4. Vámonos donde nadie nos juzgue

A Dris Larbi no le gustaba meterse en la vida privada de sus chicas. O al menos eso me dijo. Era un hombre tranquilo, atento al negocio, partidario de que cada cual se lo montara a su aire, siempre y cuando no le endosaran a él la nota de gastos. Tan apacible era, contó, que hasta se había dejado la barba para contentar a su cuñado: un integrista pelmazo que vivía en Nador con la hermana y cuatro sobrinos. Poseía el DNI español y la nequa marroquí, votaba en las elecciones, mataba su cordero el día de Aid el Adha y pagaba impuestos sobre los beneficios declarados de sus negocios oficiales: no era mala biografía para alguien que había cruzado la frontera a los diez años con una caja de limpiabotas bajo el brazo y menos papeles que un conejo de monte. Precisamente ese punto, el de los negocios, había obligado a Dris Larbi a considerar una y otra vez la situación de Teresa Mendoza. Porque la Mejicana terminó convirtiéndose en algo especial. Llevaba la contabilidad del Yamila y conocía algunos secretos de la empresa. Además, tenía cabeza para los números, y eso era de mucha utilidad en otro orden de cosas. A fin de cuentas, los tres clubs de alterne que el rifeño tenía en la ciudad eran parte de negocios más complejos, que incluían facilitar el tráfico ilegal de inmigrantes —él decía tránsito privado— a Melilla y a la Península. Eso abarcaba cruces por la valla fronteriza, pisos francos en la Cañada de la Muerte o en casas viejas del Real, sobornos a los policías de guardia en los puestos de control, o expediciones más complejas, veinte o treinta personas por viaje, con desembarcos clandestinos en las playas andaluzas mediante pesqueros, lanchas o pateras que salían de la costa marroquí. Más de una vez le habían propuesto a Dris Larbi aprovechar la infraestructura para transportar algo más rentable; pero él, además de buen ciudadano y buen musulmán, era prudente. La droga estaba bien y era dinero rápido; pero trabajar ese género, cuando se era conocido y con cierta posición a este lado de la frontera, implicaba pasar tarde o temprano por un juzgado. Y una cosa era engrasar a un par de policías españoles para que no pidieran demasiados papeles a las chicas o a los inmigrantes, y otra muy distinta comprar a un juez. Prostitución e inmigración ilegal tenían menos ruina que cincuenta kilos de hachís en unas diligencias policiales. Menos malos rollos. El dinero venía mas despacio, pero gozabas de libertad para gastártelo y no se iba en abogados y otras sanguijuelas. Por su cara que no.

La había seguido un par de veces, sin ocultarse demasiado. Haciéndose el encontradizo. También había hecho averiguaciones sobre aquel individuo: gallego, visitas a Melilla cada ocho o diez días, una lancha rápida Phantom pintada de negro. No era preciso ser enólogo, o etnólogo, o como se dijera, para deducir que líquido y en tetrabrik sólo podía ser vino. Un par de consultas en los lugares adecuados permitieron establecer que el fulano vivía en Algeciras, que la planeadora estaba registrada en Gibraltar, y que se llamaba, o lo llamaban —en ese ambiente era difícil saber— Santiago Fisterra. Sin antecedentes penales, contó confidencial un cabo de la Policía Nacional muy aficionado, por cierto, a que las chicas de Dris Larbi se la mamaran en horas de servicio dentro del coche patrulla. Todo eso permitió que el jefe de Teresa Mendoza se hiciera una idea aproximada del personaje, considerándolo bajo dos aspectos: inofensivo como cliente del Yamila, incómodo como íntimo de la Mejicana. Incómodo para él, claro.

Pensaba en todo eso mientras observaba a la pareja. Los había visto de modo casual desde su automóvil paseando cerca del puerto, en el Mantelete, junto a las murallas de la ciudad vieja; y tras seguir adelante un trecho maniobró para regresar de nuevo, aparcar e ir a tomar un botellín a la esquina del Hogar del Pescador. En la placita, bajo un arco antiquísimo de la fortaleza, Teresa y el gallego comían pinchos morunos sentados junto a una de las tres desvencijadas mesas de un chiringuito. Hasta Dris Larbi llegaba el aroma de la carne especiada sobre las brasas, y tuvo que reprimirse —no había almorzado— para no ir hasta allí y pedir algo. A su lado marroquí lo volvían loco los pinchitos.

En el fondo todas son iguales, se dijo. No importa lo serenas que parezcan, cuando se les cruza una buena herramienta se lían la manta a la cabeza y no atienden a razones. Estuvo un rato mirándola de lejos, con la Mahou en la mano, intentando relacionar a la joven que él conocía, la mejicanita eficiente y discreta detrás del mostrador, con aquella otra vestida con tejanos, zapatos de tacón muy alto y una chaqueta de cuero, el pelo con la raya en medio, liso y tirante hacia atrás para recogerse en la nuca a la manera de su tierra, que conversaba con el hombre sentado junto a ella a la sombra de la muralla. Una vez más pensó que no era especialmente bonita sino del montón; pero que según se arreglara, o según qué momento, podía serlo. Los ojos grandes, el pelo tan negro, el cuerpo joven al que le sentaban bien los pantalones ajustados, los dientes blancos y sobre todo la manera dulce de hablar, y la forma en que escuchaba cuando le decías algo, callada y seria como si pensara, de manera que te sentías atendido, y casi importante. Sobre el pasado de Teresa, Dris Larbi sabía lo imprescindible, y no deseaba más: que tuvo problemas serios en su tierra, y que alguien con influencias le procuró un sitio donde ocultarse. La había visto bajar del ferry de Málaga con su bolsa de viaje y el aire aturdido, desterrada a un mundo extraño del que ignoraba las claves. A esta palomita se la comen en dos días, llegó a pensar. Pero la Mejicana había demostrado una singular capacidad de adaptarse al terreno; como esos soldados jóvenes de origen campesino, acostumbrados a sufrir bajo el sol y el frío, que luego, en la guerra, resisten cualquier cosa y son capaces de soportar fatigas y privaciones, enfrentándose a cada situación como si hubieran pasado la vida en ella.

