7. Me marcaron con el Siete

Y al mismo tiempo, Dantés se sintió lanzado al vacío, cruzando el aire como un pájaro herido, cayendo siempre con un terror que le helaba el corazón… Teresa Mendoza leyó de nuevo aquellas líneas y quedó suspensa un instante, el libro abierto sobre las rodillas, mirando el patio de la prisión. Todavía era invierno, y el rectángulo de luz que se movía en dirección opuesta al sol calentaba sus huesos a medio soldar bajo el yeso del brazo derecho y el grueso jersey de lana que le había prestado Patricia O’Farrell. Se estaba bien allí en las últimas horas de la mañana, antes de que sonaran los timbres anunciando la comida. A su alrededor, medio centenar de mujeres charlaban en corros, sentadas como ella al sol, fumaban tumbadas de espaldas aprovechando para broncearse un poco, o paseaban en pequeños grupos de un lado a otro del patio, con la forma de caminar característica de las reclusas obligadas a moverse en los límites del recinto: doscientos treinta pasos para un lado y vuelta a empezar, uno, dos, tres, cuatro y todos los demás, media vuelta al llegar al muro coronado por una garita y alambradas que las separaba del módulo destinado a los hombres, doscientos veintiocho, doscientos veintinueve, doscientos treinta pasos justos hacia la cancha de baloncesto, otros doscientos treinta de regreso al muro, y así ocho o diez veces, o veinte veces cada día. Después de dos meses en El Puerto de Santa María, Teresa se había familiarizado con esos paseos cotidianos, llegando ella también, sin apenas darse cuenta, a adoptar aquel modo de caminar con un leve balanceo elástico y rápido, propio de las reclusas veteranas, tan apresurado y directo como si de veras se dirigiesen a alguna parte. Fue Patricia O’Farrell quien se lo hizo notar a las pocas semanas. Deberías verte, le dijo, ya tienes andares de presa. Teresa estaba convencida de que Patricia, que ahora se encontraba tumbada cerca de ella, las manos bajo la nuca, el pelo muy corto y dorado reluciendo al sol, nunca caminaría de ese modo ni aunque pasara en prisión veinte años más. En su sangre irlandesa y jerezana, pensó, había demasiada clase, demasiadas buenas costumbres, demasiada inteligencia.

—Dame un trujita —dijo Patricia.

Era perezosa y de caprichos según los días. Fumaba tabaco rubio emboquillado; pero con tal de no levantarse fumaría uno de los Bisonte sin filtro de su compañera, a menudo deshechos y vueltos a liar con unos granitos de hachís. Trujas, sin. Porros o canutos, con. Tabiros y carrujos, en sinaloense. Teresa eligió uno de la petaca que tenía en el suelo, mitad normales y mitad preparados, lo encendió, e inclinándose sobre el rostro de Patricia se lo puso en los labios. La vio sonreír antes de decir gracias y aspirar el humo sin mover las manos de la nuca, el cigarrillo colgando en su boca, los ojos cerrados bajo el sol que le hacía brillar el cabello y también el ligerísimo vello dorado de sus mejillas, junto a las leves arrugas que le bordeaban los ojos. Treinta y cuatro años, había dicho sin que nadie se lo preguntara, el primer día, en la celda —el chabolo, en la jerga carcelaria que Teresa ya dominaba— que ambas compartían. Treinta y cuatro en el Deneí y nueve de condena en el expediente, de los que llevo cumplidos dos. Con redención de trabajo día por día, buen comportamiento, un tercio de la pena y toda la parafernalia, me quedan uno o dos más, como mucho. Entonces Teresa empezó a decirle quién era ella, me llamo tal e hice cual, pero la otra la había interrumpido, sé quién eres, bonita, aquí lo sabemos todo de todas muy pronto; de algunas incluso antes de que lleguen. Y te cuento. Hay tres tipos básicos: la broncas, la bollera y la pringada. Por nacionalidades, aparte las españolas, tenemos moras, rumanas, portuguesas, nigerianas con sida incluido —a ésas ni te acerques— que andan las pobres hechas polvo, un grupo de colombianas que campa a su aire, alguna francesa y un par de ucranianas que eran putas y se cargaron al chulo porque no les devolvía los pasaportes. En cuanto a las gitanas, no te metas con ellas: las jóvenes con pantalón de pitillo ajustado, melena suelta y tatuajes llevan las pastillas y el chocolate y lo demás, y son las más duras; las mayores, las Rosarios tetonas y gordas de moño y faldas largas que se comen sin rechistar las condenas de sus hombres —que deben seguir en la calle para mantener a la familia y vienen a buscarlas con el Mercedes cuando salen—, ésas son pacíficas; pero se protegen unas a otras. Excepto las gitanas entre ellas, las presas son por naturaleza insolidarias, y las que se juntan en grupos lo hacen por interés o por supervivencia, con las débiles buscando el amparo de las fuertes. Si quieres un consejo, no te relaciones mucho. Busca destinos buenos: gavetera, cocinas, economato, que además te hacen redimir pena; y no olvides usar chanclas en las duchas y evitar apoyar el chichi en los lavabos comunes del patio, porque puedes enganchar de todo. Nunca hables mal en voz alta de Camarón ni de Joaquín Sabina ni de Los Chunguitos ni de Miguel Bosé, ni pidas que cambien de canal durante las telenovelas, ni aceptes drogas sin averiguar antes qué te pedirán por ellas. Lo tuyo, si no das problemas y haces las cosas como se debe, es de un año aquí comiéndote el tarro, como todas, pensando en la familia, o en rehacer tu vida, o en el palo que vas a dar cuando salgas, o en echar un polvo: cada una es cada una.. Año y medio a lo sumo, con el papeleo y los informes de Instituciones Penitenciarias y de los psicólogos y de todos esos hijos de puta que nos abren las puertas o nos las cierran según la digestión que hayan hecho ese día, o según cómo les caigas o según lo que trinquen. Así que tómalo con calma, mantén esa cara de buena que tienes, dile a todo el mundo sí señor y sí señora, no me toques a mí los cojones y vamos a llevarnos bien. Mejicana. Espero que no te importe que te llamen Mejicana. Aquí todas tienen apodos: a unas les gustan y a otras no. Yo soy la Teniente O’Farrell. Y me gusta. A lo mejor un día dejo que me llames Pati.

