14. Y van a sobrar sombreros

Era cierto que la suerte iba y venía. Después de una buena temporada, aquel año empezó mal y empeoró en primavera. La mala fortuna se combinaba con otros problemas. Una Skymaster 337 con doscientos kilos de cocaína fue a estrellarse cerca de Tabernas durante un vuelo nocturno, y Karasek, el piloto polaco, murió en el accidente. Eso puso sobre alerta a las autoridades españolas, que intensificaron la vigilancia aérea. Poco después, ajustes de cuentas internos entre los traficantes marroquíes, el ejército y la Gendarmería Real complicaron las relaciones con la gente del Rif. Varias gomas fueron aprehendidas en circunstancias poco claras a uno y otro lado del Estrecho, y Teresa tuvo que viajar a Marruecos para normalizar la situación. El coronel Abdelkader Chaib había perdido influencia tras la muerte del viejo rey Hassan II, y establecer redes seguras con los nuevos hombres fuertes del hachís llevó cierto tiempo y mucho dinero. En España, la presión judicial, alentada por la prensa y la opinión pública, se hizo más fuerte: algunos legendarios amos da fariña cayeron en Galicia, e incluso el fuerte clan de los Corbeira tuvo problemas. Y al comienzo de la primavera, una operación de Transer Naga terminó en desastre inesperado cuando en alta mar, a medio camino entre las Azores y el cabo San Vicente, el mercante Aurelio Carmona fue abordado por Vigilancia Aduanera, llevando en sus bodegas bobinas de lino industrial en envases metálicos, cuyo interior iba forrado de placas de plomo y aluminio para que ni los rayos X ni los rayos láser detectaran las cinco toneladas de cocaína que se ocultaban dentro. No puede ser, fue el comentario de Teresa al conocer la noticia. Primero, que tengan esa información. Segundo, porque llevamos semanas siguiendo los movimientos del pinche Petrel —la embarcación de abordaje de Aduanas—, y éste no se ha movido de su base. Para eso tenemos y pagamos un hombre allí dentro. Y entonces el doctor Ramos, fumando con tanta calma como si en vez de perder ocho toneladas hubiese perdido una lata de tabaco para su pipa, respondió por eso no salió el Petrel, jefa. Lo dejaron tranquilito en el puerto, para confiarnos, y salieron en secreto con sus equipos de abordaje y sus Zodiac en un remolcador que les prestó Marina Mercante. Esos chicos saben que tenemos un topo infiltrado en Vigilancia Aduanera, y nos devuelven la jugada.

Teresa estaba inquieta con lo del Aurelio Carmona. No por la captura de la carga —las pérdidas se alineaban en columnas frente a las ganancias, e iban incluidas en las previsiones del negocio—, sino por la evidencia de que alguien había puesto el dedo y Aduanas manejaba información privilegiada. En ésta nos rompieron bien la madre, decidió. Se le ocurrían tres fuentes para el picazo: los gallegos, los colombianos y su propia gente. Aunque sin enfrentamientos espectaculares, seguía la rivalidad con el clan Corbeira, entre discretas zancadillas y una especie de aquí te espero, no haré nada para tiznarte pero como resbales ahí nos vemos. De ellos, a partir de los proveedores comunes, podía venir el problema. Si se trataba de los colombianos, la cosa tenía poco arreglo; sólo quedaba pasarles el dato y que actuaran en consecuencia, depurando responsabilidades entre sus filas. Quedaba, como tercera posibilidad, que la información saliera de Transer Naga: En previsión de eso, era necesario adoptar nuevas precauciones: limitar el acceso a la información importante y tender celadas con datos marcados para seguir su pista, a ver dónde terminaban. Pero eso llevaba tiempo. Conocer al pájaro por la cagada.

—¿Has pensado en Patricia? —preguntó Teo.

—No friegues, güey. No seas cabrón.

Estaban en La Almoraima, a un paso de Algeciras: un antiguo convento entre espesos alcornocales que se había convertido en pequeño hotel, con restaurante especializado en caza. A veces iban un par de días, ocupando una de las habitaciones sobrias y rústicas abiertas al antiguo claustro. Habían cenado pata de venado y peras al vino tinto, y ahora fumaban y bebían coñac y tequila. La noche era agradable para la época, y por la ventana abierta escuchaban. el canto de los grillos y el rumor de la vieja fuente.

—No digo que esté pasando información a nadie —dijo Teo—. Sólo que se ha vuelto habladora. E imprudente. Y se relaciona con gente a la que no controlamos.

Teresa miró hacia el exterior, la luz de la luna filtrándose entre las hojas de parra, los muros encalados y los vetustos arcos de piedra: otro lugar que le recordaba a México. De ahí a descubrir cosas como la del barco, respondió, hay mucho trecho. Además, ¿a quién se lo iba a contar? Teo la estudió un poco sin decir nada. No hace falta nadie en especial, opinó al cabo. Ya has visto cómo anda últimamente; se pierde en divagaciones y fantasías sin sentido, en paranoias raras y caprichos. Y habla por los codos. Basta una indiscreción aquí, un comentario allá, para que alguien saque conclusiones. Tenemos una mala racha, con los jueces encima y la gente presionando. Incluso Tomás Pestaña guarda las distancias en los últimos tiempos, por si acaso. Ése las ve venir de lejos, como los reumáticos que presienten la lluvia. Todavía podemos manejarlo; pero si hay escándalos y demasiadas presiones y las cosas se tuercen, acabará volviéndonos la espalda.

