La casa cuartel de la Guardia Civil de Galapagar está en las afueras del pueblo, situado cerca de El Escorial: casitas adosadas para las familias de los guardias y un edificio más grande para la comandancia, con el paisaje nevado y gris de las montañas como fondo. Justo —paradojas de la vida— detrás de unas casas prefabricadas, de buen aspecto, que albergan una comunidad de raza gitana con la que mantiene una vecindad que desmiente los viejos tópicos lorquianos de Heredias, Camborios y parejas de tricornios charolados. Después de identificarme en la puerta dejé el coche en el aparcamiento vigilado; y una guardia alta, rubia —en su uniforme era verde hasta la cinta que le sujetaba la cola de caballo bajo la gorra teresiana—, me condujo hasta el despacho del capitán Víctor Castro: una pequeña habitación con un ordenador sobre la mesa y una bandera española en la pared, junto a la que estaban colgados, a modo de adornos o trofeos, un viejo Máuser Coruña del año 45 y un fusil de asalto Kalashnikov AKM.
—Sólo puedo ofrecerle un café espantoso —me dijo.
Acepté el café, que él mismo trajo de la máquina que estaba en el pasillo, removiendo el brebaje con una cucharilla de plástico. Era infame, en efecto. En cuanto al capitán Castro, resultó ser uno de esos hombres con los que puedes simpatizar al primer vistazo: serio, de modales eficientes, impecable con su guerrera verde y el pelo gris cortado a cepillo, el bigote alatristesco que también empezaba a encanecer, la mirada tan directa y franca como el apretón de manos que me había dispensado al recibirme. Tenía cara de hombre honrado; y tal vez eso, entre otras cosas, animó a sus superiores, tiempo atrás, a encomendarle durante cinco años la jefatura del grupo Delta Cuatro, en la Costa del Sol. Según mis noticias, la honradez del capitán Castro resultó, a la postre, incómoda hasta para sus propios mandos. Eso explicaba quizás que yo estuviera visitándolo en un pueblo perdido de la sierra de Madrid, en una comandancia con treinta guardias cuya jefatura correspondía a una graduación inferior a la suya, y que me hubiese costado cierto trabajo —influencias, viejos amigos— que la Dirección General de la Guardia Civil autorizase aquella entrevista. Como apuntó más tarde, filosófico, el propio capitán Castro cuando me acompañaba cortésmente al coche, los Pepitos Grillo nunca hicieron —hicimos, dijo con sonrisa estoica— carrera en ninguna parte.
Ahora hablábamos de esa carrera, él sentado tras la mesa de su pequeño despacho, con ocho cintas multicolores de condecoraciones cosidas en el lado izquierdo de su guerrera, y yo con mi café. O, para ser exactos, hablábamos de cuando se ocupó por primera vez de Teresa Mendoza, a partir de una investigación sobre el asesinato de un guardia de la comandancia de Manilva, el sargento Iván Velasco, a quien describió —el capitán era muy cuidadoso eligiendo las palabras— como un agente de cuestionable honestidad; mientras que otros a quien consulté previamente sobre el personaje —entre ellos el ex policía Nino Juárez— lo habían definido como un completísimo hijo de puta.
A Velasco lo mataron de una forma sospechosa —explicó—. De modo que trabajamos un poco en eso. Algunas coincidencias con episodios de contrabando, entre ellos el asunto de Punta Castor y la muerte de Santiago Fisterra, nos hicieron relacionarlo con la salida de la cárcel de Teresa Mendoza. Aunque nada pudo probarse, eso me llevó hasta ella, y con el tiempo terminé por especializarme en la Mejicana: vigilancia, grabaciones en vídeo, teléfonos intervenidos por orden judicial… Ya sabe —me miraba dando por sentado que yo sabía—. Mi trabajo no era perseguir el tráfico de droga, sino investigar su ambiente. La gente a la que la Mejicana compraba y corrompía, que con el tiempo fue mucha. Eso incluyó a banqueros, jueces y políticos. También a gente de mi propia empresa: aduaneros, guardias civiles y policías.
La palabra policías me hizo asentir, interesado. Vigilar al vigilante.
—¿Cuál fue la relación de Teresa Mendoza con el comisario Nino Juárez? —pregunté.
Dudó un momento, y parecía que calculaba el valor, o la vigencia, de cada cosa que iba a decir. Después hizo un gesto ambiguo.
—No hay mucho que yo pueda decirle que no publicaran en su momento los periódicos… La Mejicana consiguió infiltrarse incluso en el DOCS. Juárez terminó trabajando para ella, como tantos otros.
Puse el vasito de plástico sobre la mesa y me quedé así, un poco inclinado hacia adelante.
—¿Nunca intentó comprarlo a usted?
El silencio del capitán Castro se hizo incómodo. Miraba el vaso, inexpresivo. Por un momento temí que la entrevista hubiese terminado. Ha sido un placer, caballero. Adiós y hasta la vista.
—Yo comprendo las cosas, ¿sabe? —dijo al fin—… Entiendo, aunque no lo justifique, que alguien que cobra un sueldo reducido vea la oportunidad si le dicen: oye, mañana cuando estés en tal sitio, en vez de allí mira hacia allá. Y a cambio pone la mano y obtiene un fajo de billetes. Es humano. Cada uno es cada uno. Todos queremos vivir mejor de lo que vivimos… Lo que pasa es que unos tienen límites, y otros no.
Se quedó callado otra vez y alzó los ojos. Tiendo a dudar de la inocencia de la gente, pero de aquella mirada no dudé. Aunque en el fondo nunca se sabe. De cualquier modo, me habían hablado antes del capitán Víctor Castro, número tres de su promoción, siete años en Intxaurrondo, uno de destino voluntario en Bosnia, medalla al mérito policial con distintivo rojo.
—Naturalmente que intentaron comprarme —dijo—. No fue la primera vez, ni la última —ahora se permitía una sonrisa suave, casi tolerante—. Incluso en este pueblo lo intentan de vez en cuando, en otra escala. Un jamón en Navidad de un constructor, una invitación de un concejal… Estoy convencido de que cada cual tiene un precio. Quizás el mío era demasiado alto. No sé. Lo cierto es que a mí no me compraron.
—¿Por eso está aquí?
—Es un buen puesto —me miraba impasible—. Tranquilo. No me quejo.
—¿Es verdad, como cuentan, que Teresa Mendoza llegó a tener contactos en la Dirección General de la Guardia Civil?
—Eso debería preguntarlo en la Dirección General.
—¿Y es cierto que trabajó usted con el juez Martínez Pardo en una investigación que fue paralizada por el ministerio de justicia?
—Le digo lo de antes. Pregúnteselo al ministerio de justicia.
Asentí, aceptando sus reglas. Por alguna razón, aquel malísimo café en vaso de plástico acentuaba mi simpatía por él. Recordé al ex comisario Nino Juárez en la mesa de casa Lucio, saboreando su Viña Pedrosa del 96. ¿Cómo lo había explicado mi interlocutor un momento antes? Sí. Cada uno es cada uno.
—Hábleme de la Mejicana —dije.
