el cuero de la Suburban, con las manos cruzadas sobre la barriga. Y por primera vez desde aquel sótano lejano de Nueva Andalucía, a Teresa le pareció indefenso. No le dejaban llevar armas, aunque estaba previsto que sí habría dentro de la casa para protección personal de ambos, aparte los federales del jardín y los guachos que rodeaban el perímetro de la finca, en la calle. De vez en cuando el gatillero se volvía a mirar por la ventanilla, reconociendo este o aquel lugar con un vistazo. Sin abrir la boca. Tan callado como cuando, antes de dejar Marbella, ella lo hizo sentarse enfrente y le explicó a qué venía. A qué venían. No a ponerle el dedo a nadie, sino a pasarle cuenta bien pesada a un hijo de su pinche madre. Sólo a él y nada más. Pote estuvo un rato pensándolo. Y dime de verdad qué opinas, exigió ella. Necesito saberlo antes de permitir que me acompañes de regreso allá. Pos fíjese que yo no opino, fue la respuesta. Y se lo digo, o mejor no digo lo que no digo, con todo respeto. A lo mejor hasta tengo mis sentimientos, patrona. Pa’ qué le digo que no, si sí. Pero lo que yo tenga o deje de tener es cosa mía. No, pues. A usted le parece bien hacer tal o cual cosa, la hace y es la de ahí. Usted nomás decide ir, y yo pos ni modo. La acompaño.

Se apartó de la ventana y fue hasta la mesa en busca de un cigarrillo. El paquete de Faros seguía junto a la Sig Sauer y los tres cargadores llenos de parque 9 parabellum. Al principio Teresa no estaba familiarizada con aquella pistola, y Pote Gálvez pasó una mañana enseñándole a desmontarla y volverla a montar con los ojos cerrados. Si vienen de noche y a usted se le embala la escuadra, patrona, mejor que pueda arreglárselas sin prender la luz. Ahora el gatillero se acercó con un fósforo encendido, inclinó breve la cabeza cuando ella dio las gracias, y después fue al sitio que Teresa había ocupado junto la ventana, a echar un vistazo afuera.

—Todo está en orden —dijo ella, exhalando el humo.

Era un placer echarse faritos después de tantos años. El gatillero encogió los hombros, dando a entender que, respecto a lo del orden, en Culiacán la palabra resultaba relativa. Después fue al pasillo y Teresa lo oyó hablar con uno de los federales que estaban en la casa. Tres dentro, seis en el jardín, veinte guachos en el perímetro exterior, relevándose cada doce horas, manteniendo lejos a los curiosos, a los periodistas y a los malandrines que a esas horas sin duda rondaban ya en espera de una oportunidad. Me pregunto, calculó en sus adentros, cuánto ofrecerá por mi cuero el diputado y candidato a senador por Sinaloa don Epifanio Vargas.

—¿Cuánto crees que valdremos, Pinto?

Había aparecido otra vez en la puerta, con aquel aspecto de oso torpe de cuando temía hacerse notar demasiado. Tranquilo en apariencia, como de costumbre. Pero ella observó que, tras los párpados entornados, sus ojos oscuros y suspicaces no paraban de medirle el agua a los tamales.

—A mí me bajan gratis, patrona… Pero usted se ha vuelto bocado grande. Nadie andaría en esta quema por menos de un madral.

—¿Serán los mismos escoltas o vendrán de fuera?

Resopló el otro, arrugando el bigote y la frente.

—Me late que de fuera —dijo—. Los narcos y los policías son iguales pero no siempre, aunque a veces sí… ¿Me comprende?

—Más o menos.

—Ésa es la neta. Y de los guachos, el coronel se me hace mero mero. Buena onda… De los que truenan nomás sus chicharrones.

—Ahí veremos, ¿no?

—Pos fíjese que estaría requetebién padre, mi doña. Verlo de una vez, y pelarnos.

Teresa sonrió al oír aquello. Comprendía al gatillero. La espera siempre resultaba peor que la bronca, por pesada que ésta fuese. De cualquier manera, ella había adoptado medidas adicionales. Preventivas. No era una chava inexperta, tenía medios y conocía a sus clásicos. El viaje a Culiacán estaba precedido de una campaña de información en los niveles adecuados, incluida la prensa local. Sólo Vargas, era el lema. Ni madrineo, ni dedo, ni pitazos: asunto personal en plan duelo en la barranca, y el resto a disfrutar del espectáculo. A salvo. Ni un nombre más, ni una fecha. Nada. Sólo don Epifanio, ella y el fantasma del Güero Dávila quemándose en el Espinazo del Diablo doce años atrás. No se trataba de una delación, sino de una venganza limitada y personal; eso podía entenderse muy bien en Sinaloa, donde lo primero estaba mal visto y lo segundo era norma al uso y abastecimiento habitual de panteones. Aquél había sido el pacto en el hotel Puente Romano, y el Gobierno de México estuvo de acuerdo. Hasta los gringos, aunque a regañadientes, lo estuvieron. Un testimonio concreto y un nombre concreto. Ni siquiera César Batman Güemes o los demás chacas que en otro tiempo fueron próximos a Epifanio Vargas debían sentirse amenazados. Eso, era de esperar, habría tranquilizado bastante al Batman y a los otros. También aumentaba las posibilidades de supervivencia de Teresa y reducía los frentes a cubrir. A fin de cuentas, en el tiburoneo del dinero y la narcopolítica sinaloense, don Epifanio había sido o era un aliado, un prócer local; pero también un competidor y, tarde o temprano, un enemigo. A muchos les iría de perlas que alguien lo sacara de escena a tan bajo precio.

Sonó el teléfono. Fue Pote Gálvez quien agarró el auricular, y después se quedó mirando a Teresa como si al otro lado de la línea hubiesen pronunciado el nombre de un espectro. Pero ella no se sorprendió en absoluto. Llevaba cuatro días esperando esa llamada. Y ya se tardaba.

—Esto es irregular, señora. No estoy autorizado.

El coronel Edgar Ledesma estaba de pie en la alfombra del salón, las manos cruzadas a la espalda, el uniforme de faena bien planchado, las botas relucientes húmedas de lluvia. Su pelo recorto, puro guacho, le sentaba muy bien, confirmó Teresa, con todo y sus canas blancas. Tan educado y tan limpio. Le recordaba un poco a aquel capitán de la Guardia Civil de Marbella, mucho tiempo atrás, cuyo nombre había olvidado.

—Estamos a menos de veinticuatro horas de su declaración en la Procuraduría General.

Teresa permanecía sentada, fumando, cruzadas las piernas con los pantalones de seda negra. Mirándolo desde abajo. Cómoda. Muy cuidadosa de poner las cosas en su sitio.

—Déjeme decirle, coronel. Yo no estoy aquí en calidad de prisionera.