—Pati.

—Qué.

—El libro está padrísimo.

—Ya te lo dije.

Seguía con los ojos cerrados, el cigarrillo humeándole en la boca, y el sol acentuaba pequeñas manchitas que, como pecas, tenía en el puente de la nariz. Había sido atractiva, y en cierto modo aún lo era. O tal vez más agradable que atractiva de verdad, con el pelo güero y el metro setenta y ocho, los ojos vivos que parecían reír todo el rato por dentro, cuando miraban. Una madre Miss España Cincuenta y Tantos, casada con el O’Farrell de la manzanilla y los caballos jerezanos que salía a veces en las fotos de las revistas: un viejo arrugado y elegante con barricas de vino y cabezas de toros detrás, en una casa con tapices, cuadros y muebles llenos de cerámicas y de libros. Había más hijos, pero Patricia era la oveja negra. Un asunto de drogas en la Costa del Sol, con mafias rusas y con muertos. A un novio de tres o cuatro apellidos le dieron piso a puros plomazos, y ella salió por los pelos, con dos tiros que la tuvieron mes y medio en la UCI. Teresa había visto las cicatrices en las duchas y cuando Patricia se desnudaba en el chabolo: dos estrellitas de piel arrugada en la espalda, junto al omoplato izquierdo, a un palmo de distancia una de otra. La marca de salida de una de ellas era otra cicatriz algo más grande, por delante y bajo la clavícula. La segunda bala se la habían sacado en el quirófano, aplastada contra el hueso. Munición blindada, fue el comentario de Patricia la primera vez que Teresa se la quedó mirando. Si llega a ser plomo dum-dum no lo cuento. Y luego zanjó el asunto con una mueca silenciosa y divertida. En los días húmedos se resentía de aquella segunda herida, igual que a Teresa le dolía la fractura fresca del brazo enyesado.

—¿Qué tal Edmundo Dantés?

Edmundo Dantés soy yo, respondió Teresa casi en serio, y vio cómo las arrugas en torno a los ojos de Patricia se acentuaban y el cigarrillo le temblaba con una sonrisa. Y yo, dijo la otra. Y todas ésas, añadió señalando el patio sin abrir los ojos. Inocentes y vírgenes y soñando con un tesoro que nos aguarda al salir de aquí.

—Se murió el abate Faria —comentó Teresa, mirando las páginas abiertas del libro—. Pobre viejito.

—Ya ves. A veces unos tienen que palmar para que otros vivan.

Junto a ellas pasaron unas reclusas haciendo los doscientos treinta pasos en dirección al muro. Eran raza pesada, la media docena del grupo de Trini Sánchez, también conocida por Makoki III: morena y pequeña, masculina, agresiva, tatuada, puro artículo 10 y habitual de la cangreja, catorce años por intercambio de puñaladas con una novia a causa de medio gramo de caballo. A ésas les gusta la tortilla de patatas, advirtió Patricia la primera vez que se cruzaron con ellas en el pasillo del módulo, cuando Trini dijo algo que Teresa no pudo oír y las otras rieron a coro, compartiendo códigos. Pero no te preocupes, Mejicanita. Sólo te comerán el coño si te dejas. Teresa no se había dejado, y tras algunos avances tácticos en las duchas, en los servicios y en el patio, incluido un intento de aproximación social a base de sonrisas y cigarrillos y leche condensada en una mesa de los comedores, cada mochuelo revoloteó en torno a su propio olivo. Ahora Makoki III y sus chicas miraban a Teresa de lejos, sin complicarle la vida. A fin de cuentas, su compañera de chabolo era la Teniente O’Farrell. Y con eso, se decía, la Mejicana iba servida.

—Adiós, Teniente.

—Adiós, perras.

Patricia ni había abierto los ojos. Seguía con las manos cruzadas tras la nuca. Las otras se rieron con alboroto y un par de groserías bienhumoradas, y siguieron recorriendo el patio. Teresa las miró alejarse y luego observó a su compañera. Había tardado poco en comprobar que Patricia O’Farrell gozaba de privilegios entre las reclusas: manejaba dinero que superaba la cantidad legal del peculio disponible, recibía cosas de afuera, y allí eso permitía tener a la gente dispuesta en tu favor. Hasta las boquis, las funcionarias, la trataban con más miramientos que al resto. Pero había en ella, además, cierta autoridad que nada tenía que ver con eso. Por una parte era una morra con cultura, lo que marcaba una importante diferencia en un lugar donde muy pocas internas tenían más allá de estudios primarios. Se expresaba bien, leía libros, conocía a gente de cierto nivel, y no era extraño que las reclusas acudieran a ella en busca de ayuda para redactar solicitudes de permisos, grados, recursos y otros documentos oficiales propios del abogado que ni tenían —los de oficio se esfumaban cuando la condena era firme, y algunos antes—ni podían pagarse. También conseguía droga, desde pastillas de todos los colores a perico y chocolate, y nunca le faltaba papel de liar o papel albal para que las colegas se hicieran un chino en condiciones. Además, no era de las que se dejaban ganar el jalón. Contaban que, recién ingresada en El Puerto, una presa veterana había intentado molestarla, que la O’Farrell soportó la provocación sin abrir la boca, y que a la mañana siguiente, desnudas en las duchas, le madrugó a la jaina aquella poniéndole en el cuello un pincho hecho con el junquillo del marco de una manguera contraincendios. Nunca más, cariño, fueron las palabras, mirándose muy de cerca, con el agua de la ducha que les caía por encima y las demás reclusas haciendo corro igual que para ver la tele, aunque luego todas juraron por sus mulés, o sea, sus muertos más frescos, no haber visto nada. Y la provocadora, una Kie con fama de brava a la que apodaban la Valenciana, estuvo completamente de acuerdo al respecto.

