Un sonido ahogado surgió de El Pulgar de Merlyn.
—Sí, Vanya —continuó el príncipe Lauryen—, conozco la existencia de la Profecía. Los Duuk–tsarith son leales…, leales al estado. Cuando quedó claro para el Jefe de su Orden que yo soy ahora el estado, la bruja me lo reveló todo. Sí, te sientes confundido, ¿verdad, sobrino? Hasta ahora todo resultaba muy fácil de comprender. Escucha cuidadosamente, porque voy a pronunciar la Profecía que hasta ahora sólo conocían el Patriarca Vanya y la Duuk–tsarith.
Con voz suave, El Dkarn–duuk pronunció las palabras que, a partir de aquel momento, sonarían cada noche en los oídos de Dulchase.
—Nacerá de la Casa Real alguien que está muerto y que no obstante vivirá, que morirá de nuevo y volverá a vivir. Y cuando regrese, en su mano llevará la destrucción del mundo…
El príncipe Lauryen se quedó en silencio, la mirada fija en Joram. El muchacho estaba lívido, la sangre había huido de sus gruesos labios; pero la expresión de su rostro sombrío no se alteró, ni pronunció una sola palabra.
—¡Por eso es por lo que te he traicionado, hijo mío!
Las palabras que hasta entonces había reprimido surgieron de la garganta de Saryon como sangre que brotase de un corazón herido.
—¡No tenía elección! ¡Su Divinidad me hizo comprender! ¡El destino del mundo estaba en mis manos! —Retorciéndose las manos, Saryon miró suplicante a Joram.
«¿Qué será lo que espera conseguir Saryon? —se preguntó Dulchase, lleno de compasión—. ¿Perdón? ¿Comprensión? —Dulchase miró el rostro severo de Joram—. No —añadió para sí el anciano Diácono—, sin duda, no lo encontrará en ese oscuro abismo».
Pero, por un momento, pareció como si fuera a hallarlo. Los ojos de Joram parpadearon, los apretados labios temblaron; el muchacho volvió la cabeza ligeramente hacia el catalista, que lo miraba con patética vehemencia. Pero su orgullo, un orgullo que había nacido con él y que la locura había fomentado, hizo retroceder las lágrimas y reprimió aquel impulso. Desvió aún más el rostro de Saryon, quien suspiró y se desplomó de nuevo en la silla, y mantuvo su atención fija en El Dkarn–duuk.
—Continuaré —dijo el príncipe con una nota de impaciencia en la voz—, si no hay más interrupciones. Supongo que ahora comprenderás por qué no se podía permitir que el Príncipe muriera. Tenía que vivir, o de lo contrario la Profecía se cumpliría, y, sin embargo, todos debían creerlo muerto, ya que era inconcebible que un Emperador Muerto ocupase un día el trono de Merilon.
»¿Te das cuenta del dilema al que se enfrentaba Vanya, sobrino? —El príncipe Lauryen extendió las manos y miró a la concurrencia con una sarcástica expresión—. No sé qué pensaba hacer contigo, Joram. ¿Qué planeabais, Patriarca? ¿Nos lo queréis decir?
No recibió respuesta. Todo lo que se oyó fue la fatigosa respiración del Patriarca.
El Dkarn–duuk se encogió de hombros.
—No es importante. Probablemente planeaba tenerte encerrado en alguna celda secreta en el interior de El Manantial, donde habrías vivido prisionero hasta que hubiera dado con una solución. ¡Ah! Parece que no estoy muy lejos de la verdad.
Dulchase lanzó una rápida mirada a Vanya y vio que la barbilla de éste se crispaba nerviosamente.
—Fuera cual fuese su plan, no salió bien. No había dejado ningún centinela a propósito, ya que pensaba bajar a la Cámara por la noche sin ser visto y llevarse al Príncipe a otro lugar más seguro. ¡Imagina su horror, sobrino, cuando al regresar a la Cámara se encontró con que el bebé había desaparecido!
Dulchase sí podía imaginarlo. Un hormigueo le recorría la calva cabeza y notaba los pies helados.
