El Corredor volvió a abrirse, esta vez en el centro mismo del círculo de catalistas.
Saryon salió de él, llevando la Espada Arcana en los brazos, sujetándola con la misma torpeza y cautela con que un padre sujeta a su hijo recién nacido. El Cardinal pareció sentirse escandalizado por el hecho de llevar un arma diabólica a una ceremonia tan solemne, por lo que miró a su Patriarca en busca de instrucciones.
Poniéndose en pie, el Patriarca Vanya dijo con voz severa:
—Se ha decretado que el Diácono Saryon permanezca junto al Verdugo manteniendo la Espada Arcana alzada en el aire, de modo que lo último que vean los ojos de este muchacho sea el engendro diabólico que él mismo ha creado.
El Cardinal inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Se oyeron murmullos entre los catalistas, una violación de la disciplina que fue rápidamente acallada por un indignado siseo del sacerdote. Todo quedó silencioso de nuevo, tan silencioso que el susurro del viento al deslizarse sobre la arena resultaba perfectamente audible para cada uno de los presentes, aunque sólo Saryon comprendiera sus palabras, porque había oído al viento llorar hacía mucho tiempo.
—El Príncipe está Muerto…
El Corredor se abrió por última vez, y por él se vio salir hacia la playa al prisionero, flanqueado por dos Duuk–tsarith. Joram mantenía la cabeza hundida en el pecho, la negra cabellera cayéndole despeinada sobre el rostro y se veía obligado a moverse con lentitud y prudencia, porque los anillos de fuego seguían rodeándole los brazos y la parte superior del cuerpo. Unos feos verdugones enrojecidos y llenos de ampollas se destacaban claramente sobre su piel. Rápidamente corrió el rumor entre los invitados de la tribuna de que el muchacho había hecho un último intento furioso y estúpido de huir de su destino.
Pero debía de haber aprendido la lección, porque ahora parecía atontado por la desesperación, sin ver nada, sin importarle nada. Los Duuk–tsarith guiaron sus tambaleantes pasos hasta la rueda dibujada en la arena y lo situaron en el mismo centro de ella. El muchacho se movía mecánicamente; no quedaba un ápice de voluntad en su cuerpo. El Patriarca sintió que su mirada iba irresistiblemente del joven al cadáver de su madre. El parecido resultaba inquietante. Vanya se vio obligado a desviar la mirada, mientras sentía un escalofrío que hizo estremecerse las bolsas de grasa que formaban su cuello.
El prisionero era ahora responsabilidad del Verdugo. El brujo hizo un sutil gesto con la mano y los Duuk–tsarith que custodiaban al joven se dispusieron a marchar.
—¡Joram! —sollozó una voz entrecortada desde fuera del círculo—. ¡Joram! Te…
Las palabras se vieron rotas por un estrangulado sollozo.
Joram levantó la cabeza, vio quién había pronunciado su nombre y se volvió para mirar al Verdugo.
—Sacadla. ¡Haced que se la lleven! —exclamó furioso en voz baja.
Los ojos le ardían con un sombrío brillo mortecino. Tensó los músculos de los brazos espasmódicamente, cerró las manos con fuerza y los Duuk–tsarith permanecieron cerca de él.
—Dejadme hablar con él —pidió Saryon.
—¡No quiero oír vuestras palabras, catalista! —le espetó Joram—. ¡No deseo nada para mí! —Alzó la voz; había en ella un siniestro tinte de locura, y los Duuk–tsarith se le acercaron aún más—. ¡Llevaos a la muchacha! ¡Es inocente! Lleváosla u os juro por Almin que gritaré la verdad hasta que mi boca se convierta en piedra. ¡Ahhh!
El muchacho lanzó un aullido de dolor, cuando los llameantes anillos se cerraron sobre él, quemándole la carne.
—¡Por favor! —suplicó Saryon, desesperado.
