____ 09 ____

El Diácono Dulchase se despertó de su profundo sueño dando un bufido de irritación y girando sobre sí mismo en un intento por librarse de la mano que lo sacudía por un hombro.

—Así que llego tarde a los Rezos Matutinos —refunfuñó, hundiéndose aún más en el colchón y enterrando el rostro en la almohada—. Pues decidle a Almin que empiece sin mí.

—¡Diácono! —llamó apremiante una voz autoritaria, sin dejar de hostigar al sacerdote—. Despertaos. El Patriarca Vanya quiere veros.

—¡Vanya! —repitió Dulchase con incredulidad. El anciano y perenne Diácono surgió de las profundidades de su confortable sueño, parpadeando bajo la esfera luminosa que flotaba cerca de la enlutada figura que se inclinaba sobre él—. ¡Un Duuk–tsarith! —murmuró por lo bajo, intentando poner en funcionamiento su adormilado cerebro.

La repentina oleada de temor provocada por la visión del Señor de la Guerra le fue de gran ayuda, aunque para cuando Dulchase consiguió sacar las piernas de debajo de las mantas y poner los pies en el suelo, el temor había sido reemplazado por un cínico regocijo.

—Me han cogido esta vez —reflexionó, buscando a tientas con una mano la túnica que había arrojado a los pies de la cama—. ¿Por qué habrá sido? Indudablemente debe de ser por aquel comentario que hice sobre la Emperatriz durante la fiesta de anoche. Ah, Dulchase. ¡A tu edad ya podrías haber aprendido!

Suspirando, empezó a vestirse la túnica, pero lo detuvo la fría mano del Señor de la Guerra que se erguía ante él, el rostro oculto bajo la negra capucha.

—¿Qué pasa ahora? —saltó Dulchase, diciéndose que ya no tenía nada que perder—. ¿No es suficiente con que Su Divinidad decida imponerme un castigo en plena noche? ¿Me he de presentar desnudo ante él, también?

—Debéis vestir ropas de ceremonia —salmodió el Duuk–tsarith—. Están aquí.

Así era; al levantar los ojos, Dulchase pudo ver que el Señor de la Guerra sostenía sus mejores ropas de ceremonia dobladas sobre sus brazos tal y como lo haría el más eficiente de los Magos Servidores. Dulchase clavó los ojos primero en las ropas y después en el brujo.

—No se ha mencionado para nada un castigo —continuó el Duuk–tsarith con indiferencia—. El Patriarca desea que os apresuréis. Es un asunto urgente. —El Señor de la Guerra desdobló las ropas muy cuidadosamente—. Os ayudaré, si me lo permitís.

Dulchase se puso en pie como en sueños. Al sonido de una palabra mágica, quedó vestido con las ropas de ceremonia que no se había puesto desde… ¿cuándo? ¿Desde la ceremonia celebrada con ocasión de la Muerte del joven Príncipe?

—¿Qué… qué color? —preguntó el perplejo Diácono, pasándose la mano por la cabeza, que tiempo atrás había llevado tonsurada pero que ahora estaba tan pelada como los peñascos de El Manantial en los que vivía.

—¿Qué color, Padre? —repitió el Duuk–tsarith—. No os comprendo…

—¿Qué color debo darle a mi ropa? —preguntó Dulchase, colérico, señalándolas con la mano—. Es Azul Llanto, como podéis ver. ¿Se trata de un duelo oficial? Si es así, la dejaré como está. ¿Una boda, quizás? Entonces, tendré que cambiarla a…

—Un juicio —respondió el Duuk–tsarith sucintamente.

—Un juicio —repitió Dulchase, considerándolo cuidadosamente.

Sin apresurarse, hizo uso del orinal colocado en un rincón de su pequeña habitación, observando, mientras lo hacía, que incluso el disciplinado Señor de la Guerra empezaba a ponerse nervioso por el retraso. Se suponía que debía mantener las manos cruzadas sobre su regazo; sin embargo, movía los dedos con nerviosismo.

—Hummm —bufó el Diácono.

Luego se entretuvo en colocarse adecuadamente las ropas y volverlas del tono apropiado de gris requerido para un proceso. Durante todo aquel tiempo, el cerebro, totalmente despierto, intentó averiguar qué estaba sucediendo.

