Joram cruzó por entre la muchedumbre con paso majestuoso. En su mente, se consideraba ya un barón; la hermosa muchacha que lo acompañaba era ya su esposa. Pero muy poca gente le prestó atención, excepto quizá para preguntarse por qué él y aquella delicada jovencita caminaban por el suelo como si fueran catalistas. ¡Pero aquello iba a cambiar, iba a cambiar muy pronto! Quizá dentro de una hora, también lord Samuels andaría —sí, andaría— junto a Joram, presentándolo a la gente como el barón Fitzgerald, anunciándoles a sus amigos que el barón estaba a punto de convertirse en un miembro permanente de la familia Samuels.
«Entonces se darán cuenta de que existo —pensó Joram con macabro regocijo—. Entonces todos se desvivirán por complacerme. Encontraré a Saryon —planeó—, y haré que ese cura gordinflón que utilizó al catalista para perseguirme se disculpe ante los dos. A lo mejor incluso intentaré que lo destituyan, y entonces…»
—Joram —dijo Gwendolyn, dirigiéndose a él con cierta timidez. La expresión del muchacho era muy extraña: regocijada, vehemente, pero mostrando no obstante una sombría severidad que no podía comprender—. No podemos seguir a pie.
—¿Por qué? ¿Dónde están tu padre y la Druida? —preguntó Joram, dándose cuenta, súbitamente, de que no sabía dónde se encontraba.
—En el nivel del Agua —contestó Gwen, señalando hacia abajo.
Ambos estaban junto al balcón, contemplando, a través de los nueve niveles, el dorado bosque que ocupaba el suelo. Era una vista impresionante. Cada nivel relucía con su propio color, con la excepción del nivel de la Muerte, que no era más que un vacío grisáceo. Los magos flotaban por todas partes subiendo y bajando, ya que los festejos se habían extendido a todos los niveles. Echando una ojeada hacia las escaleras, Joram vio cómo los catalistas seguían subiendo penosamente por ellas, arrastrando los pies, respirando pesadamente.
Y aquello le facilitó la excusa que necesitaba.
—Empieza a bajar —le dijo a Gwendolyn, soltándola lentamente y de mala gana. A pesar de haber estado tan absorto en sus pensamientos, no había dejado de ser perfectamente consciente del calor y la fragancia que se desprendía de ella cada vez que lo rozaba mientras andaba junto a él—. Dile a tu padre que ahora voy. Iré andando.
Gwendolyn lo miró con tanto asombro al oírle decir aquellas palabras y contempló a los catalistas que subían y bajaban por la escalera con tal expresión de lástima que Joram no pudo reprimir una sonrisa. Tomando su mano entre las suyas, pensó: «Pronto, querida mía, te sentirás orgullosa de recorrer esa escalera junto a tu esposo». Pero en voz alta dijo:
—Sin duda comprenderás que no podía pedirle al Padre Dunstable que me otorgara Vida hoy, a pesar de lo importante de la ocasión…
Gwendolyn se ruborizó.
—¡Oh, no! —murmuró, avergonzada. La verdad era que se había olvidado del pobre catalista por completo. Claro está que Joram podría haber obtenido Vida mediante otro catalista, pero había muchos magos que sentían tanto cariño y lealtad por sus catalistas que utilizar a otro, un extraño además, les parecía lo mismo que cometer adulterio—. Claro que no. Qué tonta he sido al olvidarlo —alzó sus hermosos ojos hacia Joram—. Y qué generosidad la tuya al hacer este sacrificio.
Ahora le tocaba el turno a Joram de ruborizarse, al ver tanto amor y admiración reflejados en aquellos ojos azules y pensando que los había obtenido con una mentira. «No importa —se dijo al instante—. Pronto conocerá la verdad; pronto todos ellos conocerán la verdad…»
—Adelante, tu padre espera —dijo Joram con cierta brusquedad.