Por eso lo sorprendía su relación con el gallego. No era de las que se enredaban con un cliente o con cualquiera, sino de las resabiadas. De las que se lo pensaban. Y sin embargo allí estaba, comiendo pinchos morunos sin apartar los ojos del tal Fisterra; que tal vez tuviese futuro por delante —el propio Dris Larbi era una prueba de que podía llegar a medrarse en la vida—, pero de momento no tenía donde caerse muerto, y lo más probable eran diez años en cualquier prisión española o marroquí, o un navajazo en una esquina. Es más: estaba seguro de que el gallego tenía que ver con las recientes e insólitas peticiones de Teresa de asistir a algunas de las fiestas privadas que Dris Larbi organizaba a uno y otro lado de la frontera. Quiero ir, propuso ella sin más explicaciones; y él, sorprendido, no pudo ni quiso negarse. Vale, de acuerdo, por qué no. El caso es que allí había estado, en efecto, ver para creer, la misma que en el Yamila iba de estrecha y de seria detrás de la barra, muy arreglada ahora y con mucho maquillaje y bien guapa, con aquel mismo peinado de raya en medio muy tirante hacia atrás y un vestido negro de falda corta, escotado, de esos que se pegan a un cuerpo que no estaba mal, y sobre el tacón alto unas piernas —nunca antes Dris Larbi la había visto así— en realidad bastante potables. Vestida para matar, pensó el rifeño la primera vez, cuando la recogió con un par de coches y cuatro chicas europeas para llevarla al otro lado de la frontera, más allá de Mar Chica, a un chalet de lujo junto a la playa de Kariat Árkeman. Después, metidos en jarana —un par de coroneles, tres funcionarios de alto rango, dos políticos y un rico comerciante de Nador—, Dris Larbi no le había quitado ojo a Teresa, curioso por averiguar lo que llevaba entre manos. Mientras las cuatro europeas, reforzadas por tres jovencísimas marroquíes, entretenían a los invitados de manera convencional en aquel tipo de situaciones, Teresa entabló conversación un poco con todo el mundo, en español y también en un inglés elemental que hasta ese momento Dris Larbi ignoraba que ella controlara, y que él desconocía por completo salvo las palabras goodmorning, goodbye, fuck y money. Teresa estuvo toda la noche, observó desconcertado, tolerante y hasta simpática de aquí para allá, como tanteando con cálculo el terreno; y tras esquivar el avance de uno de los políticos locales, que a esas horas iba ya bastante cargado de todo lo ingerible en estado sólido, líquido y gaseoso, terminó decidiéndose por un coronel de la Gendarmería Real llamado Chaib. Y Dris Larbi, que como esos maîtres eficientes de hoteles y restaurantes se mantenía en discreto aparte, un toque aquí y otro allá, una indicación de cabeza o una sonrisa, procurando que todo transcurriese a gusto de sus invitados —tenía una cuenta bancaria, tres puticlubs que mantener y docenas de emigrantes ilegales esperando luz verde para ser transportados a España—, no pudo menos que apreciar, como experto en relaciones públicas, la soltura con que la Mejicana se trajinaba al gendarme. Que no era, y eso lo advirtió preocupado, un militar cualquiera. Porque todo traficante que pretendiera mover hachís entre Nador y Alhucemas tenía que pagarle un impuesto adicional, en dólares, al coronel Abdelkader Chaib.

Teresa aún asistió a otra fiesta, un mes más tarde, donde se encontró de nuevo con el coronel marroquí. Y mientras los observaba charlar aparte y en voz baja en un sofá junto a la terraza —esta vez se trataba de un lujoso ático en uno de los mejores edificios de Nador—, Dris Larbi empezó a asustarse y decidió que no habría una tercera vez. Llegó a pensar incluso en despedirla del Yamila; pero se veía atado por ciertos compromisos. En aquella compleja cadena de amigos de un amigo, el rifeño no controlaba las causas últimas ni los eslabones intermedios; y en esos casos más valía ser cauto y no incomodar a nadie. Tampoco podía negar cierta simpatía personal por la Mejicana: ella le caía bien. Pero eso no incluía facilitarle las gestiones al gallego ni a ella los polvos con sus contactos marroquíes. Sin contar con que Dris Larbi procuraba mantenerse lejos de la planta del cannabis en cualquiera de sus formas y transformaciones. Así que nunca más, se dijo. Si ella quería cascársela a Abdelkader Chaib o cualquier otro por cuenta de Santiago Fisterra, no era él quien iba a poner la cama.

La previno como él solía hacer esas cosas, sin meterse mucho. Dejándolo caer. En cierta ocasión en que salían juntos del Yamila y bajaron caminando hasta la playa mientras conversaban sobre una entrega de botellas de ginebra que debía hacerse por la mañana, al llegar a la esquina del paseo marítimo Dris Larbi vio al gallego que esperaba sentado en un banco; y sin transición, a medio comentario sobre las cajas de botellas y el pago al proveedor, dijo: ése es de los que no se quedan. Nada más. Luego guardó silencio un par de segundos antes de seguir hablando de las cajas de ginebra, y también antes de darse cuenta de que Teresa lo miraba muy seria; no como si no entendiera, sino desafiándolo a seguir, hasta el punto de que el rifeño se vio obligado a encogerse de hombros y añadir algo: o se van o los matan.

—Qué sabrás tú de eso —había dicho ella.

Y lo dijo con un tono de superioridad y un cierto desdén que hicieron sentirse a Dris Larbi un poco ofendido. Qué se habrá creído esta apache estúpida, llegó a pensar. Abrió la boca para decir una grosería, o quizá —no lo tenía decidido— para comentarle a la mejicanita que él de hombres y de mujeres sabía unas cuantas cosas después de pasar un tercio de su vida traficando con seres humanos y con coños; y que si no le parecía bien, estaba a tiempo de buscarse otro curro. Pero se quedó callado porque creyó comprender que ella no se refería a eso, a los hombres y las mujeres y a los que te follan y desaparecen, sino a algo más complicado de lo que él no estaba al corriente; y que en ocasiones, si uno era capaz de observar ese tipo de cosas, se traslucía en la forma de mirar y en los silencios de aquella mujer. Y esa noche, junto a la playa donde aguardaba el gallego, Dris Larbi intuyó que el comentario de Teresa tenía menos que ver con los hombres que se van que con los hombres a los que matan. Porque, en el mundo del que ella procedía, que te mataran era una forma de irse tan natural como otra cualquiera.