La Teniente O’Farrell. Teresa comprobó que Patricía había abierto los ojos y la miraba, y apartó despacio la vista para que la otra no penetrase sus pensamientos. A menudo las más jóvenes e indefensas compraban la protección de una Kie respetada o peligrosa —que venía a ser lo mismo—, a cambio de favores que en aquel encierro sin hombres incluían los obvios. Patricia nunca le planteó nada al respecto; pero a veces Teresa la sorprendía observándola de ese modo fijo y un poco reflexivo, como si en realidad la mirase a ella pero estuviera pensando en otra cosa. Se había sentido contemplada así al llegar a El Puerto, ruido de cerrojos y barrotes y puertas, clang, clang, eco de pasos y la voz impersonal de las boquis, y aquel olor a mujeres encerradas, ropa sucia como para saltarse la barda, colchones mal ventilados, comida rancia, sudor y lejía, mientras se desnudaba las primeras noches o al sentarse en el tigre para hacer sus necesidades, bien violenta al principio por aquella falta de intimidad hasta que se hizo costumbre, las pantaletas y los liváis bajados hasta los tobillos, y Patricia la miraba desde su catre sin decir nada, puesto boca abajo sobre el estómago el libro que estuviera leyendo —tenía un estante lleno—, estudiándola todo el tiempo de la cabeza a los pies durante días, y semanas y todavía continuaba así de vez en cuando, igual que ahora había abierto los ojos y la miraba después de que pasaran cerca las chicas de Trini Sánchez, alias Makoki III.

Volvió al libro. A Edmundo Dantés acababan de tirarlo por un acantilado dentro de un saco y con una bala de cañón a los pies como lastre, creyendo habérselas con el cuerpo difunto del abate viejito. El cementerio del castillo de If era el mar… leyó, ávida. Espero que salga de ésta, se dijo pasando con rapidez a la siguiente página y al siguiente capítulo: Dantés, sobrecogido, casi sofocado, tuvo con todo suficiente serenidad para contener la respiración… Híjole. Ojalá consiga salir a flote, y volver a Marsella para recuperar su barco y vengarse de los tres hijos de la chingada, carnales suyos decían ser los malnacidos, que nomás se lo vendieron de una manera tan cabrona. Teresa nunca había imaginado que un libro absorbiera la atención hasta el punto de estar deseando quedarse tranquila y seguir justo donde lo acababa de dejar, con una señalita puesta para no perder la página. Patricia le proporcionó aquél después de hablar mucho de ello, admirada Teresa de verla tanto tiempo quieta mirando las páginas de sus libros; de que se metiera todo eso en la cabeza y prefiriese aquello a las telenovelas —a ella le encantaban las series mejicanas, que traían acento de su tierra— y las películas y los concursos que las otras reclusas se agolpaban a ver en la sala de la televisión. Los libros son puertas que te llevan a la calle, decía Patricia. Con ellos aprendes, te educas, viajas, sueñas, imaginas, vives otras vidas y multiplicas la tuya por mil. A ver quién te da más por menos, Mejicanita. Y también sirven para tener a raya muchas cosas malas: fantasmas, soledades y mierdas así. A veces me pregunto cómo conseguís montároslo las que no leéis. Pero nunca dijo deberías leer alguno, o mira éste o aquel otro; esperó a que Teresa se decidiera ella sola, después de sorprenderla varias veces curioseando entre los veinte o treinta libros que renovaba de vez en cuando, ejemplares de la biblioteca de la prisión y otros que le mandaba algún familiar o amigo de afuera o encargaba a compañeras con permisos de tercer grado. Por fin, un día, Teresa dijo me gustaría leer uno porque nunca lo hice. Tenía en las manos aquel titulado Suave es la noche o algo parecido, que llamaba su atención porque sonaba así como requeterromántico, y además traía una linda estampa en la portada de una chava elegante y delgada con sombrero, muy en plan fresita estilo años veinte. Pero Patricia movió la cabeza y se lo tomó de las manos y dijo espera, cada cosa a su tiempo, antes debes leer otro que te gustará más. De modo que al día siguiente fueron a la biblioteca de la prisión y le pidieron a Marcela Conejo, la encargada —Conejo era su apodo: le puso a su suegra lejía de esa marca en la botella de vino—, el libro que ahora Teresa tenía en las manos. Habla de un preso como nosotras, explicó Patricia cuando la vio preocupada por tener que leerse algo tan gordo. Y fíjate: colección Sepan Cuántos, Editorial Porrúa, México. Vino de allá, como tú. Estáis predestinados el uno al otro.

Había una pequeña reyerta al extremo del patio. Moras y gitanas jóvenes a la greña, madreándose a gusto. Desde allí podía verse una ventana enrejada del módulo de hombres, donde los reclusos varones acostumbraban a cambiar mensajes a gritos y señas con sus amigas o compañeras. Más de un idilio carcelario se cocía en aquel rincón —un preso que realizaba trabajos de albañilería consiguió preñar a una reclusa en los tres minutos que tardaron los funcionarios en descubrirlos—, y el sitio era frecuentado por las mujeres con intereses masculinos al otro lado del muro y la alambrada. Ahora tres o cuatro presas discutían y llegaban a las manos, bien picudas, por celos o por disputarse el mejor lugar del improvisado observatorio, mientras el guardia civil de la garita de arriba se inclinaba sobre el muro a echar un vistazo. Teresa había comprobado que, en prisión, las rucas tenían más redaños que algunos hombres. Iban maquilladas, se arreglaban con las colegas que eran peluqueras, y gustaban de lucir sus joyas, sobre todo las que iban a misa los domingos —Teresa, sin reflexionar sobre ello, dejó de hacerlo tras la muerte de Santiago Fisterra— y las que tenían destinos en las cocinas o en zonas donde era posible algún contacto con hombres. Eso también daba ocasión a celos, sirlas y ajustes de cuentas. Había visto a mujeres dar palizas increíbles a otras mujeres por una discusión, por un cigarrillo, por un bocata de tortilla a la francesa —los huevos no estaban incluidos en el menú, y podían darse puñaladas por uno—, por una mala palabra o un qué pasó, con puñetazos de verdad y patadas que dejaban a la víctima sangrando por la nariz y las orejas. Los robos de droga o de comida también eran motivo de bronca: latas de conservas, perico o pastillas sustraídas de los chabolos a la hora del desayuno, cuando las celdas quedaban abiertas. O incumplimiento de los códigos no escritos que regían la vida allí. Hacía un mes que una chota que limpiaba la garita de las funcionarias, y aprovechaba para dar pequeños pitazos de las compañeras, se había ganado una madriza de muerte en el tigre del patio cuando entraba a mear, apenas levantada la falda: cuatro reclusas ocupándose y las demás tapando la puerta, y luego todas sordas y ciegas y mudas, y la chusquela todavía estaba en el hospital de la prisión, la mandíbula sujeta con alambres y varias costillas rotas.