La encapuchada cabeza del Verdugo se movió ligeramente. Hizo un gesto con la mano y los Duuk–tsarith retrocedieron. Saryon se volvió, dejó caer la Espada Arcana sobre la arena a los pies del Verdugo y avanzó dificultosamente por la arena en dirección a Joram. El joven lo miraba con una expresión de amargo odio en los ojos. Cuando Saryon estuvo cerca, Joram le escupió a los zapatos, obligando a Saryon a encogerse sobre sí mismo, como si lo hubieran abofeteado.
—Lo primero que voy a hacer será llamar «padre» al Emperador —masculló Joram—. ¡Podéis decírselo, traidor! A menos que la liberen…
—Joram, ¿no te das cuenta? —replicó Saryon en voz baja—. ¡Es por eso por lo que ella está aquí! Para asegurar tu silencio. Se me ha encargado que te diga que, si hablas, ella sufrirá el mismo destino que tu mad…, que Anja. Se la arrojará fuera del seno de su familia y será expulsada de la ciudad.
Saryon vio arder violentamente el fuego que anidaba en el alma de Joram y, por un momento, creyó que aquel fuego consumiría todo lo que de noble y bueno había en el muchacho.
«¿Qué puedo decir? —pensó el catalista con frenesí—. Los tópicos no van a salvarlo ahora. Sólo la verdad. Sin embargo, puede precipitarlo en el abismo y arrastrará a la muchacha con él».
—Te avisé, hijo mío —dijo Saryon, escudriñando sus ardientes ojos—. Te avisé del sufrimiento que le provocarías a ella, a todos nosotros. No quisiste escucharme. Tu vida ha estado siempre tan concentrada en tu propio dolor, que nunca has tenido en cuenta el dolor que pudieran sentir los otros. Siente ahora ese dolor, Joram. Siéntelo y mímalo, porque será lo último que sentirás en esta tierra. Ese dolor será tu salvación. Cómo desearía —el catalista inclinó la cabeza— que fuera la mía.
Por un momento, no hubo más que silencio, interrumpido únicamente por el murmullo del viento sobre la arena y la agitada respiración de Joram. Entonces Saryon oyó que la respiración del muchacho se volvía entrecortada y levantó los ojos rápidamente. La llama que ardía en los ojos de Joram pareció vacilar y luego, ahogada en lágrimas, se extinguió. Un sollozo estremeció su cuerpo, los hombros se alzaron incontrolables y Joram cayó de rodillas en la arena.
—¡Ayudadme, Padre! —Se ahogaba en sus propias lágrimas—. ¡Estoy asustado! ¡Muy asustado!
—¡Quitadlos! —les ordenó Saryon a los Duuk–tsarith, señalando los anillos de fuego con un gesto furioso.
Indecisos, los brujos miraron al Verdugo, que asintió imperioso. El tiempo se estaba agotando.
Los ardientes anillos se desvanecieron y Saryon se arrodilló junto a Joram, rodeándolo con sus brazos. El fornido cuerpo se quedó rígido por un instante y luego se relajó. Hundiendo la cabeza en el hombro del catalista, Joram cerró los ojos, los cerró para no ver al Verdugo ataviado con sus grises vestiduras, para no ver la larga hilera de Vigilantes de pie sobre la arena, para no ver el cadáver de su madre contemplando, sin saberlo, cómo a su hijo Muerto se lo forzaba a una vida eterna. No podía soportarlo. El temor que lo había atormentado durante la larga oscuridad nocturna se apoderó por completo de él.
Permanecer allí de pie, para siempre, año tras año, soportando el paso del tiempo, vigilante siempre, recordando eternamente, sin encontrar jamás el descanso…
—¡Ayudadme!
—¡Hijo mío! —Saryon acunó aquel cuerpo quemado y angustiado, acariciándole la larga cabellera negra—. ¡Porque eres hijo mío! Fui yo quien te dio vida —murmuró—. ¡Y ahora volveré a darte vida de nuevo!
Los brazos del catalista se cerraron con fuerza alrededor del muchacho.
—¡Estate preparado! —murmuró Saryon al oído de Joram con repentina intensidad.