Al mismo tiempo saqué del bolsillo una copia de la fotografía tomada desde el helicóptero de Aduanas, y la puse sobre la mesa: Teresa Mendoza iluminada en plena noche entre una nube de agua pulverizada que la luz hacía centellear a su alrededor, el rostro y el pelo mojados, las manos apoyadas en los hombros del piloto de la planeadora. Corriendo a cincuenta nudos hacia la piedra de León y su destino. Ya conozco esa foto, dijo el capitán Castro. Pero estuvo mirándola un rato, pensativo, antes de empujarla de nuevo hacia mí.
—Fue muy lista y muy rápida —añadió un momento después—. Su ascenso en aquel mundo tan peligroso fue una sorpresa para todos. Corrió riesgos y tuvo suerte… De esa mujer que acompañaba a su novio en la planeadora hasta la que yo conocí, hay mucho camino. Usted ha visto los reportajes de prensa, supongo. Las fotos en el ¡Hola! y demás. Se refinó mucho, obtuvo unos modales y una cultura. Y se hizo poderosa. Una leyenda, dicen. La Reina del Sur. Los periodistas la apodaron así… Para nosotros siempre fue la Mejicana.
—¿Mató?
—Pues claro que mató. O lo hicieron por ella. En ese negocio, matar forma parte del asunto. Pero fíjese qué astuta. Nadie pudo probarle nada. Ni una muerte, ni un tráfico. Cero pelotero. Hasta la Agencia Tributaria anduvo tras ella, a ver si por ahí podía hincársele el diente. Nada… Sospecho que compró a quienes la investigaban.
Creí detectar un matiz de amargura en sus palabras. Lo observé, curioso, pero se echó hacia atrás en la silla. No sigamos por ese camino, decía su gesto. Es salirse de la cuestión, y de mis competencias.
—¿Cómo llegó tan aprisa y tan alto?
—Ya he dicho que era lista y tuvo suerte. Llegó justo cuando las mafias colombianas buscaban rutas alternativas en Europa. Pero además fue una innovadora… Si ahora los marroquíes son los amos del tráfico en ambas orillas del Estrecho, es gracias a ella. Empezó a apoyarse más en esa gente que en los traficantes gibraltareños o españoles, y convirtió una actividad desordenada, casi artesanal, en una empresa eficiente. Hasta le cambió el aspecto a sus empleados. Los hacía vestirse correctos, nada de cadenas gordas de oro y moda hortera: trajes sencillos, coches discretos, apartamentos en vez de casas lujosas, taxis para acudir a citas de trabajo… Y así, hachís marroquí aparte, fue quien montó las redes de la cocaína hacia el Mediterráneo oriental, desplazando a las otras mafias y a los gallegos que pretendían establecerse allí. Nunca manejó carga propia, que nosotros supiéramos. Pero casi todo el mundo dependía de ella.
La clave, siguió contándome el capitán Castro, consistía en que la Mejicana utilizó su experiencia técnica sobre el uso de planeadoras para las operaciones a gran escala. Las lanchas tradicionales eran las Phantom de casco rígido y limitada autonomía, propensas a averiarse con mala mar; y fue ella la primera en comprender que una semirrígida soportaba mejor el mal tiempo porque sufría menos. Así que organizó una flotilla de Zodiac, llamadas gomas en el argot del Estrecho: neumáticas que en los últimos años llegaron hasta los quince metros de eslora, a veces con tres motores, el tercero no para correr más —la velocidad límite continuaba en torno a los cincuenta nudos— sino para mantener la potencia. El mayor tamaño permitía, además, llevar reservas de combustible. Mayor autonomía y más carga a bordo. Así pudo trabajar con buena y con mala mar en lugares alejados del Estrecho: la desembocadura del Guadalquivir, Huelva y las costas desiertas de Almería. A veces llegaba hasta Murcia y Alicante, recurriendo a pesqueros o yates particulares que hacían de nodrizas y permitían repostar en alta mar. Montó operaciones con barcos que venían directamente de Sudamérica, y utilizó la conexión marroquí, la entrada de cocaína por Agadir y Casablanca, para organizar transportes aéreos desde pistas escondidas en las montañas del Rif a pequeños aeródromos españoles que ni siquiera figuraban en los mapas. También puso de moda los llamados bombardeos: paquetes de veinticinco kilos de hachís o de coca envueltos en fibra de vidrio y provistos de flotadores, que se arrojaban al mar y eran recuperados por lanchas o pesqueros. Nada de eso, explicó el capitán Castro, lo había hecho nadie antes en España. Los pilotos de Teresa Mendoza, reclutados entre los que volaban en avionetas de fumigación, podían aterrizar y despegar en carreteras de tierra y pistas de doscientos metros. Volaban bajo, con luna, entre las montañas y a poca altura sobre el mar, aprovechando que los radares marroquíes eran casi inexistentes, y que el sistema español de detección aérea tenía, o tiene —el capitán formaba un círculo enorme con las manos— agujeros de este tamaño. Sin excluir que alguien, debidamente engrasado, cerrase los ojos cuando un eco sospechoso aparecía en la pantalla.
—Todo lo confirmamos más tarde, cuando una Cessna Skymaster se estrelló cerca de Tabernas, en Almería, cargada con doscientos kilos de cocaína. El piloto, un polaco, resultó muerto. Sabíamos que era cosa de la Mejicana; pero nadie pudo probar nunca esa conexión. Ni ninguna otra.
Se detuvo ante el escaparate de la librería Alameda. En los últimos tiempos compraba muchos libros. Cada vez tenía más en casa, alineados en estantes o puestos de cualquier manera sobre los muebles. Leía por la noche hasta tarde, o sentada durante el día en las terrazas frente al mar. Algunos eran sobre México. Había encontrado en aquella librería malagueña varios autores de su tierra: novelas policíacas de Paco Ignacio Taibo II, un libro de cuentos de Ricardo Garibay, una Historia de la Conquista de Nueva España escrita por un tal Bernal Díaz del Castillo que había estado con Cortés y la Malinche, y un volumen de las obras completas de Octavio Paz —nunca había oído hablar antes de ese señor Paz, pero tenía todos los visos de ser importante allá— que se titulaba El peregrino en su patria. Lo leyó todo despacio, con dificultad, saltándose muchas páginas que no comprendía. Pero lo cierto era que se le quedaron cosas en la cabeza: un poso de algo nuevo que la hizo reflexionar sobre su tierra —aquel pueblo orgulloso, violento, tan bueno y desgraciado al mismo tiempo, siempre lejos de Dios y tan cerca de los pinches gringos— y sobre sí misma. Eran libros que obligaban a pensar en cosas sobre las que nunca había pensado antes. Además, leía diarios y procuraba ver los informativos de la televisión. Eso, y las telenovelas que ponían por la tarde; aunque ahora dedicaba más tiempo a leer que a otra cosa. La ventaja de los libros, como descubrió cuando estaba en El Puerto de Santa María, era que podías apropiarte de las vidas, historias y reflexiones que encerraban, y nunca eras la misma al abrirlos por primera vez que al terminarlos. Personas muy inteligentes habían escrito algunas de aquellas páginas; y si eras capaz de leer con humildad, paciencia y ganas de aprender, no te defraudaban nunca. Hasta lo que no comprendías quedaba ahí, en un rinconcito de la cabeza; listo para que el futuro le diera sentido convirtiéndolo en cosas hermosas o útiles. De ese modo, El conde de Montecristo y Pedro Páramo, que por diferente razón seguían siendo sus favoritas —las leyó una y otra vez hasta perder la cuenta—, eran ya rumbos familiares, que llegaba a dominar casi del todo. El libro de Juan Rulfo fue un desafío desde el principio, y ahora la satisfacía pasar sus páginas y comprender: Quise retroceder porque pensé que regresando podría encontrar el calor que acababa de dejar; pero me di cuenta a poco andar que el frío salía de mí, de mi propia sangre… Había descubierto fascinada, estremecida de placer y de miedo, que todos los libros del mundo hablaban de ella.