—Por supuesto que no.

—Si acepto su protección es porque deseo aceptarla. Pero nadie puede impedirme ir a donde quiera… Ése fue el pacto.

Ledesma apoyó el peso de su cuerpo en una bota, y luego en otra. Ahora miraba al licenciado Gaviria, de la Procuraduría General del Estado, su enlace con la autoridad civil que manejaba el asunto. Gaviria también estaba de pie, aunque algo más alejado, con Pote Gálvez detrás, recostado en el marco de la puerta, y el ayudante militar del coronel —un teniente joven— mirando por encima de su hombro, desde el pasillo.

—Dígale a la señora —rogó el coronel— que lo que pide es imposible.

Gaviria le dio la razón a Ledesma. Era un individuo flaquito, agradable, vestido y afeitado con mucha corrección. Teresa lo miró fugazmente, dejando resbalar la vista como si no lo viera.

—Yo no pido nada, coronel —le dijo al guacho—. Me limito a comunicarle que tengo intención de salir esta tarde de aquí durante hora y media. Que tengo una cita en la ciudad… Usted puede tomar disposiciones de seguridad, o no hacerlo.

Ledesma movía la cabeza, impotente.

—Las leyes federales me prohíben mover tropas por la ciudad. Con esa gente que tengo ahí afuera ya apuramos mucho la letra pequeña.

—Y por su parte, la autoridad civil… —empezó a decir Gaviria.

Teresa apagó el cigarrillo en el cenicero, con tanta fuerza que se quemó entre las uñas.

—Usted no se me agüite, licenciado. Ni tantito así. Con la autoridad civil cumpliré mañana como está previsto, a la hora en punto.

—Habría que considerar que, en términos legales…

—Oiga. Tengo el hotel San Marcos lleno de abogados que me cuestan un chingo —señaló el teléfono—… ¿A cuántos quiere que llame?

—Podría ser una trampa —argumentó el coronel.

—Híjole. No me diga.

Ledesma se pasó una mano por la cabeza. Después dio unos pasos por la habitación, seguido por los ojos angustiados de Gaviria.

—Tendré que consultar con mis superiores.

—Consulte con quien guste —dijo Teresa—. Pero tenga clara una cosa: si no me dejan acudir a esa cita, interpreto que estoy retenida aquí, a pesar de los compromisos del Gobierno. Y eso deshace el trato… Además, les recuerdo que en México no hay cargos contra mí.

El coronel la observó con fijeza. Se mordía el labio inferior como si le molestase un pellejito. Inició el ademán de ir hacia la puerta, pero se detuvo a la mitad.

—¿Qué gana con rifársela así?

Era evidente que deseaba comprender de veras. Teresa descruzó las piernas, alisándose con las manos las arrugas de la seda negra. Lo que gane o pierda, respondió, es cosa mía y a ustedes les vale madres. Lo dijo de ese modo y se quedó callada, y al momento oyó suspirar bronco al guacho. Otra mirada entre él y Gaviria.

—Pediré instrucciones —dijo el coronel.

—Yo también —apostilló el funcionario.

—Órale. Pidan lo que tengan que pedir. Mientras tanto, yo exijo un carro en la puerta a las siete en punto. Con ese güey —señaló a Pote Gálvez— dentro y bien armado… Lo que haya alrededor o por encima, coronel, es cosa suya.

Lo había dicho mirando todo el tiempo a Ledesma. Y esta vez, calculó, puedo permitirme sonreír un poco. Les impresiona mucho que una hembra sonría mientras les retuerce los huevos. Qué onda, mi perro. Te creías el caballo de Marlboro.

Zum, zum. Zum, zum. Las escobillas del parabrisas sonaban monótonas, con la lluvia repicando como granizo de balas en el techo de la Suburban. Cuando el federal que manejaba hizo girar a la izquierda el volante y enfiló la avenida Insurgentes, Pote Gálvez, que ocupaba el asiento contiguo al conductor, miró a un lado y a otro y puso las dos manos sobre el cuerno de chivo Aká 47 que cargaba sobre las rodillas. También llevaba en un bolsillo de la chaqueta un boquitoqui conectado en la misma frecuencia que la radio de la Suburban, y Teresa escuchaba desde el asiento de atrás las voces de los agentes y los guachos que participaban en el operativo. Objetivo Uno y Objetivo Dos, decían. El Objetivo Uno era ella misma. Y con el Objetivo Dos iba a encontrarse de allí a nada.

Zum, zum. Zum, zum. Era de día, pero el cielo gris oscurecía las calles y algunos comercios tenían las luces encendidas. La lluvia multiplicaba los destellos luminosos del pequeño convoy. La Suburban y su escolta —dos Ram federales y tres trocas Lobo con guachos encaramados tras las ametralladoras— levantaban regueros de agua en el torrente pardo que llenaba las calles y corría hacia el Tamazula, rebosando conducciones y alcantarillas. Había una franja negra en el cielo, al fondo, recortando los edificios más altos de la avenida, y otra franja rojiza por debajo que parecía vencerse por el peso de la negra.

—Un retén, patrona —dijo Pote Gálvez.

Sonó el cuerno de chivo al cerrojearlo, y eso valió al gatillero una ojeada inquieta, de soslayo, del conductor. Cuando lo rebasaban sin aflojar la marcha, Teresa vio que se trataba de un retén militar y que los guachos, casco de combate, Errequinces y Emedieciséis a punto, habían hecho aparcar a un lado dos carros de la policía y vigilaban sin disimulo a los judiciales que se hallaban dentro. Era evidente que el coronel Ledesma se fiaba lo justo; y también que, tras buscarle mucho las vueltas a las leyes que prohibían mover tropas dentro de las ciudades, el subcomandante de la Novena Zona había encontrado por dónde fregarse la letra pequeña —a fin de cuentas, el estado natural de un militar lindaba siempre con el estado de sitio—. Teresa observó más guachos y federales escalonados bajo los árboles que dividían el doble sentido de la avenida, con tránsitos desviando la circulación para otras calles. Y allí mismo, entre las vías de ferrocarril y el gran cuadrado de cemento de la Unidad Administrativa, la capilla de Malverde parecía mucho más pequeña de lo que ella recordaba, doce años atrás.

Recuerdos. De pronto comprendió que, durante aquel larguísimo viaje de ida y vuelta, sólo había adquirido tres certezas sobre la vida y los seres humanos: que matan, recuerdan y mueren. Porque llega un momento, se dijo, en que miras adelante y sólo ves lo que dejaste atrás: cadáveres que fueron quedando a tu espalda mientras caminabas. Entre ellos vaga el tuyo, y no lo sabes. Hasta que al fin lo ves, y lo sabes.