Unas manos sujetaron a Saryon; los Duuk–tsarith tiraron de él apartándolo. Luego, asiendo a Joram, lo obligaron a ponerse en pie y lo colocaron de nuevo en el centro de lo que originalmente había sido una rueda de nueve brazos dibujada en la arena y que ahora no era más que una forma confusa. Situándose a los costados del joven, los Duuk–tsarith sujetaron los brazos de Joram con fuerza preparándolo para la Transformación.
Joram se tragó las lágrimas e ignoró a los Señores de la Guerra. Clavó los ojos en el catalista con asombro y vio una insólita expresión de firmeza y resolución en el macilento rostro de Saryon mientras, lentamente y con aparente mala gana y repugnancia, levantaba del suelo la Espada Arcana introducida en la funda. La sostuvo en el aire frente a sí, asiéndola por debajo de la empuñadura.
Joram, que lo observaba atentamente, vio que con un rápido tirón de la mano, Saryon sacaba la espada de la funda. El muchacho miró veloz a su alrededor para asegurarse de que nadie se había dado cuenta. Todos los ojos estaban fijos en el Verdugo. Joram se puso en tensión, preparándose, aunque no tenía la menor idea de cuál podría ser el plan de Saryon.
Oyó los sollozos de Gwendolyn; oyó a los catalistas iniciando sus plegarias, extrayendo la Vida del mundo. Tomándose de la mano, los catalistas empezaron a concentrar sus energías en el Verdugo. Joram oyó que el Verdugo empezaba a salmodiar unas palabras, pero alejó aquel sonido de su mente. Se volvió sordo a todo sonido, de la misma forma que había cerrado los ojos al mundo momentos antes. Se concentró en Saryon con toda su alma, con todo su ser; sabía que si se lo permitía, el miedo volvería a apoderarse nuevamente de él y ya no lo abandonaría.
El Patriarca Vanya se incorporó pesadamente, una vez más. Con una voz fuerte y sonora, que se elevó por encima de los cánticos, las oraciones y el silbido del viento, leyó los cargos.
—Joram… —Ante el desconcierto de algunos, prescindió de toda mención a los padres y lanzó una inquieta mirada de reojo al Emperador, a quien se vio sonreír ligeramente—, eres un hombre Muerto que anda entre los Vivos. Se te acusa de haber quitado la vida a dos ciudadanos de Thimhallan. Además, y lo que es aún más atroz, se te acusa de haberte aliado con los Hechiceros de las Artes Arcanas y de haber creado, cuando vivías con ellos, un arma diabólica que es una abominación en este mundo. Un tribunal de catalistas te ha encontrado culpable de estos cargos.
»Su sentencia es que seas Convertido en Piedra y se te coloque aquí en la Frontera de nuestro mundo, como eterna advertencia para aquellos que puedan sentirse tentados a seguir los mismos senderos tenebrosos que tú has seguido. Lo último que verán tus ojos será esta arma demoníaca que tú mismo has forjado. Cuando todo haya terminado, se te grabará en el pecho el símbolo de esas horribles artes en cuya trampa has caído. Ojalá Almin permita en los largos años venideros, que te arrepientas de tus crímenes y encuentres el perdón ante Sus ojos.
»Que Él se apiade de tu alma. Verdugo, cumplid con vuestra obligación.
Joram oyó aquellas palabras y por un instante se vio obligado a luchar consigo mismo, sintiéndose invadir por la cólera de tal forma que pareció como si la verdad fuera a surgir al exterior. Deseaba borrar aquellas expresiones mojigatas de los rostros de los que lo rodeaban, deseaba verlos sudorosos y pálidos. Posó la mirada en el Emperador, su padre, y una insensata esperanza se alzó en su pecho.
«¡Él me apoyará! —pensó el muchacho—. Sabe quién soy, por eso está aquí. ¡Ha venido a salvarme!»
La mirada de Joram se desplazó bruscamente, como atraída por alguna palabra que sólo él podía oír. Clavó de nuevo los ojos en los ojos sin vida de su madre; el cuerpo permanecía inmóvil, los ojos inmutables en aquella piel translúcida. Joram comprendió entonces, y lanzó un suspiro. Su mirada volvió de nuevo al Emperador. Su padre no lo miraba a él, sino a través de él, sin dar señales de reconocerlo. En su rostro no había más que aquella extraña y triste sonrisa que había aparecido cuando Vanya había omitido el obligado nombre de la familia en su declaración.