Y ahora miraba el escaparate, en busca de una portada que le llamara la atención. Ante los libros desconocidos solía guiarse por las portadas y los títulos. Había uno de una mujer llamada Nina Berberova que leyó por el retrato que tenía en la tapa de una joven tocando el piano; y la historia la atrajo tanto que procuró encontrar otros títulos de la misma autora. Como se trataba de una rusa, le regaló el libro —La acompañante, se llamaba— a Oleg Yasikov, que no era lector de nada que no fuese la prensa deportiva o algo relacionado con los tiempos del zar. Menudo bicho esa pianista, había comentado el gangster unos días más tarde. Lo que demostraba que al menos hojeó el libro.
Aquélla era una mañana triste, algo fría para Málaga. Había llovido, y una leve bruma flotaba entre la ciudad y el puerto, agrisando los árboles de la Alameda. Teresa estaba mirando una novela del escaparate que se llamaba El maestro y Margarita. La portada no era muy atractiva, pero el nombre del autor sonaba a ruso, y eso la hizo sonreír pensando en Yasikov y en la cara que pondría cuando le llevara el libro. Iba a entrar a comprarlo cuando se vio reflejada en un espejo publicitario que estaba junto a la vitrina: cabello recogido en una coleta, aretes de plata, ningún maquillaje, un elegante tres cuartos de piel negra sobre tejanos y botas camperas de cuero marrón. A su espalda discurría el escaso tráfico en dirección al puente de Tetuán, y poca gente caminaba por la acera. De pronto todo se congeló en su interior, como si la sangre y el corazón y el pensamiento quedaran en suspenso. Sintió aquello antes de razonarlo. Antes, incluso, de interpretar nada. Pero resultaba inequívoco, viejo y conocido: La Situación. Había visto algo, pensó atropelladamente, sin volverse, inmóvil ante el espejo que le permitía mirar sobre el hombro. Asustada. Algo que no encajaba en el paisaje y que no lograba identificar. Un día —recordó las palabras del Güero Dávila— alguien se acercará a ti. Alguien a quien tal vez conozcas. Escudriñó atenta el campo visual que le procuraba el espejo, y entonces se percató de la presencia de los dos hombres que cruzaban la calle desde el paseo central de la Alameda, sin prisas, sorteando automóviles. Latía una nota familiar en ambos, pero de eso se dio cuenta unos segundos después. Antes le llamó la atención un detalle: pese al frío, los dos llevaban las chaquetas dobladas sobre el brazo derecho. Entonces sintió un espanto ciego, irracional, muy antiguo, que había creído no volver a sentir en la vida. Y sólo cuando entró precipitadamente en la librería y estaba a punto de preguntarle al dependiente por una salida en la parte de atrás, cayó en la cuenta de que había reconocido al Gato Fierros y a Potemkin Gálvez.
Corrió de nuevo. En realidad no había dejado de hacerlo desde que sonó el teléfono en Culiacán. Una huida hacia adelante, sin rumbo, que la llevaba a personas y lugares imprevistos. Apenas salió por la puerta de atrás, los músculos crispados a la espera de un plomazo, corrió por la calle Panaderos sin importarle llamar la atención, pasó junto al mercado —de nuevo el recuerdo de aquella primera fuga— y allí siguió caminando deprisa hasta llegar a la calle Nueva. El corazón le iba a seis mil ochocientas vueltas por minuto, como si tuviera dentro un cabezón trucado. Tacatacatac. Tacatacatac. Se volvía a mirar atrás de vez en cuando, confiando en que los dos gatilleros siguieran esperándola en la librería. Aflojó el paso cuando estuvo a punto de resbalar en el suelo mojado. Más serena y razonando. Te vas a romper la madre, se dijo, Así que tómalo con calma. No te apendejes y piensa. No en lo que hacen esos dos batos aquí, sino en cómo librarte de ellos. Cómo ponerte a salvo. Los porqués ya tendrás tiempo de considerarlos mas tarde, si es que sigues viva.
Imposible recurrir a un policía, ni regresar a la Cherokee con asientos de cuero —aquella ancestral afición sinaloense por las rancheras todo terreno— que tenía aparcada en el subterráneo de la plaza de la Marina. Piensa, se dijo de nuevo. Piensa, o te puedes morir ahorita. Miró alrededor, desamparada. Estaba en la plaza de la Constitución, a pocos pasos del hotel Larios. A veces Pati y ella, cuando iban de compras, tomaban un aperitivo en el bar del primer piso, un lugar agradable desde el que podía verse —vigilarse, en este caso— un buen trecho de la calle. El hotel, naturalmente. Órale. Sacó el teléfono del bolso mientras cruzaba el portal y subía las escaleras. Bip, bip, bip. Aquél era un problema que sólo podía resolverle Oleg Yasikov.
Le fue difícil conciliar el sueño esa noche. Salía de la duermevela entre sobresaltos, y más de una vez escuchó, alarmada, una voz que gemía en la oscuridad, descubriendo al cabo que era la suya. Las imágenes del pasado y del presente se mezclaban en su cabeza: la sonrisa del Gato Fierros, la sensación de quemazón entre los muslos, los estampidos de una Colt Doble Águila, la carrera medio desnuda entre los arbustos que le arañaban las piernas. Como de ayer, como de ahora mismo, parecía. Al menos tres veces oyó los golpes que uno de los guardaespaldas de Yasikov daba en la puerta del dormitorio. Dígame si se encuentra bien, señora. Si necesita algo. Antes del amanecer se vistió y salió al saloncito. Uno de los hombres dormitaba en el sofá, y el otro levantó los ojos de una revista antes de ponerse en pie, despacio. Un café, señora. Una copa de algo. Teresa negó con la cabeza y fue a sentarse junto a la ventana que daba al puerto de Estepona. Yasikov le había facilitado el apartamento. Quédate cuanto quieras, dijo. Y evita ir por tu casa hasta que todo vuelva al orden. Los dos guaruras eran de mediana edad, corpulentos y tranquilos. Uno con acento ruso y otro sin acento de ninguna clase porque jamás abría la boca. Ambos sin identidad. Bikiles, los llamaba Yasikov. Soldados. Gente callada que se movía despacio y miraba a todas partes con ojos profesionales. No se apartaban de su lado desde que llegaron al bar del hotel sin llamar la atención, uno de ellos con una bolsa deportiva colgada al hombro, y la acompañaron —el que hablaba le pidió antes, en voz baja y por favor, que detallase el aspecto de los pistoleros— hasta un Mercedes de cristales tintados que aguardaba en la puerta. Ahora la bolsa deportiva estaba abierta sobre una mesa, y dentro relucía suave el pavonado de una pistola ametralladora Skorpion.