Se buscó en las sombras de la capilla, en la paz del banquito puesto a la derecha de la efigie del santo, en la penumbra rojiza de las velas que ardían con débil chisporroteo entre las flores y las ofrendas colgadas de la pared. La luz afuera se iba ahora muy deprisa, y el resplandor intermitente rojo y azul de un carro federal iluminaba la entrada con destellos mas intensos a medida que se entenebrecía el gris sucio de la tarde. Detenida frente al santo Malverde, observando su pelo negro como teñido de peluquería, la chaqueta blanca y la mascada al cuello, los ojos achinados y el mostacho charro, Teresa movió los labios para rezar, como hiciera tiempo atrás —Dios vendiga mi camino y permita mi regreso—; pero no logró llegar a oración alguna. Quizá sea un sacrilegio, pensó de pronto. Tal vez no debí establecer la cita en este sitio. Quizás el tiempo me ha vuelto estúpida y arrogante, y va siendo hora de que pague por ello.

La última vez que estuvo allí había otra mujer mirándola desde las sombras. Ahora la buscaba sin hallarla. A menos, resolvió, que yo sea la otra mujer, o la tenga dentro, y la morra de ojos asustados, la chavita que huía con una bolsa y una Doble Águila en las manos, se haya convertido en uno de esos espectros que vagan a mi espalda, mirándome con ojos acusadores, o tristes, o indiferentes. Quizá la vida sea eso, y una respire, camine, se mueva sólo para un día mirar atrás y verse allí. Para reconocerse en las sucesivas muertes propias y ajenas a las que te condena cada uno de tus pasos.

Metió las manos en los bolsillos de la gabardina —un suéter debajo, tejanos, botas cómodas con suela de goma— y extrajo el paquete de faritos. Encendía uno en la llama de una vela de Malverde cuando don Epifanio Vargas se recortó en los destellos rojos y azules de la puerta.

—Teresita. Cuánto tiempo.

Seguía casi igual, apreció. Alto, corpulento. Había colgado el impermeable en un gancho junto a la puerta. Traje oscuro, camisa abierta sin corbata, botas picudas. Con aquella cara que recordaba las viejas películas de Pedro Armendáriz. Tenía muchas canas en el bigote y en las sienes, unas cuantas arrugas más, la cintura ensanchada, tal vez. Pero era el mismo.

—Apenas te reconozco.

Dio unos pasos adentrándose en la capilla después de mirar a un lado y a otro con recelo. Observaba fijamente a Teresa, intentando relacionarla con la otra mujer que tenía en la memoria.

—Usted no ha cambiado mucho —dijo ella—. Algo más de peso, quizá. Y las canas.

Estaba sentada en el banco, junto a la efigie de Malverde, y no se movió al verlo entrar.

—¿Llevas un arma? —preguntó don Epifanio, cauto.

—No.

—Qué bueno. A mí me checaron ahí afuera esos putos. Yo tampoco traía.

Suspiró un poco, miró a Malverde iluminado por la luz trémula de las velas, luego otra vez a ella.

—Ya ves. Acabo de cumplir sesenta y cuatro. Pero no me quejo.

Se aproximó hasta quedar muy cerca, estudiándola con atención desde arriba. Ella permaneció como estaba, sosteniéndole la mirada.

—Creo que te fueron bien las cosas, Teresita.

—Tampoco a usted le han ido mal.

Don Epifanio movió la cabeza en una lenta afirmación. Pensativo. Después se sentó al lado. Estaba exactamente igual que la última vez, excepto que ella no tenía una Doble Águila en las manos.

—Doce años, ¿verdad? Tú y yo en este mismo sitio, con la famosa agenda del Güero…

Se interrumpió, dándole ocasión de mezclar los recuerdos con los suyos. Pero Teresa guardó silencio. Al cabo de un instante don Epifanio sacó un cigarro habano del bolsillo superior de la chaqueta. Nunca imaginé, empezó a decir mientras quitaba la vitola. Pero se detuvo otra vez, como si acabara de llegar a la conclusión de que lo nunca imaginado no tenía importancia. Creo que todos te infravaloramos, dijo al fin. Tu hombre, yo mismo. Todos. Lo de tu hombre lo dijo un poco más bajo, y parecía que intentara deslizarlo inadvertido entre el resto.

—A lo mejor por eso sigo viva.

El otro reflexionó sobre aquello mientras aplicaba la llama de un encendedor al cigarro.

—No es un estado permanente, ni garantizado. —concluyó con la primera bocanada—. Uno sigue vivo hasta que deja de estarlo.

Fumaron un poco los dos, sin mirarse. Ella casi tenía consumido su cigarrillo.

—¿Qué haces metida en esto?

Aspiró por última vez la brasa entre sus dedos. Luego dejó caer la colilla y la pisó con cuidado. Pues fíjese, repuso, que nomás arreglar cuentas viejas. Cuentas, repitió otro. Después volvió a chupar su habano y emitió una opinión: esas cuentas es mejor dejarlas como están. Ni modo, dijo Teresa, si hacen que duerma mal.

—Tú no ganas nada —argumentó don Epifanio.

—Lo que gano es cosa mía.

Durante unos instantes oyeron chisporrotear las velitas del altar. También las ráfagas de lluvia que golpeaban el techo de la capilla. Afuera seguía destellando el azul y el rojo del coche federal.

—¿Por qué quieres fregarme?… Eso es hacerle el juego a mis adversarios políticos.

Era un buen tono, admitió ella. Casi de afecto. Menos un reproche que una pregunta dolida. Un padrino traicionado. Una amistad herida. Nunca lo vi como un mal tipo, pensó. A menudo fue sincero, y tal vez sigue siéndolo.

—No sé quiénes son sus adversarios, ni me importa —respondió—. Usted hizo matar al Güero. Y al Chino. También a Brenda y a los plebitos.

Ya que de afectos se trataba, por ese rumbo iban los suyos. Don Epifanio miró la brasa del cigarro, fruncido el ceño.

—No sé qué te han podido contar. En cualquier caso, esto es Sinaloa… Eres de aquí y sabes cuáles son las reglas.

Las reglas, dijo lentamente Teresa, también incluyen ajustar cuentas con quien te la debe. Hizo una pausa y oyó la respiración del hombre atento a sus palabras. También quiso luego, añadió, que me mataran a mí.

—Eso es mentira —don Epifamo parecía escandalizado—. Estuviste aquí, conmigo. Protegí tu vida… Te ayudé a escapar.

—Hablo de más tarde. Cuando se arrepintió.

En nuestro mundo, argumentó el otro después de pensarlo un rato, los negocios son complicados. La estuvo estudiando después de decir eso, como quien espera que haga efecto un calmante. En todo caso, añadió al fin, comprendería que me quisieras pasar facturas tuyas. Eres sinaloense y lo respeto. Pero transar con los gringos y con esos mandilones que me quieren tumbar desde el Gobierno…

—Usted no sabe con quién chingados transo.