Acompañó a Gwendolyn hasta la abertura del decorativo balcón que los magos utilizaban para entrar y salir del Salón de la Majestad. Luego la hizo salir con una reverencia, aunque el corazón le dio un vuelco cuando la vio poner el pie en el vacío, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para permanecer allí de pie inmóvil en lugar de abalanzarse hacia ella para salvarla de lo que, en su caso, hubiera sido una caída mortal sobre el dorado bosque situado nueve niveles más abajo. Sin embargo, Gwendolyn se deslizó hacia abajo, sonriente, con la gracia de un nenúfar flotando en el agua, las capas superiores de su vestido flotando a su alrededor como si de pétalos se tratara, mientras que las capas inferiores rodeaban sus piernas, manteniendo su cuerpo pudorosamente cubierto.
—El nivel del Agua —murmuró Joram.
Dándose la vuelta, corrió hacia las escaleras y las empezó a bajar a toda prisa, atropellando casi a un jadeante y airado catalista, el mismo catalista, observó al pasar junto a él, que Simkin se había deleitado en atormentar.
Bajar las escaleras era, desde luego, mucho más fácil que subirlas. Joram bajaba con tanta rapidez que parecía como si volase por los aires. En un abrir y cerrar de ojos, se encontró en el nivel dedicado al Agua, intentando recuperar el aliento, perdido no estaba muy seguro de si a causa de su bajada por las escaleras o de su creciente excitación.
No se veía a Gwendolyn por ninguna parte, y estaba a punto de marchar en su busca, impaciente, cuando oyó una voz que lo llamaba:
—Joram, por aquí.
Se volvió a tiempo de ver que ella le hacía una señal desde una puerta abierta que no había visto entre la ambientación seudoacuática que lo rodeaba. Pasando rápidamente junto a imágenes de sirenas que nadaban entre bancos de peces de brillantes colores, Joram llegó hasta la puerta, deseando fervorosamente que la habitación en la que se iba a celebrar aquella entrevista privada no fuera una oscura gruta repleta de conchas de ostra.
No lo era. Las ilusiones ópticas quedaban confinadas a la zona cercana a los balcones. Gwendolyn introdujo a Joram en una habitación que, a excepción de la extrema opulencia y lujo de su mobiliario, podría haber pertenecido a la residencia de lord Samuels. Se trataba de una sala de estar, diseñada para acomodar a los magos que deseasen descansar y evitar el gasto de energía mágica. Varios sofás cubiertos de brocados de seda de caprichosos dibujos estaban dispuestos alrededor de la confortable habitación, así como pequeñas mesitas convenientemente distribuidas.
En uno de aquellos rígidos sofás estaba sentada una diminuta y reseca mujer, que recordaba extraordinariamente un pequeño pájaro que estuviera posado sobre los almohadones. Joram se dio cuenta, por el color marrón de sus ropas y su excelente calidad, de que se trataba de una Druida de gran categoría. Era muy anciana, tan anciana, pensó Joram, que ya le debía de haber parecido vieja a su madre dieciocho años antes. A pesar del tiempo primaveral y del bochorno que reinaba en la habitación, la mujer permanecía junto a un fuego que lord Samuels había encendido en la chimenea. La túnica marrón envolvía su frágil cuerpo como si se tratara del plumaje de un pájaro tembloroso, y ella intensificaba aquella impresión dando constantes tirones al terciopelo de su vestido con una mano que parecía una zarpa.
De pie a un lado del sofá, manteniendo las manos cruzadas a la espalda, lord Samuels demostraba la solemnidad de la ocasión. Vestía con colores apagados como los demás magos en aquel triste aniversario; sus ropas, aunque elegantes, no lo eran tanto como las que vestían los que estaban por encima de él, detalle que fue debidamente registrado y aplaudido por éstos. Saludó a Joram con una fría inclinación de cabeza, saludo que Joram le devolvió con la misma frialdad. La Druida se quedó mirando a Joram con curiosidad con sus ojillos redondos y brillantes.
