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—Sobrino… —saludó el príncipe Lauryen.

Inclinó ligeramente ante Joram la cabeza cubierta por la roja capucha en un irónico saludo y fue a detenerse frente al trono del Patriarca.

Ahora la Sala estaba brillantemente iluminada. A una orden del poderoso brujo, hicieron su aparición gran número de esferas luminosas, que despedían una luz amarilla y cálida sobre todos los reunidos. El Patriarca ya no podía esconder el rostro entre las sombras; ahora quedaba claramente visible y todos pudieron comprender la verdad.

Dulchase se llevó una mano al corazón.

«Otro sobresalto como éste y no lo contaré —se dijo—. De hecho, un sobresalto más podría matar a varios de nosotros».

El Patriarca había intentado negarlo a grandes voces, pero la fulminante mirada de El Dkarn–duuk congeló las palabras en sus labios. Al contrario que Saryon, que se había encogido de tal manera que casi había desaparecido de la vista, el Patriarca pareció hincharse. El pálido rostro aparecía moteado de manchas rojas y gruesas gotas de sudor le perlaban la frente. Permanecía recostado en su asiento, respirando con dificultad, el enorme estómago subiendo y bajando pesadamente, mientras con las manos tironeaba nervioso de su roja túnica. No dijo nada, limitándose a mirar al brujo con atención. El príncipe le devolvió la mirada, las manos cruzadas ante él, con porte tranquilo y sereno. Sin embargo, se estaba librando una batalla mental entre ambos; el aire crepitaba con los mudos ataques y contraataques, cada uno intentando calcular cuánto sabía el otro y qué uso podía hacer de ello.

De pie entre los ardientes anillos, la pieza por la que ambos luchaban, Joram aparecía tan desconcertado que estuvo a punto de hacer que Dulchase prorrumpiera en carcajadas. De hecho, el anciano Diácono fue incapaz de reprimir una nerviosa risita ahogada, pero, dándose cuenta de que la tensión lo empezaba a poner histérico, consiguió transformar la risita en una ruidosa tos, que provocó que el joven Duuk–tsarith que vigilaba al prisionero le lanzara una penetrante mirada.

Dulchase supo ahora dónde había visto aquellos ojos, aquella regia inclinación de la cabeza, aquella mirada autoritaria. El muchacho era el vivo retrato de su madre. Joram vio la verdad con toda claridad en el rostro de Vanya, igual que la vieron todos los presentes en la Sala, pero lentamente desvió la mirada hacia Saryon como si esperara su confirmación. El catalista había permanecido acurrucado en su asiento, con la cabeza entre las manos, desde la llegada, evidentemente inesperada y nada deseada, de El Dkarn–duuk. Ahora, al darse cuenta de que los pensamientos del muchacho se dirigían hacia él, Saryon alzó el macilento rostro y miró directamente a aquellos ojos sombríos e interrogantes.

—Es verdad, Joram —dijo en voz baja, hablando como si él y el muchacho fueran los únicos ocupantes de la habitación—. ¡Lo sé desde hace… tanto tiempo! ¡Tanto tiempo!

Rompió a llorar, sacudiendo la cabeza, las manos temblando por la emoción.

—¡No lo comprendo! —La voz de Joram sonaba velada, ahogada—. ¿Cómo? ¿Por qué no me dijisteis la verdad? ¡En nombre de Almin! —Lanzó un amargo juramento en voz baja—. ¡Confiaba en vos!

Saryon lanzó un gemido, balanceándose hacia delante y hacia atrás en la fría silla de piedra.

—¡Lo hice por tu bien, Joram! ¡Debes creerme! Es… estaba equivocado —titubeó, lanzando una mirada a Vanya—. Pero hice lo que creía que era mejor. Tú no puedes comprenderlo —finalizó algo violentamente—. Hay más cosas…

—Desde luego que las hay, sobrino —dijo el príncipe Lauryen de repente, girando sobre sí mismo con tal rapidez que su túnica relució a su alrededor como una llama. Echándose hacia atrás la roja capucha con sus delgadas manos, el Señor de la Guerra se enfrentó a Joram, mientras observaba su rostro con interés—. Te pareces a nuestra familia, a tu madre y a mí, y es por eso por lo que te has metido en este lío. Si hubiera corrido por tus venas la sangre aguada de ese idiota que es tu padre, te habrías hundido en la oscuridad y el anonimato y te hubieras sentido feliz cuidando zanahorias en ese pueblo donde te criaste.