Lo dijo sombría, con una firmeza que dejó al otro pensativo, el habano en la boca y entornados los ojos por el humo, los destellos de la calle alternándolo en sombras rojas y azules.

—Dime una cosa. La noche que nos vimos tú habías leído la agenda, ¿verdad?… Sabías lo del Güero Davila… Y sin embargo no me di cuenta. Me engañaste.

—Me iba la vida.

—¿Y por qué desenterrar esas cosas viejas?

—Porque hasta ahora no supe que fue usted quien le pidió un favor al Batman Güemes. Y el Güero era mi hombre.

—Era un cabrón de la DEA.

—Con todo, cabrón y de la DEA, era mi hombre.

Lo oyó ahogar una maldición serrana mientras se levantaba. Su corpulencia parecía llenar el pequeño recinto de la capilla.

—Escucha —miraba la efigie de Malverde, como si pusiera al santo patrón de los narcos por testigo—. Yo siempre me porté bien. Era padrino de ustedes dos. Apreciaba al Güero y te apreciaba a ti. Él me traicionó, y a pesar de eso te protegí ese lindo cuerito… Lo otro fue mucho más tarde, cuando tu vida y la mía tomaron caminos diferentes… Ahora ha pasado el tiempo, estoy fuera de eso. Soy viejo, y hasta nietos tengo. Ando a gusto en política, y el Senado me permitirá hacer cosas nuevas. Eso incluye beneficiar a Sinaloa… ¿Qué ganas con perjudicarme? ¿Ayudar a esos gringos que consumen la mitad de las drogas del mundo mientras deciden, según les conviene, cuándo el narco es bueno y cuándo es malo? ¿A los que financiaban con droga a las guerrillas anticomunistas del Vietnam, y luego vinieron a pedírnosla a los mejicanos para pagar las armas de la contra en Nicaragua?… Oye, Teresita: esos que ahora te utilizan me hicieron ganar un chingo de dólares con Norteña de Aviación, ayudándome además a lavarlos en Panamá… Dime qué te ofrecen ahora los cabrones… ¿Inmunidad?… ¿Dinero?

—No se trata de una cosa ni de otra. Es algo más complejo. Más difícil de explicar.

Epifanio Vargas se había vuelto a mirarla de nuevo. De pie junto al altar, las velas le envejecían mucho los rasgos.

—¿Quieres que te cuente —insistió— quién me anda jodiendo en la Unión Americana?… ¿Quién es el que más aprieta a la DEA?… Un fiscal federal de Houston que se llama Clayton, muy vinculado al Partido Demócrata… ¿Y sabes qué era antes de que lo nombraran fiscal?… Abogado defensor de narcos mejicanos y gringos, e íntimo amigo de Ortiz Calderón: el director de interceptación aérea de la judicial Federal mejicana, que ahora vive en los Estados Unidos como testigo protegido tras haberse embolsado millones de dólares… Y en el lado de aquí, los que buscan reventarme son los mismos que antes hacían negocios con los gringos y conmigo: abogados, jueces, políticos que buscan taparle el ojo al macho con un chivo expiatorio… ¿A ésos quieres ayudar changándome?

Teresa no respondió. El otro estuvo mirándola un rato y después movió la cabeza, impotente.

—Estoy cansado, Teresita. Trabajé y luché mucho en la vida.

Era cierto, y ella lo sabía. El campesino de Santiago de los Caballeros había calzado huaraches entre matas de frijoles. Nadie le regaló nada.

—Yo también estoy cansada.

Seguía observándola atento, en busca de una rendija por donde escudriñar lo que ella tenía en la cabeza.

—No hay arreglo posible, entonces —concluyó.

—Me late que no.

La brasa del habano le brilló a don Epifanio en la cara.

—He venido a verte —dijo, y ahora el tono era distinto— ofreciéndote todo tipo de explicaciones… Quizá te lo debía, o quizá no. Pero he venido como vine hace doce años, cuando me necesitabas.

—Lo sé y se lo agradezco. Usted nunca me hizo otro mal que el que consideró imprescindible… Pero cada cual sigue su camino.

Un silencio muy largo. Sobre el tejado seguía cayendo la lluvia. El santo Malverde miraba impasible al vacío con sus ojos pintados.

—Todo eso de ahí afuera no garantiza nada —dijo al fin Vargas—. Y lo sabes. En catorce o dieciséis horas pueden pasar muchas cosas…

Me vale madres, respondió Teresa. Es a usted a quien le toca batear. Don Epifanio movió afirmativamente la cabeza mientras repetía lo de batear, como si ella hubiese resumido bien el estado de las cosas. Luego alzó las manos para dejarlas caer a los costados con desolación. Debí matarte aquella noche, se lamentó. Aquí mismo. Lo dijo sin pasión en la voz, muy educado y objetivo. Teresa lo miraba desde el banquito, sin moverse. Sí que debió, dijo con calma. Pero no lo hizo, y ahora le cobro. Y quizá tenga razón en que la cuenta sea excesiva. En realidad se trata del Güero, del Gato Fierros, de otros hombres que ni siquiera conoció. Es usted quien al final paga por todos. Y yo también pago.

—Estás loca.

—No —Teresa se levantó entre los destellos de la puerta y la luz rojiza de las velas—… Lo que estoy es muerta. Su Teresita Mendoza murió hace doce años, y vine a enterrarla.

Apoyó la frente en la ventana medio empañada del segundo piso, sintiendo el vaho húmedo refrescarle la piel. Los focos del jardín hacían relucir las ráfagas de agua, convirtiéndolas en millares de gotas luminosas que se desplomaban en el contraluz, entre las ramas de los árboles, o brillaban suspendidas al extremo de las hojas. Teresa tenía un cigarrillo entre los dedos, y la botella de Herradura Reposado estaba sobre la mesa junto a un vaso, el cenicero lleno, la Sig Sauer con los tres cargadores de reserva. En el estéreo cantaba José Alfredo: Teresa no sabía si era una de las rolas que siempre cargaba para ella Pote Gálvez, el casete de los autos y los hoteles, o si formaba parte del ajuar de la casa:

La mitad de mi copa dejé servida,

por seguirte los pasos no sé pa’ qué.

Llevaba horas así. Tequila y música. Recuerdos y presente desprovisto de futuro. María la Bandida. Que se me acabe la vida. La noche de mi mal. Se bebió la mitad de la copa que le quedaba y la llenó de nuevo antes de volver a la ventana, procurando que la luz de la habitación no la recortara demasiado. Mojó de nuevo los labios en el tequila mientras canturreaba las palabras de la canción. La mitad de mi suerte te la llevaste. Ojalá que te sirva no sé con quién.

—Se han ido todos, patrona.