—Gracias, hija —dijo lord Samuels, dirigiendo la mirada hacia Gwendolyn con una ternura y un orgullo que ni siquiera la gravedad de la conversación que iba a tener lugar podía disminuir—. Creo que sería mejor que nos dejaras solos.
—¡Pero, padre! —exclamó Gwendolyn.
Pero al ver que su padre empezaba a fruncir el ceño casi imperceptiblemente, suspiró resignada. Lanzó una última mirada a Joram, una mirada en la que puso su corazón y su alma, hizo una pequeña reverencia a la Druida, quien correspondió con un gorjeo y un profuso aleteo de las manos, y se retiró luego de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.
Lord Samuels lanzó un hechizo sobre la puerta en cuanto hubo salido su hija, para evitar que nadie los molestase.
—Joram —empezó con voz tranquila, al tiempo que hacía un gesto con la mano—, permíteme que te presenta a la Theldara Menni. La Theldara fue, durante muchos años, la Druida que supervisaba las Salas de Alumbramiento de El Manantial. En estos momentos tiene el honor —añadió con voz cautelosa— de atender a nuestra adorada Emperatriz, por cuya permanente salud rezamos todos cada día.
Joram observó que lord Samuels evitaba cuidadosamente mirarlo mientras hablaba; había comprobado que todo aquel que se refería a la Emperatriz lo hacía con prudencia y sin mirar directamente a su interlocutor.
El mismo Joram se sintió incapaz de mirar a la Druida a los ojos; para evitar mirarla, incluso inclinó la cabeza. Le repugnaba la idea de que aquella mujer cuidase a un cadáver. Un hormigueo le recorrió el cuerpo y le pareció oler a muerte y a putrefacción en aquella sofocante y bochornosa habitación. No obstante, se preguntaba al mismo tiempo, con una terrible y morbosa fascinación, qué tipo de encantamiento utilizaban para mantener el cuerpo a salvo de la descomposición. ¿Correrían elixires por su silencioso corazón en sustitución de la sangre? ¿Palpitarían pociones en sus venas y se utilizarían hierbas medicinales para evitar que su carne se pudriese? ¿Qué conjuros mágicos harían que las rígidas manos se moviesen con aquella terrible elegancia? ¿Qué alquimia haría que brillasen sus ojos apagados?
Era consciente de que llevaba la Espada Arcana sujeta a la espalda, y sentirla allí lo tranquilizaba. «Yo he dado Vida a algo sin vida, y por haberlo hecho se me llama Hechicero de las Artes Arcanas —se dijo—. Y, sin embargo, ¿hay mayor pecado que evitar que aquello que pertenece a los dioses, si uno cree en ellos, encuentre su auténtico destino entre las estrellas, manteniéndolo encadenado en su prisión de carne?»
Se irguió, temiendo no tener la suficiente presencia de ánimo para mirar a aquella mujer sin demostrar abiertamente la repugnancia que le producía, pero, entonces, se recordó a sí mismo con severidad que nada de aquello era asunto suyo. ¿Qué le importaba a él la Emperatriz? Era su vida la que importaba, no la muerte de otra persona.
Alzando los ojos y echando hacia atrás los negros cabellos que le caían sobre el rostro, Joram contempló a la Druida con ecuanimidad e, incluso, con una leve sonrisa. Ésta emitió una especie de graznido, como si conociera los pensamientos del muchacho y disfrutara con ellos. Alargó una mano que parecía una garra disecada y se la tendió a Joram para que la besara. El muchacho se adelantó e inclinó sobre ella, aunque le fue imposible —no habría podido aunque le hubiera ido la vida en ello— conseguir que sus labios tocaran aquella piel marchita.
Lord Samuels le indicó a Joram que se sentara. Aunque hubiera preferido continuar de pie, el muchacho obedeció muy a su pesar.