Vio a Yasikov a la mañana siguiente. Vamos a intentar resolver el problema, dijo el ruso. Mientras tanto, procura no pasearte mucho. Y ahora sería útil que me explicaras qué diablos pasa. Sí. Qué cuentas dejaste atrás. Quiero ayudarte, pero no buscarme enemigos gratis, ni interferir en cosas de gente que pueda estar relacionada conmigo para otros negocios. Eso, niet de niet. Si se trata de mejicanos me da lo mismo, porque nada he perdido allí. No. Pero con los colombianos necesito estar a buenas. Sí. Son mejicanos, confirmó Teresa. De Culiacán, Sinaloa. Mi pinche tierra. Entonces me da igual, fue la respuesta de Yasikov. Puedo ayudarte. De modo que Teresa encendió un cigarrillo, y luego otro y otro más, y durante un rato largo puso a su interlocutor al corriente de aquella etapa de su vida que por un tiempo creyó cerrada para siempre: el Batman Güemes, don Epifanio Vargas, las transas del Güero Dávila, su muerte, la fuga de Culiacán, Melilla y Algeciras. Coincide con los rumores que había oído, concluyó el otro cuando ella hubo terminado. Excepto tú, nunca vimos mejicanos por aquí. No. El auge de tus negocios ha debido refrescarle a alguien la memoria.
Decidieron que Teresa seguiría haciendo vida normal —no puedo estar encerrada, dijo ella, bastante tiempo lo estuve ya en El Puerto—, pero tomando precauciones y con los dos bikiles de Yasikov junto a ella a sol y a sombra. También deberías llevar un arma, sugirió el ruso. Pero ella no quiso. No mames, dijo. Güey. Estoy limpia y quiero seguir estándolo. Una posesión ilegal bastaría para ponerme otra vez a catchear en prisión. Y, tras pensarlo un momento, el otro estuvo de acuerdo. Cuídate entonces, concluyó. Que yo me ocupo.
Teresa lo hizo. Durante la semana siguiente vivió con los guaruras pegados a sus talones, evitando dejarse ver demasiado. Todo el tiempo se mantuvo lejos de su casa —un apartamento de lujo en Puerto Banús, que en esa época ya pensaba sustituir por una casa junto al mar, en Guadalmina Baja—, y fue Pati quien anduvo de un lado a otro con ropa, libros y lo necesario. Guardaespaldas como en las películas, decía. Esto parece L. A. Confidencial. Pasaba mucho tiempo acompañándola, de charla o viendo la tele, con la mesita del salón espolvoreada de blanco, ante la mirada inexpresiva de los dos hombres de Yasikov. Al cabo de una semana, Pati les dijo feliz Navidad —era mediados de marzo— y puso sobre la mesa, junto a la bolsa de la Skorpion, dos gruesos fajos de dinero. Un detalle, dijo. Para que ustedes se tomen algo. Por lo bien que cuidan de mi amiga. Ya estamos pagados, dijo el que hablaba con acento, después de mirar el dinero y mirar a su camarada. Y Teresa pensó que Yasikov pagaba muy bien a su gente, o que ellos le tenían mucho respeto al ruso. Quizá las dos cosas. Nunca llegó a saber cómo se llamaban. Pati siempre se refería a ellos como Pixie y Dixie.
Los dos paquetes están localizados, informó Yasikov. Un colega que me debe favores acaba de llamar. Así que te tendré al corriente. Se lo dijo por teléfono en vísperas de la reunión con los italianos, sin darle importancia aparente, en el curso de una conversación sobre otros asuntos. Teresa estaba con su gente, planificando la compra de ocho lanchas neumáticas de nueve metros de eslora que serían almacenadas en una nave industrial de Estepona hasta el momento de echarlas al agua. Al apagar el teléfono encendió un cigarrillo para darse tiempo, preguntándose cómo iba a solucionar su amigo ruso el problema. Pati la miraba. Y a veces, decidió irritada, es como si ésta me adivinara el pensamiento. Además de Pati —Teo Aljarafe estaba en el Caribe, y Eddie Álvarez, relegado a tareas administrativas, ocupándose del papeleo bancario en Gibraltar—, se hallaban presentes dos nuevos consejeros de Transer Naga: Farid Lataquia y el doctor Ramos. Lataquia era un maronita libanés propietario de una empresa de importación, tapadera de su verdadera actividad, que era conseguir cosas. Pequeño, simpático, nervioso, el pelo clareándole en la coronilla y frondoso bigote, había hecho algún dinero con el tráfico de armas durante la guerra del Líbano —estaba casado con una Gemayel—, y ahora vivía en Marbella. Si le proporcionaban medios suficientes, era capaz de encontrar cualquier cosa. Gracias a él, Transer Naga disponía de una ruta fiable para la cocaína: viejos pesqueros de Huelva, yates privados o destartalados mercantes de poco tonelaje que, antes de cargar sal en Torrevieja, recibían en alta mar la droga que entraba en Marruecos por el Atlántico, y en caso necesario hacían de nodrizas para las planeadoras que operaban en la costa oriental andaluza. En cuanto al doctor Ramos, había sido médico de la marina mercante, y era el táctico de la organización: planificaba las operaciones, los puntos de embarque y alijo, las artimañas de diversión, el camuflaje. Cincuentón de pelo gris, alto y muy flaco, descuidado de aspecto, siempre vestía viejas chaquetas de punto, camisas de franela y pantalones arrugados. Fumaba en pipas de cazoletas requemadas, llenándolas con parsimonia —resultaba el hombre más tranquilo del mundo— de un tabaco inglés salido de cajas de latón que le deformaban los bolsillos llenos de llaves, monedas, mecheros, atacadores de pipa y los objetos más insospechados. Una vez, al sacar un pañuelo —los usaba con sus iniciales bordadas, como antiguamente— se le había caído al suelo una linternita enganchada a un llavero de propaganda de yogur Danone. Sonaba como un chatarrero, al caminar.
—Una sola identidad —decía el doctor Ramos—. Un mismo folio y matrícula cada Zodiac. Idéntico para todas. Como las echaremos al agua de una en una, no hay el menor problema… En cada viaje, una vez cargadas, a las gomas se les quita el rótulo y se vuelven anónimas. Para más seguridad podemos abandonarlas después, o que alguien se haga cargo de ellas. Pagando, claro. Así amortizamos algo.
—¿No es muy descarado lo de la misma matrícula?
—Irán al agua de una en una. Cuando la A esté operando, la numeración se la ponemos a la B. De esa forma, como todas serán iguales, siempre tendremos una amarrada en su pantalán, limpia. A efectos oficiales, nunca se habrá movido de ahí.
—¿Y la vigilancia en el puerto?
El doctor Ramos sonrió apenas, con sincera modestia. El contacto próximo era también su especialidad: guardias portuarios, mecánicos, marineros. Andaba por allí, aparcado su viejo Citröen Dos Caballos en cualquier parte, charlando con unos y otros, la pipa entre los dientes y el aire despistado y respetable. Tenía un pequeño barquito a motor en Cabopino con el que iba de pesca. Conocía cada lugar de la costa y a todo el mundo entre Málaga y la desembocadura del Guadalquivir.
