Empezó a anochecer en la Frontera, tiñendo las brumas de rojo, rosa, violeta y naranja.
La playa estaba vacía, a excepción de la estatua de piedra que permanecía allí de pie, contemplando el Reino de los Muertos. Incluso el Emperador había marchado al fin, aunque nadie sabía adónde. No había regresado a Palacio y lo estaban buscando, porque se lo necesitaba para iniciar las ceremonias por su difunta esposa.
Una palmera bastante alta, delgada y grácil, situada en el lugar donde la vegetación terminaba para dar paso a la arena, se sacudió, desperezándose, y lanzó un cavernoso bostezo.
—¡Cielos! —manifestó la palmera, irritada—. Estoy totalmente entumecida. No debería haberme quedado dormida de pie. Y me he pasado todo el día al sol. ¡Lo más probable es que me haya estropeado el cutis!
Con un estremecimiento de sus hojas, la palmera cambió de forma, transformándose en un joven barbudo de edad indefinida, ataviado con un llamativo traje compuesto por unos pantalones muy ajustados sobre medias de seda y una chaqueta de terciopelo que le bajaba hasta las rodillas. La chaqueta, adornada con plumas de avestruz, se abría al frente para mostrar el chaleco que hacía juego, decorado también a su vez con plumas de avestruz. De los puños adornados con plumas surgía una cascada de encajes y otra más le brotaba alrededor del cuello. Todo el conjunto era a rayas anchas de colores naranja amarronado y rojo oscuro.
—Perfecto para el funeral. Lo llamaré Descenso a los Infiernos —dijo Simkin, haciendo aparecer un espejo y examinándose en él con mirada crítica. Centró la atención en la nariz—. ¡Ja!, me he quemado en serio. Ahora me saldrán pecas —e hizo desaparecer el espejo con un fastidiado gesto de irritación.
Introduciendo las manos en unos bolsillos que aparecieron en el momento en que colocó las manos en ellos, revoloteó melancólico por la playa.
—A lo mejor cubriré todo mi cuerpo de lunares —informó a la vacía playa.
Flotando por la arena, se detuvo junto a la estatua del catalista y descendió lentamente hasta quedar frente a ella.
—¡Vaya! —exclamó Simkin al cabo de un instante, profundamente emocionado—. ¡Me siento impresionado! ¡Un parecido notable! Calva incluida y todo.
Alejándose de la estatua, Simkin clavó la mirada en las brumas del Más Allá. Éstas empezaban a pintarse de negro, desvaneciéndose sus brillantes colores a medida que el moribundo crepúsculo iba dando paso a la noche. Deslizándose y enroscándose sobre la orilla, parecían avanzar un poco más cada vez, como una marea ascendente. Simkin las contempló, sonriendo para sí, y acariciándose la barba.
—Ahora es cuando el juego empieza en serio —musitó.
Hizo aparecer el pañuelo de seda naranja en el aire y lo ató alrededor del pétreo cuello de Saryon. Luego, canturreando para sí, Simkin desapareció en el atardecer, dejando la estatua sobre la silenciosa orilla en medio de aquella horrible soledad, con el pañuelo naranja revoloteando en su cuello como un estandarte: una diminuta llama en la creciente oscuridad.