Se lo convocaba ante el Patriarca Vanya en plena noche. Se enviaba a un Duuk–tsarith para escoltarlo, no a un novicio como era la costumbre. No se lo iba a castigar sino que, al contrario, iba a asistir a un juicio, y vestido con las ropas de ceremonia que hacía dieciocho años que no se había puesto, dieciocho años casi exactos, porque se había celebrado el aniversario de la muerte del Príncipe la noche anterior. Sin embargo, el Diácono Dulchase no consiguió sacar nada en claro de todo ello. Sintiendo una inmensa curiosidad, se volvió hacia el Duuk–tsarith, el cual no pudo reprimir un suspiro de alivio.

«Un novato», pensó, divertido, Dulchase.

—Bien, vamos —refunfuñó el Diácono, dando un paso hacia la puerta.

Con gran asombro, notó que la fría mano se posaba de nuevo sobre su brazo.

—Por los Corredores, Padre —indicó el Duuk–tsarith.

—¿Para ir a los aposentos de Su Divinidad? —Dulchase lanzó una mirada furiosa al Señor de la Guerra—. Puede que seáis nuevo aquí, muchacho, pero seguramente sabréis que eso está prohibido…

—Seguidme, por favor, Padre.

El Duuk–tsarith, irritado quizá por el comentario de Dulchase sobre su edad, había agotado evidentemente su paciencia.

Un Corredor se abrió en la habitación de Dulchase, y la fría mano empujó al anciano Diácono a su interior. Tras sentir una momentánea sensación de ser estrujado y comprimido, Dulchase se encontró en una enorme caverna que, según la leyenda, había sido excavada en el corazón de la fortaleza montañosa por la mano del poderoso mago que los había conducido hasta allí.

Era la Sala de la Vida. (En la antigüedad su nombre había sido originariamente el de Sala de la Vida y de la Muerte, para representar las dos caras del mundo. Pero en épocas más modernas se habían puesto muchas objeciones a esta denominación y tras el destierro de los Hechiceros se le había cambiado el nombre de forma oficial).

Fuera o no verdad la leyenda, la Sala tenía todo el aspecto de haber sido excavada en el granito de la misma forma en que se extrae la pulpa de la corteza de un melón. Situada en el mismo centro de El Manantial, construida alrededor del Pozo de la Vida, por el que brotaba la magia del mundo como si de agua invisible se tratara, la bóveda tenía una extensión de cientos de metros y el techo de roca estaba adornado con arcos tallados en piedra pulimentada. Cuatro surcos gigantescos horadados en la entrada de la Sala recibían el nombre de Dedos de Merlyn y formaban cuatro nichos donde se sentaban los cuatro Cardinales del Reino durante las grandes ceremonias. Otra enorme hendidura en la pared rocosa, situada en el lado opuesto de la enorme Sala, era conocida extraoficialmente y de forma algo irreverente como El Pulgar de Merlyn. Aquí era donde se sentaba el Patriarca del Reino, frente a sus ministros. Hilera tras hilera de bancos de piedra cubrían el espacio entre ellos. Fríos e incómodos, estos bancos de piedra tenían un nombre aún más irreverente si cabe, que provocaba cuchicheos y risitas mal disimuladas entre los nuevos novicios.

La extensa Sala estaba iluminada generalmente por luces mágicas que los magos que servían a los catalistas hacían bailar en el aire. Sin embargo, en esta ocasión no se había dado Vida a las luces. Dulchase paseó la mirada por las frías tinieblas.

—¡Por el nombre de Almin! —exclamó el Diácono, estupefacto a causa de la sorpresa que le producía darse cuenta de dónde estaba—. ¡La Sala de la Vida! No había estado aquí desde… desde…

Aunque a Dulchase a menudo le resultaba difícil recordar incidentes ocurridos tan sólo el día anterior, el recuerdo de lo sucedido dieciocho años antes le vino a la cabeza rápidamente. Era un síntoma típico de la vejez, le habían dicho. Se tenía tendencia a vivir en el pasado. Bueno, ¿y por qué no? Era muchísimo más interesante que el presente. Aunque parecía que aquello iba a cambiar, pensó, echando una ojeada a la Sala y frunciendo el entrecejo.

—¿Dónde está la gente? —le espetó al joven Duuk–tsarith, quien, sujetándolo por un brazo, lo guiaba por entre el laberinto de bancos en dirección a El Pulgar de Merlyn.