Seguía la bronca al extremo del patio. Tras la reja, los batos del módulo de hombres animaban a las contendientes; y la jefe de servicio y otras dos boquis cruzaban el patio a la carrera para resolver el asunto. Tras dedicarles un vistazo distraído, Teresa volvió junto a Edmundo Dantés, de quien andaba enamorada hasta las trancas. Y mientras pasaba las páginas —el fugitivo acababa de ser rescatado del mar por unos pescadores— sentía fijos en ella los ojos de Patricia O’Farrell, mirándola del mismo modo que aquella otra mujer a la que tantas veces había sorprendido acechándola desde las sombras y desde los espejos.

La despertó la lluvia en la ventana y abrió los ojos aterrada en el alba gris, porque creía hallarse de vuelta en el mar, junto a la piedra de León, en el centro de una esfera negra, cayendo hacia lo profundo del mismo modo que Edmundo Dantés en la mortaja del abate Faria. Después de la piedra y el impacto y la noche, los días siguientes a su despertar en el hospital con un brazo entablillado hasta el hombro, el cuerpo lleno de contusiones y arañazos, había ido reconstruyendo poco a poco —comentarios de médicos y enfermeras, la visita de dos policías y una asistente social, el flash de una foto, los dedos manchados de tinta tras una impresión digital— los pormenores de lo ocurrido. Sin embargo, cada vez que alguien pronunciaba el nombre de Santiago Fisterra ponía la mente en blanco. Todo aquel tiempo, los sedantes y su propio estado de ánimo la mantuvieron en un estado de duermevela que rechazaba cualquier reflexión. Ni un momento durante los primeros cuatro o cinco días quiso pensar en Santiago; y cuando el recuerdo acudía a su mente, lo alejaba sumiéndose en aquel sopor que tenía mucho de voluntario. Todavía no, murmuraba en sus adentros. Mas vale que todavía no. Hasta que una mañana, al abrir los ojos, vio sentado a Óscar Lobato, el periodista del Diario de Cádiz que era amigo de Santiago. Y junto a la puerta, de pie y apoyado en la pared, a otro hombre cuyo rostro le resultaba vagamente conocido. Fue entonces, mientras éste escuchaba sin decir palabra —al principio lo tomó por un policía—, cuando ella aceptó de boca de Lobato lo que de muchos modos ya sabía o adivinaba: que aquella noche la Phantom se había estrellado a cincuenta nudos contra la piedra, destrozándose, y que Santiago murió allí mismo mientras Teresa salía proyectada entre los fragmentos de la planeadora, rompiéndose el brazo derecho al golpear contra la superficie del agua y hundiéndose cinco metros hasta el fondo.

Cómo salí, quiso saber ella. Y su voz sonaba extraña, igual que si hubiera dejado de ser suya. Lobato sonreía de una manera que le dulcificaba mucho los rasgos endurecidos, las marcas de la cara y la expresión viva de los ojos al volverlos hacia el hombre que estaba apoyado en la pared sin abrir la boca, mirando a Teresa con curiosidad y casi con timidez, como si no se atreviera a acercarse

—Te sacó él.

Entonces Lobato le contó lo ocurrido después que ella quedara inconsciente. Que tras el impacto flotó un momento antes de hundirse alumbrada por el foco que el helicóptero había vuelto a encender. Que el piloto pasó los mandos a su compañero para tirarse al mar desde tres metros de altura, y en el agua se quitó el casco y el chaleco autoinflable para bucear hasta el fondo donde ella se estaba ahogando. Luego la llevó a la superficie, entre la espuma que levantaban las aspas del rotor, y de ahí a la playa, al tiempo que la Hachejota buscaba lo que había quedado de Santiago Fisterra —los trozos más grandes de la Phantom no alcanzaban cuatro palmos— y las luces de una ambulancia se acercaban por la carretera. Y mientras Lobato refería todo eso, Teresa miraba el rostro del hombre apoyado en la pared, que seguía allí sin pronunciar palabra ni asentir ni nada, como si lo que contaba el periodista le hubiera pasado a otro. Y al fin reconoció a uno de los aduaneros que había visto en la tasca de Kuki, aquella noche en que los contrabandistas llanitos celebraban un cumpleaños. Quiso acompañarme para verte la cara, explicó Lobato. Y también ella le miraba la cara al otro, el piloto del helicóptero de Aduanas que había matado a Santiago y la había salvado a ella. Pensando: debo recordar a ese hombre mas tarde, cuando decida si al encontrármelo de nuevo he de procurar matarlo a mi vez, si puedo, o decir estamos en paz, cabrón, encoger los hombros y ahí nos vemos. Preguntó al fin por Santiago, sobre el paradero de su cuerpo; y el de la pared apartó la mirada, y Lobato torció la boca con pesadumbre al decir que el féretro iba camino de O Grove, su pueblo gallego. Un buen chaval, añadió con cara de circunstancias; y Teresa pensó que quizás era sincero, que lo había tratado y pisteado con él, y que tal vez lo apreciaba de veras. Fue entonces cuando empezó a llorar mansa y silenciosamente, porque ahora sí pensaba en Santiago muerto, y veía su rostro inmóvil con los ojos cerrados, como cuando dormía con la cara pegada a su hombro. Y razonó: qué voy a hacer ahora con el pinche barquito de vela que está sobre la mesa en la casa de Palmones, a medio hacer, y ya no lo terminará nadie. Y supo que estaba sola por segunda vez, y que en cierta forma era para siempre.

—Fue O’Farrell quien de verdad le cambió la vida —repitió María Tejada.