—Aguantará. Sabemos mucho sobre él.

—No siempre saber es suficiente —Teo hizo un gesto mundano—. En el mejor de los casos, eso puede neutralizarlo; pero no obligarlo a seguir… Tiene sus propios problemas. Demasiados policías y jueces pueden asustarlo. Y no es posible comprar a todos los policías y a todos los jueces —la miró con fijeza—. Ni siquiera nosotros podemos.

—No pretenderás que agarre a Pati y le haga echar el mole hasta que nos cuente lo que dice y lo que no dice.

—No. Me limito a aconsejar que la dejes al margen. Tiene lo que quiere, y maldita la falta que nos hace que siga al corriente de todo.

—Eso no es verdad.

—Pues de casi todo. Entra y sale como Pedro por su casa —Teo se tocó la nariz significativamente—. Está perdiendo el control. Hace tiempo que ocurre. Y tú también lo pierdes… Me refiero al control sobre ella.

Ese tono, se dijo Teresa. No me gusta ese tono. Mi control es cosa mía.

—Sigue siendo mi socia —opuso, irritada—. Tu patrona.

Una mueca divertida animó la boca del abogado, que la miró como preguntándose si hablaba en serio, pero no dijo nada. Es curioso lo vuestro, había comentado una vez. Esa relación extraña en torno a una amistad que dejó de existir. Si tienes deudas, las has pagado de sobra. En cuanto a ella…

—Lo que sigue es enamorada de ti —dijo al fin Teo, tras el silencio, agitando con suavidad el coñac en su enorme copa—. Ése es el problema.

Iba deslizando las palabras en voz baja, casi una por una. No te metas ahí, pensaba Teresa. Tú no. Precisamente tú.

—Es raro oírte decir eso —respondió—. Ella nos presentó. Fue quien te trajo.

Teo frunció los labios. Apartó la vista y volvió a mirarla. Parecía reflexionar, como quien duda entre dos lealtades o más bien sopesa una de ellas. Una lealtad remota, desvaída. Caduca.

—Nos conocemos bien —apuntó al fin—. O nos conocíamos. Por eso sé lo que digo. Desde el principio ella sabía qué iba a pasar entre tú y yo… No sé lo que hubo en El Puerto de Santa María, ni me importa. Nunca te lo pregunté. Pero ella no olvida.

—Y sin embargo —insistió Teresa—, Pati nos acercó a ti y a mí.

Teo retuvo aire como si fuera a suspirar, pero no lo hizo. Miraba su anillo de casado, en la mano izquierda apoyada sobre la mesa.

—A lo mejor te conoce mejor de lo que crees —dijo—. Quizá pensó que necesitabas a alguien en varios sentidos. Y que conmigo no había riesgos.

—¿Qué riesgos?

—Enamorarte. Complicarte la vida —la sonrisa del abogado restaba importancia a sus palabras—… Tal vez me vio como sustituto, no como adversario. Y, según se mire, tenía razón. Nunca me has dejado ir más allá.

—Empieza a no gustarme esta conversación.

Como si acabara de escuchar a Teresa, Pote Gálvez apareció en la puerta. Llevaba un teléfono móvil en la mano y estaba más sombrío que de costumbre. Quihubo, Pinto. El gatillero parecía indeciso, apoyándose primero sobre un pie y luego en otro, sin franquear el umbral. Respetuoso. Lamentaba muchísimo interrumpir, dijo al fin. Pero le latía que era importante. Al parecer, la señora Patricia andaba en problemas.

Era algo más que un problema, comprobó Teresa en la sala de urgencias del hospital de Marbella. La escena resultaba propia de sábado por la noche: ambulancias afuera, camillas, voces, gente en los corredores, trajín de médicos y enfermeras. Encontraron a Pati en el despacho de un jefe de servicio complaciente: chaqueta sobre los hombros, pantalón sucio de tierra, un cigarrillo medio consumido en el cenicero y otro entre los dedos, una contusión en la frente y manchas de sangre en las manos y la blusa. Sangre ajena. También había dos policías uniformados en el pasillo, una joven muerta en una camilla, y un coche, el nuevo Jaguar descapotable de Pati, destrozado contra un árbol en una curva de la carretera de Ronda, con botellas vacías en el suelo y diez gramos de cocaína espolvoreados sobre los asientos.

—Una fiesta —explicó Pati—… Veníamos de una puta fiesta.

Tenía la lengua torpe y la expresión aturdida, como si no alcanzase a comprender lo que pasaba. Teresa conocía a la muerta, una joven agitanada que en los últimos tiempos acompañaba siempre a Pati: dieciocho recién cumplidos pero viciosa como de cincuenta largos, con mucho trote y ninguna vergüenza. Había fallecido en el acto, hasta arriba de todo, al golpearse la cara contra el parabrisas, la falda subida hasta las ingles, justo cuando Pati le acariciaba el coño a ciento ochenta por hora. Un problema más y un problema menos, murmuró Teo con frialdad, cambiando una mirada de alivio con Teresa, la difunta de cuerpo presente, una sábana por encima teñida de color rojo a un lado de la cabeza —la mitad de los sesos, contaba alguien, se quedaron sobre el capó, entre cristales rotos—. Pero mírale el lado bueno. ¿O no?… A fin de cuentas nos libramos de esta pequeña guarra. De sus golferías y sus chantajes. Era una compañía peligrosa, dadas las circunstancias. En cuanto a Pati, y hablando de quitarse de en medio, Teo se preguntaba cómo habrían quedado las cosas si…

—Cierra la boca —dijo Teresa— o juro que te mueres.