—Aún no he abordado el asunto con la Theldara Menni, Joram; he considerado como una cuestión de honor que tú estuvieras presente cuando se tocara por primera vez un tema tan delicado.
—Os lo agradezco, señor —dijo Joram, y realmente lo agradecía.
Lord Samuels inclinó la cabeza ligeramente y continuó:
—La Theldara ha tenido la bondad de reunirse con nosotros como un favor a mi amigo el Padre Richar. Te toca a ti ahora, muchacho, explicarle la situación.
La Theldara contempló a Joram impaciente, mientras apretaba los delgados labios, que parecían el pico de un ave.
Aquello era inesperado. Sin saber por qué, Joram no había esperado tener que explicar él mismo la situación, aunque le estaba agradecido a lord Samuels por no inclinar la balanza de su caso hacia un lado u otro discutiéndolo sin estar él presente. Deseó que Saryon estuviese allí. El catalista sabía reducir las cosas a un lenguaje sencillo que era fácil de comprender. Joram no estaba muy seguro de por dónde debía empezar; se sentía además terriblemente asustado al darse cuenta de lo mucho que estaba en juego.
—Me llamo Joram —manifestó sin convicción, intentando pensar, intentando reunir todas las piezas de aquel rompecabezas—. Mi madre se llamaba Anja. ¿Os dice algo ese nombre?
La Druida picoteó la palabra como si se tratase de una migaja de pan, balanceando su pequeña cabeza, pero aparte de eso siguió en silencio.
No sabiendo si considerarlo como una respuesta afirmativa o negativa, Joram siguió hablando atropelladamente:
—Me crié en un pueblo de Magos Campesinos y… pasé allí toda mi vida. Pero… mi madre siempre me había dicho que yo tenía —sintió que el rostro le ardía— sangre noble y que mi familia provenía de Merilon. Ella…, mi madre…, me dijo que mi padre era un… un catalista. Habían cometido un acto criminal porque habían mantenido relaciones carnales, y de esta forma me concibieron. Los cogieron —Joram no pudo evitar que su voz se tiñese de amargura—, y a mi padre lo condenaron a la Transformación. Ahora monta guardia en la Frontera…
Calló, recordando la estatua de piedra, sintiendo el calor de la lágrima que había caído sobre su cuerpo. «¿Querría él que yo estuviese aquí?», se preguntó Joram de pronto; luego, sacudiendo la cabeza enojado, continuó:
—Mi madre me dio a luz en El Manantial, según me dijo. Luego, llevándome con ella, huyó. No sé por qué se fue. Quizá tenía miedo. O quizás estaba ya un poco loca…
Le resultó muy difícil pronunciar aquella palabra y se atragantó al hacerlo. No había creído que aquello resultaría tan doloroso. Le era imposible mirar a lord Samuels o incluso a la Theldara. No podía hacer más que permanecer sentado mirando ceñudo sus manos, que se abrían y cerraban espasmódicamente ante sus ojos.
—Me contaba que algún día regresaríamos a Merilon y reclamaríamos lo que era nuestro por derecho, pero —respiró hondamente al llegar aquí— murió antes de ver ese día. Por un motivo u otro, tuve que huir del pueblo donde me había criado y desde entonces he estado viviendo en el País del Destierro. Pero encontré la forma de venir a Merilon y reclamar mi herencia.
—El problema, Theldara Menni —intervino lord Samuels, dándose cuenta de que Joram había contado aparentemente todo lo que sabía—, es que no existe constancia escrita del nacimiento de este joven. Eso no es demasiado insólito, según tengo entendido. —Hizo un gesto de desaprobación con las manos—. El número de indigentes y… llamémoslas… mujeres caídas que acuden a El Manantial para dar a luz a sus hijos es muy grande y, en medio de tal confusión, ha habido casos en los que se han extraviado documentos. O, lo más probable en el caso de Joram, la madre abandonó El Manantial en secreto y, temiendo que la persiguiesen, es posible que destruyera las actas o se las llevara con ella. Lo que nosotros esperamos es que podáis identificarlo como…
—Había una Luna de Parto, además, aquella noche —graznó la Theldara de repente con voz aguda.