Teresa tenía una foto en el bolso. La llevaba en la cartera desde hacía mucho tiempo: desde que el Chino Parra se la hizo a ella y al Güero Dávila un día que celebraban su cumpleaños. Estaban los dos solos en la foto, él llevaba puesta la chamarra de piloto y le pasaba un brazo por los hombros. Se veía bien chilo riéndose frente a la cámara, con su facha de gringo flaco y alto, la otra mano colgada por el pulgar en la hebilla del cinturón. Su gesto risueño contrastaba con el de Teresa, que apuntaba sólo una sonrisa entre inocente y desconcertada. Contaba apenas veinte años entonces, y además de chavisima parecía frágil, con los ojos muy abiertos ante el flash de la cámara, y en la boca aquella mueca algo forzada, que no llegaba a contagiarse de la alegría del hombre que la abrazaba. Tal vez, como ocurre en la mayor parte de las fotografías, la expresión era casual: un instante cualquiera, el azar fijado en la película. Pero cómo no aventurarse ahora, con la lección sabida, a interpretar. A menudo las imágenes y las situaciones y las fotos no lo son del todo hasta que llegan los acontecimientos posteriores; como si quedaran en suspenso, provisionales, para verse confirmadas o desmentidas más tarde. Nos hacemos fotos, no con objeto de recordar, sino para completarlas después con el resto de nuestras vidas. Por eso hay fotos que aciertan y fotos que no. Imágenes que el tiempo pone en su lugar, atribuyendo a unas su auténtico significado, y negando otras que se apagan solas, igual que si los colores se borraran con el tiempo. Aquella foto que guardaba en la cartera era de las que se hacen para que luego adquieran sentido, aunque nadie sepa eso cuando la hace. Y al cabo, el pasado más reciente de Teresa daba a esa vieja instantánea un futuro inexorable, al fin consumado. Ya era fácil, desde esta orilla de sombras, leer, o interpretar. Todo parecía obvio en la actitud del Güero, en la expresión de Teresa, en la sonrisa confusa motivada por la presencia de la cámara. Ella sonreía para agradar a su hombre, lo justo —ven aquí, prietita, mira el objetivo y piensa en lo que me quieres, mi chula—, mientras se le refugiaba en los ojos el presagio oscuro. El presentimiento.

Ahora, sentada junto a otro hombre al pie de la Melilla antigua, Teresa pensaba en esa foto. Pensaba en ella porque apenas llegados allí, mientras su acompañante encargaba los pinchitos al moro del hornillo de carbón, un fotógrafo callejero con una vieja Yashica colgada al cuello se les había acercado, y cuando le decían que no, gracias, ella se preguntó qué futuro podrían leer un día en la foto que no iban a hacerse, si la contemplaran años más tarde. Qué signos iban a interpretar, cuando todo se hubiera cumplido, en aquella escena junto a la muralla, con el mar resonando a pocos metros, el oleaje batiendo las rocas tras el arco del muro medieval que dejaba ver un trozo de cielo azul intenso, el olor a algas y a piedra centenaria y a basura de la playa mezclándose con el aroma de los pinchitos especiados dorándose sobre las brasas.

—Me voy esta noche —dijo Santiago.

Era la sexta desde que se conocían. Teresa contó un par de segundos antes de mirarlo, y asintió al hacerlo.

—¿Dónde?

—Da igual adónde —la miraba grave, dando por sentado que eran malas noticias para ella—. Hay trabajo.

Teresa sabía cuál era ese trabajo. Todo estaba a punto al otro lado de la frontera, porque ella misma se había encargado de que lo estuviera. Tenían la palabra de Abdelkader Chaib —la cuenta secreta del coronel en Gibraltar acababa de aumentar un poco— de que no habría problemas en el embarque. Santiago llevaba ocho días pendiente de un aviso en su habitación del hotel Ánfora, con Lalo Veiga vigilando la lancha en una ensenada de la costa marroquí, cerca de Punta Bermeja. A la espera de una carga. Y ahora el aviso había llegado.

—¿Cuándo te regresas?

—No sé. Una semana como mucho.

Movió Teresa un poco la cabeza, asintiendo de nuevo como si una semana fuera el tiempo adecuado. Habría hecho el mismo gesto si hubiese oído un día, o un mes.

—Viene el oscuro —apuntó él.

Quizá por eso estoy aquí sentada contigo, pensaba ella. Viene la luna nueva y tienes trabajo, y es como si yo estuviera sentenciada a repetir la misma rola. La cuestión es si quiero o no quiero repetirla. Si me conviene o no me conviene.

—Seme fiel —apuntó él, o su sonrisa.

Lo observó como si regresara de muy lejos. Tanto que hizo un esfuerzo para entender a qué chingados se refería.

—Lo intentaré —dijo al fin, cuando comprendió.

—Teresa.

—Qué.

—No hace falta que sigas aquí.

La miraba de frente, casi leal. Todos ellos miraban de frente, casi leales. Incluso al mentir, o al prometer cosas que no iban a cumplir jamás, aunque no lo supieran.

—No mames. Ya hemos hablado de eso.

Había abierto el bolso y buscaba el paquete de cigarrillos y el encendedor. Bisonte. Unos cigarrillos recios, sin filtro, a los que se había acostumbrado por casualidad. No había Faros en Melilla. Encendió uno, y Santiago seguía mirándola de la misma manera.

—No me gusta tu trabajo —dijo al rato él.

—A mí me encanta el tuyo.

Sonó como el reproche que era, e incluía demasiadas cosas en sólo seis palabras. Él desvió la vista.

—Quería decir que no necesitas a ese moro.

—Pero tú sí necesitas a otros moros… Y me necesitas a mí.

Recordó sin desear hacerlo. El coronel Abdelkader Chaib andaba por los cincuenta y no era mal tipo. Sólo ambicioso y egoísta como cualquier hombre, y tan razonable como cualquier hombre inteligente. También podía ser, cuando se lo proponía, educado y amable. A Teresa la había tratado con cortesía, sin exigir nunca más de lo que ella planeaba darle, y sin confundirla con la mujer que no era. Atento al negocio y respetando la cobertura. Respetándola hasta cierto punto.

—Ya nunca más.

—Claro.

—Te lo juro. Lo he pensado mucho. Ya nunca más.

Seguía ceñudo, y ella se giró a medias. Dris Larbi estaba al otro lado de la placita, en la esquina del Hogar del Pescador, con una chela en la mano, observando la calle. O a ellos dos. Vio que levantaba el botellín, como para saludarla, y respondió inclinando un poco la cabeza.

—Dris es un buen hombre —dijo, vuelta de nuevo a Santiago—. Me respeta y me paga.

—Es un chulo de putas y un moro cabrón.

—Y yo soy una india puta y cabrona.

Se quedó callado y ella fumó en silencio, malhumorada, escuchando el rumor del mar tras el arco del muro. Santiago se puso a entrecruzar distraídamente los pinchos de metal en el plato de plástico. Tenía manos ásperas, fuertes y morenas, que ella conocía bien. Llevaba el mismo reloj sumergible barato y fiable, nada de pulseras o anillos. Los reflejos de luz en el encalado de la plaza le doraban el vello sobre el tatuaje del brazo. También clareaban sus ojos.