Había pasado los últimos cuarenta y cinco minutos contándome cómo y por qué. Al cabo fue a la cocina, volvió con dos vasos de infusión de hierbas, y se bebió una mientras yo revisaba las notas y digería la historia. La antigua asistente social de la prisión de El Puerto de Santa María era una mujer rechoncha, vivaracha, con el pelo largo y lleno de canas que no se teñía, mirada bondadosa y boca firme. Llevaba gafas redondas de montura metálica y anillos de oro en varios dedos de las manos: lo menos diez, conté. También le calculé unos sesenta años. Durante treinta y cinco había trabajado para Instituciones Penitenciarias en las provincias de Cádiz y Málaga. No fue fácil dar con ella, pues estaba jubilada desde hacía poco; pero Óscar Lobato averiguó su paradero. Las recuerdo bien a las dos, dijo ella cuando planteé el asunto por teléfono. Venga a Granada y hablaremos. Me recibió en chándal y zapatillas en la terraza de su piso de la parte baja del Albaicín, con toda la ciudad y la vega del Genil a un lado y al otro la Alhambra encaramada entre árboles, dorada y ocre bajo el sol de la mañana. Una casa con mucha luz y gatos por todas partes: sobre el sofá, en el pasillo, en la terraza. Al menos media docena de gatos vivos —olía a diablos, pese a las ventanas abiertas— y una veintena más en cuadros, en figuritas de porcelana, en tallas de madera. Hasta había alfombras y cojines bordados con gatos, y entre la ropa puesta a secar en la terraza colgaba una toalla con el gato Silvestre. Y mientras yo releía las notas y saboreaba la infusión, un minino atigrado me observaba desde lo alto de la cómoda, como si me conociera de antes, y otro gordo y gris se aproximaba sobre la alfombra con maneras de cazador, cual si los cordones de mis zapatos fuesen presa legítima. El resto andaba repartido por la casa en diversas posturas y actitudes. Detesto a esos bichos demasiado silenciosos y demasiado inteligentes para mi gusto —no hay nada como la estólida lealtad de un perro estúpido—; pero hice de tripas corazón. El trabajo es el trabajo.

—O’Farrell le hizo ver cosas de sí misma —decía mi anfitriona— que ni imaginaba que existieran. Y hasta empezó a educarla un poquito, ¿no?… A su manera.

Tenía sobre la mesa de tresillo un montón de cuadernos donde había ido anotando durante años las incidencias de su trabajo. Los revisé antes de que usted llegara, dijo. Para refrescar. Luego me mostró algunas páginas escritas con caligrafía redonda y apretada: fichas individuales, fechas, visitas, entrevistas. Algunos párrafos estaban subrayados. Seguimiento, explicó. Lo mío era evaluar su grado de integración, ayudarlas a buscar algo para después. Allí dentro hay mujeres que pasan el día mano sobre mano y otras que prefieren hacer cosas. Yo facilitaba los medios. Teresa Mendoza Chávez y Patricia O’Farrell Meca. Clasificadas como Fies: Fichero de internas de especial seguimiento. En su momento dieron mucho que hablar aquellas dos.

—¿Fueron amantes?

Cerró los cuadernos dirigiéndome una mirada larga, evaluativa. Sin duda consideraba si aquella pregunta respondía a curiosidad malsana o a interés profesional.

—No lo sé —respondió al fin—. Entre las chicas se rumoreaba, claro. Pero esas cosas se rumorean siempre. O’Farrell era bisexual. Eso como mínimo, ¿no?… Y la verdad es que había mantenido relaciones con algunas reclusas antes de la llegada de Mendoza; pero respecto a ellas dos, nada puedo decirle con seguridad.

Después de mordisquearme los cordones de los zapatos, el gato gordo y gris se frotaba contra mis pantalones, llenándolos de pelos felinos. Mordí el extremo del bolígrafo, estoico.

—¿Cuánto tiempo pasaron juntas?

—Un año como compañeras de celda, y luego salieron con diferencia de pocos meses… Tuve ocasión de tratar a las dos: callada y casi tímida Mendoza, muy observadora, muy prudente, con aquel acento mejicano que la hacía parecer tan mansa y correcta… Quién lo hubiera dicho luego, ¿no?… O’Farrell era el polo opuesto: amoral, desinhibida, siempre con una actitud entre superior y frívola. De mucho mundo. Una aristócrata golfa que condescendiera a tratar con el pueblo. Sabía utilizar el dinero, que en la cárcel pesaba mucho. Comportamiento irreprochable, el suyo. Ni una sanción en los tres años y medio que pasó dentro, fíjese, a pesar de que adquiría y consumía estupefacientes… Ya le digo que era demasiado lista para buscarse problemas. Parecía considerar su estancia en prisión como unas vacaciones inevitables, y esperaba a que pasaran sin hacerse mala sangre.

El gato que se frotaba contra mis pantalones enganchó las uñas en un calcetín, así que lo alejé con un puntapié discreto que me valió un breve silencio censor de mi interlocutora. De cualquier modo —prosiguió tras la incómoda pausa, llamando al gato sobre sus rodillas, ven aquí, Anubis, precioso—, O’Farrell era una mujer hecha, con personalidad; y la recién llegada resultó muy influenciada por ella: buena familia, dinero, apellido, una cultura… Gracias a su compañera de celda, Mendoza descubrió la utilidad de la instrucción. Ésa fue la parte positiva del influjo; le inspiró deseos de superarse, de cambiar. Leyó, estudió. Descubrió que no hace falta depender de un hombre. Tenía facilidad para las matemáticas y el cálculo, y encontró oportunidad para desarrollarlas en los programas de educación para reclusas, que entonces permitían redimir día por día de condena. En sólo un año se graduó en un curso de matemáticas elementales, en otro de lengua y ortografía, y mejoró mucho en inglés. Se convirtió en lectora voraz, y al final lo mismo la encontrabas con una novela de Agatha Christie que con un libro de viajes o de divulgación científica. Y fue O’Farrell quien la animó a todo eso. El abogado de Mendoza era un gibraltareño que la dejó tirada a poco de ingresar en prisión; y por lo visto también se quedó con el dinero, que no sé si era mucho o poco. En El Puerto de Santa María no tuvo ningún vis a vis —algunas reclusas conseguían falsos certificados de convivencia para ser visitadas por hombres—, ni nadie fue a verla. Estaba completamente sola. Así que O’Farrell le hizo todos los recursos y papeleo para que consiguiera la libertad condicional y el tercer grado. Tratándose de otra persona, todo eso habría facilitado quizás una reinserción. Al salir en libertad, Mendoza pudo haber encontrado un trabajo decente: aprendía rápido, tenía instinto, una cabeza serena y un coeficiente de inteligencia alto —la asistente social había vuelto a consultar sus cuadernos—, que rebasaba con creces el 130. Lamentablemente, su amiga O’Farrell estaba demasiado encanallada. Ciertos gustos, ciertas amistades. Ya sabe —me miraba como si dudara que yo lo supiera—. Ciertos vicios. Entre mujeres, prosiguió, determinadas influencias o relaciones son más fuertes que entre los hombres. Y luego estaba aquello que se dijo: la historia de la cocaína perdida y lo demás. Aunque en la cárcel —el tal Anubis ronroneaba mientras su dueña le pasaba la mano por el lomo— siempre corren historias de ésas a cientos. Así que nadie creyó que fuera verdad. Absolutamente nadie, insistió tras un silencio pensativo, sin dejar de acariciar al gato. Aun ahora, transcurridos nueve años y pese a cuanto se había publicado al respecto, la asistente social seguía convencida de que lo de la cocaína se trataba de una leyenda.