Al menos allí era adonde el anciano Diácono imaginaba que se dirigían, a juzgar por lo que podía recordar de la distribución de la habitación. El Señor de la Guerra avanzaba por un sendero de luz que proyectaba la mano que mantenía alzada ante él, llevando a Dulchase detrás, dando traspiés. No podía ver prácticamente nada. El Pozo de la Vida estaba en el centro exacto de la Sala, recordó, buscándolo con la mirada. Sí, allí estaba, brillando con un débil resplandor fosforescente, pero, más allá, la Sala aparecía tan oscura casi como boca de lobo. Entonces, de repente, una luz brilló delante de ellos. Entrecerrando los ojos para ver mejor, Dulchase intentó localizar de dónde procedía, pero era tan brillante que todo lo que pudo ver fueron varias figuras que pasaban ante ella, eclipsándola momentáneamente.

La última vez que Dulchase había estado allí había sido para presenciar el proceso de un catalista acusado de tener relaciones carnales con una joven de noble familia, de nombre Tanja o Anja o algo parecido. ¡Ah! Dulchase sacudió la cabeza recordándolo con cariño. La Sala se había llenado de miembros de su Orden; a todos los catalistas que residían en El Manantial y en la ciudad natal del acusado —Merilon— se les había exigido su presencia. Los pormenores del crimen cometido por la pareja habían sido descritos con todo lujo de detalles por el Patriarca, de modo que la enormidad de tal pecado quedara bien grabada en las mentes de su rebaño. Si alguno de ellos fue disuadido o no de caer en la tentación gracias a ello, no se pudo demostrar nunca. Lo que sí se sabía es que ni un solo catalista durmió durante los tres días que duró el juicio, y los novicios pasaban la noche en tal estado de febril excitación que los Rezos Vespertinos se habían alargado de una hora a dos hasta pasado un mes de todo aquello.

Indudablemente el castigo de la Transformación —que todos tuvieron que presenciar— tuvo un efecto más profundo aún. A Dulchase aquella trágica escena le producía aún pesadillas. Continuaba viendo, una y otra vez, la mano del hombre crispándose en un último gesto de odio y de desafío, mientras la piedra se iba adueñando de su cuerpo palpitante.

Enojado por haber sacado a la superficie aquellos inquietantes recuerdos, Dulchase se detuvo.

—Oíd —dijo con obstinación—, insisto en saber qué está pasando. ¿Adónde me lleváis? —Paseó la mirada por la oscura Sala—. ¿Dónde están los demás? ¿Qué ha sucedido con las luces?

—Por favor, acercaos, Diácono Dulchase. —Una voz agradable, aunque severa, resonó en la oscuridad. Dulchase comprobó que la luz y la voz surgían del mismo lugar: El Pulgar de Merlyn—. Todo os será aclarado.

—Vanya —murmuró Dulchase. Se estremeció y pensó en su confortable cama con añoranza.

La Sala, que hacía años que no se abría, resultaba fría y olía a roca húmeda y a tapices enmohecidos. El Diácono estornudó. Se secó la nariz con la manga de la túnica y dejó que lo condujeran hasta que se detuvo, parpadeando como una lechuza bajo una luz, ante Su Divinidad, el Patriarca del Reino.

—Mi querido Diácono, os pedimos disculpas por perturbar vuestro sueño.

El Patriarca se puso en pie, lo cual constituía un fenómeno sin precedentes en presencia de un humilde Diácono, que además hacía cuarenta años que era Diácono y que probablemente moriría siendo Diácono a causa de su afilada lengua y de su desdichada costumbre de decir lo que pensaba. Algunos decían que Dulchase se había ganado hacía tiempo un lugar entre los Guardianes de Piedra si no hubiera sido por la protección de una cierta poderosa familia de la corte. Aquella muestra de respeto por parte de su Patriarca resultaba inaudita. Pero aún había más. Dulchase se inclinaba en una reverencia, mientras intentaba recuperarse de su sorpresa, cuando Vanya le tendió la mano, no para que Dulchase besara el anillo, sino para conceder al Diácono el placer de tocar sus dedos gordinflones.

«Supongo que si me muriera ahora, subiría directamente hasta Almin», se dijo el viejo Diácono sarcásticamente.