—Puedes venirte conmigo —apuntó él por fin—. En Algeciras se está bien… Nos veríamos cada día. Lejos de esto.

—No sé si quiero verte cada día.

—Eres una tía rara. Rara de narices. No sabía que las mejicanas fuerais así.

—No sé cómo son las mejicanas. Sé cómo soy yo —lo pensó un instante—. Algunos días creo que lo sé.

Tiró el cigarrillo al suelo, apagándolo con la suela del zapato. Luego se volvió a comprobar si Dris Larbi seguía en el bar de enfrente. Ya no estaba. Se puso en pie y dijo que se le antojaba dar un paseo. Todavía sentado, mientras buscaba el dinero en el bolsillo de atrás del pantalón, Santiago seguía mirándola, y su expresión era distinta. Sonreía. Siempre sabía cómo sonreír para que a ella se le desvaneciesen las nubes negras. Para que hiciera esto, o lo de más allá. Abdelkader Chaib incluido.

—Joder, Teresa.

—¿Qué?

—A veces pareces una cría, y me gusta —se levantó, dejando unas monedas sobre la mesa—. Quiero decir cuando te veo caminar, y todo eso. Andas moviendo el culo, te vuelves, y te lo comería todo como si fueras fruta fresca… Y esas tetas.

—¿Qué pasa con ellas?

Santiago ladeaba la cabeza, buscando una definición adecuada.

—Que son bonitas —concluyó, serio—. Las mejores tetas de Melilla.

—Híjole. ¿Ése es un piropo español?

—Pues no sé —esperó a que ella terminara de reírse—. Es lo que pasa por mi cabeza.

—¿Y sólo eso?

—No. También me gusta cómo hablas. O cómo te callas. Me pone, no sé… De muchas maneras. Y para una de esas maneras, a lo mejor la palabra es tierno.

—Bien. Me agrada que a veces olvides mis chichotas y te pongas tiernito.

—No tengo por qué olvidarme de nada. Tus tetas y yo tierno somos compatibles.

Ella se quitó los zapatos y echaron a andar por la arena sucia, y después entre las rocas por la orilla del agua, bajo los muros de piedra ocre por cuyas troneras asomaban cañones oxidados. A lo lejos se dibujaba la silueta azulada del cabo Tres Forcas. A veces la espuma les salpicaba los pies. Santiago caminaba con las manos en los bolsillos, deteniéndose a trechos para comprobar que Teresa no corría riesgo de resbalar en el verdín de las piedras húmedas.

—Otras veces —añadió de pronto, como si no hubiera dejado de pensar en ello— me pongo a mirarte y pareces de golpe muy mayor… Como esta mañana.

—¿Y qué pasó esta mañana?

—Pues que me desperté y estabas en el cuarto de baño, y me levanté a verte, y te vi delante del espejo, echándote agua en la cara, y te mirabas como si te costara reconocerte. Con cara de vieja.

—¿Fea?

—Feísima. Por eso quise volverte guapa, y te apalanqué en brazos y te llevé a la cama y estuvimos dándonos estiba una hora larga.

—No me acuerdo.

—¿De lo que hicimos en la cama?

—De estar fea.

Lo recordaba muy bien, por supuesto. Había despertado temprano, con la primera claridad gris. Canto de gallos al alba. Voz del muecín en el minarete de la mezquita. Tic tac del reloj en la mesilla. Y ella incapaz de recobrar el sueño, mirando cómo la luz aclaraba poco a poco el techo del dormitorio, con Santiago dormido boca abajo, el pelo revuelto, media cara hundida en la almohada y la áspera barba naciente de su mentón que le rozaba el hombro. Su respiración pesada y su inmovilidad casi continua, idéntica a la muerte. Y la angustia súbita que la hizo saltar de la cama, ir al cuarto de baño, abrir la llave del agua y mojarse la cara una y otra vez, mientras la mujer que la observaba desde el espejo se parecía a la mujer que la había mirado con el pelo húmedo el día que sonó el teléfono en Culiacán. Y luego Santiago reflejado detrás, los ojos hinchados por el sueño, desnudo como ella, abrazándola antes de llevarla de nuevo a la cama para hacerle el amor entre las sábanas arrugadas que olían a los dos, a semen y a tibieza de cuerpos enlazados. Y luego los fantasmas desvaneciéndose hasta nueva orden, una vez más, con la penumbra del amanecer sucio —no había nada tan sucio en el mundo como esa indecisa penumbra gris de los amaneceres— al que la luz del día, derramándose ya en caudal entre las persianas, relegaba de nuevo a los infiernos.

—Contigo me pasa, a ratos, que me quedo un poco fuera, ¿entiendes? —Santiago miraba el mar azul, ondulante con la marejada que chapaleaba entre las rocas; una mirada familiar y casi técnica—… Te tengo bien controlada, y de pronto, zaca. Te vas.

—A Marruecos.

—No seas tonta. Por favor. He dicho que eso terminó.

Otra vez la sonrisa que lo borraba todo. Guapo para no acabárselo, pensó de nuevo ella. El pinche contrabandista de su pinche madre.

—También a veces tú te vas —dijo—. Requetelejos.

—Lo mío es distinto. Tengo cosas que me preocupan… Quiero decir cosas de ahora. Pero lo tuyo es diferente.

Se quedó un poco callado. Parecía buscar una idea difícil de concretar. O de expresar.

—Lo tuyo —dijo al fin— son cosas que ya estaban ahí antes de conocerte.

Dieron unos pasos más antes de volver bajo el arco de la muralla. El viejo de los pinchitos limpiaba la mesa. Teresa y el moro cambiaron una sonrisa.

—Nunca me cuentas nada de México —dijo Santiago.

Ella se apoyaba en él, poniéndose los zapatos.

—No hay mucho que contar —respondió—… Allí la gente se chinga entre ella por el narco o por unos pesos, o la chingan porque dicen que es comunista, o llega un huracán y se los chinga a todos bien parejo.

—Me refería a ti.

—Yo soy sinaloense. Un poquito lastimada en mi orgullo, últimamente. Pero atrabancada de a madre.

—¿Y qué más?

—No hay más. Tampoco te pregunto a ti sobre tu vida. Ni siquiera sé si estás casado.

—No lo estoy —movía los dedos ante sus ojos—. Y me jode que no lo hayas preguntado hasta hoy.

—No pregunto. Sólo digo que no lo sé. Así fue el pacto.

—¿Qué pacto? No recuerdo ningún pacto.

—Nada de preguntas chuecas. Tú vienes, yo estoy. Tú te vas, yo me quedo.