—Pero ya ve lo que son las cosas. Primero fue O’Farrell quien cambió a la Mejicana; y luego, según dicen, ésta se adueñó por completo de la vida de la otra. ¿No?… Como para fiarse de las mosquitas muertas.

En cuanto a mí, siempre tendré presente al joven soldado de pálida tez y brillantes ojos, y cuando el ángel de la muerte descienda, estoy seguro de reconocer en él a Selim…

El día que cumplió veinticinco años —le habían quitado la última escayola del brazo una semana atrás—, Teresa puso una marca en la página 579 de aquel libro que la tenía fascinada; nunca antes pensó que una misma pudiera proyectarse con tal intensidad en lo que leía, de forma que lector y protagonista fuesen uno solo. Y Pati O’Farrell tenía razón: más que el cine o la tele, las novelas permitían vivir cosas para las que no bastaba una sola vida. Ésa era la extraña magia que la mantenía atada a aquel volumen cuyas páginas empezaban a descoserse de puro viejas, y que Pati hizo arreglar tras cinco días de impaciente espera por parte de Teresa, interrumpida la lectura en el capítulo XXVII —Las catacumbas de San Sebastián— porque, según dijo Pati, no se trata sólo de leer libros, Mejicana, sino del placer físico y el consuelo interior que da tenerlos en las manos. Así que para intensificar ese placer y ese consuelo, Pati fue con el libro al taller de encuadernación para internas, y allí encargó que descosieran los cuadernillos de papel para volver a coserlos con cuidado, y luego encuadernarlos de nuevo con cartón, engrudo y papel decorado para las guardas interiores, y una linda cubierta de piel marrón con letras doradas en el lomo donde podía leerse: Alejandro Dumas; y debajo: El conde de Montecristo. Y abajo del todo, con letritas también doradas y más pequeñas, las iniciales T. M. C. del nombre y apellidos de Teresa.

—Es mi regalo de cumpleaños.

Eso dijo Pati O’Farrell devolviéndoselo a la hora del desayuno, después del primer recuento del día. El libro venía muy bien envuelto, y Teresa sintió ese placer especial del que su compañera había hablado cuando volvió a tenerlo consigo, pesado y suave con las nuevas cubiertas y aquellas letras doradas. Y Pati la miraba de codos sobre la mesa, taza de achicoria en una mano y cigarrillo encendido en la otra, observando su alegría. Y repitió feliz cumpleaños, y las otras compañeras también festejaron a Teresa, el próximo en la calle, dijo una, con un buen semental cantándote las mañanitas mientras te despiertas, y yo que lo vea. Y luego, por la noche, después del quinto recuento, en vez de bajar al comedor para la cena —el asqueroso fletán empanado y la fruta demasiado madura de costumbre—, Pati se arregló con las boquis para una pequeña fiesta privada en el chabolo, y pusieron casetes con rolas de Vicente Fernández, Chavela Vargas y Paquita la del Barrio, todas de aquel rumbo y bien chingonas, y después de entornar la puerta Pati sacó una botella de tequila que había conseguido quién sabe cómo, una auténtica Don Julio que alguna funcionaria había metido de fayuca, previo pago de la lana quintuplicada de su importe, y se la pistearon a escondidas, disfrutando de lo criminal que estaba, en compañía de algunas colegas que se sumaron al desmadre sentadas en los catres y en la silla y hasta en el tigre, como Carmela, una gitana grandota y mayor, mechera de oficio, que le hacía trabajos de limpieza a Pati y lavaba sus sábanas —también la ropa de Teresa mientras tuvo enyesado el brazo— a cambio de que la Teniente O’Farrell ingresara pequeñas cantidades mensuales en su peculio. Las acompañaban Conejo, la bibliotecaria envenenadora, la piquera Charito, que estaba allí por tomadora del dos en la feria del Rocío y en la de Abril y en la que hiciera falta, y Pepa Trueno, alias Patanegra, que se había cargado a su marido con un cuchillo de cortar jamón del bar que ambos regentaban en la N-IV, y contaba muy orgullosa que a ella el divorcio le había costado veinte años y un día, pero ni un duro. Teresa se puso el semanario de plata en la mano derecha, para estrenar muñeca nueva, y los aros le tintineaban alegres a cada trago. El fandango duró hasta el recuento de las once. Hubo parchís, que era el juego taleguero por excelencia, y latas de conservas, y pastillas para animarse el chocho —que decía muy gráficamente Carmela entre risas de faraona maruja—, y canutos de una china bastante gruesa convertida en humo, chistes y risas, mientras Teresa pensaba hay que ver con la España y la Europa de la chingada, con sus reglamentos y sus historias y su mirarnos por encima del hombro a los corruptos mejicanos, imposible conseguir aquí unas chelas —garimbas, llamaban sus compañeras a las cervezas—, y ya ves. De pastillas y chocolate y una botella de vez en cuando, de eso no se privan algunas si tratan con la boqui adecuada y tienen con qué pagarlo.