Se volvió despacio, sintiendo de pronto mucho frío. Pote Gálvez estaba en la puerta, en mangas de camisa. Nunca se presentaba así ante ella. Llevaba un boquitoqui en una mano, su revólver en la funda de cuero sujeta al cinturón, y se veía muy serio. Mortal. El sudor le pegaba la camisa al grueso torso.

—¿Cómo que todos?

La miró casi con reproche. Para qué pregunta, si lo entiende. Todos significa todos menos usted y el aquí presente. Eso decía el gatillero sin decirlo.

—Los federales de la escolta —aclaró al fin—. La casa está vacía.

—¿Y adónde fueron?

El otro no respondió. Se limitaba a encoger los hombros. Teresa leyó el resto en sus ojos de norteño suspicaz. Para detectar perros, Pote Gálvez no necesitaba radar.

—Apaga la luz —dijo.

La habitación quedó a oscuras, iluminada sólo por la claridad del pasillo y los focos de afuera. El estéreo hizo clic y enmudeció José Alfredo. Teresa se acercó al marco de la ventana y echó un vistazo. Lejos, tras la gran verja de la entrada, todo parecía normal: se apreciaban soldados y coches bajo las grandes farolas de la calle. En el jardín, sin embargo, no advirtió movimiento. Los federales que solían patrullarlo no aparecían por ninguna parte.

—¿Cuándo fue el relevo, Pinto?

—Hace quince minutos. Vino un grupo nuevo y se fueron los otros.

—¿Cuántos?

—Los de siempre: tres feos en la casa y seis en el jardín.

—¿Y la radio?

Pote pulsó dos veces el botón del boquitoqui y se lo mostró. Ni madres, mi doña. Nadie dice nada. Pero si quiere podemos platicarle a los guachos. Teresa movió la cabeza. Fue hasta la mesa, empuñó la Sig Sauer y se metió los tres cargadores de reserva en los bolsillos del pantalón, uno en cada bolsillo de atrás y otro en el delantero de la derecha. Pesaban mucho.

—Olvídate de ellos. Demasiado lejos —acerrojó la pistola, clac, clac, un plomo en la recámara y quince en el cargador, y se la fajó en la cintura—. Además, lo mismo están de acuerdo.

—Voy a echar un lente —dijo el gatillero— con su permiso.

Salió de la habitación, el revólver en una mano y el boquitoqui en la otra, mientras Teresa se acercaba de nuevo a la ventana. Una vez allí se asomó con cuidado a observar el jardín. Todo parecía en orden. Por un momento creyó ver dos bultos negros moviéndose entre unos macizos de flores, bajo los grandes mangos. Nada más, y ni siquiera estaba segura de eso.

Tocó la culata de la escuadra, resignada. Un kilo de acero, plomo y pólvora: no era gran cosa para lo que podían estarle organizando afuera. Se quitó el semanario de la muñeca, guardándose en el bolsillo libre los siete aros de plata. No convenía ir haciendo ruido como si llevara un cascabel. Su cabeza funcionaba sola desde hacía rato, apenas Pote Gálvez vino a dar noticia del desmadre. Números a favor y en contra, balances. Lo posible y lo probable. Calculó una vez más la distancia que separaba la casa de la verja principal y de los muros, y repasó lo que durante los últimos días estuvo registrando en la memoria: lugares protegidos y descubiertos, rutas posibles, trampas en las que evitar caer. Había pensado tanto en todo eso que, ocupada ahora en revisarlo punto por punto, no tuvo tiempo de sentir miedo. Excepto que el miedo, esa noche, fuese aquella sensación de desamparo físico: carne vulnerable y soledad infinita.

La Situación.

Se trataba de eso mismo, confirmó de golpe. En realidad no venía a Culiacán para testificar contra don Epifanio Vargas, sino para que Pote Gálvez dijera estamos solos, patrona, y sentirse como ahora, la Sig Sauer fajada a la cintura, dispuesta a pasar la prueba. Lista para franquear la puerta oscura que durante doce años tuvo ante los ojos robándole el sueño en los amaneceres sucios y grises. Y cuando vuelva a ver la luz del día, pensó, si es que llego a verla, todo será distinto. O no.

Se apartó de la ventana, fue hasta la mesa y le dio un último sorbo al tequila. Media copa dejo servida, pensó. Para luego. Aún sonreía de labios adentro cuando Pote Gálvez se recortó en la claridad de la puerta. Traía un cuerno de chivo, y al hombro una bolsa de lona y aspecto pesado. Teresa llevó instintivamente la mano a la escuadra, pero se detuvo a medio camino. El Pinto no, se dijo. Prefiero volver la espalda y que me mate, a desconfiar de él y que se dé cuenta.

—Píquele, patrona —dijo el gatillero—. Nos han tendido un cuatro que ni el del Coyote. Pinches jotos.

—¿Federales o guachos?… ¿O los dos?

—Yo diría que es cosa de los feos, y que los otros miran. Pero cualquiera sabe. ¿Pido ayuda por radio?

Teresa se rió. Ayuda a quién, dijo. Si fueron todos a tragar tacos de cabeza y vampiros a la taquería Durango. Pote Gálvez se la quedó mirando, se rascó la sien con el cañón del Aká y al cabo moduló una sonrisa entre aturdida y feroz. Ésa es la neta, mi doña, dijo al fin, comprendiendo. Se hará lo que se pueda. Dijo eso y se quedaron los dos mirándose otra vez entre la luz y la sombra, de un modo con el que nunca se habían encarado antes. Entonces Teresa rió de nuevo, sincera, los ojos muy abiertos e inspirando aire hasta bien adentro, y Pote Gálvez movió la cabeza de arriba abajo como quien entiende un buen chiste. Esto es Culiacán, patrona, dijo el gatillero, y qué buena onda que se carcajee orita. Ojalá pudieran verla esos perros antes de que les abrasemos la madre, o viceversa. Pues a lo mejor me río de puro miedo a morirme, dijo ella. O de miedo a que me duela mientras me muero. Y el otro asintió otra vez y dijo: pos fíjese que como todos, patrona, o qué pensó. Pero eso del picarrón lleva su tiempito. Y mientras nos morimos o no, igual ahí nomás se mueren otros.

Escuchar. Ruidos, crujidos, rumor de lluvia en los cristales y en el tejado. Evitar que todo lo ensordezcan los latidos del corazón, el batir de la sangre en las venas minúsculas que corren por el interior de tus oídos. Calcular cada paso, cada ojeada. La inmovilidad con la boca seca y la tensión que asciende dolorosa por los muslos y el vientre hasta el pecho, cortando la poca respiración que todavía te permites. El peso de la Sig Sauer en la mano derecha, la palma de la mano apretada en torno a la culata. El pelo que apartas de la cara porque se pega a los ojos. La gota de sudor que rueda hasta el párpado y escuece en el lagrimal y terminas enjugando en los labios con la punta de la lengua. Salada.