—¿Cómo? —Lord Samuels la miró con asombro.
Joram, conteniendo el aliento, levantó la cabeza.
—Una Luna de Parto —repitió, irritada, la anciana—. Había luna llena. Cuando la vimos brillar en el cielo supimos que nuestra sección de maternidad también estaría llena aquella noche, y no nos equivocamos.
—Entonces, ¿os acordáis? —preguntó Joram en voz baja, inclinándose hacia adelante en su asiento, tembloroso.
—¿Recordarlo? —La Druida lanzó una estridente carcajada, luego tosió y se pasó la mano garra por la picuda boca—. Recuerdo a Anja. Yo estuve presente en la Transformación —dijo con cierto orgullo—. Fui para ocuparme de ella. Se encontraba muy mal y yo sabía que hacerle contemplar aquello significaría la muerte del bebé, cuando no la de la misma madre. Pero era lo que ellos habían decretado. Era lo que decía la ley.
La anciana se envolvió en sus ropas, esponjándolas a su alrededor.
—¡Seguid!
Joram sintió el deseo de tomarla entre sus brazos con fuerza de tan adorable como le parecía en aquellos momentos.
La Druida clavó la mirada en el fuego gorjeando y cloqueando para sí, golpeándose el pico con la garra hasta que, alzando la cabeza con un movimiento brusco, se quedó mirando a Joram fijamente.
—Yo tenía razón —continuó con una voz aguda que resonó por toda la habitación—. Yo tenía razón.
—¿Razón? ¿Qué queréis decir?
—¡Nació muerto, desde luego! —cloqueó la Druida—. El bebé nació muerto. Resultó muy extraño, además. —Los ojos de la anciana centellearon extrañamente; su aguda voz se apagó hasta convertirse en un susurro de complacido horror—. ¡El bebé se había convertido en piedra en el interior de su madre! ¡Convertido en piedra, igual que su padre! Jamás había visto nada parecido —añadió, torciendo la cabeza hacia arriba para mirar a lord Samuels y comprobar la reacción que provocaba en él—. ¡Nunca había visto nada parecido! Fue como un castigo divino.
Joram parecía petrificado. Era como si se hubiera convertido en el bebé o en el padre.
—No comprendo…
Se le quebró la voz. Lord Samuels, algo más allá, hizo un gesto, pero Joram no levantó los ojos, manteniéndolos fijos en el rostro de la Theldara. Había dejado de temblar; nada se movía en su interior, ni siquiera su corazón.
La Theldara hizo un gesto con aquellas manos que parecían garras como si tirara de algo.
—La mayoría de ellos salen tan fláccidos como un gato, pobrecillos, cuando nacen muertos. Pero no éste, no el hijo de Anja. —La Druida parecía arañar cada palabra con la mano—. Los ojos abiertos de par en par mirando al vacío. El cuerpo frío y duro como una piedra. Habían sido castigados los dos, dije yo.
—¡Eso no puede ser verdad! —exclamó Joram con una voz que no era la suya.
La Druida estiró la cabeza, entrecerrando sus negros ojillos y sacudiendo amenazadora una de sus garras ante él.
—¡No sé de qué madre eres hijo, jovencito, pero de Anja no! Desde luego que estaba loca. De eso no había duda. —La pajaril cabeza se balanceó en el aire—. Y me doy cuenta ahora de que hizo lo que siempre sospechamos: robar alguna pobre criatura de la habitación donde estaban los bebés que nadie quería y fingir que era su hijo. Eso es lo que los Duuk–tsarith nos dijeron cuando nos interrogaron, y ahora me doy cuenta de que era verdad.