—Nuestro Patriarca, siempre racional, no se dejó dominar por el pánico. Tras efectuar una discreta investigación, consiguió obtener alguna pista de lo que había sucedido. Una mujer llamada Anja había dado a luz a un niño muerto. Cuando la Theldara se lo dijo a la madre y le mostró el niño muerto, Anja se volvió loca, negándose a entregar el cadáver. La Theldara envió a buscar a los Duuk–tsarith para que le arrebataran a la criatura, lo cual lograron con sus artes mágicas, dejando a Anja aparentemente sosegada. Pero ella los engañó. He oído decir, sobrino, que eres un experto en el arte de la prestidigitación y de la ilusión óptica y que estas habilidades te las enseñó esa mujer que tú creías tu madre. Eso no me sorprende. Era muy hábil en ese arte, como se deduce por el hecho de que engañara a los Duuk–tsarith, una gente a la que no se la engaña con facilidad.
»El Patriarca Vanya no pudo averiguar nada con seguridad, desde luego, pero dedujo, y estoy de acuerdo con él, que la mujer huyó de su habitación y vagó por El Manantial, buscando la salida. Por casualidad, fue a parar a la Cámara de los Muertos. Allí se encontró con un bebé, ¡un bebé vivo! Anja se apoderó del niño y escapó de El Manantial durante la noche. Cuando Vanya descubrió lo que había sucedido, la hábil maga ya había tenido tiempo de cubrir bien sus huellas.
»Así que, sobrino mío, durante años el Patriarca Vanya ha vivido sabiendo que en algún lugar de este mundo vivías tú, el Príncipe de Merilon, y, sin embargo, por mucho que lo intentase, no podía encontrarte. A los únicos a quienes se les había dado a conocer este secreto era a los Duuk–tsarith de más alta graduación, quienes, desde luego, lo ayudaban en la búsqueda. Todos los informes sobre Muertos vivientes eran comprobados cuidadosamente, según me han dicho. El primero que pareció concordar fuiste tú, Joram, que les diste a conocer tu existencia cuando mataste al capataz. La descripción de tu madre correspondía con la de Anja; tu edad era la justa.
»Pero Vanya no podía estar seguro. Afortunadamente, le facilitaste las cosas al Patriarca cuando huiste al País del Destierro. Uno de los mejores Duuk–tsarith, un Señor de la Guerra llamado Blachloch, ya estaba allí, llevando a cabo una operación encubierta con los Hechiceros. Se avisó al Patriarca de que ibas hacia allí. A sus hombres no les costó ningún trabajo encontrarte y quedaste bajo su vigilancia.
»No obstante, el Patriarca se encontraba una vez más en un dilema. No se atrevía a encerrarte en El Manantial, donde, según se dice, “las paredes tienen oídos y lengua”. Tenía demasiados enemigos dispuestos a ocupar su lugar, así que decidió que también sería seguro mantenerte en el País del Destierro bajo los ojos vigilantes no sólo del Señor de la Guerra sino también de un catalista. —El Dkarn–duuk indicó con un gesto la encogida figura de Saryon—. Pero Vanya no había contado con que descubrieses piedra–oscura. Parecía, sobrino, como si la Profecía se fuera cumpliendo lenta e inexorablemente. Estabas, o será mejor decir estás, volviéndote peligroso.
El príncipe Lauryen se quedó silencioso, perdido al parecer en sus propios pensamientos. Vanya permanecía sentado, deslizando los dedos arriba y abajo del brazo del sillón, mirando fijamente a El Dkarn–duuk con la misma expresión con que un jugador derrotado contempla a su oponente, intentando calcular cuál será su siguiente movimiento. En cuanto a Joram, la severa máscara de orgullo empezaba a resbalar de su rostro; y el cansancio y la sorpresa recibida le daban un aspecto atontado. Miraba al vacío con ojos vidriosos. Saryon, por su parte, parecía estar ahogándose en su propia desgracia. Dulchase sintió una gran lástima por el muchacho, pero no parecía que pudiera hacer gran cosa por él.