La espera.

Otro crujido en el pasillo, o tal vez en la escalera. La mirada de Pote Gálvez desde la puerta de enfrente, resignada, profesional. Arrodillado en su falsa gordura, asomando media cara detrás del marco, el cuerno de chivo listo, desprovisto de culata para manejarlo más cómodo, un cargador con treinta tiros metido y otro sujeto con masking tape a ése, boca abajo, listo para dar la vuelta y cambiarlo en cuanto el primero se vacíe.

Más crujidos. En la escalera.

La mitad de mi copa, murmura Teresa sin palabras, dejé servida. Se siente vacía por dentro y lúcida por fuera. No hay reflexiones, ni pensamientos. Nada que no sea repetir absurdamente el estribillo de la canción y concentrar los sentidos en interpretar ruidos y sensaciones. Hay un cuadro al final del corredor, sobre el arranque de la escalera: sementales negros que galopan por una inmensa llanura verde. Delante de todos va un caballo blanco. Teresa cuenta los caballos: cuatro negros y uno blanco. Los cuenta igual que ha contado los doce barrotes de la barandilla que da sobre el hueco de la escalera, los cinco colores de la vidriera que se abre al jardín, las cinco puertas a este lado del pasillo, los tres apliques de luz en las paredes y la lámpara que pende del techo. También cuenta mentalmente la bala en la recámara y las quince en el cargador, el primer tiro en doble acción, un poquito más duro y luego los demás ya salen solos, y así uno tras otro, los cuarenta y cinco del parque de reserva que le pesan en los cargadores que lleva en los bolsillos de los tejanos. Hay para quemar, aunque todo depende de lo que traigan los malandrines. En cualquier caso, es la recomendación de Pote Gálvez, mejor irlo quemando de poquito a poco, patrona. Sin nervios y sin prisas, jalón a jalón. Dura más y se desperdicia menos. Y si acaba el plomo, tíreles mentadas, que también duelen.

Los crujidos son pasos. Y suben.

Una cabeza se asoma con precaución por el rellano. Pelo negro, joven. Un torso y otra cabeza. Llevan armas por delante, cañones que se mueven haciendo arcos en busca de algo a lo que disparar. Teresa extiende el brazo, mira de soslayo a Pote Gálvez, aguanta la respiración, aprieta el gatillo. La Sig Sauer salta escupiendo como truenos, bum, bum, bum, y antes de que suene el tercero se comen todo el sonido del pasillo las ráfagas cortas del Aká del gatillero, raaaca, suena, raaaca, raaaca, y el pasillo se llena de humo acre, y entre el humo se ve deshacerse en fragmentos y astillas la mitad de los barrotes de la escalera, raaaca, raaaca, y las dos cabezas desaparecen y en el piso de abajo hay voces gritando, y ruido de raza que corre; y en ésas Teresa deja de disparar y aparta el arma porque Pote, con una agilidad inesperada en un tipo de sus dimensiones, se incorpora y corre agachado hacia la escalera, raaaca, raaaca, hace de nuevo su cuerno a medio camino, y una vez allí saca el Aká con el caño hacia abajo, sin apuntar, larga otra ráfaga, busca una granada en la bolsa que lleva al hombro, le quita el pasador con los dientes como en las películas, la tira por el hueco de la escalera, se vuelve con una carrerita corta, agachado, y se lanza al piso de un barrigazo mientras el hueco de la escalera hace pum-pumbaaa, y entre humo y ruido y un golpe de aire caliente que le pega en la cara a Teresa, lo que hubiera en la escalera, caballos incluidos, acaba de irse a la chingada.

La de Dios.

Ahora se apaga de golpe la luz en toda la casa. Teresa no sabe si eso es bueno o es malo. Corre a la ventana, mira afuera y comprueba que también el jardín se ha quedado a oscuras, y que las únicas luces son las de la calle al otro lado de los muros y la verja. Corre agachada de regreso a la puerta, tropieza con la mesa y la derriba con todo cuanto tiene encima, el tequila y el tabaco al carajo, se tumba de nuevo, asomando media cara y la pistola. El hueco de la escalera es un pozo seminegro, débilmente iluminado por el resplandor que entra por la vidriera rota que da al jardín.

—¿Cómo se encuentra, mi doña?

Lo de Pote Gálvez ha sido un murmullo. Bien, responde Teresa bajito. Bastante bien. El gatillero no dice nada más. Lo adivina en la penumbra, tres metros más allá, al otro lado del pasillo. Pinto, susurra. Se ve de a madre tu pinche camisa blanca. Pos ni modo, contesta el otro. Ya no es cosa de cambiarse.

—Lo está haciendo bien, patrona. Conserve el parque.

Por qué ahora no tengo miedo, se interroga Teresa. A quién chingados creo que le está pasando todo esto. Se toca la frente con una mano seca, helada, y empuña la escuadra con una mano mojada de sudor. Que alguien me diga cuál de estas manos es mía.

—Ahí vuelven los hijos de su madre —susurra Pote Gálvez, encarando el cuerno.

Raaaaca. Raaaca. Ráfagas cortas como las de antes, con los casquillos de 7.62 repiqueteando al caer al suelo por todas partes, el humo arremolinado entre las sombras dándole picor a la garganta, fogonazos del Aká del gatillero, fogonazos de la Sig Sauer que Teresa empuña con ambas manos, bum, bum, bum, abriendo la boca para que los estampidos no le rompan los tímpanos hacia dentro, tirando hacia los fogonazos que surgen de la escalera con zumbidos que pasan, ziaaang, ziaaang, chasquean siniestros contra el yeso de las paredes y la madera de las puertas, y levantan estrépito de cristales rotos al impactar en las ventanas del otro lado del pasillo. El carro de la escuadra detenido atrás de pronto, clic, clac, sin más tiros que pegar, y Teresa desconcertada, hasta que cae en la cuenta y oprime el botón para expulsar el cargador vacío, y mete otro, el que llevaba en el bolsillo delantero de los tejanos, y al liberar el carro éste acerroja una bala. Se dispone a tirar de nuevo pero se contiene, porque Pote ha sacado medio cuerpo fuera de su resguardo y otra granada suya está rodando por el pasillo hasta la escalera, y esta vez el fogonazo es enorme en la oscuridad, pum-pumbaaa de nuevo, cabrones, y cuando el gatillero se incorpora y corre agachado hacia el hueco, con el cuerno listo, Teresa se levanta también y corre a su lado, y llegan juntos a la barandilla deshecha, y al asomarse para quemarlo todo a tiros abajo, los fogonazos de sus disparos alumbran por lo menos dos cuerpos tirados entre los escombros de los escalones.

Chíngale. Le duelen los pulmones de respirar la pólvora. Ahoga la tos lo mejor que puede. No sabe cuánto tiempo ha pasado. Tiene mucha sed. No tiene miedo.