«Tú eres mi hijo. —Las palabras del catalista resonaron en sus oídos—. Yo te di vida».
Los cánticos del Verdugo se hicieron más fuertes. El Señor de la Guerra alzó las manos.
Saryon se situó a la izquierda del brujo, tal como se enseña a los catalistas que deben hacer cuando toman parte en una batalla con sus magos. Lentamente, Saryon levantó la Espada Arcana con ambas manos sujetándola por debajo de la empuñadura.
Los ojos fijos en el catalista, Joram se dio cuenta de que Saryon no sujetaba la espada en sí, sino la funda. El pulso se le aceleró, los músculos se le pusieron en tensión. Tuvo que hacer un supremo esfuerzo para mantenerse inmóvil en el centro de la rueda, casi borrada ya, que había en la arena bajo sus pies. Mantuvo la mirada fija en Saryon y en la espada. Los Duuk–tsarith se apartaron de él, retirándose a ambos extremos del círculo de catalistas.
Joram se quedó solo sobre la arena.
Dando un fuerte grito, ahogado en parte por la capucha, el Verdugo solicitó Vida. Cada uno de los catalistas, con la cabeza inclinada en señal de respeto, concentró toda su energía en el Señor de la Guerra, extrayendo magia del mundo. Abriendo sus conductos, enviaron un flujo de Vida al cuerpo del mago; toda aquella energía concentrada era tan potente que la magia era claramente visible: una llama azulada se arremolinó alrededor de los cuerpos y de las manos entrelazadas de los catalistas. Resplandeciente como un relámpago azul, saltó de los catalistas al cuerpo del Verdugo.
Repleto de energía, el brujo apuntó a Joram con ambas manos. A través de sus próximas palabras lanzaría el conjuro y la Transformación daría comienzo.
El Verdugo retuvo el aliento. La capucha gris se estremeció. Pronunció la primera sílaba de la primera palabra y, en ese momento, Saryon se arrojó hacia adelante, interponiéndose el cuerpo del catalista entre el Verdugo y Joram. Una luz azulada surgió de la mano del brujo yendo a chocar contra Saryon. Emitiendo un grito de dolor, el catalista intentó dar un paso, pero no pudo moverse.
Sus pies y tobillos se habían convertido en sólida piedra blanca.
—¡Hijo mío! —exclamó Saryon, su mirada siempre fija en Joram—. ¡La espada!
Con sus últimas fuerzas, mientras la terrible y fría parálisis empezaba a subirle ya por las rodillas, Saryon arrojó el arma.
La Espada Arcada cayó a los pies de Joram. Pero parecía como si el muchacho también se hubiera convertido en piedra; no podía hacer otra cosa que mirar a Saryon, aturdido y horrorizado.
—¡Joram, huye! —gritó Saryon con voz angustiada, retorciéndose, víctima de un dolor insoportable, sus pies paralizados sobre la arena.
Unas sombras negras vislumbradas con el rabillo del ojo hicieron salir a Joram de su ensimismamiento. La furia y el dolor lo impelieron a moverse. Agachándose, sacó la espada de su funda con un rápido movimiento y se volvió para enfrentarse a sus enemigos.
Recordando las enseñanzas de Garald, Joram balanceó la espada frente a él, con la intención en un principio de mantener a raya a los Duuk–tsarith hasta que pudiera retroceder y examinar la situación. Pero no había contado con el propio poder de la espada.
La Espada Arcana se encontró en una atmósfera cargada de magia mientras la Vida fluía de los catalistas al Verdugo. Sedienta de esa Vida, la espada empezó a absorber la magia. El arco de luz azulada saltó, llameante, del Verdugo a la espada. Los catalistas lanzaron un grito de temor y muchos de ellos intentaron cerrar los conductos. Pero ya era demasiado tarde. La Espada Arcana obtenía más poder a cada segundo que pasaba y mantuvo los conductos abiertos, absorbiendo la Vida de todo y de todos los que la rodeaban.