Al anciano Diácono le dolía la cabeza; temblaba de tal manera de frío y de excitación, que mantenía los dientes firmemente apretados para evitar que le castañeteasen. Se sentía enfadado, también. Enfadado por haber sido arrastrado a aquella situación absurda y ridícula. No sabía a quién creer. En realidad, no creía a ninguno de ellos. Desde luego, tenía que admitir que algunas cosas eran verdad; el muchacho era obviamente el hijo del Emperador…, aquellos ojos y aquella cabellera no podían mentir. Pero ¿existía realmente una Profecía sobre la destrucción del mundo? En la historia de la humanidad ha existido siempre un profeta u otro que ha anunciado su fin. El Diácono no sabía de dónde había salido aquella Profecía; pero no le era difícil adivinarlo. Cualquier anciano que se haya pasado un año alimentándose de insectos y de miel tiene una visión en la que ve el fin del mundo. Probablemente todo sea debido al estreñimiento. Pero, ahora, cientos de años más tarde, aquello le iba a costar la vida a aquel joven.
Olvidando toda prudencia, Dulchase lanzó un disgustado bufido, y el ruido atravesó la tensa atmósfera como si fuera un trueno. Todos los presentes en la habitación dieron un respingo y todos los ojos —incluidos los ojos fríos y sin expresión de El Dkarn–duuk— se volvieron hacia el anciano.
—Estoy resfriado —murmuró Dulchase, secándose la nariz ostensiblemente con la manga de la túnica.
Para alivio suyo, el Patriarca Vanya aprovechó la ruptura de la tensa atmósfera para cambiar de postura su enorme mole.
—¿Cómo lo habéis descubierto? —volvió a preguntar al príncipe Lauryen.
El brujo sonrió.
—Todavía seguís intentando salvar el pellejo, ¿verdad, Eminencia? No os culpo. Recubre una gran cantidad de grasa que sin duda daría lugar a un espectáculo repugnante si empezara a rezumar ante la mirada de todos. ¿Quién más lo sabe? Seguro que os lo estáis preguntando. ¿Están estas personas en condiciones de ocupar vuestro puesto? ¿Estoy yo en condiciones de ponerlos ahí?
La tez de Vanya adoptó un color cetrino. Intentó replicar, pero el príncipe lo detuvo alzando una delgada mano.
—Se acabaron las fanfarronadas. Podéis relajaros, de hecho, Patriarca. Podría reemplazaros, pero creo que no me conviene, siempre, claro está, que vos y yo nos pongamos de acuerdo en dar una solución definitiva a nuestros problemas. Pero ya lo discutiremos más adelante. Ahora, quiero responder a vuestra pregunta. Un caballero perteneciente a la clase media alta me vino a ver ayer por la noche. El pobre hombre estaba trastornado por la desaparición de su hija.
Joram, entonces, levantó la cabeza con ojos relampagueantes.
El príncipe Lauryen apartó la vista inmediatamente del, en apariencia, apaciguado Patriarca para mirar al muchacho sentado a su lado.
—Sí, sobrino; suponía que eso podría hacerte hervir la sangre.
—¡Gwendolyn! —exclamó Joram con la voz rota—. ¿Dónde está? ¡Qué le habéis hecho! ¡Por Almin! —Cerró el puño con fuerza—. Si le habéis hecho daño…
—¿Hacerle daño? —El Dkarn–duuk no se inmutó; pero en su voz apareció un ligero tono de censura—. No creerás que tenemos tan poco sentido común, Joram. ¿Qué obtendríamos con hacerle daño a esa muchacha cuyo único crimen ha sido tener la desgracia de enamorarse profundamente de ti?
El príncipe se volvió de nuevo hacia el Patriarca.
—Lord Samuels vino a verme a Palacio anoche a petición mía. Estaba enterado, desde luego, de que los Duuk–tsarith buscaban al muchacho con un celo que yo consideré poco corriente. Naturalmente yo sentía curiosidad por conocer el motivo, y lord Samuels estaba ansioso por contestar mis preguntas. Me contó todo lo que sabía de Joram y de la extraña declaración de la Theldara. Había varias preguntas sin respuesta que picaron mi curiosidad. ¿Por qué había desaparecido el informe sobre Anja? ¿Por qué insistir en que había sido robado un niño de la sala donde estaban las criaturas abandonadas y los huérfanos, cuando resultaba obvio que no había sido así?