—¿Y el futuro?

—Del futuro hablaremos cuando llegue.

—¿Por qué te acuestas conmigo?

—¿Y con quién más?

—Conmigo.

Se detuvo ante él, los brazos en jarras, las manos apoyadas en la cintura como si fuera a cantarle una ranchera.

—Porque eres un güey bien puesto —dijo, mirándolo de arriba abajo, con mucha lentitud y mucho aprecio—. Porque tienes ojos verdes, un trasero criminal de bonito, unos brazos fuertes… Porque eres un hijo de la chingada sin ser del todo egoísta. Porque puedes ser duro y dulce al mismo tiempo… ¿Te basta con eso? —sintió que se le tensaban los rasgos del rostro, sin querer—… También porque te pareces a alguien que conocí.

Santiago la miraba. Torpe, naturalmente. La expresión halagada se había esfumado de un tajo, y ella adivinó sus palabras antes de que las pronunciara.

—No me gusta eso de recordarte a otro.

Pinche gallego, aquél. Pinches hombres de mierda. Tan fáciles todos, y tan pendejos. De pronto sintió la urgencia de acabar esa conversación.

—Chale. Yo no he dicho que me recuerdes a otro. He dicho que te pareces a alguien.

—¿Y no quieres saber por qué me acuesto yo contigo?

—¿Aparte de mi utilidad en las fiestas de Dris Larbi?

—Aparte.

—Porque te la pasas requetelindo en mi panochita. Y porque a veces te sientes solo.

Lo vio pasarse una mano por el pelo, confuso. Luego la agarró del brazo.

—¿Y si me acostara con otras? ¿Te importaría?

Liberó el brazo sin violencia; sólo fue apartándolo con suavidad hasta que de nuevo lo sintió libre.

—Estoy segura de que también te acuestas con otras.

—¿En Melilla?

—No. Eso lo sé. Aquí, no.

—Di que me quieres.

—Órale. Te quiero.

—Eso no es verdad.

—Qué más te da. Te quiero.

No me fue difícil conocer la vida de Santiago Fisterra. Antes de viajar a Melilla completé el informe de la policía de Algeciras con otro muy detallado de Aduanas que contenía fechas y lugares, incluido su nacimiento en O Grove, un pueblo de pescadores de la ría de Arosa. Por eso sabía que, cuando conoció a Teresa, Fisterra acababa de cumplir los treinta y dos años. El suyo era un currículum clásico. Había estado embarcado en pesqueros desde los catorce, y después del servicio militar en la Armada trabajó para los amos do fume, los capos de las redes contrabandistas que operaban en las rías gallegas: Charlines, Sito Miñanco, los hermanos Pernas. Tres años antes de su encuentro con Teresa, el informe de Aduanas lo situaba en Villagarcía como patrón de una lancha planeadora del clan de los Pedrusquiños, conocida familia de contrabandistas de tabaco, que por esa época ampliaba sus actividades al tráfico de hachís marroquí. En aquel tiempo Fisterra era un asalariado a tanto el viaje: su trabajo consistía en pilotar lanchas rápidas que alijaban tabaco y droga desde buques nodriza y pesqueros situados fuera de las aguas españolas, aprovechando la complicada geografía del litoral gallego. Ello daba pie a peligrosos duelos con los servicios de vigilancia costera, Aduanas y Guardia Civil; y en una de esas incursiones nocturnas, cuando eludía la persecución de una turbolancha con cerrados zigzags entre las bateas mejilloneras de la isla de Cortegada, Fisterra, o su copiloto —un joven ferrolano llamado Lalo Veiga—, encendieron un foco para deslumbrar a los perseguidores en mitad de una maniobra, y los aduaneros chocaron contra una batea. Resultado: un muerto. La historia sólo figuraba a grandes rasgos en los informes policiales; así que marqué infructuosamente algunos números de teléfono hasta que el escritor Manuel Rivas, gallego, amigo mío y vecino de la zona —tenía una casa junto a la Costa de la Muerte—, hizo un par de gestiones y confirmó el episodio. Según me contó Rivas, nadie pudo probar la intervención de Fisterra en el incidente; pero los aduaneros locales, tan duros como los propios contrabandistas —se habían criado en los mismos pueblos y navegado en los mismos barcos—, juraron echarlo al fondo en la primera ocasión. Ojo por ojo. Eso bastó para que Fisterra y Veiga dejaran las Rías Bajas en busca de aires menos insalubres: Algeciras, a la sombra del Peñón de Gibraltar, sol mediterráneo y aguas azules. Y allí, beneficiándose de la permisiva legislación británica, los dos gallegos matricularon a través de terceros una potente planeadora de siete metros de eslora y un motor Yamaha PRO de seis cilindros y 225 caballos, trucado a 250, con la que se movían entre la colonia, Marruecos y la costa española.

—Por ese tiempo —me explicó en Melilla Manolo Céspedes, después de ver a Dris Larbi— la cocaína todavía era para ricos-ricos. El grueso del tráfico consistía en tabaco de Gibraltar y hachís marroquí: dos cosechas y dos mil quinientas toneladas de cannabis exportadas clandestinamente a Europa cada año… Todo eso pasaba por aquí, claro. Y sigue pasando.

Despachábamos una cena en regla sentados ante una mesa de La Amistad: un bar-restaurante más conocido por los melillenses como casa Manolo, frente al cuartel de la Guardia Civil que el propio Céspedes había hecho construir en sus tiempos de poderío. En realidad el dueño del local no se llamaba Manolo sino Mohamed, aunque también era conocido por hermano de Juanito, propietario a su vez del restaurante casa Juanito, quien tampoco se llamaba Juanito sino Hassán; laberintos patronímicos, todos ellos, muy propios de una ciudad con múltiples identidades como Melilla. En cuanto a La Amistad, era un sitio popular, con sillas y mesas de plástico y una barra para el tapeo frecuentada por europeos y musulmanes, donde a menudo la gente comía o cenaba de pie. La calidad de su cocina era memorable, a base de pescado y marisco fresco venido de Marruecos, que el propio Manolo —Mohamed— compraba cada mañana en el mercado central. Esa noche, Céspedes y yo tomábamos coquinas, langostinos de Mar Chica, mero troceado, abadejo a la espalda y una botella de Barbadillo frío. Disfrutándolo, claro. Con los caladeros españoles arrasados por los pescadores, era cada vez más difícil encontrar aquello en aguas de la Península.