Con un gesto de la mano, El Dkarn–duuk hizo desaparecer los llameantes anillos que rodeaban al joven. Joram se tambaleó. Debilitado por la tensión y el agotamiento, estuvo a punto de caer al suelo. Pero se sobrepuso inmediatamente y se irguió de nuevo.

«Se mantiene sólo gracias a su orgullo», pensó Dulchase con admiración, y esta misma admiración se reflejaba también en el rostro del príncipe Lauryen, quien lanzó una mirada arrogante al Patriarca Vanya.

—El muchacho está agotado. Seguramente ha permanecido en prisión desde que se lo capturó anoche.

El Patriarca asintió con la cabeza, pero no respondió.

—¿Has comido algo? —preguntó El Dkarn–duuk, volviéndose de nuevo hacia Joram.

—No necesito nada —respondió el muchacho.

El príncipe Lauryen esbozó una sonrisa.

—Claro que no, pero deberías sentarte. Vamos a estar aquí algún tiempo. —Una vez más, miró al Patriarca—. Creo que no estarían de más algunas explicaciones.

El Patriarca Vanya se echó hacia adelante en su asiento, mientras su moteado rostro empezaba a recuperar algo de su color original.

—¡Quiero saber cómo lo habéis descubierto! —exclamó con voz ronca, sus rechonchas manos sujetando con fuerza los brazos del sillón—. ¡Quiero conocer todo lo que sabéis!

—Paciencia —repuso El Dkarn–duuk.

Con un gesto de la mano hizo surgir del suelo dos nuevos sillones de piedra; luego, cortés, invitó a Joram a que se sentase. El joven lanzó una suspicaz mirada al sillón; después dirigió la misma mirada suspicaz a su tío. El príncipe asumió la sospecha con una sonrisa de sus delgados labios, sin negarla ni aceptarla. Una vez más volvió a indicarle que se sentara, y Joram se sentó de pronto, como si su debilitado cuerpo hubiera tomado la decisión por él.

El Dkarn–duuk tomó asiento, entonces, junto al muchacho, flotando elegantemente hasta el sillón. Adoptó la posición de sentarse, pero permaneció en el aire, a un centímetro del asiento. Dulchase no estaba seguro si lo hacía por comodidad o para hacer alarde de sus poderes mágicos. De lo que sí estaba convencido el anciano Diácono era de que ya tenía suficiente.

Poniéndose en pie con un fuerte crujido de huesos, Dulchase se volvió hacia el Patriarca, manteniendo una mano humildemente sobre el pecho.

—Eminencia —dijo el catalista, y se sintió secretamente satisfecho al observar que el príncipe Lauryen daba un respingo—, soy un hombre anciano. He vivido sesenta años pacíficamente, encontrando consuelo a lo que podría considerarse una vida tediosa en la observación de las interminables locuras que cometen mis semejantes. Mi lengua ha sido siempre mi perdición, lo admito con toda franqueza. En muchas ocasiones me fue totalmente imposible abstenerme de criticar tales locuras, y debido a ello he continuado siendo Diácono, y estaré contento de morir como Diácono, os lo aseguro. Lo que sucede es que no quiero morir como Diácono antes de hora, si es que me comprendéis.

El Dkarn–duuk parecía disfrutar con aquello. Contemplaba a Dulchase por el rabillo del ojo, bailándole una burlona sonrisa en los finos labios. El Patriarca, por su parte, lo miraba furioso. Pero Dulchase disfrutaba de la cómoda situación de saber que su superior estaba en un apuro mucho peor del que él podría conocer nunca, y por lo tanto siguió hablando.

—Sufro pesadillas, Eminencia —dijo con sencillez—. Pero por naturaleza las olvido inmediatamente en cuanto se hace de día. En estos momentos estoy padeciendo una de esas pesadillas, Divinidad. Es algo horrible y preveo que aún empeorará más. —Se inclinó humildemente, llevándose una mano al corazón—. Si me excusáis, regresaré a mi cama y me despertaré antes de que eso suceda. Estoy seguro de que en mi viejo cerebro no quedará el más leve rastro de esto. No sois más que fantasías de mi mente y, como a tales, os deseo buenas noches. Eminencia —se inclinó de nuevo ante el Patriarca—. Alteza —se inclinó también ante El Dkarn–duuk—. Alteza Real —se inclinó aún más profundamente ante Joram, quien lo miraba, según observó Dulchase, con una media sonrisa muy particular, una sonrisa apenas perceptible en sus labios pero que dio un nuevo brillo a sus oscuros ojos.