Y Pati O’Farrell tenía. Presidía el festejo en honor de Teresa un poquito aparte, observándola todo el rato entre el humo, con una sonrisa en la boca y en los ojos, el aire golfo, distante como si nada fuese con ella, igual que una mamacita que llevara a su nena a una fiesta de cumpleaños con hamburguesas y amiguitos y payasos, mientras Vicente Fernández cantaba sobre mujeres y traiciones, la voz rota de Chavela regaba alcohol entre balazos en suelos de cantinas, y Paquita la del Barrio bramaba aquello de como un perro / sin un reproche / siempre tirada a tus pies / de día y de noche. Teresa se sentía acunada por la nostalgia de la música y los acentos de su tierra, que sólo faltaban chirrines y unas medias Pacífico para que fuese completa, aturdida por el hachís que le ardía entre los dedos, pásalo nomás pa’ andar iguales, carnalita, peores los he fumado yo, que de bajar al moro sé un rato. Por tus veinticinco brejes, chinorrilla, brindaba la gitana Carmela. Y cuando en el casete Paquita empezó lo de tres veces te engañé, y llegó al estribillo, todas corearon, ya muy tomadas, eso de la primera por coraje, la segunda por capricho, la tercera por placer —tres veces te engañé, hijoputa, matizaba a grito pelado Pepa Trueno, sin duda en honor de su difunto—. Siguieron así hasta que una de las boquis vino malhumorada a decirles que se terminaba la fiesta; pero la fiesta continuó por los mismos rumbos más tarde, ya chapadas rejas y puertas, solas las dos y casi a oscuras en el chabolo, el flexo puesto en el suelo junto al lavabo, las imágenes entre sombras de los recortes de revistas —actores de cine, cantantes, paisajes, un mapa turístico de México— decorando la pared pintada de verde y el ventanuco con visillos que les había cosido Charito la piquera, que tenía muy buenas manos, cuando Pati sacó una segunda botella de tequila y una bolsita de debajo del catre y dijo éstas para nosotras, Mejicana, que quien bien reparte se queda la mejor parte. Y con Vicente Fernández cantando muy a lo charro y por enésima vez Mujeres divinas, y con Chavela tomadísima advirtiendo no me amenaces, no me amenaces, se fueron pasando a morro la botella e hicieron culebritas blancas sobre las tapas de un libro que se llamaba El Gatopardo; y después Teresa, empolvada la nariz por el último pericazo, dijo está criminal y gracias por este cumpleaños, mi Teniente, en mi vida había, etcétera. Pati negó quitándole importancia, y como si estuviera pensando en otra cosa dijo ahora voy a masturbarme un poco si no te importa, Mejicanita, y se tumbó boca arriba en el catre quitándose las zapatillas y la falda que llevaba, una falda ancha y oscura muy bonita que le sentaba bien, dejándose sólo la blusa. Y Teresa se quedo un poco cortada con la botella de Don Julio en la mano, sin saber qué hacer ni adónde mirar, hasta que la otra dijo podrías ayudarme, niña, que estas cosas funcionan mejor entre dos. Entonces Teresa movió dulcemente la cabeza: Chale. Sabes que esas cosas no me van, murmuró. Y aunque Pati no insistió, ella se levantó despacio tras un ratito corto, sin soltar la botella, y fue a sentarse en el borde del catre de su compañera, que tenía los muslos abiertos y una mano entre ellos, moviéndola lenta y suave, y hacía todo eso sin dejar de mirarla a los ojos en la penumbra verdosa del chabolo. Teresa le pasó la botella, y la otra bebió con la mano libre y le devolvió el tequila observándola todo el rato. Luego Teresa sonrió y dijo otra vez gracias por el cumpleaños, Pati, y por el libro, y por la fiesta. Y Pati no apartaba la vista de ella mientras movía los dedos hábiles entre los muslos desnudos. Entonces Teresa se inclinó hacia su amiga, repitió «gracias» muy bajito, y la besó suavemente en los labios, sólo eso y no más, apenas unos segundos. Y sintió cómo Pati retenía la respiración estremeciéndose varias veces bajo su boca con un gemido, los ojos de pronto muy abiertos, y después se quedaba inmóvil, sin dejar de mirarla.

La despertó su voz antes del alba.

—Está muerto, Mejicana.

Apenas habían hablado de él. De ellos. Teresa no era de las que hacían demasiadas confidencias. Sólo comentarios aquí y allá, casuales. Una vez tal, en cierta ocasión cual. En realidad evitaba hablar de Santiago, o del Güero Dávila. Incluso pensar mucho rato en uno o en otro. Ni siquiera tenía fotos —las pocas con el gallego quedaron a saber dónde—, excepto la de ella y el Güero partida por la mitad: la morrita del narco, que parecía haberse ido muy lejos hacía siglos. A veces los dos hombres se le fundían en uno solo en el pensamiento, y eso no le gustaba. Era como ser infiel a los dos al mismo tiempo.

—No se trata de eso —respondió.

Estaban a oscuras, y el amanecer todavía no empezaba a agrisar afuera. Faltaban dos o tres horas para que golpeasen en las puertas las llaves de la boqui de turno, despertando a las reclusas para el primer recuento, y para que se asearan antes de lavar la ropa interior, las bragas y las camisetas y los calcetines, para colgarlo todo a secar en los palos de escoba que tenían encajados en la pared a modo de perchas. Teresa oyó cómo su compañera se removía en el catre. Al rato también ella cambió de postura, intentando dormir. Muy lejos, tras la puerta metálica y en el largo pasillo del módulo, resonó una voz de mujer. Te quiero, Manolo, gritaba. Que digo que te quiero. Otra respondió más cerca, con una procacidad. Yo también lo quiero, se sumó guasona una tercera voz. Después se oyeron los pasos de una funcionaria, y de nuevo el silencio. Teresa estaba boca arriba, en camisón, los ojos abiertos en la oscuridad, esperando el miedo que llegaría inexorable, puntual a su cita, cuando la primera claridad despuntara tras el ventanuco del chabolo y los visillos cosidos por Charito la piquera.

—Hay algo que me gustaría contarte —dijo Pati.