—Eso está controlado. Nadie molestará. Otra cosa es que vengan a investigar de fuera, pero ese flanco no puedo cubrirlo yo. La seguridad exterior rebasa mis competencias.
Era cierto. Teresa se ocupaba de eso gracias a las relaciones de Teo Aljarafe y algunos contactos de Pati. Un tercio de los ingresos de Transer Naga se destinaba a relaciones públicas a ambas orillas del Estrecho; eso incluía a políticos, personal de la Administración, agentes de la seguridad del Estado. La clave consistía en negociar, según los casos, con información o con dinero. Teresa no olvidaba la lección de Punta Castor, y había dejado capturar algunos alijos importantes —inversiones a fondo perdido, las llamaba— para ganarse la voluntad del jefe del grupo contra la Delincuencia Organizada de la Costa del Sol, el comisario Nino Juárez, viejo conocido de Teo Aljarafe. También las comandancias de la Guardia Civil se beneficiaban de información privilegiada y bajo control, apuntándose éxitos que engrosaban las estadísticas. Hoy por ti, mañana por mí, y de momento me debes una. O varias. Con algunos mandos subalternos o ciertos guardias y policías, las delicadezas eran innecesarias: un contacto de confianza ponía sobre la mesa un fajo de billetes, y asunto resuelto. No todos se dejaban comprar; pero hasta en esas ocasiones solía funcionar la solidaridad corporativa. Era raro que alguien denunciase a un compañero, excepto en casos escandalosos. Además, las fronteras del trabajo contra la delincuencia y la droga no siempre estaban definidas; mucha gente trabajaba para los dos bandos a la vez, se pagaba con droga a los confidentes, y el dinero era la única regla a la que atenerse. Respecto a determinados políticos locales, con ellos tampoco era necesario mucho tacto. Teresa, Pati y Teo cenaron varias veces con Tomás Pestaña, alcalde de Marbella, para tratar sobre la recalificación de unos terrenos que podían destinarse a la construcción. Teresa había aprendido muy pronto —aunque sólo ahora comprobaba las ventajas de estar arriba de la pirámide— que a medida que beneficias al conjunto social obtienes su respaldo. Al final, hasta al estanquero de la esquina le conviene que trafiques. Y en la Costa del Sol, como en todas partes, presentarse con un buen aval de fondos para invertir abría muchas puertas. Luego todo era cuestión de habilidad y de paciencia. De comprometer poco a poco a la gente, sin asustarla, hasta que su bienestar dependiera de una. Dejándosela ir requetesuave. Con cremita. Era como lo de los juzgados: empezabas con flores y bombones para las secretarias y terminabas haciéndote con un juez. O con varios. Teresa había logrado poner en nómina a tres, incluido un presidente de Audiencia para quien Teo Aljarafe acababa de adquirir un apartamento en Miami.
Se volvió a Lataquia.
—¿Qué hay de los motores?
El libanés hizo un gesto antiguo y mediterráneo, los dedos de la mano juntos y vueltos en un giro rápido hacia arriba.
—No ha sido fácil —dijo—. Nos faltan seis unidades. Estoy haciendo gestiones.
—¿Y los accesorios?
—Los pistones Wiseco llegaron hace tres días, sin problemas. También las jaulas de rodamientos para las bielas… En cuanto a los motores, puedo completar la partida con otras marcas.
—Te pedí —dijo Teresa lentamente, recalcando las palabras— pinches Yamahas de doscientos veinticinco caballos, y carburadores de doscientos cincuenta… Eso es lo que te pedí.
Observó que el libanés, inquieto, miraba al doctor Ramos en demanda de apoyo, pero el rostro de éste permaneció inescrutable. Chupaba su pipa, envuelto en humo. Teresa sonrió para sus adentros. Que cada palo aguante su vela.
—Ya lo sé —Lataquia aún miraba al doctor, el aire resentido—. Pero conseguir dieciséis motores de golpe no es fácil. Ni siquiera un distribuidor oficial puede garantizarlo en tan poco tiempo.
—Tienen que ser todos los motores idénticos —puntualizó el otro—. Si no, adiós cobertura.
Encima colabora, decían los ojos del libanés. Ibn charmuta. Debéis de creer que los fenicios hacemos milagros.
—Qué lastima —se limitó a decir—. Todo ese gasto para un viaje.
—Mira quién lamenta los gastos —apuntó Pati, que encendía un cigarrillo—. Míster Diez por Ciento —expulsó el humo lejos, frunciendo mucho los labios—… El pozo sin fondo.
Se reía un poquito, casi al margen como de costumbre. En pleno disfrute. Lataquia ponía cara de incomprendido.
—Haré lo que pueda.
—Estoy segura de que sí —dijo Teresa.
Nunca dudes en público, había dicho Yasikov. Rodéate de consejeros, escucha con atención, tarda en pronunciarte si hace falta; pero después nunca titubees delante de los subalternos, ni dejes discutir tus decisiones cuando las tomes. En teoría, un jefe no se equivoca nunca. No. Cuanto dice ha sido meditado antes. Sobre todo es cuestión de respeto. Si puedes, hazte querer. Claro. Eso también asegura lealtades. Sí. En todo caso, puestos a elegir, es preferible que te respeten a que te quieran.
—Estoy segura —repitió.
Aunque todavía mejor que te respeten es que te teman, pensaba. Pero el temor no se impone de golpe, sino de forma gradual. Cualquiera puede asustar a otros; eso está al alcance de no importa qué salvaje. Lo difícil es irse haciendo temer poco a poco.
Lataquia reflexionaba, rascándose el bigote.
—Si me autorizas —concluyó al fin—, puedo hacer gestiones fuera. Conozco gente en Marsella y en Génova… Lo que pasa es que tardarían un poco más. Y están los permisos de importación y todo eso.
—Arréglatelas. Quiero esos motores —hizo una pausa, miró la mesa—. Y otra cosa. Hay que ir pensando en un barco grande —alzó los ojos—. No demasiado. Con toda la cobertura legal en regla.
—¿Cuánto quieres gastar?
—Setecientos mil dólares. Cincuenta mil más, como mucho.
Pati no estaba al corriente. La observaba de lejos, fumando, sin decir nada. Teresa evitó mirarla. A fin de cuentas, pensó, siempre dices que soy yo quien dirige el negocio. Que estás cómoda así.
—¿Para cruzar el Atlántico? —quiso saber Lataquia, que había captado el matiz de los cincuenta mil extra.
—No. Sólo que pueda moverse por aquí.
—¿Hay algo importante en marcha?
El doctor Ramos se permitió una mirada de censura. Preguntas demasiado, decía su flemático silencio. Fíjate en mí. O en la señorita O’Farrell, ahí sentada, tan discreta como si estuviese de visita.
—Puede que lo haya —respondió Teresa—. ¿Qué tiempo necesitas?
Ella sabía el tiempo de que disponía. Poco. Los colombianos estaban a punto de caramelo para un salto cualitativo. Una sola carga, de golpe, que abasteciera por un tiempo a italianos y rusos. Yasikov la había sondeado al respecto y Teresa prometió estudiarlo.