—Cuando llegó Santiago Fisterra —continuó Céspedes—, casi todo el tráfico importante se hacía en lanchas rápidas. Vino porque ésa era su especialidad, y porque muchos gallegos buscaban instalarse en Ceuta, Melilla y la costa andaluza… Los contactos se hacían aquí o en Marruecos. La zona más transitada eran los catorce kilómetros que hay entre Punta Carnero y Punta Cires, en pleno Estrecho: pequeños traficantes en los ferrys de Ceuta, alijos grandes en yates y pesqueros, planeadoras… El tráfico era tan intenso que a esa zona la llamaban el Bulevar del Hachís.

—¿Y Gibraltar?

—Pues ahí, en el centro de todo —Céspedes señaló el paquete de Winston que tenía cerca, sobre el mantel, y describió con el tenedor un círculo a su alrededor—. Como una araña en su tela. En aquella época era la principal base contrabandista del Mediterráneo occidental… Los ingleses y los llanitos, la población local de la colonia, dejaban las manos libres a las mafias. Invierta aquí, caballero, confíenos su pasta, facilidades financieras y portuarias… El alijo de tabaco se hacía directamente de los almacenes del puerto a las playas de La Línea, mil metros más allá… Bueno, en realidad eso todavía ocurre —señaló otra vez la cajetilla—. Éste es de allí. Libre de impuestos.

—¿Y no te da vergüenza?… Un ex delegado gubernativo defraudando a Tabacalera Eseá.

—No fastidies. Ahora soy un pensionista. ¿Tú sabes cuánto fumo al día?

—¿Y qué hay de Santiago Fisterra?

Céspedes masticó un poco de mero, saboreándolo sin prisas. Luego bebió un sorbo de Barbadillo y me miró.

—Ése no sé si fumaba o no fumaba; pero de alijar tabaco, nada. Un viaje con un cargamento de hachís equivalía a cien de Winston o Marlboro. El hachís era mas rentable.

—Y más peligroso, imagino.

—Mucho más —después de chuparlas minuciosamente, Céspedes alineaba las cabezas de los langostinos en el borde del plato, como si fueran a pasar revista—. Si no tenías bien engrasados a los marroquíes, ibas listo. Fíjate en el pobre Veiga… Pero con los ingleses no había problema: ésos actuaban con su doble moral de costumbre. Mientras las drogas no tocasen suelo británico, ellos se lavaban las manos… Así que los traficantes iban y venían con sus alijos, conocidos de todo el mundo. Y cuando se veían sorprendidos por la Guardia Civil o los aduaneros españoles, corrían a refugiarse en Gibraltar. La única condición era que antes tirasen la carga por la borda.

—¿Así, tan fácil?

—Así. Por el morro —señaló otra vez la cajetilla de tabaco con el tenedor, dándole esta vez un golpecito encima—. A veces los de las lanchas tenían apostados en lo alto de la piedra a cómplices con visores nocturnos y radiotransmisores, monos, los llamaban, para estar al tanto de los aduaneros… Gibraltar era el eje de toda una industria, y se movían millones. Mehanis marroquíes, policías llanitos y españoles… Ahí mojaba todo Dios. Hasta a mí quisieron comprarme —reía entre dientes al recordar, la copa de vino blanco en la mano—… Pero no tuvieron suerte. Por esa época era yo quien compraba a otros.

Después de aquello Céspedes suspiró. Ahora, dijo mientras liquidaba el último langostino, es diferente. En Gibraltar se mueve el dinero de otro modo. Date una vuelta mirando buzones por Main Street y cuenta el número de sociedades fantasma que hay allí. Te mondas. Han descubierto que un paraíso fiscal es más rentable que un nido de piratas, aunque en el fondo sea lo mismo. Y de clientes, calcula: la Costa del Sol es una mina de oro, y las mafias extranjeras se instalan de todas las maneras imaginables. Además, desde Almería a Cádiz las aguas españolas están ahora muy vigiladas por lo de la inmigración ilegal. Y aunque lo del hachís sigue en plena forma, también la coca pega fuerte y los métodos son diferentes… Digamos que se acabaron los tiempos artesanos, o heroicos: las corbatas y los cuellos blancos relevan a los viejos lobos de mar. Todo se descentraliza. Las planeadoras contrabandistas han cambiado de manos, de tácticas y de bases de retaguardia. Son otros pastos.

Dicho todo aquello, Céspedes se echó atrás en la silla, le pidió un café a Manolo-Mohamed y encendió un cigarrillo libre de impuestos. Su cara de viejo tahúr sonreía evocadora, enarcando las cejas. Que me quiten lo que me he reído, parecía decir. Y comprendí que, además de viejos tiempos, el antiguo delegado gubernativo añoraba a cierta clase de hombres.

—El caso —concluyó—, es que cuando Santiago Fisterra apareció por Melilla, el Estrecho estaba en todo lo suyo. Edad golden age, que dirían los llanitos. Ohú. Viajes directos de ida y vuelta, por las bravas. Con dos cojones. Cada noche era un juego del gato y el ratón entre traficantes por una parte y aduaneros, policías y guardias civiles por la otra… A veces se ganaba y a veces se perdía —dio una larga chupada al cigarrillo y sus ojos zorrunos se empequeñecieron, recordando—. Y ahí, huyendo de la sartén para caer en las brasas, es donde fue a meterse Teresa Mendoza.

Cuentan que fue Dris Larbi el que delató a Santiago Fisterra; y que lo hizo pese al coronel Abdelkader Chaib, o tal vez incluso con el conocimiento de éste. Eso resultaba fácil en Marruecos, donde el eslabón más débil eran los contrabandistas que no actuaban protegidos por el dinero o la política: un nombre dicho aquí o allá, algunos billetes cambiando de manos. Y a la policía le iba de perlas para las estadísticas. De todas formas, nadie pudo probar nunca la intervención del rifeño. Cuando planteé el tema —lo había reservado para nuestro último encuentro—, éste se cerró como una ostra y no hubo forma de sacarle una palabra más. Ha sido un placer. Fin de las confidencias, adiós y hasta nunca. Pero Manolo Céspedes, que cuando ocurrieron los hechos todavía era delegado gubernativo en Melilla, sostiene que fue Dris Larbi quien, con intención de alejar al gallego de Teresa, pasó el encargo a sus contactos del otro lado. Por lo general, la consigna era paga y trafica, a tu aire. Iallah bismillah. Con Dios. Eso incluía una vasta red de corrupción que iba desde las montañas donde se cosechaba el cannabis hasta la frontera o la costa marroquí. Los pagos se escalonaban en la proporción adecuada: policías, militares, políticos, altos funcionarios y miembros del Gobierno. A fin de justificarse ante la opinión pública —después de todo, el ministro del Interior marroquí asistía como observador a las reuniones antidroga de la Unión Europea—, gendarmes y militares realizaban periódicas aprehensiones; pero siempre a pequeña escala, deteniendo a quienes no pertenecían a las grandes mafias oficiales, y cuya eliminación no molestaba a nadie. Gente que a menudo era delatada, o apresada, por los mismos contactos que les procuraban el hachís.