»Envié a buscar inmediatamente a la jefa de los Duuk–tsarith. En un principio no parecía muy dispuesta a hablar; pero tras explicarle todo lo que ya sabía y después de hacer hincapié en las ventajas de hablar comparadas con los inconvenientes que podría acarrearle permanecer callada y leal a alguien que no merecía su lealtad —el príncipe Lauryen recalcó sus últimas palabras, provocando de nuevo la cólera del Patriarca—, decidió cooperar y me contó todo lo que deseaba saber. No tienes de qué preocuparte, sobrino. Tu joven enamorada está de nuevo en el seno de su familia, derramando, sin duda, abundantes lágrimas por tu captura. Tiene que sufrir aún una nueva prueba, que aunque dolorosa es necesaria. Se dice que, en el mundo antiguo, era costumbre cortar un miembro enfermo para salvar el cuerpo. Es joven. Se recuperará de sus heridas, especialmente cuando descubra que aquel a quien amaba es un hombre Muerto al que se ha declarado culpable de la muerte de dos ciudadanos del reino y de mezclarse con las Artes Arcanas.
El color iba regresando al abotargado rostro del Patriarca Vanya. Carraspeó, aclarándose la garganta.
—Sí, Eminencia —continuó el príncipe Lauryen, con una sonrisa burlona asomando a sus labios delgados—. Guardaré vuestro secreto. Es mejor para el pueblo que así sea. Hay, no obstante, una condición.
—La Emperatriz —dijo Vanya.
—Exactamente.
—Mañana se dará a conocer su fallecimiento —repuso el Patriarca, tragando saliva—. Hace mucho tiempo que nos estamos aconsejando que se haga así —los ojos de Vanya se posaron en los dos catalistas presentes—, ya que es muy justo que se le dé a esa pobre alma el eterno descanso que busca. Pero el Emperador se opuso a nuestro deseo. ¿No hay la menor duda —el Patriarca miró al príncipe Lauryen con ojos inquietos— de que el Emperador ha perdido el juicio?
—Ninguna —respondió el otro con voz seca.
El Patriarca asintió aliviado y se humedeció los labios con la lengua.
—Hay otro pequeño asunto —siguió el príncipe.
El rostro de Vanya se ensombreció.
—¿Qué es? —preguntó con suspicacia.
—La Espada Arcana… —empezó a decir el brujo.
—¡Nadie tocará esa arma diabólica! —rugió Vanya, enrojeciendo. Las venas parecieron a punto de estallarle en las sienes; el rostro empezó a hincharse hasta casi ocultar sus ojos bajo las arrugas—. ¡Ni siquiera vos, Dkarn–duuk! Estará presente en la Ceremonia como prueba de la culpabilidad de este muchacho. ¡Luego regresará a El Manantial, donde quedará encerrada bajo llave para siempre!
No había duda, a juzgar por el tono de voz del Patriarca, de que el príncipe Lauryen, al cultivar el suelo de un campo recién arado, se había tropezado de repente con una roca gigantesca. Conseguiría moverla, pero le llevaría mucho tiempo y paciencia; por el momento era mucho mejor rodearla. Encogiéndose de hombros, se inclinó en señal de asentimiento.
—Tenéis mi espada, pero ¿qué va a pasar conmigo? —exigió Joram en voz baja y altanera. Torció el gesto con una amarga sonrisa—. Parece que tenéis un auténtico dilema entre manos. Si me matáis, haréis que se cumpla la Profecía, y, sin embargo, no podéis permitiros dejarme vivir. Se han cometido ya demasiados «errores». Encerradme en la mazmorra más lóbrega y profunda y no habrá una sola noche en la que podáis dormir tranquilo sin preguntaros si no habré conseguido, de una forma u otra, escapar.
—A cada minuto que pasa siento cómo mi cariño por ti aumenta, querido sobrino —dijo el príncipe Lauryen, suspirando y poniéndose en pie—. Me temo que tu destino está en las manos de los catalistas, ya que significas una amenaza para el reino. Y no tengo la menor duda de que el Patriarca Vanya ha encontrado, por fin, una solución a este espinoso problema. Mi trabajo aquí ha concluido. Eminencia —El Dkarn–duuk hizo una ligera reverencia—. Reverendos Hermanos —se despidió inclinando la cabeza a Saryon, que miraba a Vanya con los ojos desorbitados por el terror, y de Dulchase, quien se removió inquieto en su asiento, rehusando encontrarse con la mirada del príncipe.
Echándose sobre la cabeza la roja capucha de su voluminosa túnica, El Dkarn–duuk se volvió finalmente hacia Joram.
—Levántate y despídete de mí, sobrino —dijo.