Lataquia volvió a rascarse el bigote. No sé, dijo. Un viaje para echar un vistazo, las formalidades y el pago. Tres semanas, como mínimo.
—Menos.
—Dos semanas.
—Una.
—Puedo probar —suspiró Lataquia—. Pero saldrá más caro.
Teresa se echó a reír. En el fondo la divertían las mañas de aquel cabrón. Con él, una de cada tres palabras era dinero.
—No me chingues, libanés. Ni un dólar más. Y órale, que se quema el chilorio.
La reunión con los italianos se celebró al día siguiente por la tarde, en el apartamento de Sotogrande. Máxima seguridad. Además de los italianos —dos hombres de la N’Drangheta calabresa llegados aquella mañana al aeropuerto de Málaga—, sólo asistieron Teresa y Yasikov. Italia se había convertido en el principal consumidor europeo de cocaína, y la idea era asegurar un mínimo de cuatro cargamentos de setecientos kilos por año. Uno de los italianos, un individuo maduro con patillas grises y chaqueta de ante, el aire de próspero hombre de negocios deportivo y a la moda, que llevaba la voz cantante —el otro estaba callado todo el rato, o se inclinaba de vez en cuando para deslizarle a su colega unas palabras al oído—, lo explicó con detalle en un español bastante aceptable. El momento era óptimo para establecer esa conexión: a Pablo Escobar lo acosaban en Medellín, los hermanos Rodríguez Orejuela veían muy disminuida su capacidad de operar directamente en los Estados Unidos, y los clanes colombianos necesitaban compensar en Europa las pérdidas que les ocasionaba el verse desplazados en Norteamérica por las mafias mejicanas. Ellos, la N’Drangheta, pero también la Mafia de Sicilia y la Camorra napolitana —en buenas relaciones y todos hombres de honor, añadió muy serio, después que su compañero le susurrase algo—, necesitaban asegurarse un suministro constante de clorhidrato de cocaína con una pureza del noventa al noventa y cinco por ciento —podrían venderlo a sesenta mil dólares el kilo, tres veces más caro que en Miami o San Francisco—, y también pasta de coca base con destino a refinerías clandestinas locales. En este punto, el otro —flaco, barba recortada, vestido de oscuro, aspecto antiguo— había vuelto a decirle algo al oído, y el compañero alzó un dedo admonitorio, frunciendo la frente exactamente igual que Robert de Niro en las películas de gangsters.
—Cumplimos con quien cumple —puntualizó.
Y Teresa, que no perdía detalle, pensó que la realidad imitaba a la ficción, en un mundo donde los gangas iban al cine y veían la tele como el que más. Un negocio amplio y estable, estaba diciendo ahora el otro, con perspectivas de futuro, siempre y cuando las primeras operaciones salieran a gusto de todos. Luego explicó algo de lo que Teresa ya estaba al corriente por Yasikov: que sus contactos en Colombia tenían lista la primera carga, e incluso un barco, el Derly, preparado en La Guaira, Venezuela, para estibar los setecientos paquetes de droga camuflados en bidones de diez kilos de grasa para automóviles dispuestos en un contenedor. El resto del operativo era inexistente, dijo, y luego encogió los hombros y se quedó mirando a Teresa y al ruso como si ellos tuvieran la culpa.
Para sorpresa de los italianos y del propio Yasikov, Teresa traía elaborada una propuesta concreta. Había pasado la noche y la mañana trabajando con su gente a fin de poner sobre la mesa un plan de operaciones que empezaba en La Guaira y concluía en el puerto de Gioia Tauro, Calabria. Lo planteó todo al detalle: fechas, plazos, garantías, compensaciones en caso de pérdida de la primera carga. Tal vez descubrió más cosas de lo necesario para la seguridad de la operación; pero en aquella fase, comprendió al primer vistazo, todo era cuestión de impresionar a la clientela. El aval de Yasikov y la Babushka sólo la cubría hasta cierto punto. Así que, a medida que hablaba, rellenando las lagunas operativas según iban presentándose, procuró ensamblarlo todo con la apariencia de algo muy calculado, sin cabos sueltos. Ella, expuso, o más bien una pequeña sociedad marroquí llamada Ouxda Imexport, filial-tapadera de Transer Naga con sede en Nador, se haría cargo de la mercancía en el puerto atlántico de Casablanca, transbordándola a un antiguo dragaminas inglés abanderado en Malta, el Howard Morhaim, que aquella misma mañana —Farid Lataquia se había movido rápido— supo disponible. Después, aprovechando el mismo viaje, el barco seguiría hasta Constanza, en Rumania, para entregar allí otra carga que ya esperaba almacenada en Marruecos, destinada a la gente de Yasikov. La coordinación de las dos entregas abarataría el transporte, reforzando también la seguridad. Menos viajes, menos riesgos. Rusos e italianos compartiendo gastos. Linda cooperación internacional. Etcétera. La única pega era que ella no aceptaba parte del pago en droga. Sólo transporte. Y sólo dólares.
Los italianos estaban encantados con Teresa y encantados con el negocio. Iban a sondear posibilidades y se encontraban con una operación entre las manos. Cuando llegó la hora de tratar aspectos económicos, costos y porcentajes, el de la chaqueta de ante conectó su teléfono móvil, se disculpó y estuvo veinte minutos hablando desde la otra habitación, mientras Teresa, Yasikov y el italiano de la barba recortada y el aire antiguo se miraban sin decir palabra, en torno a la mesa cubierta de folios que ella había llenado de cifras, diagramas y datos. Al fin el otro apareció en la puerta. Sonreía, e invitó a su compañero a reunirse un momento con él. Entonces Yasikov le encendió a Teresa el cigarrillo que ésta se llevaba a la boca.
—Son tuyos —dijo—. Sí.
Teresa recogió los papeles sin decir palabra. A veces miraba a Yasikov: el ruso sonreía, alentador, pero ella permaneció seria. Nunca hay nada hecho, pensaba, hasta que está hecho. Cuando volvieron los italianos, el de la chaqueta de ante lo hizo con gesto risueño, y el de aspecto antiguo parecía más relajado y menos solemne. Cazzo, dijo el risueño. Casi sorprendido. Nunca habíamos hecho tratos con una mujer. Después añadió que sus superiores daban luz verde. Transer Naga acababa de obtener la concesión exclusiva de las mafias italianas para el tráfico marítimo de cocaína hacia el Mediterráneo oriental.
Los cuatro lo celebraron aquella misma noche, primero con una cena en casa Santiago y luego en Jadranka, donde se les unió Pati O’Farrell. Teresa supo más tarde que la gente del DOCS, los policías del comisario Nino Juárez, los estuvieron fotografiando desde una Mercury camuflada, en el transcurso de un control de vigilancia rutinario; pero aquellas fotos no tuvieron consecuencias: los de la N’Drangheta nunca fueron identificados. Además, cuando pocos meses más tarde Nino Juárez entró en la nómina de sobornos de Teresa Mendoza, ese expediente, entre otras muchas cosas, se traspapeló para siempre.
