____ 07 ____

Mosiah —el auténtico Mosiah— se agazapaba entre las sombras de los árboles de la Arboleda de Merlyn, escudriñando nerviosamente la oscuridad que lo rodeaba. Estaba solo en la Arboleda, lo sabía: se lo había estado repitiendo para darse ánimos cada cinco minutos como mínimo desde que había oscurecido. Desgraciadamente, no le había servido de mucho. No se sentía tranquilo ni mucho menos. Simkin había tenido razón al decir que nadie se acercaba allí después de anochecer. Mosiah comprendía ahora el porqué: la Arboleda tomaba un aspecto totalmente diferente durante la noche. Regresaba a sí misma.

Con la salida del sol, la Arboleda se ponía todas las flores, guirnaldas y joyas que poseía, y abriendo los brazos de par en par, daba la bienvenida a sus admiradores, agasajándolos generosamente. Los dejaba que arrancaran sus delicadas flores y las arrojaran descuidadamente al suelo, donde se marchitaban y morían bajo sus pies. Observaba con una sonrisa cómo lanzaban basura a sus estanques cristalinos y pisoteaban la hierba, escuchando sus vacías palabras de alabanza y el torrente de expresiones de éxtasis que brotaba de sus labios como ráfagas de polvo. Pero por la noche —cobrados sus honorarios—, la Arboleda tendía un manto de oscuridad sobre su cabeza, se enrollaba alrededor de su tumba y permanecía despierta, curándose sus heridas.

Mosiah era un Mago Campesino, tan sensible a los pensamientos y sentimientos de las plantas como un Druida, quizás incluso más sensible aún que algunos Druidas, cuyas vidas jamás habían dependido de las cosechas que recogían. Mosiah podía oír la cólera susurrando a su alrededor, la cólera y el dolor.

La cólera emanaba de los seres vivos que habitaban en la Arboleda. El dolor, eso le parecía al menos a Mosiah, provenía de los seres muertos. Por esta razón, el muchacho encontró la tumba de Merlyn extrañamente reconfortante y permaneció cerca de ella, posando su mano sobre el mármol, que resultaba tibio incluso bajo el frescor de la noche. Desde aquel punto estratégico, observaba y escuchaba receloso y se repetía una y otra vez que estaba solo.

Pero el desasosiego de Mosiah iba en aumento. Los ruidos normales de un bosque —incluso los de un bosque domesticado como aquél— le producían un hormigueo en el cuerpo y le helaban el sudor en el aire nocturno. Árboles que crujían, hojas que susurraban, ramas que rozaban unas con otras; todo tenía un sonido siniestro, una intención maligna. Era un intruso que había perturbado el irregular reposo de la Arboleda, y no se lo quería allí. Así que empezó a pasear arriba y abajo, observando el bosque con recelo y preguntándose malhumorado cuánto tiempo tardaba uno en convertirse en barón.

Para mantener la mente ocupada e intentar olvidar sus temores, Mosiah empezó a imaginar a Joram viviendo en la abundancia, dueño de una finca con su hermosa esposa a su lado y un pelotón de criados dispuestos a atender su más mínimo deseo. La idea hizo sonreír a Mosiah; pero fue una sonrisa que se desvaneció en un suspiro.

Era vivir una mentira. Toda su vida, Joram había vivido una mentira, y ahora seguiría haciéndolo para siempre; debía seguir haciéndolo, en realidad. Aunque Joram hablase con elocuencia de que la riqueza lo liberaría por fin, Mosiah tenía el suficiente sentido común para saber que aquélla añadiría sus propias cadenas a las que ya rodeaban a Joram. Que las cadenas fueran de oro en lugar de hierro importaría muy poco. Mosiah sabía que Joram jamás admitiría que estaba Muerto y tampoco reconocería jamás haber asesinado al capataz. (Al contrario que Saryon, Mosiah no consideraba la muerte de Blachloch como un asesinato y nunca lo haría).

Y además, ¿qué pasaría con los niños? Mosiah meneó la cabeza, deslizando la mano por el modelado mármol de la tumba, resiguiendo distraídamente con los dedos el contorno de la espada. ¿Nacerían Muertos como su padre? ¿Los ocultaría, como sucedía con tantos de ellos? ¿Se perpetuaría aquella mentira de generación en generación?

Mosiah podía ver cómo las tinieblas se extendían sobre la familia, proyectando su sombra primero sobre Gwendolyn, que daría a luz niños Muertos y nunca sabría el motivo. Luego los niños vivirían una mentira, la mentira de Joram. A lo mejor les enseñaría las Artes Arcanas; quizá, para entonces, se estaría en guerra con Sharakan. La Tecnología regresaría al mundo trayendo con ella muerte y destrucción. Mosiah se estremeció. No le gustaba Merilon, no le gustaba su gente ni la forma en la que vivían. La belleza y los prodigios que en un principio lo habían fascinado relucían ahora con demasiada fuerza a sus ojos, aunque suponía que era culpa suya, no de los habitantes de Merilon. No se merecían…

Una mano se posó sobre su hombro por la espalda.