La sobresaltaron aquellas palabras. Se vio de pronto con ellas en la boca, sin pensarlas, escupiéndolas igual que venían: en voz baja, sin reflexión ni cálculo alguno.

—Yo sólo… —empezó a decir Teo.

Su sonrisa parecía congelada de golpe, y observaba a Teresa como si la viera por primera vez. Luego miró alrededor con desconcierto, temiendo que alguien hubiese oído. Estaba pálido.

—Sólo bromeaba —dijo al fin.

Parecía menos atractivo así, humillado. O asustado. Y Teresa no respondió. Él era lo de menos. Estaba concentrada en sí misma. Se hurgaba adentro, buscando el rostro de la mujer que había hablado en su lugar.

Por suerte, le confirmaron los policías a Teo, no era Pati quien iba al volante cuando el coche derrapó en la curva, y eso descartaba el cargo de homicidio involuntario. La cocaína y lo demás podrían arreglarse mediante algún dinero, mucho tacto, unas diligencias oportunas y un juez adecuado, siempre y cuando la prensa no interviniera mucho. Detalle vital. Porque estas cosas, dijo el abogado —de vez en cuando miraba a Teresa de soslayo, el aire pensativo—, empiezan con una noticia perdida entre los sucesos y terminan en titulares de primera página. Así que ojo. Más tarde, resueltos los trámites, Teo se quedó haciendo llamadas telefónicas y ocupándose de los policías —afortunadamente eran municipales del alcalde Pestaña y no guardias civiles de Tráfico— mientras Pote Gálvez llevaba la Cherokee hasta la puerta. Sacaron a Pati con mucha discreción, antes de que alguien se fuera de la lengua y un periodista olfateara lo que no debía. Y en el coche, apoyada en Teresa, abierta la ventanilla para que el fresco de la noche la despejara, Pati se espabiló un poco. Lo siento, repetía en voz baja, los faros de los coches en sentido contrario alumbrándole la cara a intervalos. Lo siento por ella, dijo con voz apagada, pastosa, pegándosele las palabras. Lo siento por esa niña. Y también lo siento por ti, Mejicana, añadió tras un silencio. Pues me vale madres lo que sientas, respondió Teresa, malhumorada, mirando las luces del tráfico por encima del hombro de Pote Gálvez. Siéntelo por tu pinche vida.

Pati cambió de postura, apoyando la cabeza en el cristal de la ventanilla, y no dijo nada. Teresa se removió, incómoda. Chale. Por segunda vez en una hora había dicho cosas que no pretendía decir. Además, no era cierto que estuviese irritada de veras. No tanto con Pati como con ella misma; en el fondo era, o creía ser, responsable de todo. De casi todo. Así que al cabo le tomó a su amiga una mano tan fría como el cuerpo que dejaban atrás, bajo la sábana manchada de sangre. Qué tal estás, preguntó en voz baja. Estoy, dijo la otra sin apartarse de la ventanilla. Sólo se apoyó de nuevo en Teresa al bajar de la ranchera. Apenas la acostaron, sin desvestir, cayó en un medio sueño inquieto, lleno de estremecimientos y gemidos. Teresa permaneció con ella un rato largo, sentada en un sillón junto a la cama: el tiempo de tres cigarrillos y un vaso grande de tequila. Pensando. Estaba casi a oscuras, las cortinas de la ventana descorridas ante un cielo estrellado y lucecitas lejanas que se movían en el mar, más allá de la penumbra del jardín y de la playa. Al fin se puso en pie, dispuesta a ir a su dormitorio; pero en la puerta lo meditó mejor y regresó. Fue a tenderse junto a su amiga en el borde de la cama, muy quieta, procurando no despertarla, y estuvo así muchísimo tiempo. Oía su respiración atormentada. Y seguía pensando.

—¿Estás despierta, Mejicana?

—Sí.

Tras el susurro, Pati se había acercado un poco. Se rozaban.

—Lo siento.

—No te preocupes. Duérmete.

Otro silencio. Hacía una eternidad que no estaban así las dos, recordó. Casi desde El Puerto de Santa María. O sin casi. Permaneció inmóvil, los ojos abiertos, escuchando la respiración irregular de su amiga. Ahora tampoco la otra dormía.

—¿Tienes un cigarrillo? —preguntó Pati, al cabo de un rato.

—Sólo de los míos.

—Me valen los tuyos.

Teresa se levantó, fue hasta el bolso que estaba sobre la cómoda y sacó dos Bisonte con hachís. Al encenderlos, la llama del mechero iluminó el rostro de Pati, el hematoma violáceo en la frente. Los labios hinchados y resecos. Los ojos, abolsados de fatiga, miraban a Teresa con fijeza.

—Creí que podríamos conseguirlo, Mejicana.

Teresa volvió a tumbarse boca arriba en el borde de la cama. Agarró el cenicero de la mesilla de noche y se lo puso sobre el estómago. Todo despacio, dándose tiempo.

—Lo hicimos —dijo al fin—. Llegamos muy lejos.

—No me refería a eso.

—Entonces no sé de qué me hablas.