Dulchase se estremeció. «Sí —se dijo, suspirando profundamente—, debo irme».

Dándose la vuelta, avanzó un paso en dirección a la escalera situada al otro extremo de la Sala. Aquella escalera que serpenteaba montaña arriba lo conduciría de nuevo a su confortable celda.

Pero la voz del príncipe Lauryen lo detuvo.

—Os comprendo, Diácono. Realmente os comprendo —dijo el Señor de la Guerra, imperturbable—. Pero es demasiado tarde para acabar con este sueño. Además, esto sigue siendo un juicio. Se necesita vuestro veredicto. —Aunque estaba de espaldas a él, Dulchase se dio cuenta de que El Dkarn–duuk estaba mirando a Vanya—. Y necesito testigos. Por lo tanto, os ruego que os despertéis y nos acompañéis.

Dulchase consideró la posibilidad de hacer un último intento para escapar. Empezó a abrir la boca, pero vio que los ojos del brujo se entrecerraban de forma apenas perceptible.

—Sí, mi señor —asintió Dulchase sin ningún entusiasmo, dejándose caer de nuevo en su asiento.

—Bien, ¿por dónde empezamos? —El príncipe Lauryen juntó las puntas de los dedos con delicadeza, golpeándose ligeramente los finos labios con ellas—. Hay varios interrogantes sobre el tablero. Vos, Divinidad —había ahora una sutil ironía en su voz—, exigís conocer todo lo que sé y cómo lo he descubierto. Tú, sobrino —la ironía apareció de nuevo—, has preguntado con toda sencillez «¿cómo?», queriendo decir, presumo, «cómo es que estás aquí cuando el mundo y la mayoría de los que habitan en este lugar creen inocentemente que estás muerto». Con el debido respeto, Divinidad —el Patriarca se mordió el labio, porque el sarcasmo de El Dkarn–duuk lo llenaba de una rabia sorda que no se atrevía a demostrar—, contestaré primero a la pregunta de mi sobrino. Él es, después de todo, mi soberano.

El príncipe Lauryen se inclinó ante Joram, bajando la mirada respetuosamente; se encontró al levantarla con que Joram lo miraba frunciendo el entrecejo, amenazador.

—No —respondió el Señor de la Guerra—, no me estoy burlando de ti, muchacho. Nada más lejos de mi intención. Hablo muy en serio, terriblemente en serio, te lo aseguro. —Los finos labios ya no sonreían—. Verás, Joram, los derechos de sucesión al trono de Merilon pasan a través de la Emperatriz, pero, lamentablemente, tu madre nos ha abandonado para ir al Más Allá, al reino de los muertos. —El Dkarn–duuk pronunció aquella palabra con gran énfasis, observando cómo todos los que lo rodeaban se encogían involuntariamente en sus asientos—. Una dolorosa tragedia que pronto pasará a ser de dominio público. —Lanzó una mirada a Vanya, que aspiraba con fuerza por la nariz, y echaba chispas por los ojos, poseído de una furia impotente—. Tú, Joram, eres ahora el Emperador de Merilon. —Suspiró sonriente—. Disfruta tu mandato mientras puedas. No durará mucho tiempo. Sabes que, como hermano de Su Difunta Majestad, yo soy el siguiente en la línea de sucesión después de ti.

La expresión de Joram se suavizó y se le avivó la mirada.

«Se ha dado cuenta —pensó Dulchase, escondiendo la cabeza en la mano al tiempo que apoyaba el codo sobre el brazo del sillón, perdida toda esperanza—. En nombre de Almin, es un asesinato, y…»

Un gemido ahogado que provenía de Saryon le indicó que también él lo había comprendido.

—No —empezó a decir sin fuerzas—, ¡no podéis! No…

—¡Callad! —le espetó el príncipe con frialdad—. Ya no sois útil, viejo títere. Habéis representado vuestro papel muy estúpidamente, pero no ha sido, en muchos aspectos, culpa vuestra. Aquel que tiraba de vuestros hilos no hizo más que estropearlo todo.