No obstante, llevó la mano del Patriarca hasta su frente con tales demostraciones de reverencial éxtasis como le era posible fingir a su edad, y pensó que debía de tener todo el aspecto de una persona que sufre de gases. El contacto de los dedos resultaba desagradable, eran fríos como un pez recién pescado y temblaron ligeramente en su mano. Dándose cuenta de ello quizá, Vanya los retiró con indecorosa rapidez y se apartó para volverse a sentar, descansando su enorme mole vestida de rojo en el sencillo trono de piedra situado en el hueco. La luz surgía de detrás de las espaldas del Patriarca Vanya, observó Dulchase perspicaz, originándose mágicamente en algún lugar de la pared, y hacía que el rostro del Patriarca permaneciera en las sombras, al tiempo que iluminaba el de aquellos que estaban frente a él.

Mirando a su alrededor, acostumbrados ahora sus ojos a la brillante luz y preguntándose qué se suponía que debía de hacer ahora, Dulchase se dio cuenta de que el Duuk–tsarith que lo había acompañado hasta allí ya no estaba; o había desaparecido o se había fundido en las sombras. No obstante, tenía la sensación de que había otros miembros de esa siniestra Orden por allí, observando y escuchando, aunque no podía verlos. Dulchase sólo veía a otra persona en la Sala: un envejecido catalista ataviado con una raída túnica roja, acurrucado en una silla de piedra que tenía todo el aspecto de haber sido conjurada a toda prisa junto al trono del Patriarca. El hombre mantenía la cabeza gacha. Todo lo que Dulchase podía ver de él era el ralo pelo gris que, descuidado y enmarañado, dejaba al descubierto un cuero cabelludo de aspecto enfermizo. El catalista no se había movido durante la bienvenida que el Patriarca había prodigado a Dulchase, limitándose a mirarse fijamente los zapatos, de un modo que le resultaba vagamente familiar al Diácono.

Dulchase intentó vislumbrar el rostro de aquel hombre, pero resultaba imposible desde donde estaba, y no se atrevió a hacer nada para atraer su atención hasta que el Patriarca le diera permiso para retirarse. Volviendo los ojos hacia Vanya, el Diácono vio que Su Divinidad ya no lo miraba a él, sino que hacía señas, o así lo parecía, a la oscuridad.

Dulchase no se sintió sorprendido al ver que la oscuridad respondía, tomando la forma del joven Señor de la Guerra que le había conducido hasta allí. La encapuchada cabeza se inclinó para escuchar las palabras que murmuraba Vanya, y Dulchase aprovechó aquel momento para dar un paso en dirección a su colega catalista.

—Hermano —dijo Dulchase en voz baja y amable; su afilada lengua podía ser ambas cosas cuando se lo proponía—. Parece que no os encontráis bien. Hay algo que…

Al oír estas palabras, el catalista levantó la cabeza. Un rostro macilento se quedó mirando al Diácono, las lágrimas brillando en sus ojos ante el sonido de una voz amable.

Pero Dulchase no sólo se tragó sus palabras a causa de la sorpresa, sino que estuvo a punto también de tragarse la lengua.

—¡Saryon!

Totalmente desconcertado, la cabeza dándole vueltas literalmente a causa de la sorpresa, la curiosidad y un creciente temor, Dulchase se dejó caer agradecido en otra silla de piedra, que apareció, a una orden de otro Duuk–tsarith oculto en las sombras, a la derecha del Patriarca Vanya, al lado opuesto de donde se sentaba Saryon. La curiosidad y la sorpresa de Dulchase tenían una fácil justificación: no tenía la más mínima idea de lo que estaba sucediendo. El temor resultaba algo más sutil, más difícil de definir. Finalmente, se dio cuenta de que provenía de la angustiada expresión del rostro de Saryon, una expresión que había marcado a aquel hombre de tal forma que Dulchase se preguntó ahora, mirándolo, cómo había podido reconocerlo.

Aunque tenía alrededor de cuarenta años, Saryon le pareció a Dulchase aún más viejo que el mismo Dulchase. Su rostro tenía un color cetrino, ceniciento bajo la brillante luz que los iluminaba desde El Pulgar de Merlyn. Los ojos amables y ligeramente preocupados de un resuelto matemático se habían convertido ahora en los ojos de un hombre cogido en una trampa. Observó que Saryon parecía buscar una forma de escapar, la mirada vagando frenética de vez en cuando, pero casi siempre fijos en el Patriarca con una expresión de desesperado optimismo que partía de pena el corazón del Diácono.