Pati se removió a su lado, cambiando de postura. Se ha vuelto hacia mí, pensó Teresa. Me observa en la oscuridad. O me recuerda.

—Imaginé que podría soportarlo —dijo Pati—. Tú y yo juntas, de esta manera. Creí que funcionaría.

Qué extraño era todo. Meditaba Teresa. La Teniente O’Farrell. Ella misma. Qué extraño y qué lejos, y cuántos cadáveres atrás, en el camino. Gente a la que matamos sin querer mientras vivimos.

—Nadie engañó a nadie —cuando hablaba, entre dos palabras, se acercó el cigarrillo a la boca y vio la brasa brillar entre sus dedos—… Estoy donde siempre estuve —expulsó el humo tras retenerlo dentro—. Nunca quise…

—¿De verdad crees eso?… ¿Que no has cambiado?

Teresa movía la cabeza, irritada.

—Respecto a Teo… —empezó a decir.

—Por Dios bendito —la risa de Pati era despectiva. Teresa la sentía agitarse a su lado como si esa risa la estremeciera—. Al diablo con Teo.

Hubo otro silencio, esta vez muy largo. Después Pati volvió a hablar en voz baja.

—Se folla a otras… ¿Lo sabías?

Encogió Teresa los hombros por dentro y por fuera, consciente de que su amiga no podía advertir ni una cosa ni otra. No lo sabía, concluyó para sus adentros. Quizá sospechaba, pero ésa no era la cuestión, jamás lo fue.

—Nunca esperé nada —proseguía Pati, el tono absorto—… Sólo tú y yo. Como antes.

Teresa deseó ser cruel. Por lo de Teo.

—Los tiempos felices de El Puerto de Santa María, ¿verdad? —dijo con mala fe—… Tú y tu sueño. El tesoro del abate Faria.

Nunca antes habían ironizado sobre eso. Nunca de aquel modo. Pati se quedó callada.

—Tú estabas en ese sueño, Mejicana —dijo al fin. Sonaba a justificación y a reproche. Pero a esta carta no le entro, se dijo Teresa. No es mi juego, ni lo fue. Así que al carajo.

—Me vale madres —dijo—. No pedí estar. Fue decisión tuya, no mía.

—Es cierto. Y a veces la vida se desquita concediendo lo que deseas.

Tampoco es mi caso, pensó Teresa. Yo no deseaba nada. Y ésa es la mayor paradoja de mi pinche vida. Apagó el cigarrillo y, vuelta hacia la mesilla de noche, dejó allí el cenicero.

—Nunca pude elegir —dijo en voz alta—. Nunca. Vino y le hice frente. Punto.

—¿Y qué pasa conmigo?

Aquélla era la pregunta. En realidad, reflexionaba Teresa, todo se reducía a eso.

—No lo sé… En algún momento te quedaste atrás, a la deriva.

—Y tú en algún momento te convertiste en una hija de puta.

Hubo una pausa muy larga. Estaban inmóviles. Si oyera el ruido de una reja, pensó Teresa, o los pasos de una boqui en el corredor, creería estar en El Puerto. Viejo ritual nocturno de amistad. Edmundo Dantés y el abate Faria haciendo planes de libertad y de futuro.

—Creí que tenías cuanto necesitabas —dijo—. Cuidé de tus intereses, te di a ganar mucho dinero… Corrí los riesgos e hice el trabajo. ¿No es suficiente?

Pati tardó un rato en responder.

—Yo era tu amiga.

—Eres mi amiga —matizó Teresa.

—Era. No te detuviste a mirar atrás. Y hay cosas que nunca…

—Híjole. Aquí está la esposa redolorida porque el marido trabaja mucho y no piensa en ella todo lo que debe… ¿Vas por ahí?

—Nunca pretendí…

Teresa sentía crecerle el enojo. Porque sólo podía ser eso, se dijo. La otra no tenía razón, y ella se irritaba. La pinche Teniente, o lo que ahora fuese, iba a terminar colgándole hasta la difunta de aquella noche. También en eso le tocaba firmar cheques. Pagar las cuentas.

—Maldita seas, Pati. No vengas chingando con telenovelas baratas.

—Claro. Olvidaba que estoy junto a la Reina del Sur.

Había reído bajo y entrecortado al decirlo. Eso hizo que sonara más mordaz, y no mejoró las cosas. Teresa se incorporó sobre un codo. Una cólera sorda empezaba a batirle en las sienes. Dolor de cabeza.

—¿Qué es lo que te debo?… Dímelo de una vez, cara a cara. Dímelo y te pagaré.

La otra era una sombra inmóvil, contorneada por la claridad de la luna que asomaba en un ángulo de la ventana.

—No se trata de eso.

—¿No? —Teresa se acercó más. Podía sentir su respiración—… Yo sé de qué se trata. Por eso me miras raro, porque crees que entregaste demasiado a cambio de poco. El abate Faria confesó su secreto a la persona equivocada… ¿Verdad?

Brillaban los ojos de Pati en la oscuridad. Un resplandor suave, gemelo, reflejo de la claridad de afuera.

—Nunca te reproché nada —dijo en voz muy baja.