Se volvió al instante, pero era ya demasiado tarde.

Se oyó una voz, el hechizo había sido lanzado.

La Vida se le escapó a Mosiah y fue ávidamente absorbida por la Arboleda mientras el joven caía impotente al suelo, anulada su magia por la mano de las enlutadas figuras que lo rodeaban. Pero Mosiah había vivido entre los Hechiceros de las Artes Arcanas; se había visto obligado a vivir sin magia durante el tiempo que había permanecido entre ellos y, lo que es más, ya había sido víctima de aquel hechizo con anterioridad. El elemento sorpresa quedaba anulado y por lo tanto el conjuro de la Magia Aniquiladora, aunque su primer efecto era devastador, no lo paralizó por completo.

No obstante, Mosiah era lo bastante astuto como para ocultar este hecho a sus enemigos. Tendido en el suelo, la mejilla pegada a la húmeda y fría hierba, intentó calmar el terror que sentía y recuperar las fuerzas buscándolas en su interior más que en la magia de todo lo que lo rodeaba. Mientras los músculos empezaban a responder a sus órdenes y recuperaba el control de su cuerpo, se vio obligado a reprimir un loco deseo de ponerse en pie de un salto y echar a correr. No serviría de nada. No podría escapar. Lanzarían sobre él un conjuro más poderoso, contra el que no podría luchar.

Por ello se mantuvo inmóvil, observando a sus atacantes, dándose tiempo para recuperarse, manteniendo a raya sus temores e intentando desesperadamente pensar en lo que debía hacer.

Eran los Duuk–tsarith, desde luego. Casi invisibles en la oscuridad de la Arboleda, las enlutadas figuras se destacaban claramente contra el blanco mármol de la tumba muy cerca del lugar donde yacía Mosiah. Eran dos y estaban hablando entre ellos, tan cerca de Mosiah que éste hubiera podido estirar un brazo y tirar del dobladillo de sus negras túnicas. Ambos hacían caso omiso del muchacho, porque no tenían ningún motivo para dudar de la efectividad de su conjuro.

—Así que han abandonado el Palacio…

Era la voz de una mujer, fría y gutural, que le provocó un escalofrío de miedo a Mosiah.

—Sí, señora —replicó el Señor de la Guerra—. Se les permitió salir, tal y como ordenasteis.

—¿Y no hubo ningún alboroto? —preguntó la bruja, ansiosa.

—No, señora.

—¿Es lord Samuels el padre de la chica?

—Ya nos hemos encargado de él, señora. Se empeñó en hacer preguntas, pero finalmente se le hizo comprender que no eran convenientes para el bienestar de su hija.

—Las preguntas que se silencian en la lengua vuelan hasta el corazón y allí echan raíces y crecen —murmuró la Señora de la Guerra, recitando un antiguo proverbio—. Bien, nos ocuparemos de eso cuando llegue el momento. No obstante, me parece que debemos arrancar esas preguntas de raíz y replantarlas junto con la verdad, la cual, con el tiempo, se irá marchitando y acabará por morir. Eso deberá decidirlo el Patriarca Vanya, desde luego; pero hasta que tenga la oportunidad de hablar con Su Divinidad, poned también a la chica bajo custodia.

No hubo ninguna respuesta, simplemente un movimiento de la túnica más cercana a Mosiah que demostraba que el brujo había respondido con una inclinación de cabeza.

Mosiah los escuchaba atentamente, olvidado el miedo ante la imperiosa necesidad de saber qué había sucedido. ¿Cómo habían descubierto a Joram? La Espada Arcana lo protegía. ¿Y cómo era posible que lo hubieran descubierto a él? Pero no sólo eso, sino que, aparentemente, los habían relacionado a los dos. «Nadie sabía dónde íbamos a encontrarnos, excepto…», se dijo Mosiah.

—¿Vienen hacia la Arboleda? —preguntó la bruja con cierta impaciencia.

—Eso fue lo que dijo el delator —respondió el otro—, y no tenemos ningún motivo para dudarlo.

¡Un delator! Mosiah sintió que lo invadían las náuseas, retorciéndole las entrañas, inundando su garganta con una ardiente y amarga bilis. Así que ésa era la respuesta. Habían sido delatados, y ahora Joram iba a caer en una trampa cuidadosamente preparada. Pero ¿quién los había entregado? La imagen de un joven barbudo vestido de blanco, haciendo flotar en el aire un pañuelo de seda de color naranja, apareció ante Mosiah con toda claridad.

¡Simkin! Mosiah notó que se asfixiaba y que se le llenaban los ojos de lágrimas de rabia.

«¡Aunque sea lo último que haga, te mataré!», se juró a sí mismo.