Aquello había engendrado el temor que sentía el Diácono. De más edad que Saryon y con más experiencia del mundo que el inocente erudito, Dulchase no vio ninguna esperanza para el desgraciado catalista en el afable y sereno rostro del Patriarca ni en la fría y reluciente mirada de Su Divinidad. Peor había resultado aún el contacto de aquellos dedos húmedos y viscosos como peces. De pronto, Dulchase tuvo la terrible sensación de que había vivido demasiado…

Se removió inquieto en la fría silla de piedra que ni siquiera el calor de su propio cuerpo parecía capaz de calentar. Había pasado media hora desde su llegada y nadie había pronunciado una sola palabra, a excepción de los susurrados encantamientos y los conjuros de mobiliario de los Duuk–tsarith. Dulchase miraba fijamente a Saryon, Saryon miraba fijamente a Vanya y el Patriarca miraba fijamente, ceñudo, hacia la oscuridad de la enorme Sala.

«Si esto no termina pronto, diré algo que acabaré lamentando —se dijo Dulchase—. Sé que lo haré. ¿Qué demonios le pasa a Saryon? ¡Tiene el aspecto de haber estado conviviendo con demonios! Me…»

—Diácono Dulchase —dijo el Patriarca Vanya de repente en un tono afable que puso inmediatamente en guardia a Dulchase.

—Su Eminencia… —respondió Dulchase intentando mostrar igual cortesía.

—Hay un puesto vacante como Administrador del Reino en la Casa Real de la ciudad–estado de Zith–el —siguió Vanya—. ¿Os interesaría ese puesto, hijo mío?

«Hijo mío, un cuerno —resopló Dulchase, mirando detenidamente a Vanya—. Eres lo bastante viejo como para haberme engendrado, pero dudo que haya salido nunca descendencia de entre esos gordos muslos…»

Pero las palabras del Patriarca se sobrepusieron a los pensamientos del Diácono. Miró fijamente a Vanya, parpadeando de nuevo. Por alguna triquiñuela mágica, la fuerte luz le daba de lleno en la cara.

—Un… un Administrador del Reino —tartamudeó Dulchase—. Pero… ese cargo requiere un Cardinal, Su Eminencia. Sin duda no podéis…

—¡Ah!, ¡sí que puedo! —le aseguró Vanya, alegre, agitando una de sus gordinflonas manos—. Almin me ha dado a conocer su voluntad en relación a este asunto. Le habéis servido fielmente durante muchos años, hijo mío, sin recibir una recompensa. Ahora, en la época dorada de vuestra vida, es justo que se os dé esta misión. Los documentos han sido redactados, y tan pronto como concluyamos el insignificante asunto que nos ocupa, los firmaremos y os podréis poner en camino hacia el Palacio.

»Zith–el es una ciudad encantadora —siguió el Patriarca en tono familiar. No miró ni una sola vez a Saryon, que seguía observándolo, el alma reflejada en los ojos, y se dirigía a Dulchase como si únicamente estuvieran ellos dos en la enorme Sala—. Posee un zoo notable. Tienen incluso varios centauros; bien custodiados, desde luego.

¡Administrador del Reino! ¡Un Cardinal! Él, un hombre a quien se le había estado recordando constantemente que si no fuera por su protector, estaría arrastrándose por entre hileras de judías, como un humilde Catalista Campesino. Dulchase sabía cuándo algo olía a gato encerrado; le pareció que lo había olido nada más entrar. «El insignificante asunto que nos ocupa… —había dicho Vanya—. Firmaremos los documentos…».

Dulchase buscó alguna pista en Saryon, pero éste mantenía la mirada fija en sus zapatos, y su inclinada cabeza tenía un aspecto, si es que ello era posible, aún más atormentado que antes.

—No… no sé, Divinidad —titubeó Dulchase, esperando ganar tiempo para descubrir qué era lo que le estaba vendiendo—. Todo esto es tan repentino…; y encontrarme con ello así, cuando acabo de despertarme…

—Sí, y lo lamentamos, pero este asunto es urgente. Podréis reanudar vuestro descanso en el Palacio. Pero no tenéis necesidad de tomar una decisión en este preciso momento. De hecho, puede que sea mejor esperar hasta que este pequeño asunto quede concluido. —Vanya se detuvo; luego volvió su redondo y gordo rostro hacia Dulchase, quien, no obstante, no pudo ver su expresión al estar el Patriarca de espaldas a la luz—. Concluido de modo satisfactorio, le rogamos a Almin.

Dulchase sonrió con amargura al ver que Vanya levantaba la mirada piadosamente hacia el cielo. De modo que el Patriarca daba por sentado que su anciano Diácono podía ser comprado y vendido. Bueno, podría serlo, admitió Dulchase. Todo hombre tiene su precio. La mirada del Diácono se posó sobre el rostro afligido de Saryon. Pero en aquel caso, el precio podría resultar demasiado alto.