A regañadientes, echando hacia atrás la negra cabellera con un gesto de desafío, el joven obedeció. Se puso en pie, pero no hizo ningún otro movimiento. Cruzó las manos a la espalda y se quedó mirando al frente, clavando los ojos en la oscuridad de la vacía Sala.
Adelantándose, el príncipe Lauryen sujetó al joven por los hombros con sus delgadas manos. Joram se echó hacia atrás e intentó, instintivamente, soltarse de las manos del brujo; pero se contuvo, demasiado orgulloso para forcejear.
Con una sonrisa, El Dkarn–duuk se inclinó sobre el muchacho y colocando la encapuchada cabeza junto a la mejilla de Joram, lo besó, primero en la mejilla izquierda y luego en la derecha. El muchacho no pudo reprimir una vacilación; se encogió de modo visible, sintiendo repugnancia por el contacto de aquellos labios helados. Consiguió soltarse con una violenta sacudida y empezó a frotarse los desnudos brazos como si quisiera librarse de aquel contacto.
Un Corredor se abrió detrás del príncipe Lauryen. Entrando en él, el brujo se desvaneció. Con él desapareció también la luz que había traído y la mayor parte de la Sala se hundió en la oscuridad, exceptuando el débil y fantasmal resplandor que emanaba del Pozo de la Vida, situado en el centro, y la violenta y potente luz que surgía de detrás del trono del Patriarca.
Vanya empezaba a serenarse, aunque evidentemente aún se sentía trastornado. Obedeciendo a un gesto del Patriarca, el joven Duuk–tsarith surgió de entre las sombras. Pronunció una palabra y, de nuevo, Joram se vio rodeado por los tres anillos de fuego, cuya llameante luz proyectaba un extraño resplandor en la profunda oscuridad de la Sala. El Patriarca se quedó mirando al muchacho en silencio, aspirando ruidosamente por la nariz.
—Divinidad —empezó Saryon, alzándose lenta y trabajosamente de su asiento—, prometisteis que no lo matarían. —El catalista juntó las temblorosas manos ante sí, implorante—. Me jurasteis por la sangre de Almin…
—Arrodíllate, Hermano Saryon —dijo el Patriarca Vanya, severo—, ¡y ruégale a Él por tu propia redención!
—¡No! —exclamó Saryon, abalanzándose hacia el Patriarca.
Poniéndose en pie con dificultad, Vanya levantó su enorme mole del trono y, apartando al catalista de un empujón, avanzó hasta detenerse frente al muchacho. Joram lo contempló sin decir palabra, con una triste sonrisa en los labios.
—Joram, hijo de… —empezó a decir Vanya. Pero se detuvo, confuso. La sonrisa apenas esbozada del muchacho se ensanchó convirtiéndose en una orgullosa sonrisa de triunfo. El Patriarca se puso lívido de cólera—. ¡Tienes razón, muchacho! —gritó con voz temblorosa—. No nos atrevemos a dejarte vivir. No nos atrevemos a dejarte morir. Puesto que has vivido Muerto entre los Vivos, ahora te aguarda la Muerte en vida.
Dulchase se puso en pie de un salto, sintiendo una terrible opresión en la garganta. Quiso gritar: «¡No! ¡No seré cómplice de todo esto!».
Intentó hablar, pero de su garganta no surgió ningún sonido. Por una vez, la lengua le había fallado. Lo había atrapado hábilmente. Sabía demasiado. Iría a Zith–el, donde había un zoo notable…
Saryon lanzó un grito angustiado, dejándose caer de rodillas al suelo, delante del trono de piedra de Vanya.
El Patriarca no prestó la más mínima atención a ninguno de los catalistas. Joram dirigió la mirada hacia el infeliz Saryon, pero era una mirada fría e implacable y volvió a fijarla casi al instante en el Patriarca.
—Joram. Habiéndosete encontrado culpable de todos los cargos presentados contra ti por tres catalistas tal y como prescribe la ley de Thimhallan, por la presente te sentencio a sufrir la Transformación. Al alba, serás conducido a la Frontera, donde tu carne será convertida en piedra mientras que a tu alma se la dejará vivir en el interior de tu cuerpo para que reflexiones sobre tus crímenes. Permanecerás para siempre en la Frontera como Vigilante, muerto pero vivo, con la mirada fija en el Más Allá para toda la eternidad.