Abalanzándose para detener a Joram, chisporroteando conjuros en las puntas de sus dedos, los Señores de la Guerra vieron que una radiante luz azul surgía del interior de una profunda oscuridad. Una esfera de energía pura los golpeó con la fuerza de una estrella que se desintegrase y las enlutadas figuras se desintegraron con una cegadora explosión de luz.
La Espada Arcana zumbaba triunfante en las manos de Joram. Una luz azul se extendía de su hoja a todo el cuerpo del muchacho, envolviéndolo como una llameante enredadera. Aturdido por la tremenda explosión y la repentina desaparición de sus enemigos, Joram se quedó mirando la espada con incredulidad e incertidumbre. Entonces se dio cuenta del tremendo poder que poseía. ¡Con aquello podía conquistar el mundo! ¡Con aquello era invencible!
Dando un grito de júbilo, Joram giró sobre sí mismo para enfrentarse al Verdugo…
… y vio a Saryon.
El hechizo había sido lanzado. El poder de la Espada Arcana no podía ni alterarlo, ni cambiarlo, ni tampoco detenerlo.
Los pies, las piernas y la parte inferior del cuerpo de Saryon eran ya de piedra blanca, sólida e inamovible. La fría y penetrante parálisis seguía avanzando; Joram podía verla congelando la carne del catalista ante sus ojos, subiendo desde las ingles a la cintura.
—¡No! —gritó Joram con voz hueca, bajando la espada.
El Dkarn–duuk estaba gritando algo. El Patriarca Vanya rugía como un animal herido. Joram tuvo la vaga impresión de unos Corredores que se abrían, de figuras enlutadas que surgían de ellos como hormigas. Pero eso era todo lo que representaban para él: insectos, nada más.
Dando un salto hacia adelante, Joram sujetó los brazos de Saryon. Suplicante, el catalista levantó las manos con un terrible esfuerzo.
—¡Huye! —Saryon consiguió pronunciar aquella única palabra antes de que el diafragma se le petrificara, dejándolo sin voz.
«Huye», le suplicaron los ojos del hombre a través de una sombra de dolor.
La cólera se apoderó de Joram. Avanzando con dificultad por la arena, se detuvo ante el Verdugo. La Espada Arcana despedía una luz azulada, absorbiendo sin cesar la Vida de todo lo que la rodeaba, y el Verdugo estaba caído en el suelo apoyado sobre una rodilla. El hechizo se le había llevado gran parte de sus fuerzas y la Espada Arcana le estaba quitando el resto. No obstante, consiguió alzar la encapuchada cabeza y miró a Joram con indiferencia.
—¡Anula el hechizo! —exigió Joram, levantando la espada—, ¡o por Almin que te juro que te separaré la cabeza del tronco!
—¡Haz lo que quieras! —contestó el brujo con voz débil—. Una vez que se ha lanzado el hechizo no hay forma de anularlo. ¡Ni siquiera el poder de esa arma diabólica puede cambiar eso!
Cegado por las lágrimas, Joram levantó aún más la espada para llevar a cabo su amenaza. El Señor de la Guerra aguardó, demasiado exhausto para moverse, mirando a su asesino a los ojos con inexorable coraje.
Joram se detuvo, apartando los ojos de su enemigo para mirar en derredor suyo. La mayoría de los catalistas habían caído de rodillas agotados; algunos habían perdido el conocimiento y yacían, inmóviles, sobre la arena. Los Duuk–tsarith deambulaban por la periferia del roto círculo de sacerdotes caídos, sin saber qué hacer. Todos habían sentido cómo les era absorbida la Vida en el mismo instante de salir del Corredor, y ninguno se atrevía a acercarse a Joram mientras la espada conservara su terrible poder.
El miedo se reflejaba claramente en el enrojecido rostro de Vanya y en los atemorizados ojos del príncipe Lauryen. Joram se dio cuenta de ello, y sonrió con una amarga sonrisa que oscurecía su rostro. Nadie podía detenerlo ahora y lo sabían. La Espada Arcana podía abrir los Corredores por la fuerza, llevarlo a cualquier parte del mundo, y lo habrían vuelto a perder una vez más.