Considerando que el asunto quedaba resuelto, Vanya hizo un gesto con la mano.

—Traed al prisionero. —La oscuridad que había a su espalda se movió—. Y ahora os explicaremos el motivo de que se os haya sacado de vuestra cómoda cama, Cardinal…, quiero decir…, Diácono Dulchase —dijo el Patriarca, cruzando las manos sobre su corpulento estómago.

Podría haber sido un gesto sin el menor sentido, pero Dulchase vio que Vanya entrelazaba los dedos con fuerza, hasta hacer blanquear los nudillos a causa del esfuerzo que le costaba aparentar una calma absoluta.

Dulchase dejó de observar al Patriarca para mirar a Saryon, alarmado. Al oír la palabra «prisionero», el catalista se había encogido sobre sí mismo de tal manera que parecía como si desease convertirse en parte de la silla de piedra sobre la que se sentaba. Parecía tan enfermo que Dulchase estaba a punto de ponerse en pie de un salto y exigir la presencia de un Druida, cuando se vio detenido por un estallido de luz amarilla.

Tres llameantes anillos de energía aparecieron ante el Patriarca. El joven Duuk–tsarith se materializó junto a ellos, y, unos segundos después, un muchacho tomó forma en el interior de los anillos. Éstos rodeaban los fornidos brazos del muchacho y también las piernas, casi rozándolo pero sin llegar a tocar la carne. Dulchase notaba el calor que despedían los anillos desde el lugar donde estaba sentado a alguna distancia del joven. Se encogió temeroso al pensar en lo que podría suceder si el muchacho intentaba escapar de sus mágicas ataduras.

No era muy probable, sin embargo, que el prisionero intentase escapar. Parecía como atontado y permanecía de pie con la cabeza gacha; la larga y lacia cabellera negra se le rizaba sobre los hombros y le enmarcaba el rostro. Dulchase contempló el fornido y bien torneado cuerpo con envidia y pesar; le calculó unos dieciocho años.

»Estamos aquí para juzgar a este muchacho —razonó Dulchase—. Pero ¿por qué? ¿Por qué no dejar que los Duuk–tsarith se ocupen de ello? A menos que sea un catalista… No, imposible. Ningún catalista ha tenido jamás una musculatura como ésa… ¿Y por qué sólo tres de nosotros? ¿Y por qué nosotros tres?

—Os estaréis preguntando, Diácono Dulchase, qué es lo que está pasando —le dijo el Patriarca—. De nuevo, os pedimos disculpas. Sólo vos ignoráis lo que sucede. El Diácono Saryon…

Al oír aquel nombre el muchacho alzó la cabeza de golpe. Echándose el pelo hacia atrás con un movimiento de cabeza, entrecerró los ojos deslumbrado por la fuerte luz y, una vez que sus ojos se hubieron acostumbrado a ella, miró a su alrededor.

—¡Padre! —exclamó con voz ahogada.

Olvidando sus ataduras, el muchacho dio un rápido paso hacia adelante. Al momento se oyó un chisporroteo y un olor a carne quemada se extendió por la Sala. El muchacho aspiró con fuerza a causa del dolor, pero aparte de esto no dejó escapar ni un grito.

Sorprendido de que el prisionero conociese a Saryon, Dulchase quedó igualmente sorprendido ante la respuesta del catalista. Éste apartó la mirada y alzó una mano involuntariamente, no como un hombre que rechaza un ataque, sino como quien se considera a sí mismo indigno de ser tocado.

—El Diácono Saryon —continuaba hablando Vanya, imperturbable— está perfectamente enterado de lo que ocurre, y ahora os lo explicaré a vos, Hermano Dulchase. Como sabéis, la ley de Thimhallan exige que se convoque un jurado de catalistas para juzgar cualquier caso que concierna a un catalista o que constituya una amenaza para el reino. Todos los demás casos se dejan en manos de los Duuk–tsarith.

Dulchase sólo escuchaba a Vanya a medias. Conocía la ley y ya había adivinado que aquél debía de ser un caso que constituía una amenaza para el reino; aunque no comprendía cómo podía un muchacho amenazar la estabilidad del reino. Pero a medida que Dulchase observaba al prisionero, empezó a creer que aquel joven podía resultar una amenaza.