»Y ahora, sobrino, contestaré a tus preguntas en beneficio tuyo y de aquellos que van a juzgarte y a decidir tu destino.

Dulchase suspiró profundamente y deseó con todo su corazón encontrarse en el fondo del Pozo Sagrado.

—Toda la información que voy a revelar —continuó El Dkarn–duuk— la he conseguido interrogando a mucha gente esta noche. El Patriarca me corregirá, estoy seguro, si me equivoco en algo.

»Hace dieciocho años, Su Divinidad, el Patriarca del Reino, cometió un error. Fue tan sólo un pequeño error. —El Señor de la Guerra agitó la mano reprobador—. Extravió un niño. Pero ese error iba a resultar desastroso para él. El niño extraviado no era un niño corriente. Aquel niño era el Príncipe Muerto de Merilon. Tres de vosotros…; no, me equivoco —el príncipe Lauryen le dedicó una desagradable sonrisa a Joram—, cuatro de vosotros estuvisteis presentes durante la ceremonia en la que se declaró al bebé, a ti, muchacho, oficialmente Muerto. Tu padre, el Emperador, te volvió la espalda, pero tu madre, mi hermana, se negó a entregarte. Se arrodilló junto a tu cuna, derramando lágrimas de cristal. Esas lágrimas se hicieron pedazos al caer sobre tu cuerpo y te produjeron varios cortes.

Joram, muy pálido ahora, se llevó una mano al pecho desnudo, mientras Dulchase cerraba los ojos, recordando, al ver las blancas cicatrices.

—Gracias a la intervención del Emperador, se pudo convencer finalmente a la Emperatriz de que entregara el niño al Patriarca Vanya, quien debía llevarse a la criatura a El Manantial y celebrar la Vigilia. Algunos días después se comunicó a Palacio que el cuerpo físico del niño había fallecido. Todo el mundo lamentó esa muerte, excepto yo, desde luego. No es nada personal…

El Dkarn–duuk le hizo a Joram un gesto con la cabeza, que éste le devolvió, con una expresión de siniestro regocijo.

—Me gustas, sobrino —aprobó el príncipe—. Es una lástima. Bien, ¿dónde estaba? ¡Ah, sí! El error de Vanya.

El Patriarca emitió una especie de silbido, que sonó como aire caliente escapándose de una burbuja mágica.

Ignorándolo, Lauryen continuó su relato.

—Su Divinidad llevó al niño a El Manantial. El Jefe de la Guardia de Palacio lo acompañó, para que hubiera un testigo. Vanya llevó al bebé a la Cámara de los Muertos y lo depositó sobre una losa de piedra. Eso fue antes de que empezaran a nacer más y más niños Muertos entre las familias de Merilon. El Príncipe era, por lo tanto, la única criatura de la Cámara. Fue entonces cuando Vanya cometió una estupidez, sobrino. Abandonó al niño allí sin dejar a nadie de guardia. ¿Por qué? Eso quedará aclarado dentro de un momento. Paciencia. «Todo llega para aquel que sabe esperar», como dice el viejo adagio.

Con un gesto, el príncipe Lauryen hizo aparecer una esfera de agua en el aire y tomó algunos sorbos de ella, mientras ésta flotaba obedientemente junto a su boca. Reinaba tal silencio en la habitación, que se podía oír con toda claridad cada vez que tragaba un sorbo de agua.

—¿Un trago, mi soberano?

Joram negó con la cabeza, sin apartar los ojos ni un momento del rostro del Señor de la Guerra. El Dkarn–duuk no ofreció agua a los catalistas, limitándose a hacer desaparecer la esfera en el aire con una palabra mágica.

—El bebé se quedó solo, sin vigilancia. Oh, desde luego eso es comprensible. Nunca se ha montado guardia ante esas Cámaras, ocultas en los últimos confines de la montaña sagrada. ¿Y qué había que proteger allí? ¿A un niño al que se había abandonado para que muriera? ¡Ah, no! —La fría voz del príncipe Lauryen experimentó un sutil cambio; sonó con un tono siniestro, que provocó un escalofrío en todos los que lo escuchaban—. ¡A un niño al que se había dejado allí para que viviera!