Joram no podía replicarle. Las palabras de la mujer llegaban hasta él como en sueños. No podía hablar, ni reaccionar. Como proviniendo del mismo sueño, oyó la voz de lord Samuels que preguntaba con severidad:
—¿Los Duuk–tsarith? Entonces, ¿esto fue investigado?
—¿Investigado? —La vieja lanzó una especie de cacareo—. ¡Claro que sí! Los necesitamos a ellos para poder arrebatarle a Anja de los brazos al niño muerto. Lo había envuelto en un manto blanco e intentaba darle el pecho y calentarle los pies. Cuando intentamos acercarnos empezó a chillar. Sus dedos se convirtieron en inmensas garras y sus dientes en afilados colmillos. Era una Albanara —añadió la Druida con un estremecimiento—. Vinieron, se llevaron al bebé y le lanzaron un hechizo para que se durmiera. La dejamos descansando, y fue aquella noche cuando escapó.
—Pero, en ese caso, ¿por qué no hay constancia de todo esto? —inquirió lord Samuels, con rostro grave.
Joram miró a la Druida con atención, pero los ojos de ésta estaban tan muertos como los del niño de piedra.
—¡Ah, claro que existían actas! —cloqueó la mujer, indignada—. Todo quedaba anotado. —La mano garra se crispó convirtiéndose en un puño del tamaño de una cucharilla—. Manteníamos un registro muy completo cuando yo estaba allí. Muy bueno realmente. Los Duuk–tsarith se llevaron las actas a la mañana siguiente, cuando descubrimos que Anja había desaparecido. Pedidles a ellos vuestro precioso expediente; aunque no te servirán de mucho a ti, mi pobre muchacho —añadió, mirando a Joram con compasión, con la cabeza ladeada.
—¿Y estáis totalmente segura de que este joven —lord Samuels señaló a Joram con la cabeza, mirándolo con tristeza y preocupación más que con enojo— fue robado de la sala de maternidad?
—¿Segura? Sí, estuvimos seguros de ello. —Sonrió abiertamente; tenía la boca tan desdentada como el pico de un ave—. Los Duuk–tsarith dijeron que eso era lo que había sucedido, y eso nos hizo estar seguros. Totalmente seguros, señor mío.
—Pero ¿los contasteis bien? ¿Faltaba alguna de aquellas criaturas?
—Los Duuk–tsarith dijeron que así era —repitió la mujer, frunciendo el entrecejo—. Los Duuk–tsarith dijeron que así era.
—Pero, ¿lo comprobasteis vos misma? —volvió a preguntar lord Samuels.
—Pobre muchacho —fue todo lo que dijo la Theldara. Mirando a Joram, sus diminutos ojillos centellearon—. Pobre muchacho.
—¡Callaos! —Joram se puso en pie tambaleante. Su rostro se había oscurecido, en la boca le brillaba un hilillo de sangre donde se había mordido los labios—. Callaos —gruñó de nuevo, mirando a la Theldara con tal furor que ésta se derrumbó en el sofá y lord Samuels se apresuró a interponerse entre ambos.
—Joram, por favor —empezó a decir—, ¡cálmate! ¡Recapacita! Hay muchas cosas en este asunto que no tienen sentido… Pero Joram no lo veía ni lo oía. Sentía unas terribles punzadas en la cabeza, como si ésta fuera a estallarle. Tambaleante, sin apenas ver, se agarró la cabeza con ambas manos y se estiró los cabellos, frenético.
Viendo que los cabellos arrancados goteaban sangre, y dándose cuenta también de la expresión enloquecida de los ojos del muchacho, lord Samuels intentó tranquilizar a Joram sujetándolo con ambas manos. Joram lanzó un penetrante alarido y lo apartó de un violento empujón, que estuvo a punto de hacerlo caer al suelo.