El comandante Benamú, del servicio guardacostas de la Gendarmería Real de Marruecos, no tuvo inconveniente en contarme su participación en el episodio de Cala Tramontana. Lo hizo en la terraza del café Hafa, en Tánger, después de que un amigo común, el inspector de policía José Bedmar —veterano de la Brigada Central y ex agente de Información de los tiempos de Céspedes—, se encargara de localizarlo y concertar una cita tras recomendarme mucho por fax y por teléfono. Benamú era un hombre simpático, elegante, con un bigotillo recortado que le daba aspecto de galán latino de los años cincuenta. Vestía de paisano, con chaqueta y camisa blanca sin corbata, y me estuvo hablando media hora en francés, sin pestañear, hasta que, ya con más confianza, pasó a un español casi perfecto. Contaba bien las cosas, con cierto sentido del humor negro, y de vez en cuando señalaba hacia el mar que se extendía ante nuestros ojos bajo el acantilado como si todo hubiera ocurrido allí mismo, frente a la terraza donde él bebía su café y yo mi té con yerbabuena. Cuando ocurrieron los hechos era capitán, puntualizó. Patrulla de rutina con lancha armada —eso de la rutina lo dijo mirando un punto indefinido del horizonte—, contacto radar a poniente de Tres Forcas, procedimiento habitual. Por pura casualidad había otra patrulla en tierra, enlazada por radio —seguía mirando el horizonte cuando pronunció la palabra casualidad—; y entre una y otra, dentro de Cala Tramontana e igual que un pajarito en su nido, una planeadora intrusa en aguas marroquíes, muy pegada a la costa, metiendo a bordo una carga de hachís con una patera abarloada. Voz de alto, foco, bengala iluminante con paracaídas recortando las piedras de isla Charranes sobre el agua lechosa, voces reglamentarias y un par de tiros al aire en plan disuasorio. Por lo visto, la planeadora —baja, larga, fina como una aguja, pintada de negro, motor fueraborda— tenía problemas de arranque, porque tardó en moverse. A la luz del foco y la bengala, Benamú vio dos siluetas a bordo: una en el sitio del piloto, y otra corriendo a popa para soltar el cabo de la patera, donde había otros dos hombres que en ese momento tiraban por la borda los fardos de droga que no había embarcado la planeadora. Rateaba el motor sin llegar a ponerse en marcha; y Benamú —ateniéndose al reglamento, fue el matiz entre dos sorbos de café— ordenó a su marinero de proa que soltara una ráfaga con la 12.7, tirando a dar. Sonó como suenan esas cosas, tacatacatá. Ruidoso, claro. Según Benamú, impresionaba. Otra bengala. Los de la patera alzaron las manos, y en ese momento la lancha se encabritó, levantando espuma con la hélice, y el hombre que estaba de pie a popa cayó al agua. La ametralladora de la patrullera seguía tirando, taca, taca, taca, y los gendarmes de tierra la secundaron tímidamente al principio, pan, pan, y luego con más entusiasmo. Parecía la guerra. La última bengala y el foco alumbraban los rebotes y piques de las balas en el agua, y de pronto la planeadora soltó un rugido más fuerte y salió de estampida en línea recta; de manera que cuando miraron hacia el norte ya se había perdido en la oscuridad. Así que se acercaron a la patera, detuvieron a los ocupantes —dos marroquíes— y pescaron del agua tres fardos de hachís y a un español que tenía una bala del 12.7 en un muslo —Benamú señaló la circunferencia de su taza de café—. Un boquete así. Interrogado mientras se le prestaba la debida atención médica, el español dijo llamarse Veiga y ser marinero de una planeadora contrabandista que patroneaba un tal Santiago Fisterra; y que era ese Fisterra quien se les había escurrido entre las manos en Cala Tramontana. Dejándome tirado, recordaba Benamú oír lamentarse al preso. El comandante también creía recordar que al tal Veiga, juzgado dos años más tarde en Alhucemas, le cayeron quince años en la prisión de Kenitra —al mencionarla me miró como recomendándome que nunca incluyera ese lugar entre mis residencias de verano—, y que había cumplido la mitad. ¿Delación? Benamú repitió esa palabra un par de veces, cual si le resultara completamente ajena; y, mirando de nuevo la extensión azul cobalto que nos separaba de las costas españolas, movió la cabeza. No recordaba nada al respecto. Tampoco había oído hablar nunca de ningún Dris Larbi. La Gendarmería Real tenía un competente servicio de información propio, y su vigilancia costera resultaba altamente eficaz. Como la Guardia Civil de ustedes, apuntó. O más. La de Cala Tramontana había sido una actuación rutinaria, un brillante servicio como tantos otros. La lucha contra el crimen, y todo eso.

Tardó casi un mes en regresar, y lo cierto es que ella no esperaba verlo nunca más. Su fatalismo sinaloense llegó a creerlo ausente para siempre —es de los que no se quedan, había dicho Dris Larbí—, y ella aceptó esa ausencia del mismo modo que ahora aceptaba su reaparición. En los últimos tiempos, Teresa comprendía que el mundo giraba según reglas propias e impenetrables; reglas hechas de albures —en el sentido bromista que en México daban a esa palabra— y azares que incluían apariciones y desapariciones, presencias y ausencias, vidas y muertes. Y lo más que ella podía hacer era asumir esas reglas como suyas, flotar sintiéndose parte de una descomunal broma cósmica mientras era arrastrada por la corriente, braceando para seguir a flote, en vez de agotarse pretendiendo remontarla, o entenderla. De ese modo había llegado a la convicción de que era inútil desesperarse o luchar por nada que no fuese el momento concreto, el acto de inspiración y espiración, los sesenta y cinco latidos por minuto —el ritmo de su corazón siempre había sido lento y regular— que la mantenían viva. Era absurdo gastar energías en disparos contra las sombras, escupiendo al cielo, incomodando a un Dios ocupado en tareas más importantes. En cuanto a sus creencias religiosas —las que había traído consigo desde su tierra y sobrevivían a la rutina de aquella nueva vida—, Teresa seguía yendo a misa los domingos, rezaba mecánicamente sus oraciones antes de dormir, padrenuestro, avemaría, y a veces se sorprendía a sí misma pidiéndole a Cristo o a la Virgencita —un par de veces invocó también al santo Malverde— tal o cual cosa. Por ejemplo, que el Güero Dávila esté en la gloria, amén. Aunque sabía muy bien que, pese a sus buenos deseos, era improbable que el Güero estuviera en la pinche gloria. De fijo ardía en los infiernos, el muy perro, lo mismo que en las canciones de Paquita la del Barrio —¿estás ardiendo, inútil?—. Como el resto de sus oraciones, aquélla la encaraba sin convicción, más por protocolo que por otra cosa. Por costumbre. Aunque tal vez en lo del Güero la palabra era lealtad. En todo caso, lo hacía a la manera de quien eleva una instancia a un ministro poderoso, con pocas esperanzas de ver cumplido su ruego.