—¿Cuánto parque, patrona?

—Poco.

—Ahí le va.

En la oscuridad, por el aire, agarra dos de los cargadores llenos que le echa Pote Gálvez y se le escapa el tercero. Lo busca a tientas por el suelo y se lo mete en un bolsillo de atrás.

—¿No va a ayudarnos nadie, mi doña?

—No mames.

—Los guachos están afuera… El coronel parecía decente.

—Su jurisdicción termina en la verja de la calle. Tendríamos que llegar hasta allí.

—Ni modo. Demasiado lejos.

—Sí. Demasiado lejos.

Crujidos y pasos. Empuña la pistola y apunta a las sombras, apretando los dientes. Quizá llegó la hora, piensa. Pero no sube nadie. Chale. Falsa alarma.

De pronto andan ahí, y no los han oído subir. Esta vez la granada que viene por el suelo está dirigida a ellos dos, y Pote Gálvez tiene el tiempo justo de advertírselo. Teresa rueda hacia dentro, cubriéndose la cabeza con las manos, y la explosión enmarca la puerta e ilumina el pasillo como de día. Ensordecida, tarda en comprender que el rumor lejano que oye son las ráfagas furiosas que dispara Pote Gálvez. Y yo también debería hacer algo, piensa. Así que se incorpora tambaleándose por el shock del estallido, agarra la pistola, va de rodillas hasta la puerta, apoya una mano en el marco, se pone en pie, sale afuera y empieza a disparar a ciegas, bum, bum, bum, fogonazos entre fogonazos mientras el ruido crece y se hace cada vez más claro y cercano, y de pronto se encuentra frente a sombras negras que vienen hacia ella entre relámpagos de luz naranja y azul y blanca, bum, bum, bum, y hay balas que pasan, ziaaang, y chasquean en las paredes por todas partes, hasta que por detrás, a un lado, bajo su mismo brazo izquierdo, el caño del Aká de Pote Gálvez se suma a la quema, raaaaca, raaaaaca, esta vez no con ráfagas cortas sino interminablemente largas, cabrones lo oye gritar, cabrones, y comprende que algo va mal y que tal vez le han dado a él o le han dado a ella, que a lo mejor ella misma se está muriendo en ese momento y no lo sabe. Pero su mano derecha sigue apretando el gatillo, bum, bum, y si disparo es que sigo viva, piensa. Disparo luego existo.

La espalda contra la pared, Teresa mete su último cargador en la culata de la Sig Sauer. Está asombrada de no tener un rasguño. Rumor de lluvia afuera, en el jardín. A veces oye quejarse entre dientes a Pote Gálvez.

—¿Estás herido, Pinto?

—La regué bien gacho, patrona… Algo de plomo llevo.

—¿Duele?

—Un chingo. Pa’ qué le digo que no, si sí.

—Pinto.

—Dígame.

—Aquí está cabrón. No quiero que nos cacen sin parque, como a conejos.

—Pos ordene nomás. Usted manda.

El porche, decide. Es un techo en voladizo con arbustos debajo, al otro extremo del pasillo. La ventana que se abre encima no es problema, porque a estas horas no le queda un vidrio sano. Si llegan allí podrán saltar al jardín y abrirse paso luego, o intentarlo, hasta la verja de la entrada o el muro que da a la calle. La lluvia lo mismo puede estorbar que salvarles la vida. E igual les tiran también los militares, pero ése es un riesgo más a correr. Hay periodistas afuera, y gente que mira. No es tan fácil como en la casa. Y don Epifanio Vargas puede comprar a mucha gente, pero nadie puede comprar a todo el mundo.

—¿Puedes moverte, Pinto?

—Pos fíjese que sí, patrona. Que puedo.

—La idea es la ventana del pasillo, y al jardín.

—La idea es la que usted quiera.

Ya ocurrió una vez, piensa Teresa. Ocurrió algo parecido y también Pote Gálvez estaba allí.

—Pinto.

—Mande.

—¿Cuántas granadas quedan?

—Una.

—Pues ándale.

Todavía rueda la granada cuando echan a correr por el pasillo, y el estampido los encuentra junto a la ventana. Oyendo a su espalda las ráfagas de cuerno que dispara el gatillero, Teresa pasa las piernas por el marco, procurando no herirse con las astillas de vidrio; pero al apoyar la mano izquierda, se corta. Siente el líquido denso y cálido correrle por la palma de la mano mientras consigue llegar afuera, la lluvia azotándole la cara. Las tejas del voladizo crujen bajo sus pies. Se faja la escuadra en la cintura antes de dejarse resbalar por la superficie mojada, frenando con el canalón que desciende del tejado. Luego, tras suspenderse un instante, se deja caer.

Chapotea en el barro, otra vez la escuadra en la mano. Pote Gálvez aterriza a su lado. Un golpe. Un gemido de dolor.

—Corre, Pinto. Hacia la barda.

No hay tiempo. Un haz de linterna los busca con urgencia desde la casa, y empiezan de nuevo los fogonazos. Esta vez las balas hacen chíu-chíu al hundirse en los charcos. Teresa levanta la Sig Sauer. Con tal, piensa, que toda esta mierda no me la atore. Dispara tiro a tiro con cuidado, sin perder la cabeza, describiendo un arco, y luego se aplasta de bruces en el fango. De pronto advierte que Pote Gálvez no dispara. Se vuelve a mirarlo, y a la luz distante de la calle lo ve recostado en un pilar del porche, al otro lado.

—Lo siento, patrona —lo oye susurrar—… Ahora sí me fregaron hasta la madre.

—¿Dónde?

—En la mera tripa… Y no sé si es lluvia o sangre, pero corren litros que da gusto.

Teresa se muerde los labios embarrados. Mira las luces tras la verja, las farolas de la calle que recortan las palmeras y los mangos. Va a ser difícil, comprueba, conseguirlo sola.

—¿Y el cuerno?

—Ahí mismo… Entre usted y yo… Le metí un cargador doble, lleno, pero se me fue de las manos cuando me dieron.

Teresa se incorpora un poco para ver. El Aká está tirado en los peldaños del porche. Una ráfaga salida de la casa la obliga a pegarse otra vez al suelo.

—No llego.

—Pos fíjese que de veras lo siento.

Mira otra vez hacia la calle. Hay gente agolpada tras la verja, sirenas policiales. Una voz dice algo por megafonía, pero ella no logra entenderlo. Entre los árboles, a la izquierda, oye un chapoteo. Pasos. Tal vez una sombra. Alguien intenta un rodeo por aquella parte. Espero, piensa de pronto, que esos cabrones no lleven visores nocturnos.

—Necesito el cuerno —dice Teresa.

Pote Gálvez tarda en responder. Como si lo pensara.