—¡Compasión! —jadeó Joram. Apenas si podía respirar—. ¡Sí, compadecedme! ¡Estoy… —luchó por recuperar el aliento—, soy un don nadie! —Volvió a echarse las manos a la cabeza, arrancándose más cabellos—. ¡Mentiras! ¡Todo son mentiras! Muerto…, muerte…
Dándose la vuelta, se dirigió hacia la puerta dando traspiés, buscándola a tientas desesperadamente.
—No se abrirá, muchacho. He reforzado el hechizo. ¡Debes quedarte y escucharme! ¡No todo está perdido! ¿Por qué se interesaron los Duuk–tsarith en ese asunto? Examinémoslo más a fondo…
Lord Samuels dio un paso hacia él quizá con la intención de lanzar un hechizo sobre Joram.
Pero el muchacho lo ignoró. Cuando hubo llegado junto a la puerta, intentó abrirla. Sin embargo, tal y como le había dicho lord Samuels, el hechizo que había puesto sobre la puerta se lo impidió. Ni siquiera consiguió atravesar con las manos la invisible e impenetrable barrera, por lo que la golpeó con los puños presa de impotente furia. Sin darse cuenta de lo que hacía, consciente únicamente de que debía salir de aquella habitación en la que se asfixiaba lentamente, Joram sacó la Espada Arcana de la funda que llevaba sujeta a la espalda y atacó con ella la puerta.
La espada notó que se la necesitaba; el calor que desprendía el cuerpo vivo de su amo empezó a circular por su cuerpo de metal y comenzó a absorber magia. El encantamiento que sellaba la puerta se hizo añicos lo mismo que la madera cuando la espada se estrelló contra ella. La Theldara empezó a chillar, lanzando un gemido agudo y estridente, mientras lord Samuels lo miraba asustado y sorprendido, incapaz de moverse hasta que empezó a sentir que las fuerzas le abandonaban, que la Vida se escapaba de su cuerpo. La Espada Arcana no seleccionaba la magia, su forjador no conocía aún totalmente todo su potencial ni cómo utilizarlo, de modo que la espada absorbía la magia de todos y de todo aquello que estuviera a su alrededor, aumentando así su propio poder. El metal empezó a brillar con una extraña luz de color blanco azulado que iluminó la habitación mientras la espada obligaba al fuego a extinguirse y hacía que las mágicas esferas de luz que había sobre la repisa de la chimenea iluminaran cada vez con menor intensidad hasta desvanecerse por completo.
Lord Samuels no podía moverse. Sentía que su cuerpo era terriblemente pesado y ajeno a él, como si de repente se hubiera introducido en el esqueleto de otro hombre y no tuviera ni idea de cómo hacer que todo aquello funcionase. Lo miraba con los ojos desorbitados como si estuviera viviendo una pesadilla, incapaz de comprender lo que estaba sucediendo, incapaz de reaccionar.
La puerta cayó hecha pedazos a los pies de Joram. Al otro lado, reflejándose en el resplandor blanco azulado de la reluciente espada, se hallaba Gwendolyn.
Había estado escuchando con el oído pegado a la puerta, su corazón danzando al compás de dulces y alegres fantasías, preparada para fingir sorpresa cuando Joram se precipitara al exterior para comunicarle la buena noticia. Sin embargo, una a una todas aquellas alegres fantasías se habían convertido en alados demonios; su danza convertida en una danza macabra. Bebés de piedra; la loca y desdichada madre amamantando aquel cuerpo rígido y helado; los siniestros espectros de los Duuk–tsarith; Anja huyendo en la noche con una criatura robada…
Gwendolyn había retrocedido y se había apartado de aquella puerta cerrada y mágicamente sellada, cubriéndose la boca con una mano para no delatarse con un grito. El horror de lo que había oído inundó su alma como las sucias aguas de un río salido de su cauce. Habiendo llevado siempre una vida protegida y resguardada, la niña que aún había en ella comprendía sólo a medias, puesto que temas como el dar a luz no se discutían nunca en su presencia. Pero la mujer que había en su interior sí reaccionó. Instintos engendrados cientos de años atrás le hicieron compartir el dolor y la agonía; sentir la soledad, el dolor, la pena; y comprender incluso que la locura, como una diminuta estrella brillando en la vasta oscuridad del firmamento nocturno, traía con ella algo de consuelo.