No rezaba por Santiago Fisterra. Ni una sola vez. Ni por su bienestar ni por su regreso. Lo mantenía al margen de forma deliberada, negándose a vincularlo de modo oficial a la médula del problema. Nada de repeticiones o dependencias, se había jurado a sí misma. Nunca más. Y sin embargo, la noche en que regresó a su casa y lo encontró sentado en los escalones igual que si se hubieran despedido unas horas antes, sintió un alivio extremo, y una alegría fuerte que la sacudió entre los muslos, en el vientre y en los ojos, y la necesidad de abrir la boca para respirar bien hondo. Fue un momento cortito, y luego se encontró calculando los días exactos que habían transcurrido desde la última vez, echando la cuenta de lo que se empleaba en ir de acá para allá y el regreso, kilómetros y horas de viaje, horarios adecuados para llamadas telefónicas, tiempo que tarda una carta o una tarjeta postal en ir del punto A al punto B. Pensaba en todo eso, aunque no hizo ningún reproche, mientras él la besaba, y entraban en la casa sin pronunciar palabra, e iban al dormitorio. Y seguía pensando en lo mismo cuando él se quedó quieto, tranquilo al fin, aliviado, de bruces sobre ella, y su respiración entrecortada fue apaciguándose contra su cuello.

—Trincaron a Lalo —dijo al fin.

Teresa se quedó aún más quieta. La luz del pasillo recortaba el hombro masculino ante su boca. Lo besó.

—Casi me trincan a mí —añadió Santiago.

Seguía inmóvil, el rostro hundido en el hueco de su cuello. Hablaba muy quedo, y los labios le rozaban la piel con cada palabra. Lentamente, ella le puso los brazos sobre la espalda.

—Cuéntamelo, si quieres.

Negó, moviendo un poco la cabeza, y Teresa no quiso insistir porque sabía que era innecesario. Que iba a hacerlo cuando se sintiera más tranquilo, si ella mantenía la misma actitud y el mismo silencio. Y así fue. Al poco rato, él empezó a contar. No a la manera de un relato, sino a trazos cortos semejantes a imágenes, o a recuerdos. En realidad recordaba en voz alta, comprendió. Quizá en todo aquel tiempo era la primera vez que hablaba de eso.

Y así supo, y así pudo imaginar. Y sobre todo entendió que la vida gasta bromas pesadas a la gente, y que esas bromas se encadenan de forma misteriosa con otras que le ocurren a gente distinta, y que una misma podía verse en el centro del absurdo entramado como una mosca en una tela de araña. De ese modo escuchó una historia que ya le era conocida antes de conocerla, en la que sólo cambiaban lugares y personajes, o apenas cambiaban siquiera; y decidió que Sinaloa no estaba tan lejos como ella había creído. También vio el foco de la patrullera marroquí quebrando la noche como un escalofrío, la bengala blanca en el aire, la cara de Lalo Veiga con la boca abierta por el estupor y el miedo al gritar: la mora, la mora. Y entre el inútil ronroneo del motor de arranque, la silueta de Lalo en la claridad del reflector mientras corría a popa a largar el cabo de la patera, los primeros disparos, fogonazos junto al foco, salpicaduras en el agua, zumbidos de balas, ziaaang, ziaaang, y los otros resplandores de tiros por el lado de tierra. Y de pronto el motor rugiendo a toda potencia, la proa de la planeadora levantándose hacia las estrellas, y más balazos, y el grito de Lalo cayendo por la borda: el grito y los gritos, espera, Santiago, espera, no me dejes, Santiago, Santiago, Santiago. Y luego el tronar del motor a toda potencia y la última mirada sobre el hombro para ver a Lalo quedándose atrás en el agua, encuadrado en el cono de luz de la patrullera, alzado un brazo para asirse inútilmente a la planeadora que corre, salta, se aleja golpeando con su pantoque la marejada en sombras.

Teresa escuchaba todo eso mientras el hombre desnudo e inmóvil sobre ella seguía rozándole la piel del cuello al mover los labios, sin levantar el rostro y sin mirarla. O sin dejar que ella lo mirase a él.

Los gallos. El canto del muecín. Otra vez la hora sucia y gris, indecisa entre noche y día. Esta vez tampoco Santiago dormía; por su respiración supo que continuaba despierto. Todo el resto de la noche lo había sentido removerse a su lado, estremeciéndose cuando caía en un sueño breve, tan inquieto que despertaba en seguida. Teresa permanecía boca arriba, reprimiendo el deseo de levantarse o de fumar, abiertos los ojos, mirando primero la oscuridad del techo y luego la mancha gris que reptaba desde afuera como una babosa maligna.

—Quiero que vengas conmigo —murmuró él, de pronto.

Ella estaba absorta en los latidos de su propio corazón: cada amanecer le parecía más lento que nunca, semejante a esos animales que duermen durante el invierno. Un día voy a morir a esta misma hora, pensó. Me matará esa luz sucia que siempre acude a la cita.

—Sí —dijo.

Aquel mismo día, Teresa buscó en su bolso la foto que conservaba de Sinaloa: ella bajo el brazo protector del Güero Dávila, mirando asombrada el mundo sin adivinar lo que acechaba en él. Estuvo así un buen rato, y al fin fue al lavabo y se contempló en el espejo, con la foto en la mano. Comparándose. Después, con cuidado y muy despacio, la rasgó en dos, guardó el trozo en el que estaba ella y encendió un cigarrillo. Con el mismo fósforo aplicó la llama a una punta de la otra mitad y se quedó inmóvil, el cigarrillo entre los dedos, viéndola chisporrotear y consumirse. La sonrisa del Güero fue lo último en desaparecer, y se dijo que eso era muy propio de él: burlarse de todo hasta el final, valiéndole madres. Lo mismo entre las llamas de la Cessna que entre las llamas de la pinche foto.