La luna en sus ojos los volvía vulnerables. O tal vez no es la luna, pensó Teresa. Quizá las dos nos engañamos desde el principio. La Teniente O’Farrell y su leyenda. De pronto sintió el impulso de reír mientras pensaba qué joven fui, y qué estúpida. Luego vino una oleada de ternura que la sacudió hasta las puntas de los dedos y entreabrió su boca de pura sorpresa. El acceso de rencor llegó después como un auxilio, una solución, un consuelo proporcionado por la otra Teresa que siempre estaba al acecho en los espejos y en las sombras. Acogió eso con alivio. Necesitaba algo que borrase aquellos tres segundos extraños; sofocarlos bajo una crueldad definitiva como un hachazo. Experimentó el impulso absurdo de girarse hacia Pati con violencia, ponerse a horcajadas sobre ella, zarandearla casi a golpes, arrancarse la ropa y arrancársela diciendo pues te lo vas a cobrar todo ahorita, de una vez, y al fin estaremos en paz. Pero sabía que no era eso. Que nada se pagaba así, y que estaban ya demasiado lejos una de otra, siguiendo caminos que no volverían a cruzarse jamás. Y, en aquella doble claridad que tenía delante, leyó que Pati lo comprendía tanto como ella.

—Tampoco yo sé adónde voy.

Dijo. Después se acercó más a la que había sido su amiga, y la abrazó en silencio. Sentía algo deshecho e irreparable adentro. Un desconsuelo infinito. Como si la chica de la foto rota, la de los ojos grandes y asombrados, hubiera regresado a llorarle en las entrañas.

—Pues cuídate de no saberlo, Mejicana… Porque puedes llegar.

Permanecieron abrazadas, inmóviles, el resto de la noche.

Patricia O’Farrell se quitó la vida tres días más tarde, en su casa de Marbella. La encontró una criada en el cuarto de baño, desnuda, sumergida hasta la barbilla en el agua fría. Sobre la repisa y en el suelo hallaron varios envases de somníferos y una botella de whisky. Había quemado todos sus papeles, fotografías y documentos personales en la chimenea, pero no dejó ninguna nota de despedida. Ni para Teresa ni para nadie. Salió de todo como quien sale discretamente de una habitación, entornando la puerta con cuidado para no hacer ruido.

Teresa no fue al entierro. Ni siquiera vio el cadáver. La misma tarde en que Teo Aljarafe le dio la noticia por teléfono, ella subió a bordo del Sinaloa con la única compañía de la tripulación y de Pote Gálvez, y pasó dos días en alta mar, sentada en una tumbona de la cubierta de popa, mirando la estela de la embarcación sin despegar los labios. En todo ese tiempo ni siquiera leyó. Contemplaba el mar, fumaba. A ratos bebía tequila. De vez en cuando sonaban sobre la cubierta los pasos del gatillero, que rondaba a distancia: sólo se acercaba a ella a la hora de la comida o de la cena, sin decir nada, apoyado en la borda y esperando hasta que su jefa negaba con la cabeza y él desaparecía de nuevo; o para traerle un chaquetón cuando las nubes tapaban el sol, o éste se ponía en el horizonte y el frío arreciaba. Los tripulantes se mantuvieron aún más lejos. Sin duda el sinaloense había dado instrucciones, y procuraban evitarla. El patrón sólo habló con Teresa dos veces: la primera cuando ella ordenó al subir a bordo navegue hasta que le diga basta, me vale madres adónde, y la segunda cuando, a los dos días, se le volvió en el puente y dijo regresamos. Durante esas cuarenta y ocho horas, Teresa no pensó cinco minutos seguidos en Pati O’Farrell ni en ninguna otra cosa. Cada vez que la imagen de su amiga le cruzaba por la cabeza, una ondulación del mar, una gaviota que planeaba a lo lejos, el reflejo de la luz en la marejada, el ronroneo del motor bajo cubierta, el viento que le sacudía el cabello contra la cara, ocupaban todo el espacio útil de su mente. La gran ventaja del mar era que podías pasar horas mirándolo, sin pensar. Sin recordar, incluso, o haciendo que los recuerdos quedasen en la estela tan fácilmente como llegaban, cruzándose contigo sin consecuencias, igual que luces de barcos en la noche. Teresa lo había aprendido junto a Santiago Fisterra: aquello sólo pasaba en el mar, porque éste era cruel y egoísta como los seres humanos, y además desconocía, en su terrible simpleza, el sentido de palabras complejas como piedad, heridas o remordimientos. Quizá por eso resultaba casi analgésico. Podías reconocerte en él, o justificarte, mientras el viento, la luz, el balanceo, el rumor del agua en el casco de la embarcación, obraban el milagro de distanciar, calmándolos hasta que ya no dolían, cualquier piedad, cualquier herida y cualquier remordimiento.

Al fin cambió el tiempo, el barómetro bajó cinco milibares en tres horas, y empezó a soplar un levante fuerte. El patrón miraba a Teresa, que seguía sentada a popa, y luego a Pote Gálvez. Así que éste fue y dijo se nos tuerce el tiempo, mi doña. A lo mejor quiere dar alguna orden. Teresa lo miró sin responder nada, y el gatillero volvió junto al patrón encogiéndose de hombros. Aquella noche, con viento del este de fuerza seis a siete, el Sinaloa navegó balanceándose a media máquina, amurado a la mar y al viento, con la espuma saltando en la oscuridad sobre la proa y el puente de mando. Teresa estaba en la cabina, desconectado el piloto automático, y manejaba el timón iluminada por la luz rojiza de la bitácora, una mano en la caña y otra en las palancas de motores, mientras el patrón, el marinero de guardia y Pote Gálvez, que iba hasta las trancas de Biodramina, la observaban desde la camareta de atrás, agarrados a los asientos y a la mesa, derramando el café de las tazas cada vez que el Sinaloa daba un bandazo. Por tres veces Teresa salió a la regala de sotavento, azotada por las ráfagas, para vomitar por la borda; y volvió al timón sin decir palabra, el pelo revuelto y mojado, cercos de insomnio en los ojos, a encender otro cigarrillo. Nunca se había mareado antes. El tiempo se calmó al amanecer, con menos viento y una luz grisácea que planchaba un mar pesado como el plomo. Entonces ella ordenó regresar a puerto.