Luego enmudeció como si eso fuera todo, o como si no estuviera segura de que debía contarlo, o tal vez esperaba algún comentario por parte de Teresa. Pero ésta no dijo nada; ni cuéntame, ni no. Permanecía inmóvil, mirando la noche.

—Tengo un tesoro escondido, afuera —añadió Pati por fin.

Teresa escuchó su propia risa antes de pensar que se estaba riendo.

—Híjole —comentó—. Como el abate Faria.

—Eso mismo —ahora Pati también se reía—. Pero yo no tengo intención de morirme aquí… La verdad es que no tengo intención de morir en ninguna parte.

—¿Qué clase de tesoro? —quiso saber Teresa.

—Algo que se perdió y todos buscaron, y nadie encontró porque quienes lo escondieron están muertos… Se parece a las películas, ¿verdad?

—No creo que se parezca a las películas. Se parece a la vida.

Las dos se quedaron calladas otro rato. No estoy segura, pensaba Teresa. No estoy del todo convencida de querer tus confidencias, Teniente. Tal vez porque eres superior, a mí en conocimientos y en inteligencia y en años y en todo, y te sorprendo mirándome siempre de esa manera como me miras; o a lo mejor porque no me tranquiliza que te vengas —que te corras, decís aquí— cuando te beso. Si una está cansada, hay cosas que es mejor ignorar. Y esta noche estoy muy cansada, tal vez porque tomé y fumé y periqueé demasiado, y ahora no duermo. Este año estoy muy cansada, también. Y esta vida, lo mismo. De momento, la palabra mañana no existe. Mi abogado sólo vino a verme una vez. Desde entonces sólo he recibido de él una carta en la que dice que invirtió la lana en cuadros de artistas, que se han devaluado mucho y no queda ni para pagarme un ataúd si reviento. Pero la neta que no me importa. Lo único bueno de estar aquí es que no hay más de lo que hay, y eso evita pensar en lo que dejaste afuera. O en lo que aguarda afuera.

—Esos tesoros son peligrosos —comentó.

—Claro que lo son —Pati hablaba como si pensara cada palabra, despacio, en voz muy baja—. Yo misma he pagado un precio alto… Me pegaron unos tiros, ya sabes. Pum, pum. Y, aquí me tienes.

—¿Y qué pasa con ese pinche tesoro, Teniente Pati O’Faria?

Rieron otra vez las dos en la oscuridad. Después hubo un resplandor en la cabecera del catre de Pati, que acababa de encender un cigarrillo.

—Igual voy a buscarlo —dijo— cuando salga de aquí.

—Pero tú no necesitas eso. Tienes lana.

—No la suficiente. Lo que gasto aquí no es mío, sino de mi familia —su tono se había vuelto irónico al pronunciar la palabra familia—… Y ese tesoro del que hablo es dinero de verdad. Mucho. Del que a su vez produce todavía más, y más, y mucho más, como en el bolero.

—¿De verdad sabes dónde está?

—Por supuesto.

—¿Y tiene dueño?… Quiero decir otro dueño aparte de ti.

La brasa del cigarrillo brilló un instante. Silencio.

—Ésa es una buena pregunta —dijo Pati.

—Chale. Ésa es la pregunta.

Se quedaron calladas de nuevo. Porque tú sabrás muchas más cosas que yo, pensaba Teresa. Tienes educación, y clase, y un abogado que viene a verte de vez en cuando, y una buena feria en el banco aunque sea de tu familia. Pero de eso que me hablas sé, y hasta es posible que por una vez sepa algo más de lo que sabes tú. Aunque luzcas dos cicatrices como estrellitas y un novio en el panteón y un tesoro esperándote a la salida, todo lo viste desde arriba. Yo, sin embargo, miraba desde abajo. Por eso conozco cosas que tú no has visto. Te quedaban lejos de a madre, con tu pelo tan güero y tu piel tan blanca y tus modales fresitas de colonia Chapultepec. He visto el barro en mis pies desnudos cuando plebita, en Las Siete Gotas, donde los borrachos llamaban a la puerta de mi mamá de madrugada, y yo la oía abrirles. También he visto la sonrisa del Gato Fierros. Y la piedra de León. He tirado tesoros al mar a cincuenta nudos, con las Hachejotas pegadas al culo. Así que no mames.

—Esa pregunta es difícil de responder —comentó al cabo Pati—. Hay gente que estuvo buscando, claro. Creían tener ciertos derechos… Pero de eso hace tiempo. Ahora nadie sabe que yo estoy al corriente.

—¿Y a qué viene contármelo?

La brasa del cigarrillo intensificó un par de veces su brillo rojizo antes de que llegara la respuesta.

—No lo sé. O tal vez sí lo sé.

—No te imaginé tan bocona. Podría volverme madrina, e ir por ahí cotorreando la historia.

—No. Llevamos tiempo juntas y te observo. No eres de ésas.

Otro silencio. Esta vez fue más largo que los anteriores.

—Eres callada y leal.

—Tú también —respondió Teresa.

—No. Yo soy otras cosas.

Teresa vio apagarse la brasa del cigarrillo. Sentía curiosidad, pero también el deseo de que terminara aquella conversación. Lo mismo ya acabó y lo deja, pensó. No quiero que mañana lamente haber dicho cosas que no debía. Cosas que me quedan lejos, donde no puedo seguirla. En cambio, si se duerme ahora, siempre podremos callar sobre esto, echándole la culpa a los pericazos y al fandango y al tequila.

—Puede que un día te proponga recuperar ese tesoro —concluyó de pronto Pati—. Tú y yo, juntas.

Teresa contuvo el aliento. Ni modo, se dijo. Ya nunca podremos considerar esta conversación como no habida. Lo que decimos nos aprisiona mucho más que lo que hacemos, o lo que callamos. El peor mal del ser humano fue inventar la palabra. Mira si no los perros. Así de leales son porque no hablan.

—¿Y por qué yo?

No podía callar. No podía decir sí o no. Hacía falta una respuesta, y aquella pregunta era la única respuesta posible. Oyó a Pati volverse en el catre hacia la pared antes de responder.

—Te lo diré cuando llegue el momento. Si es que llega.