En Jadranka, Pati estuvo encantadora con los italianos. Hablaba su idioma y era capaz de contar chistes procaces con impecable acento que los otros dos, admirados, identificaron como toscano. No hizo preguntas, ni nadie dijo nada de lo conversado en la reunión. Dos amigos, una amiga. La jerezana sabía de qué iban aquellos dos, pero siguió admirablemente la onda. Ya tendría ocasión de conocer detalles más tarde. Hubo muchas risas y muchas copas que contribuyeron a favorecer más el clima del negocio. No faltaron dos hermosas ucranianas altas y rubias, recién llegadas de Moscú, donde habían hecho películas porno y posado para revistas antes de integrarse en la red de prostitución de lujo que controlaba la organización de Yasikov; ni tampoco unas rayas de cocaína que los dos mafiosos, que se destaparon más extrovertidos de lo que parecían en el primer contacto, liquidaron sin reparos en el despacho del ruso, sobre una bandejita de plata. Tampoco Pati hizo ascos. Vaya napias las de mis primos, comentó frotándose la nariz empolvada. Estos coliflori mafiosi la sorben desde un metro de distancia. Llevaba demasiadas copas encima; pero sus ojos inteligentes, fijos en Teresa, tranquilizaron a ésta. Sosiégate, Mejicanita. Yo te pongo en suerte a estos pájaros antes de que las dos putillas bolcheviques los alivien de fluidos y de peso. Mañana me cuentas.
Cuando todo estuvo encarrilado, Teresa se dispuso a despedirse. Un día duro. No era trasnochadora, y sus guardaespaldas rusos la esperaban, uno apoyado en un rincón de la barra, otro en el aparcamiento. La música hacía pumba, pumba, y la luz de la pista la iluminaba a ráfagas cuando estrechó las manos de los de la N’Drangheta. Un placer, dijo. Ha sido un placer. Chi vediamo, dijeron los otros, apalancado cada uno con su rubia. Abotonó su chaqueta Valentino de piel negra, disponiéndose a salir mientras notaba moverse detrás al guarura de la barra. Al mirar en torno buscando a Yasikov lo vio venir entre la gente. Se había disculpado cinco minutos antes, reclamado por una llamada telefónica.
—¿Algo va mal? —preguntó ella al verle la cara.
Niet, dijo el otro. Todo va bien. Y he pensado que antes de ir a casa tal vez quieras acompañarme. Un pequeño paseo, añadió. No lejos de aquí. Estaba desacostumbradamente serio, y a Teresa se le encendieron las luces de alarma.
—¿Qué es lo que pasa, Oleg?
—Sorpresa.
Vio que Pati, sentada en conversación con los italianos y las dos rusas, los miraba inquisitiva y hacía ademán de levantarse; pero Yasikov enarcó una ceja y Teresa negó con la cabeza. Salieron los dos, seguidos por el guardaespaldas. En la puerta esperaban los coches, el segundo hombre de Teresa al volante del suyo y el Mercedes blindado de Yasikov con chófer y un guarura en el asiento delantero. Un tercer coche aguardaba algo más lejos, con otros dos hombres en su interior: la escolta permanente del ruso, sólidos chicos de Solntsevo, dóbermans cuadrados como armarios. Todos los coches tenían los motores en marcha.
—Vamos en el mío —dijo el ruso, sin responder a la pregunta silenciosa de Teresa.
Qué se traerá entre manos, pensaba ella. Este ruski resabiado y requetecabrón. Circularon en discreto convoy durante quince minutos, dando vueltas hasta comprobar que no los seguía nadie. Después tomaron la autopista hasta una urbanización de Nueva Andalucía. Allí, el Mercedes entró directamente en el garaje de un chalet con pequeño jardín y muros altos, todavía en construcción. Yasikov, el rostro impasible, sostuvo la puerta del automóvil para que saliera Teresa. Lo siguió por la escalera hasta llegar a un vestíbulo vacío, con ladrillos apilados contra la pared, donde un hombre fornido, con polo deportivo, que hojeaba una revista sentado en el suelo a la luz de una lámpara de gas butano, se levantó al verlos entrar. Yasikov le dirigió unas palabras en ruso, y el otro asintió varias veces. Bajaron al sótano, apuntalado por vigas metálicas y tablones. Olía a cemento fresco y a humedad. En la penumbra se distinguían herramientas de albañilería, bidones con agua sucia, sacos de cemento. El hombre del polo deportivo subió la intensidad de la llama de una segunda lámpara que colgaba de una viga. Entonces Teresa vio al Gato Fierros y a Potemkin Gálvez. Estaban desnudos, atados con alambre por las muñecas y los tobillos a sillas blancas de camping. Y tenían aspecto de haber conocido noches mejores que aquélla.
—No sé nada más —gimió el Gato Fierros.
No los habían torturado mucho, comprobó Teresa: sólo un tratamiento previo, casi informal, rompiéndoles un tantito la madre a la espera de instrucciones más precisas, con un par de horas de plazo para que dieran vueltas a la imaginación y maduraran, pensando menos en lo sufrido que en lo que faltaba por sufrir. Los cortes de navaja en el pecho y los brazos eran superficiales y apenas sangraban ya. El Gato tenía una costra seca en los orificios nasales; su labio superior partido, hinchado, daba un tono rojizo a la baba que le caía por las comisuras de la boca. Se habían cebado un poco más al golpearlo con una varilla metálica en el vientre y los muslos: escroto inflamado y cardenales recientes en la carne tumefacta. Olía muy agrio, a orines y a sudor y a miedo del que se enrosca en las tripas y las afloja. Mientras el hombre del polo deportivo hacía pregunta tras pregunta en un español torpe, con fuerte acento, intercalando sonoras bofetadas que volvían a uno y otro lado el rostro del mejicano, Teresa observaba, fascinada, la enorme cicatriz horizontal que deformaba su mejilla derecha; la marca del plomo calibre 45 que ella misma le había disparado a bocajarro unos años atrás, en Culiacán, el día que el Gato Fierros decidió que era una lástima matarla sin divertirse un poco antes, va a morirse igual y sería un desperdicio, fue lo que dijo, y luego el puñetazo impotente y furioso de Potemkin Gálvez destrozando la puerta de un armario: el Güero Dávila era de los nuestros, Gato, acuérdate, y ésta era su hembra, matémosla pero con respeto. El caño negro del Python acercándose a su cabeza, casi piadoso, quita no te salpique, carnal, y apaguemos. Chale. El recuerdo llegaba en oleadas, cada vez más intenso, haciéndose físico al fin, y Teresa sintió arderle lo mismo el vientre que la memoria, el dolor y el asco, la respiración del Gato Fierros en su cara, la urgencia del sicario clavándose en sus entrañas, la resignación ante lo inevitable, el tacto de la pistola en la bolsa puesta en el suelo, el estampido. Los estampidos. El salto por la ventana, con las ramas lacerándole la carne desnuda. La fuga. Ahora no sentía odio, descubrió. Sólo una intensa satisfacción fría. Una sensación de poder helado, muy apacible y tranquilo.
—Juro que no sé nada más —seguían restallando las bofetadas en las oquedades del sótano—… Lo juro por la vida de mi madre.