—Ya no puedo disparar, patrona —dice al fin—. No tengo pulso… Pero puedo intentar acercárselo.

—No mames. Te quiebran si asomas el hocico.

—Me vale verga. Cuando se acaba, nomás se acaba y es la de ahí.

Otra sombra chapoteando entre los árboles. Se esfuma el tiempo, comprende Teresa. Dos minutos más y el único camino habrá dejado de serlo.

—Pote.

Un silencio. Ella nunca lo había llamado así, por su nombre.

—Mande.

—Alcánzame el pinche cuerno.

Otro silencio. Repiqueteo de la lluvia en los charcos y en las hojas de los árboles. Después, al fondo, la voz apagada del gatillero:

—Fue un honor conocerla, patrona.

—Lo mismo digo.

Éste es el corrido del caballo blanco, oye Teresa canturrear a Potemkin Gálvez. Y con esas palabras en los oídos, resoplando de furia y desesperanza, ella empuña la Sig Sauer, se incorpora a medias y empieza a disparar hacia la casa para cubrir a su hombre. Entonces la noche se quiebra de nuevo en fogonazos, y los plomos chasquean contra el porche y los troncos de los árboles; y recortado en todo eso ve levantarse la rechoncha silueta del gatillero entre el resplandor de los balazos, y venir cojeando hacia ella, angustiosamente despacio, mientras las balas arrecian por todas partes e impactan una tras otra en su cuerpo, desmadejándolo como un muñeco al que le rompen las articulaciones, hasta que se desploma de rodillas sobre el cuerno de chivo. Y es un hombre muerto el que, en el último impulso de agonía, levanta el arma por el cañón y la arroja ante sí, a ciegas, en la dirección aproximada en que calcula debe de hallarse Teresa, antes de rodar por los escalones y caer de bruces en el barro.

Entonces grita ella. Hijos de toda su puta madre, dice arrancándose en aquel aullido las entrañas, vacía lo que le queda en la pistola contra la casa, la tira al suelo, agarra el cuerno y echa a correr hundiéndose en el barro, hacia los árboles de la izquierda por donde vio escurrirse antes las sombras, con las ramas bajas y los arbustos azotándole la cara, cegándola en golpes de agua y lluvia.

Una sombra más precisa que otras, el cuerno a la cara, una ráfaga corta que le golpea con el retroceso la barbilla, lastimándosela. Aquello salta de la chingada. Fogonazos atrás y a un lado, la verja y el muro más cerca que antes, gente en la calle iluminada, la megafonía que sigue encadenando palabras incomprensibles. La sombra ya no está, y al correr encorvada, el cuerno candente entre las manos, Teresa ve un bulto agazapado. El bulto se mueve; así que, sin detenerse, acerca el cañón del Aká, jala el gatillo y le pega un tiro al pasar. No creo que lo consiga, piensa apenas se extingue el fogonazo, agachándose cuanto puede. No lo creo. Más disparos atrás y el ziaaang ziaaang que suena cerca de su cabeza, como veloces moscos de plomo. Se vuelve y oprime otra vez el gatillo, el cuerno salta en las manos con el pinche retroceso, y el resplandor de sus propios tiros la ciega mientras cambia de posición, justo en el momento en que alguien acribilla el lugar donde estaba un segundo antes. Friégate, cabrón. Otra sombra al frente. Pasos corriéndole por detrás, a la espalda. La sombra y Teresa se disparan a quemarropa, tan cerca que entrevé el rostro a la brevísima luz de los disparos: un bigote, ojos muy abiertos, una boca blanca. Casi lo empuja con el cañón del cuerno al seguir adelante mientras el otro cae de rodillas entre los arbustos. Ziaaaang. Suenan más balas buscándola, tropieza, rueda por el suelo. El cuerno hace clic, clac. Teresa se tira de espaldas al barro, arrastrándose así, la lluvia corriéndole por la cara, mientras oprime la palanca, extrae el largo cargador curvo doble, le da la vuelta rogando que no tenga mucho barro en la munición. El arma le pesa en la barriga. Últimas treinta balas, comprueba, chupando las que asoman del cargador, para limpiarlas. Lo mete. Clac. Acerroja tirando atrás con fuerza del carro. Clac, clac. Entonces, de la verja cercana, llega la voz admirada de un soldado o un policía:

—¡Órale, mi narca!… ¡Enséñeles cómo se muere una sinaloense!

Teresa mira hacia la verja, aturdida. Indecisa entre maldecir o reírse. Nadie dispara ahora. Se pone de rodillas y luego se incorpora. Escupe barro amargo que sabe a metal y a pólvora. Corre en zigzag entre los árboles, pero hace demasiado ruido al chapotear. Más estampidos y fogonazos a su espalda. Cree ver otras sombras que se deslizan junto al muro, aunque no está segura. Tira una ráfaga corta a la derecha y otra a la izquierda, hijos de la, murmura, corre cinco o seis metros más y se agacha de nuevo. La lluvia se vuelve vapor al tocar el cañón ardiente del arma. Ahora está lo bastante cerca del muro y la verja para comprobar que ésta se encuentra abierta, distinguir a la gente que está allí, tirada y agachada tras los automóviles, y escuchar las palabras que se repiten por megafonía:

—«Venga hacia aquí, señora Mendoza… Somos militares de la Novena Zona… La protegeremos»…

Podrían protegerme un poquito más acá, piensa. Porque me quedan veinte metros, y son los más largos de mi vida. Segura de que no llegará a franquearlos nunca, se yergue entre la lluvia y se despide uno por uno de los viejos fantasmas que la han acompañado durante tanto tiempo. Ahí nos vemos, güeyes. Requetepinche Sinaloa, se dice a modo de remate. Otra ráfaga a la derecha y otra a la izquierda. Después aprieta los dientes y echa a correr, tropezando en el barro. Cansada que se cae, o casi, pero esta vez nadie dispara. Así que se detiene de pronto, sorprendida, gira sobre sí misma y ve el jardín oscuro y al fondo la casa en sombras. La lluvia acribilla el barro ante sus pies cuando camina despacio en dirección a la verja, el cuerno de chivo en una mano, hacia la gente que mira desde allí, guachos de ponchos relucientes por la lluvia, federales de paisano y uniforme, coches con destellos de luces, cámaras de televisión, gente tumbada en las aceras, bajo la lluvia. Flashes.

—«Tire el arma, señora.».

Mira los focos que la ciegan, aturdida, sin comprender lo que le dicen. Al fin levanta un poco el Aká, mirándolo como si hubiera olvidado que lo llevaba en la mano. Pesa mucho. Un chingo. Así que lo deja caer al suelo y echa a andar de nuevo. Híjole, se dice mientras cruza la verja. Estoy cansada a reventar. Confío en que algún hijo de su pinche madre tenga un cigarrillo.