Oleg Yasikov llegó a la hora del desayuno. Pantalón tejano, chaqueta oscura abierta sobre un polo, zapatos deportivos. Rubio y fornido como siempre, aunque algo ensanchada la cintura en los últimos tiempos. Lo recibió en el porche del jardín, frente a la piscina y la pradera que se extendía bajo los sauces hasta el muro junto a la playa. Llevaban casi dos meses sin verse; desde una cena durante la que Teresa lo previno del cierre inminente del European Union: un banco ruso de Antigua que Yasikov utilizaba para transferir fondos a América. Eso le ahorró al hombre de Solntsevo algunos problemas y mucho dinero.

—Cuánto tiempo, Tesa. Sí.

Esta vez era él quien había pedido que se vieran. Una llamada telefónica, la tarde anterior. No necesito consuelos, fue la respuesta de ella. No se trata de eso, contestó el ruso. Niet. Sólo un poquito de negocios y un poquito de amistad. Ya sabes. Sí. Lo de costumbre.

—¿Quieres una copa, Oleg?

El ruso, que untaba una tostada con mantequilla, se quedó mirando el vaso de tequila que Teresa tenía junto a la taza de café y el cenicero con cuatro colillas consumidas. Ella estaba en chándal, recostada en el sillón de mimbre, los pies descalzos sobre el terrazo ocre del suelo. Claro que no quiero una copa, dijo Yasikov. No a esta hora, por Dios. Sólo soy un gangster de la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. No una mejicana con el estómago forrado. Sí. De amianto. No. Estoy lejos de ser tan macho como tú.

Se rieron. Veo que puedes reír, dijo Yasikov, sorprendido. Y por qué no iba a hacerlo, respondió Teresa, sosteniendo la mirada clara del otro. De cualquier modo, recuerda que no vamos a hablar de Pati para nada.

—No he venido a eso —Yasikov se servía de la cafetera, masticando pensativo su tostada—. Hay cosas que debo contarte. Varias.

—Desayuna primero.

El día era luminoso y el agua de la piscina parecía reflejarlo en azul turquesa. Se estaba bien allí, en el porche templado por el sol levante, entre los setos, las buganvillas y los macizos de flores, oyendo cantar a los pájaros. Así que liquidaron sin prisas las tostadas, el café y el tequila de Teresa mientras charlaban sobre asuntos sin importancia, reavivando su vieja relación como lo hacían cada vez que estaban frente a frente: gestos cómplices, códigos compartidos. Los dos se conocían mucho. Sabían qué palabras era preciso pronunciar y cuáles no.

—Lo primero es lo primero —dijo Yasikov mas tarde—. Hay un encargo. Algo grande. Sí. Para mi gente.

—Eso significa prioridad absoluta.

—Me gusta esa palabra. Prioridad.

—¿Necesitáis chiva?

El ruso negó con la cabeza.

—Hachís. Mis jefes se han asociado con los rumanos. Pretenden abastecer varios mercados allí. Sí. De golpe. Demostrar a los libaneses que hay proveedores alternativos. Necesitan veinte toneladas. Marruecos. Primerísima calidad.

Teresa frunció el ceño. Veinte mil kilos eran muchos, dijo. Había que reunirlos primero, y el momento no parecía adecuado. Con los cambios políticos en Marruecos todavía no estaba claro de quién podían fiarse y de quién no. Incluso guardaba un clavo de coca en Agadir desde hacía mes y medio, sin atreverse a moverlo hasta que no viera las cosas claras. Yasikov escuchaba con atención, y al final hizo un gesto de asentimiento. Comprendo. Sí. Tú decides, apuntó. Pero me harías un gran favor. Los míos necesitan ese chocolate dentro de un mes. Y he conseguido precios. Oye. Precios muy buenos.

—Los precios son lo de menos. Contigo no importan.

El hombre de Solntsevo sonrió y dijo gracias. Después entraron en la casa. Al otro lado del salón decorado con alfombras orientales y sillones de cuero estaba el despacho de Teresa. Pote Gálvez apareció en el pasillo, miró a Yasikov sin decir palabra y se esfumó de nuevo.

—¿Qué tal tu rottweiler? —preguntó el ruso.

—Pues todavía no me mató.

La risa de Yasikov atronaba el salón.

—Quién lo hubiera dicho —comentó—. Cuando lo conocí.