Tenía madre, el hijo de la chingada. El Gato Fierros tenía una pinche mamacita como todo el mundo, allá en Culiacán, y sin duda le mandaba dinero para aliviar su vejez cuando cobraba cada muerte, cada violación, cada madriza. Sabía más, por supuesto. Aunque acababan de sacarle el mole a tajos y puros golpes, sabía más sobre muchas cosas; pero Teresa estaba segura de que lo había contado todo sobre su viaje a España y sus intenciones: el nombre de la Mejicana, la mujer que se movía en el mundo del narco en la costa andaluza, llegaba hasta la antigua tierra culichi. Así que a quebrársela. Viejas cuentas, inquietud por el futuro, por la competencia o por vaya usted a saber qué. Ganas de atar cabos sueltos. El Batman Güemes estaba en el centro de la tela de araña, naturalmente. Eran sus gatilleros, con una chamba a medio cumplir. Y el Gato Fierros, menos bravo atado con alambre a su absurda silla blanca que en el pequeño apartamento de Culiacán, soltaba la lengua a cambio de ahorrarse una parcelita de dolor. Aquel bato destripador que tanto galleaba escuadra al cinto, en Sinaloa, culeando viejas antes de bajárselas. Todo era lógico y natural como para no acabárselo.
—Les digo que ya no sé nada —seguía gimoteando el Gato.
A Potemkin Gálvez se le veía mas entero. Apretaba los labios, obstinado, poco fácil para salivear verbos. Y ni modo. Mientras que al Gato parecían haberle dado gas defoliante, éste negaba con la cabeza ante cada pregunta, aunque tenía el cuerpo tan maltrecho como su carnal, con manchas nuevas sobre las de nacimiento que ya traía en la piel, y cortes en el pecho y los muslos, insólitamente vulnerable con toda su desnudez gorda y velluda trincada a la silla por los alambres que se hundían en la carne, amoratando manos y pies hinchados. Sangraba por el pene y la boca y la nariz, el bigote negro y espeso chorreando gotas rojas que corrían en regueros finos por el pecho y la barriga. No, pues. Estaba claro que lo suyo no era hacer de madrina, y Teresa pensó que incluso a la hora de acabar hay clases, y tipos, y gentes que se comportan de una manera o de otra. Y que aunque a esas alturas da lo mismo, en el fondo no lo da. Tal vez era menos imaginativo que el Gato, reflexionó observándolo. La ventaja de los hombres con poca imaginación era que les resultaba más fácil cerrarse, bloquear la mente bajo la tortura. Los otros, los que pensaban, se disparaban antes. La mitad del camino la hacían solos, dale que dale, piensa que te piensa, y lo que se había de cocer lo iban remojando. El miedo siempre es más intenso cuando eres capaz de imaginar lo que te espera.
Yasikov miraba un poco apartado, la espalda contra la pared, observando sin abrir la boca. Es tu negocio, decía su silencio. Tus decisiones. Sin duda también se preguntaba cómo era posible que Teresa soportase aquello sin un temblor en la mano que sostenía los cigarrillos que fumaba uno tras otro, sin un parpadeo, sin una mueca de horror. Estudiando a los sicarios torturados con una curiosidad seca, atenta, que no parecía de ella misma, sino de la otra ruca que rondaba cerca, mirándola como lo hacía Yasikov entre las sombras del sótano. Había misterios interesantes en todo aquello, decidió. Lecciones sobre los hombres y las mujeres. Sobre la vida y el dolor y el destino y la muerte. Y, como los libros que leía, todas aquellas lecciones hablaban también de ella misma.
El guarura del polo deportivo se secó la sangre de las manos en las perneras del pantalón y se volvió hacia Teresa, disciplinado e interrogante. Su navaja estaba en el suelo, a los pies del Gato Fierros. Para qué más, concluyó ella. Todo anda requeteclaro, y el resto me lo sé. Miró por fin a Yasikov, que encogió casi imperceptiblemente los hombros mientras dirigía una ojeada significativa a los sacos de cemento apilados en un rincón. Aquel sótano de la casa en construcción no era casual. Todo estaba previsto.
Yo lo haré, decidió de pronto. Sentía unas extrañas ganas de reír por dentro. De sí misma. De reír torcido. Amargo. En realidad, al menos en lo que se refería al Gato Fierros, se trataba sólo de acabar lo que había iniciado apretando el gatillo de la Doble Águila, tanto tiempo atrás. La vida te da sorpresas, decía la canción. Sorpresas te da la vida. Híjole. A veces te las da sobre cosas tuyas. Cosas que están ahí y no sabías que estaban. Desde los rincones en sombras, la otra Teresa Mendoza seguía observándola con mucha atención. A lo mejor, reflexionó, la que se quiere reír por dentro es ella.
—Yo lo haré —se oyó repetir, ahora en voz alta.
Era su responsabilidad. Sus cuentas pendientes y su vida. No podía descansar en nadie. El del polo deportivo la observaba curioso, como si su español no fuera bastante bueno para comprender lo que oía; se giró hacia su jefe y luego volvió a mirarla otra vez.
—No —dijo suavemente Yasikov.
Había hablado y se había movido al fin. Apartó la espalda de la pared, acercándose. No la observaba a ella, sino a los dos sicarios. El Gato Fierros tenía la cabeza inclinada sobre el pecho; Potemkin Gálvez los miraba cual si no los viera, los ojos fijos en la pared a través de ellos. Fijos en la nada.
—Es mi guerra —dijo Teresa.
—No —repitió Yasikov.
La tomaba con dulzura por el brazo, invitándola a salir de allí. Ahora se encaraban, estudiándose.
—Me vale verga quién sea —dijo de pronto Potemkin Gálvez—… Nomás chínguenme, que ya se tardan.
Teresa se encaró con el gatillero. Era la primera vez que le oía despegar los labios. La voz sonaba ronca, apagada. Seguía mirando hacia Teresa como si ella fuera invisible y él tuviese los ojos absortos en el vacío. Su desnuda corpulencia, inmovilizada en la silla, relucía de sudor y de sangre. Teresa anduvo despacio hasta quedar muy cerca, a su lado. Olía áspero, a carne sucia, maltrecha y torturada.
—Órale, Pinto —le dijo—. No te apures… Te vas a morir ya.
El otro asintió un poco con la cabeza, mirando siempre hacia el lugar en donde ella había estado parada antes. Y Teresa volvió a escuchar el ruido de astillas en la puerta del armario de Culiacán, y vio el caño del Python acercándosele a la cabeza, y de nuevo oyó la voz diciendo el Güero era de los nuestros, Gato, acuérdate, y ésta era su hembra. Quita que no te salpique. Y tal vez, pensó de pronto, de veras se lo debía. Acabar rápido, como él había deseado para ella. Chale. Eran las reglas. Señaló con un gesto al cabizbajo Gato Fierros.
—No te añadiste a éste —murmuró.
Ni siquiera se trataba de una pregunta, o de una reflexión. Sólo un hecho. El gatillero permaneció impasible, cual si no hubiera oído. Un nuevo hilillo de sangre le goteaba de la nariz, suspendido en los pelos sucios del bigote. Ella lo estudió unos instantes más, y luego fue despacio hasta la puerta, pensativa. Yasikov la aguardaba en el umbral.
—Respetad al Pinto —dijo Teresa.
No siempre es cabal mochar parejo, pensaba. Porque hay deudas. Códigos raros que sólo entiende cada cual. Cosas de una.