Los oscuros y sombríos ojos —aquellos ojos le resultaban familiares, ¿dónde los había visto?— miraban fijamente a Saryon y ardían con una fuerza interior extraña. Las cejas, espesas y oscuras, formando una oscura línea sobre el puente de la nariz, que demostraba una naturaleza apasionada; la exuberante melena negra cayendo en abundantes rizos sobre los hombros; la firme mandíbula; el rostro hermoso y meditabundo; la actitud orgullosa, la mirada valiente… Era una figura realmente formidable, alguien que posiblemente podía alterar el curso de las estrellas si se lo proponía.

«¿Dónde lo he visto antes?» —volvió a preguntarse Dulchase con la cólera irrefrenable que se apodera de uno cuando intuye algo que no es capaz de sacar a la superficie—. He visto antes esa regia inclinación de la cabeza, ese pelo brillante, esa mirada impenetrable… Pero ¿dónde?

—El nombre del muchacho es Joram.

Al oír el nombre, la atención de Dulchase se centró de nuevo en Vanya.

«No —se dijo, desilusionado—, ese nombre no me dice nada. Sin embargo, lo conozco…»

—Se encuentra aquí para responder a diferentes cargos, de los cuales amenazar la seguridad del reino no es el menos importante. Ése es el motivo de que celebremos este juicio. Quizás os preguntéis por qué sólo somos tres, Diácono Dulchase. Averiguaréis la razón a medida que os dé a conocer los sobrecogedores y espantosos detalles de la causa contra este joven.

Al decir aquellas palabras, la voz del Patriarca sonó siniestra.

—¡Joram!

El Patriarca se dirigió al muchacho con voz fría y cortante, esperando atraer la mirada del prisionero hacia él. Pero Joram le hizo el mismo caso que si hubiera sido un loro aullador. Mantenía la mirada fija en Saryon y no la había apartado ni una sola vez.

El catalista aún tenía las manos sobre su regazo y seguía manteniendo la cabeza inclinada sobre el pecho. A Dulchase le pareció que, de los dos, era el catalista quien tenía más aspecto de prisionero…

—Joram, hijo de Anja —Vanya volvió a hablar pero esta vez su voz denotaba enojo. Con una palabra, el Señor de la Guerra hizo que los anillos se encogieran, cerrándose más sobre el cautivo. Al notar su calor, el muchacho dirigió la mirada de mala gana y desafiante hacia el Patriarca—. Se te acusa del crimen de ocultar el hecho de que estás Muerto. ¿Qué respondes a esa acusación?

El muchacho al que el Patriarca había llamado Joram rehusó contestar y alzó la barbilla desafiante. El movimiento provocó una sensación de reconocimiento en Dulchase; una sensación frustrante a la vez. ¡Conocía a aquel muchacho y sin embargo no lo recordaba! Era como tener un picor en esa parte de la espalda que uno no puede rascarse como le gustaría.

El Señor de la Guerra pronunció otra palabra. Los anillos centellearon y se volvieron a producir aquel horrible chisporroteo y aquel nauseabundo olor. El muchacho lanzó un agudo y angustiado grito.

—Me declaro culpable —dijo Joram, pero lo dijo con orgullo, con una voz fuerte y profunda—. Nací Muerto. Fue la voluntad de Almin, como he aprendido de alguien a quien honro y respeto.

Volvió a mirar a Saryon, quien parecía tan abrumado que daba la impresión de que nunca más podría volver a ponerse en pie.

—Joram, hijo de Anja, se te acusa del asesinato del capataz del pueblo de Walren. Se te acusa del asesinato de un miembro de los Duuk–tsarith —continuó Vanya, severo—. ¿Cuál es tu declaración ante estos cargos?

—Culpable —repitió Joram, aunque esta vez había menos orgullo en sus palabras. El tono de su voz, ahora sombrío, se había vuelto inescrutable—. Merecían la muerte —masculló en voz baja—. Uno mató a mi madre. El otro era un ser perverso.

—Tu madre atacó al capataz. El ser perverso, como tú lo llamas, actuaba en interés del reino —repuso el Patriarca Vanya con frialdad.

El joven no replicó; se limitó a mirarlo con fijeza, desafiante, los oscuros ojos clavados en él.