Fueron al despacho. Cada semana, la casa era revisada por un técnico en contraespionaje electrónico del doctor Ramos. Aun así, allí no había nada comprometedor: una mesa de trabajo, un ordenador personal con el disco duro limpio como una patena, grandes cajones con cartas de navegación, mapas, anuarios, y la última edición del Ocean Passages for the World. Quizá pueda hacerlo, dijo Teresa. Veinte toneladas. Quinientos fardos de cuarenta kilos. Camiones para el transporte de las montañas del Rif a la costa, un barco grande, un embarque masivo en aguas marroquíes, coordinando bien los lugares y las horas exactas. Calculó con rapidez: dos mil quinientas millas entre Alborán y Constanza, en el Mar Negro, a través de aguas territoriales de seis países, incluido el paso del Egeo, los Dardanelos y el Bósforo. Eso requería un alarde de logística y táctica de precisión. Mucho dinero en gastos previos. Días y noches de trabajo para Farid Lataquia y el doctor Ramos.

—Siempre y cuando —concluyó— me asegures un desembarco sin problemas en el puerto rumano.

Yasikov asintió. Cuenta con eso, dijo. Estudiaba la carta Imray M20, la del Mediterráneo oriental, extendida sobre la mesa. Parecía distraído. Quizá conviniese, sugirió al cabo de un momento, que consideres mucho con quién preparas esta operación. Sí. Lo dijo sin apartar la mirada de la carta, en tono reflexivo, y todavía tardó un poco en levantar la vista. Sí, repitió. Teresa captaba el mensaje. Lo había hecho ya con las primeras palabras. El quizá conviniese era la señal de que algo no andaba bien en todo aquello. Que consideres mucho. Con quién preparas. Esta operación.

—Órale —dijo—. Cuéntamelo.

Un eco sospechoso en la pantalla de radar. El viejo vacío en el estómago, sensación conocida, se ahondó de pronto. Hay un juez, dijo Yasikov. Martínez Pardo, lo conoces de sobra. De la Audiencia Nacional. Anda detrás hace tiempo. De ti, de mí. De otros. Pero tiene sus preferencias. Eres su ojito derecho. Trabaja con la policía, con la Guardia Civil, con Vigilancia Aduanera. Sí. Y aprieta demasiado.

—Dime lo que tengas que decir —se impacientó Teresa.

Yasikov la observaba, indeciso. Luego desvió la vista hacia la ventana, y al fin volvió a mirarla a ella. Tengo gente que me cuenta cosas, prosiguió. Pago y me informan. Y el otro día alguien habló en Madrid de aquel último asunto tuyo. Sí. Ese barco que apresaron. En aquel punto Yasikov se detuvo, dio unos pasos por el despacho, repiqueteó los dedos sobre la carta náutica. Movía un poco la cabeza, como insinuando: lo que voy a soltar agárralo con pinzas, Tesa. No respondo de que sea verdad o sea mentira.

—Me late que fue un pitazo de los gallegos —se adelantó ella.

—No. Según cuentan, la filtración no vino de ahí —Yasikov hizo una pausa muy larga—… Salió de Transer Naga.

Teresa iba a abrir la boca para decir imposible, lo he chequeado a fondo. Pero no lo hizo. Oleg Yasikov nunca habría ido a cotorrearle cuentos. De pronto se encontró atando cabos, planteando hipótesis, preguntas y respuestas. Reconstruyendo hechos. Pero el ruso ya acortaba camino. Martínez Pardo está presionando a alguien de tu entorno, prosiguió. A cambio de inmunidad, dinero o vete a saber qué. Puede ser verdad, puede serlo sólo en parte. No sé. Pero mi fuente es clase A. Sí. Nunca me falló antes. Y teniendo en cuenta que Patricia…

—Es Teo —murmuró ella de pronto.

Yasikov se quedó a media frase. Lo sabías, dijo sorprendido. Pero Teresa negó con la cabeza. La calaba un extraño frío que nada tenía que ver con sus pies desnudos sobre la alfombra. Volvió la espalda a Yasikov y miró hacia la puerta, como si el propio Teo estuviese a punto de llegar. Dime cómo diablos, preguntaba detrás el ruso. Si no lo sabías, por qué ahora lo sabes. Teresa seguía callada. No lo sabía, pensaba. Pero es verdad que ahora de pronto lo sé. Así es la perra vida, y así son sus pinches bromas. Chale. Estaba concentrada, intentando situar los pensamientos según un orden razonable de prioridades. Y no era fácil.

—Estoy embarazada —dijo.

Salieron a pasear por la playa, con Pote Gálvez y uno de los guardaespaldas de Yasikov siguiéndolos a distancia. Había mar de fondo que rompía en los guijarros y mojaba los pies de Teresa, que seguía descalza, caminando por el lado. más próximo a la orilla. El agua estaba muy fría pero la hacía sentirse bien. Despierta. Anduvieron así hacia el sudoeste, por la arena sucia que se extendía entre pedregales y madejas de algas en dirección a Sotogrande, Gibraltar y el Estrecho. Charlaban durante unos pasos y luego se quedaban callados, pensando en lo que se decían o en lo que no llegaban a decir. Y qué vas a hacer, había preguntado Yasikov cuando terminó de asimilar la noticia. Con uno y con otro. Sí. Con la criatura y con el padre.

—Todavía no es una criatura —repuso Teresa—. Todavía no es nada.

Yasikov movió la cabeza como si ella confirmase sus pensamientos. De cualquier modo, eso no soluciona lo otro, dijo. Sólo es la mitad de un problema. Teresa se volvió a mirarlo con atención, apartándose el pelo de la cara. No he dicho que la primera mitad esté resuelta, aclaró. Sólo digo que todavía no es nada. La decisión sobre lo que sea, o deje de ser, aún no la tomé.