Oyó un sonido a su espalda, apenas audible a pesar del silencio de muerte que lo rodeaba. Era un suspiro, el último aliento que se escapaba de unos pulmones que se acababan de solidificar convirtiéndose en piedra.
Joram bajó la espada súbitamente. Haciendo caso omiso del Verdugo, en cuyos ojos vio aparecer una repentina aunque perpleja expresión de alivio; ignorando a los Duuk–tsarith, que esperaban con los músculos en tensión el momento oportuno, Joram se volvió de espaldas a ellos y avanzó lentamente por las movedizas arenas. Deteniéndose ante el catalista, vio que todo su cuerpo se había convertido ya en piedra; la única parte viva de su cuerpo que quedaba era el cuello y la cabeza. Levantando una mano, Joram tocó su cálida mejilla, acariciándola suavemente, sintiendo cómo se iba enfriando bajo sus dedos mientras lo hacía.
—Ahora comprendo lo que debo hacer, Padre —dijo Joram en voz baja, recogiendo la funda que yacía en la arena a los pétreos pies del catalista.
Levantó la Espada Arcana, y la deslizó en el interior de su funda, colocándola lenta y respetuosamente entre las manos extendidas del catalista.
Una lágrima corrió por el rostro de Saryon y entonces los ojos se le quedaron en blanco, paralizados. El hechizo se había completado. Desde los pies hasta la cabeza, todo aquel cuerpo palpitante se había convertido en sólida y fría roca; pero la expresión que había quedado grabada para siempre en aquel rostro de piedra era de una suprema paz, los labios ligeramente separados en una última plegaria de agradecimiento lanzada por su alma.
Confortado por aquella mirada, Joram apoyó la cabeza por un instante sobre el pétreo pecho.
—Otorgadme un poco de vuestra entereza, Padre —musitó.
Luego se apartó de la estatua, mirando desafiante los rostros pálidos y atemorizados que lo observaban.
—¡Decís que estoy Muerto! —gritó.
Posó la mirada en la Emperatriz. Privado de la magia que le daba al cadáver una apariencia de vida, el cuerpo de la mujer yacía hecho un ovillo a los pies de su esposo, quien ni una sola vez había bajado los ojos hacia él. También él parecía un cadáver, a juzgar por la expresión sin vida de su rostro.
Joram apartó la mirada, dirigiéndola hacia el cielo azul. El sol se había liberado de las brumas de la muerte y resplandecía sobre el mundo con serena y despreocupada dicha. El muchacho suspiró, y aquél fue como un eco del último suspiro de Saryon.
—Pero sois vosotros los que habéis muerto —dijo en voz baja, con pena—. Es este mundo el que está muerto. Nada tenéis que temer de mí.
Volviéndose de espaldas, se alejó de la estatua de piedra y avanzó por la arena con lenta determinación. Pudo escuchar la repentina conmoción que se producía a su espalda al ponerse de nuevo en acción los Señores de la Guerra, perdido su miedo a la espada que descansaba, oscura y sin vida, en las congeladas manos del catalista. Pero Joram no aceleró el paso. Almin andaba junto a él, ningún mortal podía tocarlo.
—¡Detenedle!
La voz del Patriarca Vanya estaba enronquecida por el terror, ya que se había dado cuenta de pronto de las intenciones de Joram.
El Dkarn–duuk saltó fuera de la tribuna, con el rostro contorsionado por la cólera.
—¡Detenedlo, cueste lo que cueste! —aulló el brujo, su roja túnica arremolinándose a su alrededor como aguas ensangrentadas.
Los enlutados Duuk–tsarith lanzaron sus hechizos, pero muchos de ellos habían quedado debilitados por el poder de la Espada Arcana; o a lo mejor quedaba aún algún vestigio de aquel poder en su amo, puesto que ningún hechizo mágico rozó ni detuvo a Joram. Ni siquiera volvió la cabeza para mirar a su espalda, sino que continuó andando, mientras un viento helado le echaba hacia atrás la negra y larga cabellera. Algunos jirones de niebla se estiraron hacia él, enroscándosele alrededor de los pies, pero Joram siguió adelante.