—Son graves cargos, Joram. Quitar una vida por el motivo que sea está completamente prohibido por Almin. Sólo por eso se te podría sentenciar a ser enviado al Más Allá…

Por fin, algo había hecho mella en Saryon, sacándolo del estupor que provocaba en él la desesperación. El catalista levantó la cabeza, lanzando una rápida y significativa mirada al Patriarca. Dulchase vio un destello de ánimo y observó que el temor y la rabia devolvían la vida a aquellos ojos atormentados. Pero el Patriarca pareció no advertir la mirada del catalista.

—Sin embargo, estos crímenes resultan insignificantes comparados con los crímenes contra el estado que te han traído hasta aquí para ser castigado…

«Así que ése es el motivo de que seamos únicamente tres —comprendió Dulchase—. Son secretos de estado y todo eso. Y, desde luego, ésa es la razón para que me nombren Cardinal: para que mantenga la boca cerrada».

—Joram, hijo de Anja, se te acusa de haberte asociado con los Hechiceros de las Artes Arcanas. Se te acusa de haber leído libros prohibidos…

Dulchase observó que los oscuros ojos de Joram se posaban de nuevo en Saryon, esta vez con sobresalto. Vio que Saryon, el breve destello de ánimo sofocado, se doblaba sobre sí mismo con una expresión de culpabilidad. El muchacho abatió los magníficos hombros con desaliento y suspiró. Fue un suspiro apenas audible, pero que denotaba un dolor tan intenso que hirió en lo más profundo el corazón de Dulchase. Ignorando al catalista, el muchacho giró la orgullosa cabeza. La negra cabellera le cubrió el rostro, como si Joram quisiera esconderse tras aquella oscuridad para siempre.

—¡Joram! ¡Perdóname! —estalló Saryon, tendiendo ambas manos, suplicante—. ¡Tuve que contárselo a ellos! ¡Si supieras…!

—¡Diácono! —interrumpió Vanya con una voz tensa que sonó casi como un aullido—. ¡Estáis perdiendo la compostura!

—Os pido disculpas, Divinidad —murmuró Saryon, encogiéndose en su asiento—. No volverá a suceder.

—Joram, hijo de Anja —continuó el Patriarca, respirando con dificultad mientras deslizaba las manos por los brazos del pétreo sillón. Se inclinó hacia adelante—. Se te acusa del atroz crimen de volver a traer la piedra–oscura, esa obra maldita del Príncipe de los Demonios, a un mundo que hace mucho tiempo la había desterrado. ¡Se te acusa de haber forjado un arma con ese mineral diabólico! Joram, hijo de Anja, ¿cómo te declaras? ¿Cómo te declaras?

Se hizo el silencio, un silencio expectante. La trabajosa respiración de Vanya, la respiración entrecortada de Saryon, el siseo de los relucientes anillos, todo se abatía contra el silencio pero nada podía penetrarlo. Dulchase comprendió que el muchacho no contestaría. Vio que los ardientes anillos se cerraban cada vez más, y apartó la mirada rápidamente. Joram permitiría que aquellos anillos lo abrasaran antes que dejar que le arrancaran una sola palabra. Comprendiéndolo también él, Saryon se puso en pie de un salto emitiendo un grito ahogado. El Duuk–tsarith miró a Vanya interrogante, preguntándole hasta dónde podía llegar. El Patriarca miraba a Joram con furia contenida. Iba a abrir la boca, cuando otra voz —una voz que llenó el tenso ambiente de la Sala como una mancha de aceite— rompió finalmente el silencio.

—Eminencia —dijo la voz desde las sombras—, no culpo a este joven por negarse a contestar. Vos no estáis utilizando, al fin y al cabo, su nombre correcto. «Joram, hijo de Anja». ¡Bah! ¿Quién es ése? ¿Un campesino? Debéis llamarlo por su auténtico nombre, Patriarca Vanya; entonces a lo mejor sí se dignará contestar a vuestras acusaciones.

La voz tuvo el mismo terrorífico efecto sobre el Patriarca que si hubiera sido un rayo arrojado desde los cielos. Aunque Dulchase no podía distinguir el rostro de Vanya, porque éste estaba de espaldas a la luz, sí vio que la cabeza cubierta por la pesada mitra se perlaba de sudor y oyó que algo parecido a un estertor brotaba de sus pulmones. El Patriarca dejó caer desmayadas las gordinflonas manos mientras contraía los dedos como las patas de una araña atemorizada.

—Llamadle por su auténtico nombre —continuó aquella voz suave y sosegada—. Joram, hijo de Evenue, Emperatriz de Merilon. ¿O deberíamos decir difunta Emperatriz de Merilon…?