El ruso la observaba atento, buscando en su rostro alteraciones, indicios nuevos, imprevistos.

—Me temo que no puedo. Tesa. Aconsejarte. Niet. No es mi especialidad.

—No te pido consejo. Sólo que pasees conmigo, como siempre.

—Eso sí puedo —Yasikov sonreía al fin, oso rubio y bonachón—. Sí. Hacerlo.

Había una barquita de pescadores varada en la arena. Teresa pasaba siempre junto a ella. Pintada en blanco y azul, muy vieja y descuidada. Tenía agua de lluvia en el fondo, con restos de plástico y un bote de refresco vacío. Junto a la proa se borraba un nombre apenas legible: Esperanza.

—¿No te cansas nunca, Oleg?

A veces, respondió el ruso. Pero no era fácil. No. Decir hasta aquí llegué, dejen que me retire. Tengo una mujer, añadió. Bellísima. Miss San Petersburgo. Un hijo de cuatro años. Dinero suficiente para vivir el resto de la vida sin problemas. Sí. Pero hay socios. Responsabilidades. Compromisos. Y no todos entenderían que me retirase. No. Se desconfía por naturaleza. Si te vas, los asustas. Sabes demasiado sobre demasiada gente. Y ésta sabe demasiado sobre ti. Eres un peligro suelto. Sí.

—¿Qué te sugiere la palabra vulnerable? —preguntó Teresa.

El otro reflexionó un poco. No lo domino bien, comentó al fin. El español. Pero sé lo que dices. Un hijo te hace vulnerable.

—Te juro, Tesa, que nunca tuve miedo. De nada. Ni siquiera en Afganistán. No. Aquellos locos fanáticos y sus Allah Ajbar que helaban la sangre. Pues no. Tampoco lo tuve cuando empezaba. En el negocio. Pero desde que nació mi hijo lo sé. Tener miedo. Sí. Cuando algo sale mal, ya no es posible. No. Dejarlo todo como está. Echar a correr.

Se había detenido y miraba el mar, las nubes que se desplazaban despacio en dirección a poniente. Suspiró, nostálgico.

—Es bueno echar a correr —dijo—. Cuando se necesita. Tú lo sabes mejor que nadie. Sí. No has hecho otra cosa en tu vida. Correr. Con ganas o sin ellas.

Seguía contemplando las nubes. Levantó los brazos a la altura de los hombros, como si pretendiera abarcar el Mediterráneo, y los dejó caer, impotente. Después se volvió a Teresa.

—¿Vas a tenerlo?

Lo miró sin responder. Rumor del agua y espuma fría entre los pies. Yasikov la observaba fijamente, desde arriba. Teresa parecía mucho más pequeña junto al enorme eslavo.

—¿Cómo fue tu infancia, Oleg?

El otro se frotó la nuca, sorprendido. Incómodo. No sé, respondió. Como todas, en la Unión Soviética. Ni mala ni buena. Los pioneros, la escuela. Sí. Carlos Marx. La Soyuz. El malvado imperialismo americano. Todo eso. Demasiada col hervida, creo. Y patatas. Demasiadas patatas.

—Yo supe lo que era el hambre larga —dijo Teresa—. Tuve un solo par de zapatos, y mi mamá no me dejaba ponérmelos más que para ir a la escuela, mientras fui.

Le vino una sonrisa crispada a la boca. Mi mamá, repitió abstraída. Sentía un añejo rencor perforarla hasta dentro.

—Me cuereaba mucho de plebita —prosiguió—… Era alcohólica y medio prostituta desde que mi papá la dejó… Me hacía traer cervezas a sus amigos, me arrastraba a puras greñas, a golpes y patadas. Llegaba de madrugada con su parvada de cuervos, riéndose obscena, o venían a buscarla aporreando la puerta de noche, borrachos… Dejé de ser virgen antes de perder la virginidad entre varios chavos, alguno de los cuales tenía menos años que yo…

Se calló de pronto, y estuvo así un buen rato, el pelo revuelto en la cara. Sentía diluirse despacio el rencor en su sangre. Respiró profundamente para que se desvaneciera por completo.

—En cuanto al padre —dijo Yasikov—, supongo que se trata de Teo.

Ella sostuvo su mirada sin abrir la boca. Impasible.

—Ésa es la segunda parte —volvió a suspirar el ruso—. Del problema.

Caminó sin volverse a comprobar si Teresa lo seguía. Ella estuvo un poco viéndolo alejarse, y luego fue detrás.

—Una cosa aprendí en el ejército, Tesa —decía Yasikov, pensativo—. Territorio enemigo. Peligroso dejar bolsas a la espalda. Resistencia. Núcleos hostiles. Una consolidación del terreno exige la eliminación de puntos de conflicto. Sí. La frase es literal. Reglamentaria. La repetía mi amigo el sargento Skobeltsin. Sí. A diario. Antes de que le cortaran el cuello en el valle del Panshir.

Se había detenido otra vez y de nuevo la miraba. Hasta ahí puedo llegar yo, decían sus ojos claros. El resto es cosa tuya.

—Me estoy quedando sola, Oleg.

Estaba quieta frente a él, y la resaca del agua minaba la arena bajo sus pies a cada reflujo. El otro sonrió amistoso, un poco lejano. Triste.

—Qué extraño oírte decir eso. Creía que siempre estuviste sola.