No obstante, un sonido consiguió hacerlo vacilar. Era una voz de mujer, y lo llamaba no suplicante o apenada sino enamorada.
—¡Joram! —gritó—. ¡Espera!
Horrorizado, el padre de Gwendolyn intentó rodear a su hija con los brazos, pero éstos se cerraron en el vacío. Se había desvanecido. Algunos de los que lo vieron dicen que, en aquel momento, tuvieron una momentánea visión de un vestido blanco y vieron al sol centellear sobre la dorada cabellera antes de que fuera engullida por las brumas.
Joram siguió andando. Las brumas del Más Allá se arremolinaron a su alrededor y se perdió de vista completamente. La niebla parecía hervir, arrastrándose espumeante como una inmensa ola de color gris perla para irse a estrellar en completo silencio contra la arenosa orilla que señalaba el extremo del mundo.
Una enorme confusión se apoderó de los que permanecían en la playa. El Patriarca Vanya lanzó un grito estrangulado, se llevó ambas manos al cuello y cayó hacia adelante, sin sentido.
El Dkarn–duuk, al ver que se le escapaba la presa, corrió hacia la estatua de piedra e intentó apoderarse de la Espada Arcana. Pero el petrificado catalista la sujetaba con fuerza. Alguna propiedad del metal, quizás, había hecho que se soldara a las manos de la estatua; o a lo mejor era la funda, ya que las runas grabadas en ella brillaban con una extraña luz plateada. Fuera lo que fuese, el príncipe Lauryen no pudo moverla.
Lord Samuels corrió enloquecido por la orilla, clamando por su hija. Por fin, se acercó a los Duuk–tsarith, suplicándoles su ayuda, pero las enlutadas figuras se limitaron a mirarlo con lástima y, soltándose de aquellas manos que se aferraban a cada uno de ellos por turno, se introdujeron en los Corredores, regresando a sus obligaciones dentro del mundo.
Los catalistas se ayudaron entre ellos para incorporarse, los más fuertes ayudando a los más débiles. Luego, dando traspiés por la arena, se encaminaron hacia los Corredores que los llevarían de vuelta a casa, de vuelta a El Manantial. Y si alguno de ellos por casualidad posaba la mirada en la estatua de piedra de Saryon se apresuraba a desviarla inmediatamente.
El Verdugo se puso en pie con lentitud y se acercó cojeando hasta El Dkarn–duuk. El brujo continuaba contemplando con ansia la Espada Arcana, que las manos petrificadas de la estatua del catalista sujetaban con fuerza.
—¿Debo darle el mismo tamaño que al resto, mi señor? —preguntó el Verdugo, dirigiendo los ojos hacia los otros Vigilantes, que medían nueve metros de altura.
—¡No! —gruñó el príncipe, con los ojos relucientes—. ¡Tiene que haber algún modo de recuperar esa maldita espada! —Alargó las manos para tocarla—. Algún modo… —murmuró.
Los Corredores se abrían y desaparecían con rapidez. El Theldara se llevó al afectado Patriarca a El Manantial. El cuerpo de la Emperatriz fue conducido a Palacio envuelto en una blanca sábana de hilo. El Dkarn–duuk, rodeado de Duuk–tsarith y acompañado por el Verdugo, regresó a cualquiera que fuese el siniestro y recóndito lugar donde habitaban los de su Orden, para iniciar un frenético estudio de las propiedades de la piedra–oscura. Lord Samuels, medio loco de dolor, regresó a su casa para comunicar la noticia de la terrible pérdida a su esposa.
Pronto, no quedó en la playa más que el Emperador. Nadie le había dirigido una sola palabra. Habían retirado el cuerpo de su esposa del lugar donde yacía a sus pies, y él ni siquiera había bajado los ojos para mirarlo. Permanecía de pie, inmóvil como si también él fuera de piedra, mirando fijamente la espesa niebla, con aquella extraña y triste sonrisa pintada en los labios.
Joram se había ido al Más Allá, y el viento, silbando por entre las dunas, susurró:
—El Príncipe está Muerto… El Príncipe está Muerto.