«Calma, calma —le ordenó su mente—. Todavía existe una posibilidad. Debes encontrar a Joram, avisarle…»

Mosiah se esforzó por olvidar y se concentró en una única idea: escapar. Con mucho cuidado movió una mano, conteniendo la respiración por temor a que los Duuk–tsarith se dieran cuenta. Pero éstos estaban totalmente absortos en su conversación, convencidos de que su hechizo mantenía cautivo al joven. Sigilosamente, Mosiah tanteó con una mano el suelo. El corazón le dio un brinco cuando tocó con los dedos la rugosa superficie de un palo. No importaba que se tratase de una herramienta, que fuera a darle Vida a algo que estaba Muerto.

Cerró la mano alrededor del arma y, levantando apenas la cabeza, miró hacia arriba. Sintió que el júbilo lo invadía. El Señor de la Guerra estaba de espaldas a él. Un golpe rápido en la cabeza, sujetar el fláccido cuerpo entre él y la bruja y utilizarlo para bloquear su hechizo. Mosiah cerró la mano con más fuerza sobre el palo. Tensó los músculos y se puso en pie de un salto…

Tallos de plantas Kij repletas de afiladas espinas surgieron del suelo y se arrollaron en los antebrazos y los muslos del muchacho. Emitiendo un grito angustiado, Mosiah dejó caer el palo mientras las espinas le atravesaban la carne y las enredaderas lo rodeaban con fuerza. Perdió el equilibrio y empezó a retorcerse sobre la hierba a los pies del Señor de la Guerra, que se volvió para mirarlo sorprendido. Luego miró a la bruja con aprensión.

—Sí, cometiste un error —le dijo la mujer al Señor de la Guerra, que inclinó la cabeza, mortificado—. Me ocuparé de tu castigo más tarde. Ahora no disponemos de mucho tiempo. Ya conozco su cara. Ahora debo oír su voz.

Arrodillándose junto a Mosiah, la bruja posó una mano sobre él y las espinas desaparecieron súbitamente. El muchacho rodó sobre la hierba exhalando un ahogado suspiro y se quedó quieto gimiendo quedamente. Le manaba sangre de cientos de diminutas heridas, resbalándole por los brazos y manchándole la ropa.

—¿Cómo te llamas? —preguntó la bruja, impasible.

Volvió hacia ella el rostro del muchacho, sudoroso y contorsionado por el dolor, y lo estudió con atención.

Mosiah sacudió la cabeza, o al menos lo intentó; fue más bien un movimiento involuntario.

Con el rostro inexpresivo, la bruja pronunció una palabra. Mosiah contuvo el aliento, asustado, cuando las espinas volvieron a aparecer en las enredaderas, esta vez pinchando simplemente su carne en lugar de hundirse en ella.

—Aún no —dijo la mujer, adivinando los pensamientos de Mosiah por la expresión de su pálido rostro y por sus ojos desorbitados—. Pero crecerán y seguirán creciendo hasta que te atraviesen la piel y los músculos y todos tus órganos, arrancándote la vida a su paso. Te lo pregunto de nuevo. ¿Cómo te llamas?

—¿Por qué? ¿Qué puede importar mi nombre? —gimió Mosiah—. ¡Vos ya lo sabéis!

—Compláceme —repuso la bruja, y pronunció otra palabra.

Las espinas crecieron otro medio centímetro.

—¡Mosiah! —Sacudió la cabeza, presa de un atroz dolor—. ¡Mosiah! ¡Maldita sea! ¡Mosiah, Mosiah, Mosiah…!

Entonces recobró por un instante la lucidez, dándose cuenta del plan de la bruja. Mosiah se calló e intentó retractarse, mientras contemplaba horrorizado cómo la bruja se convertía en Mosiah. Su rostro, el de él; sus ropas, las de él; su voz, la de él.

—¿Qué hacemos con él? —preguntó su acompañante en voz baja, arrepentido y doliéndole aún el error cometido.

—Arrójalo al Corredor y envíalo al País del Destierro.

Después de dar esta orden, la bruja —ahora Mosiah— se puso en pie.

—¡No!

Mosiah intentó desasirse de las fuertes manos del Señor de la Guerra que tironeaban de él para ponerlo en pie, pero con el más mínimo movimiento las espinas se le clavaban en el cuerpo. Se desplomó, lanzando un grito de angustia.

—¡Joram! —aulló desesperado al ver abrirse entre el follaje el oscuro agujero del Corredor—. ¡Joram! —gritó, esperando que su amigo lo oyese, sabiendo no obstante en el fondo de su corazón que era inútil—. ¡Huye! ¡Es una trampa! ¡Huye!

El brujo lo arrojó al interior del Corredor. Éste empezó a cerrarse lentamente sobre él. Las espinas le atravesaron la carne; la sangre empezó a manar tibia por su cuerpo. Mirando al exterior, consiguió ver todavía a la bruja —ahora él mismo— que lo observaba con atención y mostraba un rostro —que ahora era el suyo— totalmente inexpresivo.

Entonces, la mujer extendió las manos.

—Es lo que está de moda —se oyó decir a sí mismo.