Gwendolyn había oído el grito angustiado de Joram, había oído su furia, su cólera, y la muchacha deseó escapar de allí. Pero la mujer se quedó. Y fue a la mujer a quien Joram se encontró cuando atravesó la puerta. La miró ceñudo, espada en mano. Brillando con fiereza, su resplandor se reflejaba en los azules ojos que lo contemplaban desde el rostro ceniciento.
Comprendió que lo había oído todo y de repente lo invadió una enorme y arrolladora sensación de alivio. Podía ver el horror en sus ojos; enseguida aparecería la compasión y luego la repugnancia. No lo eludiría. De hecho, lo aceleraría. Le resultaría muchísimo más fácil irse odiándola. Podría hundirse en la oscuridad agradecido, sabiendo que ya nunca volvería a emerger de ella.
—Bien, señora —hablaba en voz baja, pero sus palabras tenían la misma intensidad que el brillo de su espada—, ya lo sabéis. Ya sabéis que no soy nadie, nadie. —Con expresión torva, Joram alzó la Espada Arcana, contemplando cómo su resplandor blanco azulado ardía en los desorbitados ojos de la mujer que se encontraba en el vestíbulo—. Una vez dijiste que fuera lo que yo fuese a ti no te importaría, Gwendolyn. Que seguirías queriéndome y vendrías conmigo. —Lentamente, pasando la Espada Arcana a su mano izquierda, Joram le tendió la derecha—. Ven conmigo, pues —le dijo con una mueca de desprecio—. ¿O es que tus palabras no eran más que mentiras como las de los demás?
¿Qué podía hacer Gwendolyn? Se dirigía a ella con arrogancia, provocándola para que rehusara. Sin embargo, la muchacha vio más allá: vio el dolor y la angustia que había en sus ojos. Supo que si lo rechazaba, si le daba la espalda, se internaría en el árido desierto de su desesperación para hundirse bajo la arena. La necesitaba. Al igual que su espada se bebía la magia de todo lo que la rodeaba, también su sed de amor se bebía todo lo que ella tenía que ofrecerle.
—No, no era una mentira —contestó con voz firme y reposada.
Alargó la mano, tomando la de él. Joram la miró asombrado, luchando consigo mismo. Por un momento, pareció como si fuera a rechazarla violentamente, pero ella le sujetó la mano con fuerza, mirándolo con expresión decidida y enamorada.
Joram dejó caer el brazo que sostenía la espada y, con la mano de Gwen en la suya, hundió la cabeza sobre el pecho y empezó a llorar, con unos sollozos amargos y angustiados que sacudían su cuerpo de tal manera que parecía como si fueran a partirlo en dos. Gwen lo rodeó dulcemente con sus brazos y lo apretó contra ella, consolándolo como lo hubiera hecho con un niño.
—Vamos, debemos irnos —murmuró—. Este lugar es peligroso para ti ahora.
Joram se aferró a ella. Perdido y errante en su oscuridad interior, no tenía ni idea de dónde estaba, ni le preocupaba su propia seguridad. Habría caído al suelo si no hubiera sido porque los brazos de ella lo sujetaban.
—¡Vamos! —le susurró apremiante.
Asintió torpemente y la siguió con pasos tambaleantes.
—¡Gwendolyn! ¡No! ¡Hija mía! —le gritó lord Samuels, suplicante.
Intentó moverse desesperadamente, pero la Espada Arcana lo había dejado sin Vida y no pudo hacer otra cosa que quedarse allí, impotente, contemplando cómo se alejaban.
Sin volver la cabeza ni una sola vez para mirar a su padre, Gwendolyn se llevó de allí al hombre al que amaba.